por Cosme Álvarez
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El 18 de noviembre de 2011 la diabetes se llevó a
morir a mi amigo Daniel Sada. Me puse tan triste cuando lo supe (creo
que fue Marcela Sánchez Mota quien me dio la no-ticia), que ni siquiera pude
alzar el teléfono para decir los pésames a Adriana, su espo-sa, ni a la familia
Sada Villarreal, como co-rrespondía. A cambio y para brindarle solaz al
corazón saqué del librero esa gran novela que es Albedrío —la edición 2001 de Tus-quets (curiosamente el
único de sus libros al que Daniel no le escribió una dedicatoria), y mientras
leía, entre párrafos no dejaba de mentarle la madre al aire, o a la
muerte, o a no sé qué cosa.
La mañana del 19 le di el pésame
a Adriana y después anoté en mi muro de Facebook las sensaciones inmediatas
que yo estaba viviendo. Austeramente, sin pensármelo (como hago con estas
mismas líneas), escribí: "No sé si estoy más
enojado que triste... Caray... Adiós, querido Daniel Sada, adiós... Hasta
siempre". Poco más tarde, traté de redactar unas cuantas líneas sobre Daniel
para colgarlas en La Guarida, pero toda la tristeza de la noche
anterior estaba demasiado revuelta con sentimientos de pura rabia, de coraje,
de impotencia. Por eso preferí esperar a que llegara un momento menos agrio.
Conocí a Daniel Sada en Culiacán,
Sinaloa, el día en que me entregaron el Premio Nacional de Poesía "Gilberto
Owen". A Daniel ya lo había visto antes, muchas veces, desde 1985 tal vez, pero
sé que fue en ese momento, aquella mañana de 1998, que nos hicimos amigos. Bajé
a desayunar al restaurante del hotel donde estaba hospedado, y desde una de las
mesas escuché que Tomás Segovia me llamaba. Yo había quedado en desayunar con Mario
González Suárez, quien ese año también ganó el Owen, en narrativa. Mario no
estaba en el local, así que me acerqué a la mesa de Tomás (otro querido amigo
que ya se me murió). Tras darle un abrazo, insistió en que me sentara a
desayunar con él y sus acompañantes. Uno de ellos, Ignacio Padilla, me saludó a
través de una sonrisa amplia y juvenil que me agradó mucho en ese momento;
Daniel extendió efusivamente la mano y de inmediato se recorrió en el asiento
para darme lugar. Desde ese instante comenzó entre nosotros una conversación
que apenas el 18 de noviembre de 2011 fue interrumpida.
Hablé de tantas cosas con Daniel,
nos referimos a tanta gente, a tantos libros, pero sobre todo conversamos
tantas vivencias íntimas, que sería necesario un volumen entero para
escribirlas todas. Durante algunos años Daniel me llamaba a casa los días 31 de
diciembre para desearme feliz año nuevo, y siempre, cada año, jocosamente
terminaba la llamada con un consejo para mí, que por ahora no voy a referir, no
por lépero, que lo era, sino porque no viene a cuento.
En 1999 hice una revista de arte
y literatura, Astillero, que circuló hasta un año
después. Desde el número cero, Daniel Sada y Tomás Segovia constituían el
Consejo Editorial de la publicación. El número 1 de Astillero incluyó un relato de Ignacio
Padilla, el número 2 el poema "Cínife" de Daniel Sada. Para el número 3 estaba
previsto que apareciera otro poema de Daniel, el que ahora presento aquí. Hasta
donde sé, no ha sido publicado en ningún libro. Sada me entregó varios poemas y
un cuento para Astillero.
En 2004 me fui de la Ciudad de
México y pasé por lo que a mí me pareció un exilio aburridísimo durante siete
años. En ese periodo vi a Daniel varias veces, algunas de ellas en la Feria del
Libro de Los Mochis, otras en el D.F., en cafés, restaurantes, incluso en el
Palacio de Bellas Artes, donde sentados en las escaleras del vestíbulo marmóreo
hablamos de Julio Cortázar y de Rayuela, novela que a él no le gustaba
mucho.
Mi último encuentro con Daniel
Sada fue en su casa, un departamento amplio con pisos elegantes y grandes
ventanales en la sala. Nos sentamos ahí un rato y conversamos acerca de cómo
nos había ido. Él me habló de la diabetes y de lo mal que a veces se sentía. De
pronto guardó silencio, se levantó del sofá y caminó hacia una puerta. Luego de
un rato volvió con un libro en las manos y me lo obsequió.
—Espero que no lo hayas leído
todavía —dijo, y me regaló una sonrisa muy suya, casi infantil, sana, viva,
luego agregó—, o espero que sí, pero que te sirva por si alguna vez quieres
volver a leerlo.
Tras las oraciones soltó una de
esas carcajadas efusivas pero no ruidosas que dejaba salir cada vez que estaba
contento por algo. El libro era Casi nunca, la novela por la que le otorgaron
el Premio Herralde; en la página de cortesía Daniel había escrito para mí una
dedicatoria cálida, llena de palabras generosas. Iba a sentarse de nuevo,
pero suavemente se golpeó la frente y me dijo que había olvidado una cita. Me
pidió que lo acompañara a un restaurante cercano a su casa, donde se
encontraría con un sobrino. Ahí me limité a escuchar a Daniel mientras hablaba
con un joven de unos 23 años de edad. De vez en vez contaba un chiste colorado
y entre risas se mecía en el asiento para celebrarlo. Ya de regreso, frente a la puerta del
nuevo edificio donde vivía, nos despedimos con un abrazo emocionado, norteño,
muy de cuates. Sería el último que nos daríamos en esta vida.
Gracias por permitirme leer esto, Cosme.
ResponderEliminarQue mejor homenaje para Daniel que mostrar al mundo el gran ser humano que fue y que la muerte no se ha podido llevar del todo pues la lectura de sus obras y los recuerdos de sus anécdotas lo anclan en nuestros corazones.
Recibe mi mas cordial saludo.
Rodolfo Sada Ortega.
La narrativa aunque ingrata en sus hechos, acogedora en sus letras y momentos.
ResponderEliminarGracias por recordarlo, a él, tal cual era, llano, real, honesto y gran conversador... De gran inteligencia y memoria..
ResponderEliminarEl escritor espléndido que la vida nos arrebató y un hermano que jamás saldrá de mi corazón... Gracias por mantener viva su literatura, su ciencia para describir y narrar... Gracias por mantener vivo su recuerdo con entrañables anécdotas.
Estimada María Esther:
Eliminaryo me siento muy honrado, feliz, afortunado de que la vida me diera la inestimable oportunidad de convivir con Daniel, y le platico una manía de mis afectos: cada año releo al menos dos de los libros del gran Daniel Sada, y siento que al hacerlo vuelvo a oír su voz, su risa franca —qué manera tan limpia y contagiosa de reír tenía nuestro Daniel—, vuelvo a extrañar conversaciones donde todo era brillante, inteligente, certero. Extraño, sobre todo, su presencia, su generosidad, su rostro concentrado frente al tablero de ajedrez cuando jugábamos en un restaurante de comida corrida cercano a su casa.
Reciba un saludo lleno de afecto.
Cosme Álvarez