sábado, 8 de febrero de 2025

El testamento de Orfeo

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



A mi madre, Alicia Recillas

Exiled for ever, let me mourn;
where night’s black bird her sad infamy sings,
there let me live forlorn.

No nights are dark enough for those
that in despair their lost fortunes deplore.
                             John Dowland








I
NO SÉ CÓMO LA NOCHE INUNDA EL ALMA, 
como si no más sombras en el tiempo 
hubiese, y todo en vano fuese el puro
firmamento enmudeciéndolo todo,
y sólo hubiese el canto enloquecido
de un ciego atardecer sin primaveras,
eternamente afónicas y secas.
Pero los ojos vagan, intranquilos, 
interrogando, de algún modo, al tiempo,
desde otro calendario, detenido,
inamovible como la marea
y el impasible ocaso del silencio,
pensando en las figuras retenidas
de otro modo tangibles y recónditas,
al eco vivo en vaho convertido,
irrepetible y acechando como
la misma noche en que todo se vuelve
rumor de olvido e indeclinable verbo,
palabra que no puede navegar
salvo entre el laberinto de la noche 
y algo que entre las manos es apenas
un soplo detenido y sin destino.

Hay algo allí casi invisible, insomne,
creciendo sangre adentro, y horadando
la vida misma, infatigable y sorda, 
surgido de un crisol endemoniado, 
sulfúrico y dispuesto a la batalla, 
horrísono soldado, o general,
dispuesto a la derrota, a cualquier costo,
irreparable, como un huracán
sin ruta ni destino, pero en guerra
perpetua contra el mundo... contra sí 
mismo, terrible navegar de un ver
oculto ahora de sí mismo, en ruinas,
luchando en soledad y sin destino.

Ese vagar por un desierto interno 
es ya el destino preparado y ciego,
sin fin, y casi ingrávido, sin tiempo, 
como una imposible navegación 
sobre un océano púrpura e insomne,
como aleteo de un oscuro fin, 
de algo que ruge, silencioso, en ella, 
y no hay gobierno que su avance pare, 
como si quien habita ese silencio 
no fuese ya quien una vez sentido 
y regla al mundo dio con su presencia, 
como si ya no hubiese más resguardo 
que el inválido azul de un cielo mudo 
que sólo es noche,
                           sombra,
                                     eternidad.

II
Y EN VANO ESTÁ LA DOLIENTE MIRADA 
oteando el horizonte hacia el futuro, 
como el volcán que lanza, irracional, 
su lenta furia hacia la vaga luna
planetaria de sagas y leyendas.
Y duele ver las sombras impertérritas 
sembrando la discordia en este templo, 
el de tu cada vez más pequeño cuerpo,
el trémolo silencio en que memoria,
y tiempo, y disonancia, en tu cabeza 
su oscura lengua, indetenible, grazna
dejando en tu interior un eco como 
de cuervos inmorales y de noches 
engullendo tu nombre y tu recuerdo, 
dejando una bandada, en plenas sombras, 
de oscuros sacerdotes desbandados 
celebrando tu exilio y tu abandono 
al flujo proceloso del silencio 
pues, aunque haya en tu boca algún sonido,
como un dolor naciente y resecado, 
no hay ya más que el recuerdo de algo tibio, 
y rojamente inconmovible y vivo 
que alguna vez tu nombre recibió.

El canto y la palabra por ti quieren 
el vuelo levantar, pero no pueden.
Segados por completo de la tierra, 
como la perniciosa flor silvestre 
desamparada, al pie de toda noche, 
de todas las murallas y relojes,
devorándolo todo, porque sí,
que nada dice y siempre está presente 
como un sedente dios de los olvidos, 
pareciera callar como los túmulos, 
cuando más necesita alzar el vuelo 
y ser destino, y tiempo, y sinfonía, 
y tu resguardo, y yelmo, y primavera.
Y en tierra yerma convertida toda,
como un ahogado grito ante el ocaso,
no sé con qué palabra he de nombrarte,
la sombra de una sombra en que te has vuelto
y apenas algo queda de quien fuiste,
hogar que ya no alberga ni a mis sueños
y de los tuyos ya no sé qué quede,
un balbuceo ensimismado y turbio,
en guerra con ti misma y contra todos, 
y no sé con qué mano defenderte
de ti misma y del mundo que te ofende
y te provoca este vagabundear
como si ya no hubiese en ti un hogar
o una techumbre para tu cansancio.
No sé qué ver, ni a quién, ni sé ya el cómo,
que tu herida compense o recompense
con ser quien fuiste, y rumbo y sino dé
a tu vagar por no sé qué recámaras
de un navegar que no tiene destino
o puerto de llegada, más que olvido.

¿Y quién te va a decir que no sea yo,
que en Clipperton viví antes que tú,
y sólo de naufragios, y derrotas,
y destruidas ciudadelas sé?
Sólo la sal del mar sabe nombrarnos,
y este hundimiento es mutuo, y no lo sabes,
pero a vinagre en una esponja sabe,
a sangre coagulada entre la noche,
como una autopsia siempre a pecho abierto
que no tuviese fin, y sin aliento.

(Y sé que no va a amanecer jamás,
las noches todas del cretáceo llegan
en tropel y se acumulan en mí
como un festín de quienes siempre me han
odiado y, malnacidos, no lo ocultan.
Apenas saber pueden del dolor, 
del mudo navegar en la derrota,
de la lanza romana en el costado.)

La mano extiendo y sé que sólo hay nada,
un foso hambriento de tinieblas mudas,
y sé que está callando para siempre
ese jilguero en que se regodeaba
tu canto maternal en sombra envuelto,
sin tiempo para lágrimas o el duelo.
No sé cuántas etapas de descenso
aún nos queden entre noche y lluvia,
pero el hendido pecho que no ves
intenta el aire respirar por ti,
el paisaje observar y caminarlo
contigo y nadie más, como quien vive
la noche última del primogénito.

III
¿QUIÉN PUEDE VER LO QUE TUS OJOS VEN 
sin extraviarse o un náufrago volverse?
Quisieran estas manos impedir 
el deambular en que tus pasos se hunden, 
iluminar la noche vuelta día, 
caliginosa letanía innoble 
en que el pasar del tiempo ya no pasa, 
sólo pesa y lo descompone todo. 
Ausente en tu vagar no sé qué ves, 
en qué estridulación te estás perdiendo 
ni cuál arena está contando el tiempo 
y su ceniza peregrina y muda.
Está la lira sepultada en lodo, 
y apenas encender el fuego puedo, 
como si en el descenso me arrastrases, 
y toda palinodia hubiese muerto 
como un jardín abandonado y yerto, 
y un yo que ya no es mío me sepulta 
y en un chirriar de noches silenciosas 
tan sólo me condena una vez más 
a verte deambular ensombrecida, 
como una llama que no abrasa más.
Y el canto encenizado y las vacías 
manos apenas pueden algo hacer, 
tal vez temblar o prepararse a solas 
para perderlo todo, una vez más, 
en la derrota y la condena a ser 
una debilitada flama en medio 
de algo que muerde sin piedad al ser 
dejándolo en la arena de un reloj 
midiendo sólo un tiempo detenido.

No sé cómo nombrarte y conocerte, 
verte gorrión volátil y a lo abierto, 
a lo canoro y mendicante dado, 
no sé qué está quedando en este erial 
al que los dos estamos condenados 
como un derrumbe inexorable y fiero 
de vagabundas horas encerradas 
en una ergástula insepulta y fría.

Estás aquí, y al mismo tiempo no, 
y sé que esa es tu voz, y tu mirada, 
y algo los dos hemos perdido juntos, 
y un abismo de noches insondables 
ardiendo está como un invierno eterno.
Tendría que salvarte de ti misma, 
aullar la noche entera para oírte, 
no deambulando, solitaria en ti, 
las muchas que te pueblan errabundas.
Tendría que palabra y verbo ser, 
algo más firme que el suelo que pisas, 
alianza nueva para alzar el vuelo 
y organizar la algarabía nueva 
del sol en medio del incendio alado 
al que todo lo vivo destinado 
está como al principio de los tiempos.
No sé por qué la noche está en mis ojos, 
siempre naciendo en mí, sin mi permiso.
No sé por qué la noche o tu vagar, 
no sé por qué, no sé por qué la noche...

IV
NO SÉ QUIÉN PUEDA NOMBRAR, en verdad, 
este dolor. No sé desde cuál cúspide 
o templo de abandono casi olímpico
dictada fue esta marmórea sentencia
escrita por la fúrica deidad 
de todos los senderos clausurados
a cuyo oscuro nombre consagrado
está el olvido y una vida indigna
de ser llamada vida —apenas sombra,
apenas alma o corazón sin nombre,
algo que aún no sé cómo llamar—
cuando el ocaso entremezclado llegue
como el cansado vuelo de las aves.

En tinieblas morar dejadme entonces; el piso tristeza será, 
el techo desesperación que me aparte de toda luz alegre;
de mármol negro las paredes, que aún humedecidas llorarán;
y mi canto, en infernal cacofonía vuelto, destierre todo consuelo o sueño.
                                 25, 26, 27 DE JUNIO DE 2020

V
HAY UNA VELA QUE SE APAGA AL FIN, 
también las flores se despiden mudas,
el huracán furioso se apacigua
y hasta el furor del fuego se termina.
Me quedo con las manos derrotadas, 
con el beso atorado entre los labios,
como un ejército marchito en balde,
con el cantábrico apellido encima 
como si toda Gaza hubiese ardido 
al lado de Cartago desde siempre.
No hay pila bautismal que te regrese,
y estoy en pura brasa consumiéndome
sin más destino que un pabilo seco.
                             2 DE FEBRERO DE 2025

VI
POR CUATRO NOCHES SEPARADOS, juntos 
al fin, y treinta años de distancia,
los padres que de siempre fueron míos
también Allá lo fuesen para siempre,
ya sin llanto y sin dolor también 
estarán por mí aguardando, reunidos,
mi ya no estar en este mundo al fin,
por cuatro noches separados… cuando
no haya ya quien escriba lo que falte…
                               6 DE FEBRERO DE 2025


   Alicia Recillas, breve homenaje fotográfico
Alicia Recillas - Hacia el jardín secreto ca.1999

2 comentarios:

  1. José Manuel, me parecen unos poemas fenomenales. El dolor sublimado en la poesía.

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    Respuestas
    1. Gracias, muchas gracias por tu comentario, Lizbeth. Significan mucho para mí tus palabras.

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