sábado, 17 de febrero de 2024

Las nueve sinfonías de Beethoven, por Adam Fisher y Jordi Savall

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



La recién aparición de dos ciclos sinfónicos dedicados al genio de Bonn, Ludwig van Beethoven, es una ocasión para celebrar, pero también para reflexionar al respecto. Hay que recordar, o subra-yar, que las nueve sinfonías de Beethoven son muy probablemente el ciclo sinfónico más interpretado y grabado de todo el repertorio sinfónico occidental. ¿Para qué hablar de uno más si casi cada año aparecen nuevas grabaciones? Podría empezar por preguntarle a quien me lee si tiene en casa algún ciclo completo. Y casi podría adivinar que un porcentaje muy elevado de quienes respondiesen afirmativamente a esta cuestión, deben tener en casa el ciclo de Herbert von Karajan, como primera opción, y quizás en segundo lugar el de Leonard Bernstein. Es poco probable que si tiene algu-no de estos ciclos, posea en casa otro. Para qué tener dos ciclos de discos, especialmente si pensamos en su costo, si con uno basta.

Mi caso es quizá excepcional. Poseo al menos diez ciclos comple-tos en estuches, en su mayoría con directores formados en la es-cuela de interpretación historicista, como Roy Goodman, Frans Brüggen, Paavo Järvi, Jordi Savall, Adam Fischer, Nikolaus Harnoncourt, John Eliot Gardiner, Christopher Hogwood, Sergiu Celibidache, Kent Nagano, además del ciclo en caja de madera y discos de vinyl que mi padre me heredó, la de Otto Klemperer, de los cuales los últimos tres serían la excepción a esta escuela, y al menos cincuenta versiones más en descargas electrónicas.

Una verdadera locura, pensará quien me lee. A esa locura deseo referirme. De esos dos ciclos más o menos recientes que acaban de aparecer, y sobre los cuales deseo compartir mi experiencia con usted. Empecemos, entonces, con la pregunta más básica, ¿para qué tener más de un ciclo de grabaciones en casa? ¿No basta con uno solo?

Como referencia cultural, la mayoría sabe esto: que Beethoven escribió nueve sinfonías. Pero escucharlas es otra cosa. Y tenerlas en casa es otra muy diferente. En la estación cultural del IMER, Opus 94, hay un programa llama-do La otra versión, donde distintas personas, casi siempre músicos o gente relacionada de una forma u otra con la música, comparte distintas grabaciones, pasajes de alguna obra, para mostrar algo que ya deberíamos saber: aunque la partitura nos indica que allí está escrita una obra, el papel no es la obra. Hay que interpretar lo que está escrito allí. No es algo muy distinto a lo que sucede con un poema. Oír un poema o una sinfonía no es lo mismo que en-tenderlos. Requerimos de interpretar lo que ha sido escrito para que adquiera vida. Es tan evidente esto, como una verdad de Perogrullo. Y sin embargo, solemos pasarlo por alto con gratuidad digna de mejor causa.

Y si es raro que haya en casa libros de poesía, más raro es que haya varias ediciones o traducciones de esos mismos libros, a veces por-que simplemente no hay más traducciones, o a veces, porque hay tantas, que uno no sabe cómo discernir entre una y otra. Esto, sin contar con un hecho u obstáculo fácilmente constatable: el costo de los libros. Lo mismo pasa con la música, y muy en particular con Beethoven, donde lo que suele pesar más, a la hora de buscar una grabación, es no sólo el prestigio de ciertos nombres, sino abiertamente el marketing de las ventas, en una directa relación dialéctica de retroalimentación entre el mercado, las ventas y el prestigio de los sellos discográficos. Más o menos lo mismo que vemos en el caso de las ediciones de libros.

Los ciclos de las nueve sinfonías de Beethoven a que deseo hacer referencia aparecieron con apenas dos años de diferencia entre ambos. Uno, con fecha de producción final de dos mil diecinueve, apareció en el sello honkonés Naxos y corresponde a la Orquesta de Cámara Danesa bajo la batuta de Adam Fischer; el otro apareció en dos es-tuches entre 2020 y 2021 por el sello barcelonés Aliavox, y corresponde a Le Concert des Nations bajo la dirección de Jordi Savall.

En medio de ambos está ese hiato planetario que fue la emergencia por el COVID, lo que afectó la difusión de ambos ciclos en el público melómano. Y en medio de ambos ciclos están las orquestas mismas. Una, la de Cámara Danesa, un auténtico Rolls Royce de precisión y disciplina, y la otra, Le Concert des Nations, producto de una larga trayectoria musical de casi medio siglo por parte de su director artístico y fundador, el violonchelista y violista catalán Jordi Savall.

Se trata de dos de los ciclos más espectaculares no relacionados ni con las grandes orquestas tradicionales europeas ni con los gran-des sellos discográficos, lo cual confirma un movimiento cada día más evidente en el mercado internacional: la importancia adqui-rida por artistas cuyo prestigio no viene del marketing interna-cional sino de su actuar personal y de su absoluta independencia de las presiones y obligaciones contractuales a que a veces los conducen las corrientes principales del mercado internacional.

En el caso de Jordi Savall, hablamos también de una figura de enorme calibre intelectual, un auténtico humanista en el más am-plio sentido de la palabra y cuya carrera empezó hace más de me-dio siglo en el crisol musical de la escuela historicista en Países Bajos, cuando Gustav Leonhardt y Sigiswald Kuijken crearon La Petite Bande para la grabación del Burgués Gentilhombre de Lully, y en donde Savall formó parte de la sección de chelos al lado de otros notables violonchelistas como Richte van der Meer, Anner Bylsma, Wieland Kuijken, entre una deslumbrante pléyade de los mejores músicos de la época, muchos de los cuales terminarían en otras orquestas o fundando las suyas propias, como Lucy van Dael, Paul Dombrecht, Bob van Asperen, Ku Ebbinge, Bartold Kuijken, entre los más prominentes.

La larga trayectoria de Jordi Savall es parecida a la de sus maestros y contemporáneos, fundadores de la escuela his-toricista: Gustav Leonhardt, André Rieu sr., y Nikolaus Harnoncourt, fundador de una de las primeras orquestas que tocaba con criterios historicistas e instrumentos originales, en mil novecientos cincuenta y tres, mientras era violonchelista de la Wiener Symfoniker, y a quien me he referido en un artículo, “Harnoncourt. El último emba-jador de Mitteleuropa” en mi libro Retrato de ciudad con sinfonía. Palabra, silencio y caída, publicado en Sinaloa en 2018.

Como sus predecesores, Savall comenzó su carrera en proyectos de otros músicos, pero pronto, y a sugerencia de Fabio Biondi, creó la suya propia para explorar y promover su propia tradición, la hispano-árabe a través de su conjunto Hesperión XX, que a la vuelta del siglo se llamó Hesperión XXI, fundado en 1974. Muchas de las primeras grabaciones de Savall con este conjunto provienen de libros medievales inexplorados por las orquestas del continente, los cuales forman parte de la tradición no sólo musical sino poética del mundo hispánico, y deben concernirnos no sólo a los melómanos en general, sino a los poetas y lectores por igual, no menos que a cualquier persona culta. En 1989 fundó Le Concert des Nations, la cual se ha vuelto la principal orquesta de origen hispá-nico con instrumentos de época.

Como Harnoncourt y otros, Savall tuvo que redescubrir un am-plio repertorio musical al que normalmente las orquestas mo-dernas hacen caso omiso. A diferencia de este tipo de orquestas, las basadas en criterios historicistas tienen además que descubrir su propia identidad cultural y su propio sonido, y establecer los periodos y criterios históricos bajo los cuales van a funcionar, es decir, ese sonido que les dará identidad y bajo el cual resultan inconfundibles con otras orquestas.

El caso de Adam Fischer es distinto al de Jordi Savall. Hermano del más célebre y conocido director de orquesta Iván Fischer, el suyo es también un caso singular. No sé cuántos de quienes me leen recuerde aquella legendaria caja con todas las sinfonías de Franz Joseph Haydn, editada por Brilliant a principios de los no-venta y que interpretaba una extraña Orquesta Haydn Austro-Húngara. Esa caja la vendía la Librería Gandhi en sus botaderos a un precio ridículo, y allí fue donde me hice de esa joya discográfica, no menos que de otras de las que en otro momento daré cuenta. Pues bien, el director y fundador de esa peculiar orquesta fue, justamente, Adam Fischer, y reunía a los mejores músicos, atrilistas les llamarían en México, de Austria y Hungría para ese proyecto de grabar todas las sinfonías de Papá Haydn.

Adam Fischer ha grabado con la Orquesta de Cámara Danesa las sinfonías de Mozart y las de Brahms, con resul-tados espectaculares en ambos casos, de modo que escuchar su ciclo sinfónico del genio de Bonn era, en mi caso, materia obligada. Si bien el año establecido en la contraportada del cofre dice 2019, el ciclo se grabó entre 2016 y 2019.

La diferencia entre el ciclo de Fischer y el de Jordi Savall es evidente en la formación de las orquestas. La de Fischer es una orquesta de cámara moderna que, como ya dije, es un auténtico Rolls Royce en cuanto a la fiereza interpretativa y a la atención al detalle, cuyo accionar fluye de acuerdo con lo que se conoce como criterio históricamente informado, algo parecido a lo que hizo Harnoncourt cuando grabó su ciclo con la Orquesta de Cámara Europea hace casi treinta años. La de Savall, por el contrario, es una orquesta que toca con instrumentos originales de época y con criterios historicistas.

La manera en que hoy entendemos a Beethoven ha cambiado radicalmente de cómo lo hacían nuestros padres. Para ellos, la orquesta monstruo, densa como el aceite, una masa sonora como un tsunami acercándose a la playa, era su ideal, el ejemplo con el que crecieron. Las grandes orquestas no sólo lo eran por su prestigio y antigüedad, también lo eran por su sonido. Durante el siglo XX se discutió, y en ciertos círculos se sigue haciendo, hasta el cansancio, las marcas de metrónomo hechas por Beethoven, argumentando que eran imposibles de seguir y que de seguirlas se desfigu-raría su propia obra.

Recuerdo muy bien que cuando compré mi primer ciclo sinfónico del genio de Bonn en los botaderos de la Gandhi, se ofrecían dos paquetes. Uno, el de Herbert von Karajan para el sello Deutsche Grammophon, el cual se vendía, y se sigue vendiendo como pan caliente, y el de una orquesta del todo desconocida, la Hanover Band, en un sello discográfico igualmente desconocido, Nimbus. A diferencia de la mayoría, yo adquirí el ciclo de la Hanover Band, y eso me abrió las puertas a todo un mundo en el que de alguna manera aún sigo.

En aquellos días un grupo de amigos del conservatorio compartían conmigo sus tardes, y entre las cuestiones que señalaban estaba el por qué Beethoven escribía tantas notas para tantos instrumentos que usualmente no se escu-chaban. Un reproche que recuerda el que en su momento le hicieron a Bach respecto al también excesivo número de notas en sus obras para órgano. Pues bien, en medio de esas discusiones estábamos y aún recuerdo la sorpresa en sus rostros cuando oyeron aquella Novena sinfonía y pudieron oír, por primera vez en sus vidas, instrumentos sobre los cuales la partitura indicaba su existencia y uso, pero que prácticamente nunca se podían oír. No sólo el fugato final de las maderas del primer movimiento, sino muchas otras cosas: timbres, colores, sonidos que emer-gían de la masa orquestal con toda su fuerza y belleza, ocultos por una tradición instrumental proveniente de Gustav Mahler, ni más ni menos.

Lo que la escuela historicista hizo con la música del pasa-do, conviene recordarlo aquí, y hacer la comparación no está de más, es lo mismo que se hizo en el ámbito de la restauración artística con el techo de la Capilla Sixtina, que durante todo el siglo XX fue considerado como una obra sombría debido a los colores opacos que desde la base se divisaban. La eliminación del polvo y la ceniza de llamas y de siglos ocultaban la gloriosa luz con que Mi-guel Ángel había dotado a esa obra maestra. Lo mismo pasó con Beethoven, pero también con Bach, ¡con Mon-teverdi!, con Mozart, Haydn y un sinfín de obras del re-pertorio que durante décadas parecían la versión etérea del nembutal. De repente toda esa música parecía el eli-xir de la eterna juventud.

En 2016 vino a México la Orquesta Barroca de Fribur-go, una de mis orquestas favoritas, y tocó en Bellas Artes las Nueve sinfonías de Beethoven. Invité a ese ciclo a al-guien con quien compartí muchos años de vida y a quien quería que viera y oyera el ciclo sinfónico Beethoveniano por primera vez de una manera muy especial. Para mí, no podía haber nada más especial que llevarla a ver a la Barroca de Friburgo. Si traigo a colación este recuerdo muy personal, es porque oír este ciclo sinfónico no debería ser una obligación, sino una ocasión tan especial que uno desee repetirla.

Deseo poner énfasis en la aparición de estos dos ciclos Beethovenianos, con Adam Fischer y Jordi Savall, así como su relevancia con el aspecto antes señalado de haber llevado a una muy querida y amada amiga a verlas en Bellas Artes con la Barroca de Friburgo, la cual, por cierto, no las ha grabado aún. Escuchar las nueve sinfonías de Beethoven no debería ser una obligación en ningún sentido, pero sí debería ser una ocasión especial, única, en nuestra percepción del mundo.

Del mismo modo que en el ámbito de la poesía se suele decir, con plena razón, que cada nueva generación requiere de sus propias traducciones de poemas u obras, lo mismo se puede afirmar de las grandes obras del repertorio mu-sical. En otras palabras, cada vez que escuchamos una sinfonía de Beethoven, no escuchamos la misma obra, ni somos la misma persona que la escuchó antes, si es el caso de haberla oído en una ocasión previa, y haberlo hecho con la atención y la conciencia que la obra demanda de nosotros. Ese sería uno de los motivos para asomarnos a los ciclos beethovenianos grabados por Adam Fischer y Jordi Savall.

Es importante subrayar que la escucha atenta de una obra planteará en el escucha, en el escu-cha inteligente, una serie de preguntas que sig-nifican no siempre hallar la respuesta, pero cu-ya enunciación ya implica un cambio, una transformación en nosotros. Naturalmente, la más importante sería qué estoy oyendo, desde dónde —y no me refiero al sitio físico de la ca-sa o del trabajo— y cómo lo hago, con qué he-rramientas o parámetros.

Hay elementos que son relativamente fáciles de identificar en un registro discográfico cuan-do hacemos una simple comparación prima fa-cie, y es revisar los tiempos de duración de ca-da movimiento. Algo tan simple como eso ya debería plantear una serie de cuestiones en el escucha, anticipaciones y esperas. Si es la mis-ma obra, ¿por qué hay diferencias de tiempo? ¿Qué debo o puedo esperar de ellas? ¿Qué sig-nifican, o cómo debo interpretarlas? Y otras cuestiones que usted podría estar preguntán-dose en este mismo momento, incluso si usted sólo tiene un disco con alguna de sus sinfonías. Si fuese así, se me ocurren cuestiones como ¿por qué esa grabación y no otra? ¿La eligió usted o fue un regalo? ¿Cuándo fue la última vez que la escuchó? Si no tiene un solo disco, ¿por qué no? ¿Piensa que es la música que oiría su papá o su abuelo? ¿Cree que es un asunto de viejitos o gente aburrida? ¿Qué piensa de lo que le estoy señalando? ¿Se ha hecho usted estas u otras preguntas?

Así pues, tenemos estos dos ciclos sinfónicos beethovenianos, los cuales, más allá del costo cuya adquisición sig-nifican, el cual debe ser visto siempre más como una inversión que como un gasto, son, me parece, uno de los acontecimientos culturales más importantes de los últimos años. Uno, como ya señalamos, debido a Adam Fischer y la Orquesta de Cámara Danesa, y el otro a Jordi Savall y Le Concert des Nations. Dos orquestas de tamaños si-milares, con sonidos y afinaciones parecidas, ambas seguidoras y continuadoras de la escuela historicista fundada hace ya casi setenta años en Ámsterdam y en Viena, y que hoy es el parámetro usado en Occidente y en prácti-camente todo el mundo culto. Ambas son el fruto de proyectos planeados de manera unitaria, uno pensado para el malogrado festejo mundial de 2020 por los doscientos cincuenta años del natalicio del compositor debido a la emergencia del COVID justamente ese año, y el otro realizado a lo largo de tres años. Y por lo que sé, ninguno fue lanzado previamente como grabaciones individuales, sino pensados desde el principio en la forma en que apa-recieron, en los estuches y diseños con que se les concibió para su venta y distribución. Esto último es lo con-tingente. Por el contrario, lo trascendente es que ambos proyectos hayan llegado a buen fin y estemos hablando de ellos.

Por más que resulte algo decepcionante el cuadernillo de la edición de Naxos, y mucho más rico y extenso el de Aliavox, el cual también viene en español además de las lenguas usuales en estos casos, lo importante es la audición de ambos, y la comparación entre ambas, es decir, lo que se conoce como la toma de sonido.

Como seguramente sabe quien me lee si la ha oído, por lo general son los dos primeros movimientos de la Tercera sinfonía los que llaman la atención y señalan el carácter revolucionario de esta grandiosa obra. En otros espacios, literarios, me he referido a cómo ese común aserto en torno a sus dos primeras sinfonías y su carácter haydniano y mozartiano es un lugar común, pero lo revolucionario, lo típicamente beethoveniano, ya está en esas dos sinfonías, y no de forma oculta o in nuce, como diría alguien, sino completamente a la vista, o más bien al oído. Pero a lo que ahora quiero referirme es a la forma asombrosa en que Adam Fischer presenta el conocido tema de apertura del cuarto movimiento.

Recordemos su estructura brevemente. Está escrito en la misma tonalidad que el primero, es decir en si bemol, después del cambio de tonalidad de la Mar-cha fúnebre, en do menor, y el tercero en mi bemol mayor. Después del tutti de apertura, de apenas unos diez segundos de duración, Beethoven pre-senta el tema usado en sus Variaciones Op.35, las célebres Variaciones Heroica, a partir de lo que se conoce como el Basso del tema, empezando con los pizzicati de las cuerdas en un diálogo algo misterio-so con las maderas, y el repunte del tutti alternado, hasta la aparición del tema tomado directamente de su Contradanza sin número de Opus 14, núme-ro 7, más conocida por su aparición en su célebre ballet Las criaturas de Prometeo Op.43. El tema es presentado en su totalidad por las cuerdas, y será desarrollado de manera contrapuntística a lo largo de diez asombrosas variaciones, que van de lo serio a lo humorístico y muestran la maestría alcanzada por Beethoven en el arte variativo, heredero direc-tamente de Bach y las Variaciones Goldberg. Es bastante asombroso constatar cómo los músicos mexicanos suelen ver con desprecio este tipo de procedimientos, y en particular este movimiento conclusivo de esta sinfonía, pero no es exclusivo de nuestro medio.

Lo que sorprende de esta interpretación es la manera en que Fischer hace que el tema aparezca por primera vez, después del Basso del tema, no a través de toda la sección de cuerdas de la orquesta, como usualmente es presen-tado, sino a través de su mínima común expresión: en primer lugar aparece el violín primero en diálogo con el vio-lonchelo, y después entran el segundo violín y la viola, literalmente, un cuarteto de cuerdas en medio de la or-questa, la cual entra una vez que ha sido presentado el primer tema y empiezan propiamente las diez variaciones con las cuales se desarrollará el tema de apertura y concluirá la obra. Es como si se materializara un fantasma en medio de la sala de conciertos: en el momento más importante de la obra, en el cual Beethoven debe desatar toda la energía y dinámica acumulada de los primeros movimientos, al tiempo que debe resolver el tema presentado casi de manera casual y fragmentaria, decidiera recordarnos lo hecho antes, en la Marcha fúnebre, pero también en sus cuartetos tempranos, de donde viene su estro sinfónico. Es importante que se recuerde esto que acabo de señalar, pues volveremos a esto más adelante.

¿Les suena conocido este procedimiento? Beethoven lo volverá a hacer en el cuarto movimiento de la Novena. Y lo que hace Fischer aquí es recordarnos ese vínculo entre la obra entera de Beethoven, y no como lo hacen los músicos mexicanos, como me consta, que ven las obras no como un todo sino como modelos episódicos sueltos, sin rela-ción unos con otros. Es decir, como un niño incapaz de ver y entender la totalidad de una obra. Subrayo, enfatizo este aspecto del ciclo de Adam Fisher, porque es algo que comparte con el de Jordi Savall, y ya me referiré con más detalle a ello.

Hay un video en YouTube donde se puede constatar este asombroso hecho, y no sólo oírlo. El video pertenece a la serie de conciertos de donde salió la grabación de Naxos, y corresponde al 22 de octubre de 2017 en tanto la toma de sonido del disco fue hecha entre el 23 y el 26 en la Real Academia Danesa de Música. (aquí se ve y se oye)

En la reducción o versión hiper minimalista de la presentación del tema de las variaciones, to-madas de Las criaturas de Prometeo, Fischer deja a la interpretación del escucha la razón pa-ra reducirla a su mínima expresión, un cuarte-to de cuerdas en medio del cuerpo de la ya de por sí reducida orquesta de cámara, algo que repetirá Fischer de forma aún más dramática en el quinto movimiento de la Sexta, cuando en la coda reduce la orquesta a un solo violon-chelo, el cual presenta el tema conclusivo antes del magistral tutti final.

En los dos casos mencionados, y en otros don-de Fischer realiza procedimientos similares, se enfatizan muy dramáticamente ciertos pasajes, llamando poderosamente nuestra atención ha-cia ellos. ¿Cómo debemos interpretar tales mo-dificaciones, teniendo en cuenta la discusión digamos filológica sobre las fuentes y la forma de interpretar lo que Beethoven escribió?

Recordemos que a lo largo del siglo XX, y en torno precisamente al primer movimiento de la Tercera sinfonía, hubo dos escuelas de dirección respecto de la repetición de la exposición. En general, los direc-tores más prominentes de la mayor parte del siglo XX rechazaron la repetición de la Exposición considerándola un vestigio dieciochesco que no respondía al verdadero espíritu —revolucionario y transgresor— de la obra. En esta línea se mantuvieron directores provenientes de la tradición romántica como Wilhelm Furtwängler, sus custodios como Herbert von Karajan, «fenomenológicos» como Sergiu Celibidache, los llamados primeros objetivistas co-mo Arturo Toscanini y lo objetivistas «adornianos» como Otto Klemperer, entre otros. Por el contrario, otros ob-jetivistas más recientes como Georg Solti o Riccardo Muti, así como los historicistas de la escuela de Nikolaus Harnoncourt y prácticamente todos desde finales del siglo veinte hasta nuestros días se han atenido a la repetición de la Exposición por razones principalmente filológicas, es decir por fidelidad a lo establecido por el compositor en la partitura.

Adam Fischer
Claramente la de Fischer es una interpretación que puede ubicarse dentro de las llamadas his-tóricamente informadas, y gracias al Rolls Roy-ce de orquesta a su disposición, puede ofrecer-nos versiones de las nueve sinfonías de Beetho-ven, en su conjunto el complejo sinfónico más importante de todos los tiempos, que son una locura de transparencia y claridad, llevando más lejos aún la propuesta de Nikolaus Harnonco-urt con la Orquesta de Cámara de Europa he-cha entre junio de 1990 y junio de 1991. 
Es in-dudable que la orquesta a disposición de Adam Fischer es más pequeña incluso que la usada por Harnoncourt para su ciclo, y es superior en muchos aspectos. La toma de sonido es especta-cular y literalmente provoca en el escucha una suerte de destape de oídos pues le permite escu-char una infinidad de detalles y matices que es casi como si lo escuchase por primera vez.

¿Cómo debemos interpretar, por nuestra parte, la forma en que Fischer presenta el tema de la Exposición del cuarto movimiento de la Tercera sinfonía en esta versión hiperminimalista reducida a un cuarteto de cuerdas, en vez de seguir la partitura que establece con claridad toda la sección de cuerdas?

En mi opinión de esta sinfonía, estoy más cerca de lo que piensa Michael Steinberg, para quien en esta obra Be-ethoven consigue mover el centro de gravedad del primero al último movimiento, otorgándole un carácter unitario inédito e inexplorado hasta ese momento, y que formará parte desde entonces del carácter unitario de su música. Es decir, no cuatro movimientos sueltos alternados, sino un solo discurso musical. En esto, me opongo por completo a la visión fragmentaria y episódica con que, por ejemplo, los músicos mexicanos suelen referirse a esta sinfonía, no menos que a casi toda su obra.

Me parece un enorme logro lo hecho por Adam Fischer al presentar el tema de la Exposición del cuarto movi-miento de la Tercera sinfonía en una versión reducida a un cuarteto de cuerdas, porque siempre he pensado que en esta obra Beethoven no sólo propone la sinfonía como una obra verdadera y auténticamente unitaria, sino que hace algo aún más sorprendente y que no ha sido casi señalado por ningún crítico, pero que me parece eviden-tísimo y que explica por qué el primer movimiento dura tanto, y por qué la repetición es tan importante no sólo por cuestión filológica, es decir porque así la concibió Beethoven. La forma en que concibo esta sinfonía está más cercana a eso que en física se llama sistema, es decir un mecanismo cerrado en el que todas las partes están inter-conectadas, como por ejemplo el motor de un refrigerador, y en el que ninguna parte es ni más importante que otra, ni se pueden separar arbitrariamente sin destruirlo.

Así, Beethoven acumula energía por medio de una dinámica que podríamos denominar dialéc-tica a través de los dos primeros movimientos, en los cuales primero desata una energía feno-menal en el primer movimiento, y en el segun-do la comprime, si así se le quiere denominar, a través de la asombrosa marcha fúnebre. ¿Qué puede hacer el sistema con esa asombrosa acu-mulación de energía dinámica si no es liberarla? Eso es exactamente lo que hace en los dos si-guientes movimientos. En el tercero juega con esa energía, y esto explica otra cuestión de una manera más integral la revolución beethovenia-na con esta sinfonía al cambiar el Menuetto por el Scherzo, algo que ya había intentado en la Se-gunda sinfonía, pero que en esta lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Dinámicamente, o incluso termodinámicamente hablando, no se puede liberar la energía así como así, so peligro de sobrecargar el sistema y dañarlo irremedia-blemente. Si grosso modo consideramos la Ter-cera sinfonía de Beethoven como un sistema regido por la ley de la conservación de la energía establecida por La-voisier: la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, tanto como por los llamados principios o leyes de la termodinámica, podemos verla desde una nueva luz y entenderla como un mecanismo que puede hacer ciertas cosas y otras no, tal como las leyes de la termodinámica establecen.

Beethoven entiende esto como el genio que es, y por eso primero juega en el Scherzo con la energía acumulada en los movimientos precedentes, antes de liberarla. Pero hace más que eso. Igual que con la marcha fúnebre, aquí debe construir un modelo que permita hacer lo contrario a lo hecho en su contraparte. Si en el segundo movimiento acumuló la energía dinámica desencadenada por el primer movimiento, aquí busca liberarla de una manera con-trolada, y qué mejor forma de hacerlo que a través de un modelo variativo de desarrollo, como lo hicieron casi to-dos los grandes compositores del barroco, empezando por Bach, a quien sin duda tiene en mente en este momento, como lo tendrá más adelante, como cuando escriba el tema del llamado Himno a la alegría de su Novena, o en las Variaciones sobre un vals de Diabelli.

En un sentido termodinámico, esto explica por qué Beethoven usa una contradanza como principio liberador de la energía acumulada en los movimientos precedentes. De esta genial manera, le otorga a la sinfonía, por primera vez en la historia, un carácter verdaderamente unitario, surgido de las tensiones dinámicas internas y no únicamente de una oposición temporal, es decir de una alternancia de tempi, de tempos como se había venido haciendo desde el barroco entre movimientos lentos y rápidos, como ese residuo tecnológico-cultural renacentista de claroscuros que sería el invento del reloj. Este procedimiento dinámico-dialéctico será parte integral de su música desde entonces, pero no es exagerado decir que ya estaba in nuce en su producción previa, y que es intrínseco a su personalidad musical.

Pero no sólo desde una perspectiva termodinámica encontramos una explicación respecto de la manera en que Be-ethoven trata la energía sonora en esta sinfonía sino, más importante, por qué. Ya señalé antes cómo Beethoven anticipa Avant la lettre en el cuarto movimiento de la sinfonía lo hecho previamente, como hará después en la Novena en el cuarto movimiento también.

Jonathan Kramer (1942-2004)
Conviene señalar entonces que en este retroceder para avanzar Be-ethoven presenta el tema de Prometeo no sólo por la idea prome-teica en sí misma, de moda en Viena en aquella época, sino por lo que hará con dicho tema musical, y lo hace para recordar el enor-me y sorprendente fugato de la Marcia funebre como antecedente variativo de la coda en ese movimiento. En el cuarto movimiento Beethoven radicaliza aún más ese procedimiento variativo al pre-sentarlo desde el principio, y Fischer desea que el escucha se per-cate de esto al reducirlo a su mínima expresión musical, un cuar-teto de cuerdas, como si deseara que nos percatemos cómo hizo en los movimientos previos lo mismo: acumular energía dinámica para después liberarla, como un recordatorio anticipativo de la fenomenal liberación no sólo musical, sino termodinámica, con que la obra concluirá. Así, podemos decir que nuestra reflexión en torno a esa monumental obra maestra va incluso más lejos de lo que ha señalado Johnatan Kramer quien señala que lo que Bee-thoven entierra con la Marcia funebre y renace en los siguientes movimientos no es a Napoleón sino al clasicismo en sí. Debemos recordar que todo el episodio napoleónico de la sinfonía, la dedicatoria y su casi inmediata obliteración fue, como el Testamento de Heiligenstadt, un episodio privado del que sólo se supo a la muerte del compositor y sólo se vol-vería icónico de manera mucho más tardía, de modo que la aseveración antes mencionada de Kramer tampoco es del todo correcta. En lo que sí podemos concordar es que el verdadero héroe de la sinfonía es ella misma. En otras palabras, el auténtico tema de la obra es la música misma, y como un ente integral sus referencias son autorre-ferencias dirigidas a los procedimientos ya realizados y presentados previamente.

Es importante indicar, entonces, que es imposible, o en el menor de los casos un despropósito, separar no sólo la personalidad beethoveniana de su música, sino ver a esta última de manera episódica, fragmentaria, como hacen no pocos músicos mexicanos. Ni sus sinfonías ni sus sonatas son una reunión arbitraria de melodías unidas al azar, sino que son parte de un discurso totalizador. Esto es tan evidente que me parece asombroso que el músico mexi-cano en general no se percate de ello.

He señalado en otro momento que sus partituras no sólo son un documento de orden técnico de primera magni-tud, como sabe cualquier filólogo y como lo saben quienes como, Jordi Savall y casi todos los directores de la es-cuela historicista, se dirigen no a las ediciones modernas sino a los manuscritos salidos de la mano del propio com-positor. Son también, literalmente, una radiografía en tiempo real de la mente del creador, de su funcionamiento, y en ese sentido, me parece que no sólo en su caso, sino en el de cualquier gran compositor, un documento de primer orden en términos de lo que nos puede decir acerca de cómo funciona el cerebro del genio creador si el campo relativamente nuevo de la neurociencia sabe cómo aprovechar semejantes documentos.

Ahora pasaremos al ciclo grabado por Jordi Savall al frente de su orquesta Le Concert des Nations grabado entre 2019 y 2020, y que Savall tenía pensado para la celebración de los 250 años del natalicio de Beethoven y que tuvo que cancelarse por el año de la pandemia del COVID que detuvo toda la actividad, tanto económica como cultural en el planeta.

Jordi Savall                                © Dolores Iglesias / Fundación Juan March
Cuando hablamos del repertorio sinfónico en ge-neral, hablamos de algo que el público melómano parece dar por sentado. Hay un conjunto de obras que las orquestas digamos convencionales deben interpretar y al cual acuden año con año, semana con semana, para su programación. Como si hu-biera un cuenco inagotable de música para ser to-cado a lo largo de los años. Allí está, al alcance de la mano, y dependerá de la orquesta y de la imagi-nación de su director artístico presentarlo con va-riaciones diversas, según se cumpla algún aniversa-rio de los que, año con año, no pueden faltar. Es-tas condiciones las dan por sentado, por igual, los músicos y el público asistente a las diversas salas de concierto de todo el mundo. Pero en realidad no es así, no debería ser así. Una pregunta que debería hacerse el pú-blico, no menos que los propios músicos, es la más básica de todas las preguntas cuando vemos un programa de al-gún interés: por qué. ¿Por qué esas obras y no otras? ¿Qué relación hay o puede haber entre ellas? ¿Por qué el director las eligió?

En los programas de mano de la ciudad de México desde hace décadas se repiten las mismas notas a los programas, sin variación alguna, escritas en la frialdad y lejanía de un escritorio, sin ninguna relación ni con la orquesta ni con la sala donde se interpretarán, y menos con el director de la orquesta y sus músicos ni con el público que las leerá, si es que las lee; de esas notas podría decirse lo que el poema de José Emilio Pacheco: nada altera el desastre. Se repiten una y otra vez como un mantra maldito y sin sentido. Y si hay errores de cualquier tipo, que más de una ocasión se topa uno con alguno, es una condena de mal información en torno a la cual nadie levanta la mano y de la cual parece imposible escapar.

Condenados a no ver ninguna relación entre la misma nota de programa repetida hasta el cansancio y la música elegida por el director de orquesta, también está el repertorio interpretado, como decía Sergiu Celibidache, como dicta la orquesta de la gran ciudad, y no como lo quiera hacer el director. Una inmovilidad espantosa es la que le espera al público asistente a las salas de concierto. Que como cualquier consumidor en México, tampoco exige sus derechos ni sabe cómo ejercerlos.

Ya todo está dicho, o dictaminado en su forma rutinaria de ser tocado y entendido, cuando lo es, por el público asistente. Si algo hay que agradecerle a la escuela historicista, es haber cambiado eso de forma radical. Cada or-questa de este tipo, comienza con un repaso y apropiación de ese repertorio para irlo incorporando, de modo que tanto el legado se mantenga vivo, y al mismo tiempo vivifique a la orquesta y a los músicos mismos, no menos que al posible escucha.

Le Concert des Nations creada por Savall y Montserrat Figueras en 1989
Eso es lo que ha hecho a lo largo de más de medio siglo Jordi Savall con las orquestas que ha fundado. No es distinto de lo que hicieron sus predecesores: Nikolaus Harnoncourt, Sigiswald Kuijken, Frans Brüggen, John Eliot Gardiner, Christopher Hogwood, entre otros. Y no cabe duda que al escuchar estos distintos conjuntos uno puede detectar, casi de inmediato, un sonido dis-tintivo, algo que sin duda el melómano atento no pu-de sino agradecer.

En este asunto relativo al ciclo sinfónico beethovenia-no, sea que se le toque en una sala de conciertos o que se le registre para un disco, el asunto que más nos de-bería importar a todos es el de lo vivencial, es decir que el resultado sea una creación viva, que impacte por igual a los intérpretes y a los espectadores. No se puede anticipar o condicionar la posible reacción de ambos, pero tampoco debería darse por sentada. Eso es lo que propone, de alguna manera, Jordi Savall en su ciclo beethoveniano, al cual llegó luego de casi toda una vida dedica-da a recorrer el largo y sinuoso camino que va del Medievo al romanticismo musical, pasando por todas sus etapas intermedias. Es importante enfatizar este aspecto, pues suele darse por sentado.

¿Qué fue lo que hizo Simon Rattle, por citar sólo un ejemplo, al llegar a la Berliner Philharmoniker? Como no po-día ser de otra manera, grabó el ciclo sinfónico beethoveniano. ¿Por qué? No sólo porque estaba obligado por el contrato con el sello de Deutsche Grammophon que la orquesta tiene, sino porque es lo que se esperaba que hicie-ra, porque ese ciclo se vuelve una mercancía más para el sello discográfico, porque es parte del repertorio que está allí, al alcance de la mano, en la caja de al lado, donde se guardan la batuta, las partituras y otros adminículos que se espera use el director en turno, y hay que ofrecerlo al público de nuevo.

Uno de los padres de la escuela historicista, Nikolaus Harnoncourt, nos advirtió contra esa tendencia a darlo todo por sentado. Quien asiste a una sala de conciertos o se alista a oír una obra, cualquiera que esta sea, debe arriesgar algo. Tal afirmación es válida también para los intérpretes, tanto para los miembros de la orquesta como para su di-rector. Pero no es eso lo que vemos regularmente en las salas de concierto de nuestra ciudad capital. Los músicos no suelen sentirse resguardos de nada ni representantes de ninguna tradición, y en general los directores artísticos no hacen el menor esfuerzo por hacerles sentirse parte de algo que no sea el cumplimiento robótico de un trabajo con horarios inamovibles. Como en otras ocasiones he dicho, para el caso daría lo mismo que trabajaran vendiendo estampillas postales.

Nikolaus Harnoncourt (1929-2016)
En el caso de alguien como Jordi Savall, lo precede más de medio siglo de actividad musical e intelectual, pues él, como Harnoncourt, también ha realizado una infa-tigable labor pedagógica y reflexiva, enmarcada en un compromiso estético, ético y vital de primer orden, só-lo comparable al de unos pocos hoy en día, como la del propio Harnoncourt, el desaparecido maestro Pierre Boulez, y Ton Koopman, John Eliot Gardiner, Daniel Baremboim, Zubin Metha y Bernard Haitink entre otro pocos, poquísimos ejemplos similares.

El largo y sinuoso camino que condujo a Jordi Savall al ciclo sinfónico beethoveniano en el otoño de su fruc-tífera vida nos brinda a los melómanos y a quien desee acercarse a este ciclo, el cual se completa con la reciente aparición de su grandiosa Missa Solemnis, a la que Theodor Adorno se ha referido como el ejemplo de la obra de estilo tardío distanciada, una oportunidad invaluable de volver por nuestra parte hacia ese enorme legado.

Al hacer ese largo periplo de medio siglo de actividad musical que va desde el Medievo hasta el clasicismo tardío o romanticismo temprano, como lo hicieron la mayoría de sus predecesores, Savall no da por sentado el legado mu-sical de Occidente de casi medio milenio, sino que lo rescata y se lo reapropia, le da una nueva vida y un esplendor muy característico, con un ligero toque afrancesado, el cual recuerda ese hermoso sonido cálido logrado por William Christie al frente de Les Arts Florissants, y que le permite ofrecer, por ejemplo, una de las mejores ver-siones disponibles del Mesías de Händel. En el caso de Savall, ese cálido sonido afrancesado resulta no sólo benéfico para Beethoven, sino que de hecho no le es nada ajeno al genio de Bonn.

Quiero insistir en este aspecto de lo que llamamos tradición y lo que han hecho Savall, Harnoncourt, Brüggen, Gardiner y otros, al trazar un largo trayecto de larga duración y de orden casi antropológico para revivificar ese le-gado, que es algo con lo cual me identifico a cabalidad y es, indudablemente, mi bandera. Del mismo modo que aquellos, eso que llamamos tradición no es un conjunto de obras y nombres detenidos en el pasado, un pesado far-do que nada nos dice sino un mundo vivo y dialogante, el cual hay que revivir cada vez que se nos presente la oportunidad de hacerlo.

Y es importante recordar que Jordi Savall ya había grabado su Tercera Sinfonía en 1994, con resultados dignos de mención, pero en aquel momento Savall no continuó con lo que parecía ser su incursión en uno de los conjuntos musicales más demandantes de todos los tiempos, pues no porque se le toque mucho y siempre en todas las salas de concierto significa que sea un asunto sencillo, incluso si se hace de manera rutinaria, como es usual en la ma-yoría de las ocasiones.

Jonathan Kramer (1942-2004)
Uno de los aspectos más importantes en este ciclo de Savall, el cual se vio interrumpido por el cierre planetario de 2020, es la lectura integral de las nue-ve sinfonías, y no como piezas sueltas o productos comerciales envasados rápidamente para su venta y consumo. Algo que ya señalé con respecto al ciclo de Adam Fisher. Esto recuerda también lo señala-do por Nikolaus Harnoncourt cuando las grabó con la Orquesta de Cámara Europea hace más de treinta años, o lo que señaló con respecto al ciclo de sinfonías de Schubert. Es en ese sentido que el tér-mino «integral» adquiere un significado muy pre-ciso, y uno como escucha no puede sino sentirse agradecido por el compromiso puesto en este regis-tro. 
Parte de ese compromiso proviene de la idea de Savall de hacer el ciclo con sus músicos como una academia de estudio, o para decirlo con precisión, como un simposio, ese término griego que compar-te el mismo prefijo que sinfonía. Las academias que Savall estableció con sus músicos para grabar e in-terpretar el ciclo sinfónico beethoveniano no sólo surgen, como probablemente no podría ser de otra manera, bajo un evidente sello harnoncourtiano, si-no, para señalarlo etimológicamente, bajo el élan vi-tal del banquete platónico, ese simfilosofar de que hablaban Novalis y los hermanos Schlegel en la re-vista Athenaeum, la cuna justamente del movimiento romántico. Esto quiere decir, igual que en el banquete pla-tónico, que el escucha se enfrenta a una suerte de creación colectiva, y del mismo modo que en los diálogos del griego es su nombre el que ampara ese pensar en conjunto, aquí también es el nombre de Jordi Savall el que am-para ese tocar-juntos, pues eso significa sinfonía, que es, en última instancia, algo más que tocar en conjunto, y que es llevar la poiesis a su máxima y más prístina expresión. No debe olvidar el amable radioescucha que antes de que surgieran las orquestas en Occidente, el término sinfonía lo usaban los gramáticos griegos y latinos en referencia al acto de escribir y crear, y sólo en los últimos doscientos o trescientos años se ha centrado casi en exclusiva en la música culta europea.

Una de las ventajas de esas academias de preparación y estudio que Jordi Savall organizó para la interpretación y estudio del ciclo sinfónico en cuestión, y que el registro discográfico evidencia de manera irrefutable, es la unidad del discurso beethoveniano, algo que ya Harnoncourt había intentado mostrar en el suyo. En el caso de Savall, un ejemplo de esta unidad discursiva se puede percibir en el registro que va de la Cuarta a la Quinta sinfonía.

En efecto, Savall le quita el sentido ligero y hasta cierto humorístico con que tanto la crítica como la tradición ha señalado con respecto a la Cuarta sinfonía y que hasta Adam Fischer en la entrevista del cuadernillo de su ciclo señala con algo de desdén, refiriéndose a esta y a la Octava, que suelen ser las dos sinfonías menos interpretadas. Por el contrario, Savall le da un carácter más dramático e intenso, anticipatorio, acercándola de manera más orgánica al dramatismo de sobra conocido de la Quinta. Los paralelismos que Savall destaca en su Cuarta con la Quinta puede ser un recurso cuestionable, pero sin duda funciona espléndidamente en la impresión de conjunto, y eso me parece un gran logro que diferencia su interpretación de la de la mayoría de los ciclos disponibles en este momento en el mercado.

Kyle McMillan ha hecho una comparativa con respecto a uno de los aspectos más complicados de las sinfonías de Beetho-ven: las marcas del metrónomo del compositor, que muchos intérpretes a lo largo de los años han considerado impractica-bles o carentes de sonido artístico. Comparto lo que McMil-lan ha mostrado. Parte del acercamiento históricamente infor-mado al compositor ha significado regresar a esos tempos con-trovertidos, algo que hicieron tanto Nikolaus Harnoncourt (con la Orquesta de Cámara de Europa, principalmente con instrumentos modernos) como John Eliot Gardiner, aunque este último estaba más dispuesto a desviarse cuando tenía sen-tido hacerlo. Savall indica que ha respetado los tempos con só-lo «unas pocas y raras excepciones». Y, de hecho, cuando se observan los tiempos de los movimientos de este álbum, coi-nciden en gran medida con los de Harnoncourt y Gardiner.

Al examinar el ciclo de Beethoven contra el de Savall, tiene sentido comparar y contrastar su opinión con la de Har-noncourt y Gardiner. Para hacer eso, aquí hay un examen de tres movimientos de las primeras cinco sinfonías con tiempos de acompañamiento para cada uno.

Sinfonía No.2 en re mayor, opus 36, Movimiento II, Larghetto. 
Savall: 10:28. 
Gardiner: 10:19. 
Harnoncourt: 10:30.

La versión de Savall tiene una sensación genial y relajada, con un fraseo aireado y de apariencia natural, contrastes dinámicos hábilmente manejados y solos de viento de madera elocuentes. Lo mismo podría decirse de la versión relajada de Gardiner, que es igualmente atractiva, pero la lectura de Harnoncourt no tiene el mismo nivel de sutileza interpretativa que las otras dos.

Sinfonía No.3 en mi bemol mayor, op. 55 (“Eroica”), Movimiento I, Allegro con brio. 
Savall: 15:32. 
Gardiner: 15:34. 
Harnoncourt: 15:53.

Jordi Savall aporta una urgencia convincente a este movimiento, con articulaciones nítidas y sforzandos ágiles, y equilibra inteligentemente el empuje de los grandes arrebatos con la intimidad de los momentos más suaves. Hay mucho que elogiar sobre Gardiner, quien logra un toque más relajado en general sin sacrificar la pegada cuando es necesario. Harnoncourt ofrece un sonido con más cuerpo, pero su versión a veces se arrastra y parece más inerte.

Sinfonía No.5 en do menor, op. 67, Movimiento IV, Allegro. 
Savall: 11:03. 
Gardiner: 9:50. 
Harnoncourt: 10:51. 

Aunque Savall impone una sorprendente sensación de moderación o contención, construye el drama de forma incremental y orgánica y, en última instancia, genera la sensación necesaria de grandeza y poder. La versión de Har-noncourt tiene una sensación más grande, con más barrido y un hermoso sonido de metales, pero, nuevamente, hay una sensación de que el impulso se está quedando atrás. La interpretación de Gardiner es indudablemente más rápida y musculosa, y a su manera muy emocionante.

Harnoncourt dirige a Beethoven
Si observamos o analizamos el conjunto, la acritud heterogénea del sonido, especialmente en las cuerdas es distintiva y elegante. La sección de contrabajos tiene una presencia que añade profundidad y rique-za tangibles al sonido orquestal general. Los timba-les son un poco menos prominentes en compara-ción con el primer volumen, aunque todavía tienen un impacto tremendo, y eso me parece por sí solo un logro digno de elogio, pues pensar que estos de-ben sonar igual todo el tiempo, por esa idea de orga-nicidad deseada por Savall en el ciclo entero sería un error. Esta pequeña variedad sonora es el resultado, estoy seguro, de esa búsqueda de organicidad inte-rior, en la medida en que hay una evolución sonora y no sólo en el sentido del pensamiento musical del compositor. Pensemos, por ejemplo, en la música de tormenta de la Sexta y el Scherzo de la Novena. Los instru-mentos de aliento muestran vitalidad y vigor en la música más rápida y un lirismo encantador en los movimientos lentos. Los cantos de los pájaros al final de la Escena junto al arroyo son increíblemente evocadores y es posible es-cuchar cómo interactúan juguetonamente los alientos en el segundo movimiento de la Octava. Los metales tienen un poder brusco en los clímax, al tiempo que la frecuencia con la que su forma de tocar añadía un color especial y un impulso a la música, como en la «risita» de la trompeta en el Trío de la Séptima, su jolgorio de pisadas en la alegre danza folclórica de la Sexta, seguida del emocionante gruñido de todos los metales en la tormenta: un juego de apasionada intensidad, gran belleza y carácter sonoro.

Otro aspecto digno de mención, tiene que ver con el polémico metrónomo beethoveniano tan cuestionado desde su aparición en aquellos días, y que Savall soluciona de forma elegante y precisa, y donde mejor se ve eso es, justa-mente, en la Octava, en la articulación y el ataque de la cuerda, en la alternancia de tempos y de fortissimi con sus contrapartes, que en la batuta de Savall resulta totalmente convincente en esa alternancia brutal tan característica y que seguramente desconcertaba y sorprendía a músicos y público por igual, incluso hasta nuestros días, y que la interpretación rutinaria y más adocenada de las orquesta modernas han diluido a través de articulaciones y ataques más moderados y ligeros.

La Novena ha sido a menudo el talón de Aquiles de no pocos ciclos con instrumentos de época, en opinión de al-gunos críticos. No es mi caso. El sonido robusto y elegante de Le Concert des Nations alcanza aquí, tanto como en la Sexta, una cota de excelencia difícil de encontrar o siquiera de esperar. El movimiento de apertura tiene una agi-tación implacable, seguido de un Scherzo donde cualquier sensación de alegría se siente ganada con esfuerzo. El movimiento lento seguramente les parecerá a algunos demasiado rápido, pero no habrá que olvidar que Savall si-gue las marcas del metrónomo de Beethoven, lo que le otorga una vitalidad y pasión deslumbrante a la interpre-tación. El explosivo acorde disonante del movimiento final devuelve al oyente al conflicto, en tanto el recitativo de la cuerda inferior sigue a un inquieto cuestionamiento. La introducción del tema de la Oda a la Alegría es suave y cálido, como se supone que debe de ser, las variaciones orquestales construyen inexorablemente hacia la alegría has-ta que el acorde disonante inicial interrumpe bruscamente el argumento musical.

Johan Christoph Friedrich Schiller (1759-1805)
La parte coral es tan clara, asombrosa y apabullan-te como se pueda imaginar y es digna de los movi-mientos precedentes. Siento que hay una organi-cidad, un equilibro perfectamente logrados, algo que a veces ni las orquestas modernas pueden al-canzar. El solo de apertura del barítono Manuel Walser tiene un gran impacto. Sus tres colegas son igualmente impresionantes: lo bien equilibrados que están, tanto en tamaño como en vibrato (mí-nimo), estos cuatro realmente se escuchan entre sí. La articulación, la claridad textual y la combi-nación son excelentes. Lo mismo ocurre con el co-ro, mezclando nuevamente el coro normal de Sa-vall con jóvenes cantantes de toda Europa. Hacen que los exigentes escritos de Beethoven parezcan engañosamente fáciles y tienen claramente la in-tención de expresar las palabras de Schiller.

El ciclo de Jordi Savall con Le Concert des Nations es, sin lugar a dudas, un absoluto triunfo, una celebración de vitalidad musical y de lo actual que sigue siendo este conjunto de obras para el mundo actual. No creo que se pueda afirmar que es el mejor ciclo hasta la fecha grabado, pues cada cierto tiempo uno nuevo nos hace ver u oír cosas nuevas, o recordarnos otras cosas que los anteriores no. Pero indudablemente ambos ciclos, el de Jordi Savall y el de Adam Fisher, son dignos de cualquier oído y melómanos que se precie de su beethovenismo, como es mi caso.

Ciudad de México, enero y febrero de 2024


Nota del autor: con ciertas variantes, este ensayo fue escrito para mis cápsulas en Opus 94, del IMER, transmitidas, justamente, entre enero y febrero de 2024.

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