(poeta mexicano)
Por todos lados, magia de la música:
los rostros de los Beatles emergían
de la más negra noche
en las fotos del Let it be;
la Joplin con redondos espejuelos
sucedía de pronto, en blanco y negro;
Jimmy Hendrix, arqueado,
tocaba la guitarra desde Woostok;
y más arriba, azul,
salía de pronto la carita cursi
de la no menos cursi Mary Hopkins
en su muy recordado primer álbum;
ahí andaban, en fotos de periódico
los increíbles héroes nacionales,
que fueron en su tiempo,
Javier Bátiz y Fito de la Parra
Naturalmente, el centro de ese mundo
lo habitaban los ídolos mayores:
uno, el clásico Morrison,
con el torso desnudo
y los brazos abiertos;
otro, Ernesto Guevara,
con su boina y su estrella
en un alto contraste rojinegro…
Trato de recordar ese collage,
que hicieron mis hermanos en su cuarto,
que hablaba de su vida y de la época;
y siempre se me escapan los detalles…
registraba, sin más,
un salto de la humanidad
sobre la Luna; en la caricatura,
la pipa que fumaba Bertrand Roussel
era más grande que él;
la figura hierática de Gandhi
robaba cuadro a Nehru,
en una foto clásica;
y se veía, de lejos, el perfil discursivo
de Martin Luther King;
junto a la luminosa perspectiva
de “Marchar sobre Washington”.
donde, con una lupa, resaltaron
el Chamizal que hacía muy poco tiempo
nos había regresado Lyndon Johnson,
—siempre creí que lo hizo en son de guasa—.
Otros motivos nacionales,
venían del concierto titulado
México 68; e incluían
los curiosos y furiosos dibujos
que muy a su pesar le mejoraban
la jeta a Díaz Ordaz, al convertirlo
en vampiro o gorila;
salía a colores el Estadio Azteca,
en su inauguración;
y había también una Guadalupana,
junto al largo paisaje
del sueño dominical en la Alameda…
Aparte, había unas fotos del estudio
de Picasso mientras hacía el Guernica,
y una serie de toros y caballos
trabajados a tinta…
Junto al Cristo de Río,
con vistas a Ipanema, las garotas
en pleno carnaval, se avecinaban
con Sergio Mendes y su poderoso
Brasil 66.
Cuadros impresionistas,
de Van Gogh, y Monet;
cuadros renacentistas:
de Boticelli y de Da Vinci,
y un largo desplegable, muy oscuro,
del apagado y colorido techo
de la Sixtina antes de restaurada…
En las paredes laterales,
posaban, venerados,
como debía de ser en ese tiempo,
Marx y Engels, Mao y Zhu, Vladimir Ilich Lenin;
y el barbitas de chivo:
nuestro muy admirado Hó Chí Minh,
en una foto de su juventud,
junto a unos coloridos
mapas de operaciones
bélicas en Vietnam, en sus dos turbias
e inacabadas guerras;
por último, recuerdo, como si fuera ayer,
por tanto que me gusta,
el podio del black power,
en los juegos de México: las manos
de Tommy Smith y de John Carlos
enfundadas en los guantes negros
y levantadas sobre el horizonte del estadio.
Seguramente olvido multitud de detalles,
pintores, astronautas,
músicos y políticos, tomados
de la carente prensa nacional
y de una colección de Life en
español;
y otro montón de posters y de historias,
que, en la “curaduría” de ambos hermanos,
exploré minucioso en su momento,
y que igual que la música que oían,
las historias, tremendas, increíbles,
inventadas o reales, que contaban,
me trajeron aquí, y me pusieron,
hoy particularmente, pero siempre,
al borde de la música estridente
de ese cuarto adornado
con héroes y villanos de otros tiempos…
Mis hermanos
estaban orgullosos
de haber visto una
noche al Rey Lagarto.
Me contaban —ya que yo les creía
todo lo que
contaban— que venían
de un reventón en
donde habían cantado
su rola favorita, Ligth my fire,
hasta
desgañitarse. Y atrasito
del Fórum, habían
visto una sombra
salir —a darse un
toque de seguro—.
Y le gritaron: ¡Morrison! a coro,
locos,
desaforados, y saliéndose
por todas las
ventanas del coche,
le gritaron. Y
cuando volteó el güero,
quien quiera que
haya sido,
sin ponerse de
acuerdo,
le gritaron a
coro:
¡Chinga tu madre, puto!
Si no era cierto,
al menos sonaba divertido
mentársela nomás,
como a cualquiera,
en esos días
extraños,
cuando todavía estábamos
a la espera del
Sol
o cuando navegábamos la Luna;
cuando rientes,
felices, mis hermanos
contaban cada
fiesta
donde cantaban Gloria
sin romper las
guitarras
como hubieran
querido, contra el piso,
ni escaparse a lo jipi,
hasta Puerto
Escondido
a comer hongos…
VIBRACIONES
Por la noche,
adentro de la casa,
las sombras
comenzaron de repente
a ganarle terreno
a la terraza:
como invasor que
entre la niebla avanza,
ocupamos primero
la terraza
y asaltamos el
radio hasta volverlo
un instrumento
alado,
al servicio de la
revolución.
Y la revolución, nadie sabía,
era el ritmo del
mar que se colaba
hasta los cuartos
y traía,
la frescura de
niebla de las sombras:
una naturaleza
azul y guinda
trepada a nuestros
hombros,
ritmo tenaz,
humeante, vaporoso,
que verdecía el
paisaje,
que rasgaba la
noche y la dejaba
desnuda, como una
verdad soñada,
La noche, en esa
capitulación,
ante la música, de
los poderes,
fue el abrirse de
puertas para el baile
ondulante y tenaz
de un cuerpo antiguo,
rito profundo de
la voz de un pozo
que interpretaba
allá las vibraciones
y nos las
trasmitía, emocionales,
en un juego de
claves y de sombras:
cada noche, la
voz, nos alcanzaba
más oscura y más
verde que el paisaje,
vibraba, más
moderna
que la revolución
y mucho más pacheca,
más verde y más
pacheca que el Romance
sonámbulo, que la
pared del viento
o que el Centauro
pintado en la terraza,
al lado del
granado.
Por la gracia
de Radio Capital,
la voz salía
del pozo, la voz
de Vibraciones
se fundía con la
música
y revolucionaba
los sentidos
levantados en
armas contra el viento
y contra los
fantasmas.
La tarde era una esfera anaranjada
que se cortaba a gajos, serpentina
volando en la azotea,
como tira de trapo, era un ciprés oscuro,
unos montes lejanos
con casitas pintadas en el llano
y unas tediosas nubes abultadas.
La tarde era la radio poblando la azotea
de la serenidad y la paciencia
que faltaba al bueno de Solín.
La tarde en las ventanas de la lluvia
trajo a la radio, luego, la bataca,
las frases alargadas de la queja
y el desgarrado grito
que me iba acompañar por mucho tiempo:
porque no estaban todos los que fuimos:
unos eran tan jóvenes,
que en lugar de morir o de rocanrolear
se quedaron en casa,
y en la azotea asoleada de su casa,
desde sus montes y su verde valle,
escucharon de lejos, de reojo,
la colorida tarde
del Festival de Avándaro. No fuera ser
que tanta libertad, tanta estridente
música, demoliera la tarde,
pulverizara la realidad,
nos hiciera fluir y nos sacara
hacia otro lado, reinventados,
invisibles, pendientes de la
luz,
convertidos en música y en aire,
hasta a quedar
destrozados por la locura,
famélicos, histéricos,
desnudos,
consumidos por la primigenia
conexión celestial…
flotando sobre
las crestas de la ciudad.
PREGÚNTALE A ALICE COOPER
“Pero, ¿eres capaz de ser un asesino?"
La pregunta nada
tenía que ver conmigo;
se la hizo Zaratustra al hombre creador,
y no era nada más una pregunta
se la hizo Zaratustra al hombre creador,
y no era nada más una pregunta
sobre cómo
alejarse del rebaño,
sino principalmente
sobre cómo
dejarse de
mamadas y enfrentarse a uno mismo
(como años más tarde resolvería Michel Leiris).
(como años más tarde resolvería Michel Leiris).
Sólo que entonces
no hubo,
ya no digas un Salvador Dalí con quien reír
para inventarse sueños
y elevarse desde la miseria,
ni siquiera un triste Óscar Wilde
que se la refrescara
ya no digas un Salvador Dalí con quien reír
para inventarse sueños
y elevarse desde la miseria,
ni siquiera un triste Óscar Wilde
que se la refrescara
con sus propia
letra
desde el mismo
lugar.
Tan sólo había, si
acaso,
la soledad de una llanura angosta
bajo la lluvia proverbial de julio
con “Killer” y “School's Out ”
de Alice Cooper
la soledad de una llanura angosta
bajo la lluvia proverbial de julio
con “Killer” y “School's Out ”
de Alice Cooper
sonando todo el
día en la consola,
pero no era
respuesta sino ofrenda,
era reiteración y
manifiesto.
Era el ritmo del
sueño que sosiega
la soledad como
una enredadera
que edifica su
muro, lo reinventa
y lo postula
vertical estanque:
el ritmo de la
sangre solitaria
que guiaba al cuerpo, por delante
del pensamiento roto por las dudas,
a su baile marino, milenario.
que guiaba al cuerpo, por delante
del pensamiento roto por las dudas,
a su baile marino, milenario.
Era el ritual
acuoso de la tarde
de julio
desguazada, y era sólo
la música de
fondo, el ritmo inquieto:
pero le contestaba
a la lectura
desde su voz rasgada hasta mi cuerpo.
desde su voz rasgada hasta mi cuerpo.
Nada podía
morir en esas tardes
lluviosas, al
contrario: la frescura
dejaba el ser, el
alma, la palabra,
dispuesta a
catarata y a novela,
fragante de
memorias y de vida
en su
desdoblamiento de guitarras…
TEN YEARS AFTER
En el sueño sonaba I'd love to change
the world,
de Ten Years After. Soñaba
con I'd love to change the world.
Pero también
soñaba
con una mujer azul
que la sonaba.
Una muchacha
apenas entrevista,
de grandes ojos
abiertos,
que eran uvas
metálicas,
eran sombras
silvestres,
mariposas
nocturnas,
y otra serie
sonora de eventos memorables.
Una muchacha en
labios encendidos,
muy brillantes,
alejandrinos,
por alargados en
las comisuras.
Una muchacha de
cabello negro,
nocturno, tropical;
alta y alegre,
oliendo a su
propio recuerdo entre la lluvia,
y que contaba un
cuento y lo cantaba,
ayudada por una de
las mejores
rolas del Ten Years After
(una rola que
escuchamos a diario
por una larga
temporada,
cuando nos íbamos
al cine
o cuando luego de
jugar frontón
dábamos vueltas
por la colonia
viendo a las muchachas).
Pero en el sueño,
o ya en la realidad,
o en la
imaginación o en el relato,
ya no sé cuando,
pero sí de pronto,
la mujer se volvió
real, es decir,
que además de ser
la joya y la noche,
la naturaleza
silvestre y la literatura,
fue una mujer que
sonreía,
y se acercaba, me
incitaba,
me llevaba consigo
hasta volcarnos
sobre un mar de
cobijas,
en círculos rojos
y negros.
Una mujer que
disfrutaba estar ahí,
y ahí era nuestro cuerpo;
sus ojos eran los
de una mujer,
sus labios eran
vaginales,
su cabello caía
profundamente
al pozo nocturno,
hasta configurar
su sexo infinito,
caliente, mojado y
espeso.
Su respiración, su
excitación,
su ruda presencia
corpórea
no eran figuras
literarias
sino formas
evidentes, femeninas,
de ser una mujer:
ya no joya ni
sombra silvestre
ni poema ni vaho
ni aroma
ni representación:
solamente ya deseo
y penumbra,
la sombra alargada
del sexo
cantando en la
noche
de llegar a la
tierra y ser la Tierra…
Y yo, claro, sin
saber qué hacer,
mejor me
sorprendía, me desilusionaba,
me regresaba a la
música,
con lo cual además
de separarme,
de volver a mi
propio contorno
y dejar las
cobijas y los círculos,
hacía que ella
volviera a ser palabra.
Pobrecita: al caer
en el sueño para siempre,
sólo dijo mi
nombre y el nombre
del grupo que
tocaba la rola,
ya como una
promesa.
Entiendo que si le
di tan extraño final
a mi sueño perdido
no fue para
sembrar misterios
en la escena del
crimen
ni porque quisiera
quererla,
ni guardarla por
siempre en el oscuro
lugar de los
secretos prohibidos,
ni porque deseara
cambiar el mundo,
ni para salvarla
del olvido,
sino por simple
miedo a sus poderes
y para darme un
chance de crecer,
de recobrarla en
otro momento,
aunque no fuera
jamás suyo ni nuestro.
Y ahora que quise
recordarla,
la canción
borroneó sobre la tarde
su rostro
original, su piedra inmaculada,
su nombre antiguo
hecho girones
entre el color de
sus ardientes labios alargados,
y su secreta y
amatoria estirpe
me dejó entre la
tarde soterrada
su fanática sombra
malquerida, bordada
a las azules
trazas del deseo
y los compases de
otra melodía…
LA
TERCERA RAÍZ
Que mi hermano tenía
un ancestro africano lo supimos
mucho antes que empezara
a volverse fanático del blues,
por la forma chillante
de combinar la ropa,
por los lentes oscuros,
el cabello rizado,
esa manera de encontrar el ritmo
y de salir y entrar a lo trillado,
con tanto estilo. A mí me daba pena
que escuchara a los Credence
Clearwater Revival,
con una placidez y un desenfado
que hoy quisiera imitar; poco más tarde,
no sé si por oírlo en “Vibraciones”
o por sus cuates de la Voca Cinco,
vino una tarde a casa con Iron Buterfly
y otra con Caneed Heat, hasta desembocar
en dos tremendos discos
que abiertamente le envidié
aun sin reconocer que le admiraba:
uno era Band
of Gypsys,
en donde más que Hendrix
me impactó Budy Milles;
y el otro, claro, Pearl de
Janis Joplin...
Ya después se siguió con Eric Clapton,
con Lionel Rousell y John Mayal,
con Mudy Waters, y con B. B. King;
y de pasada me regaló a Johny Winter
(como si hubiera ido por los chescos
y pudiera quedarme con el cambio),
hasta parar en una mezcla extraña:
por una parte, el rock de cada día
mézclalo hoy: Sangre, Sudor y Lágrimas
o el formidable War que tocaba Low
rider
y The
world is a ghetto; por otra,
la restitución, ya consciente y frontal
de la tercera raíz, con James Brown
y otros grupos de funk,
de cuyos nombres no quiero acordarme,
pues entonces yo andaba en otras rolas,
y ya no me importaban
los restos óseos de la era de Acuario,
sus floridas camisas psicodélicas,
ni la revolución americana:
Ángela Davis, las Panteras Negras
o la sangre de Martin Luther King
derramada sobre nuestras cabezas…
Déjenlo todo
Encima del horizonte
hay una llama de metal amarillo
para quien quiera arriesgarse
a emprender el camino
sin paje ni tutela,
feliz al entregarse a la aventura
de salir a buscarse.
Encima de las nubes,
colgando de colores,
una estrella señala
la ruta de los mares
para el que no regrese,
se pierda tras sus pasos
escuchando la música
de sus pasos al irse
como en una canción,
himno bailable
del pródigo que no regresará,
salido de esa y de cualquier iglesia
por el ritmo infinito de sus pies
convertido en canción.
Como el pequeño príncipe, alejarse
de uno a otro mundo, sin nostalgia,
para descubrir otros planetas,
petulantes rosas,
la traicionera imaginación
que no perdona, otros problemas
ramificándose infinitos,
y un zorro amigo que te dé un consejo.
Dejarlo todo
para poder decidir en privado,
sin ángel ni demonio,
si el placer que inventaste la otra noche
era pecado o virtud;
para que el instante te sorprenda
entre el pasado olvidable
y la eternidad no prevista,
de manera constante.
Para que no haya nada entre nosotros
que al unirnos nos cambie la cara
por una máscara fragante,
hay que dejarlo todo,
decía el antiguo genio surrealista;
pero sin certezas para quedarnos
y medrar, no teníamos entonces
mas que cuatro o cinco acetatos
por toda fortuna,
y los tres libros, que ya vieron cuáles,
para abandonar en ese camino,
que no era hacia la nada
sino hacia una pasmosa libertad
sin promesas ni reverberaciones.
HermanN Hesse
Tanto cigarro y sueño
y tanta soledad y tanta mugre,
le parecían sospechosos a mis padres.
El Chamuco decía que no era grave,
y, mirando de reojo hacia el espejo,
en donde hallaba su perfil ornado
de una larga patilla de cochero,
diagnosticó, tenaz, mi adolescencia,
que según él era una rala mezcla
de frustración y de misantropía.
Entre lo que intentó para “curarme”,
como fue presentarme unas amigas,
estuvo regalarme libros de Hermann Hesse.
Comenzó por Sidartha, y cuando menos
se lo esperaba ya estaba yo leyendo
Damián, perdidamente
identificado con Sinclair.
Luego, me regaló El lobo estepario
para que me sirviera quizá de contraejemplo,
y por último El juego de abalorios.
Curiosamente, su receta perdió todo
efecto dramático, pues dejó que mi padre
me regalara Narciso y Goldmundo.
Aunque bien mirado, no podía ser de otra manera,
ya que mientras el Chamuco era radiante y
ostentoso,
mi padre era un fraile ovejero, discípulo de
Jaques Maritain
—como
lo he soñado en otra parte—
y curioso lector de Thomas Merton.
Para que lo imagines y te asombres, sólo voy a
apuntar
los otros libros que me regaló:
Incursiones en lo indecible de Merton,
y el otra vez comentado
Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski.
Todo lo cual sigue siendo un misterio,
pero un misterio idéntico a mi padre,
de piel dura y patas en el fango,
como el rinoceronte bajo la lluvia
de Ionesco, que comentaba Merton,
como el cadete de Ostrovski, y peor aún,
como el mismísimo Narciso.
El Chamuco, en cambio, era transparente;
un estepario lobo de su propia guarida desolada,
y yo era Damián y Sinclair, el fuego, el huevo,
el pájaro y Abraxas,
la víctima de mi niñez rota en pedazos
por los besos de una Eva sagitaria,
más terrícola e imaginaria que mi madre,
y más artística y soñada que la Venus de Manet…
Pero pobre de mí, como no pude
apreciar otra cosa que no fuera
la calidad literaria de Hermann Hesse,
ni abandoné la adolescencia
ni adopté los hábitos del perro,
su paciente espiritualidad,
el realismo inspirador y camarada.
Para salir de la desolación y la miseria
tuve que montar mi teatro
simple y eficaz en la imaginación.
Así que de las exageraciones
rampantes de mi hermano
(que un día se fue a vivir en un cuento),
pasé al mundo decadente y votivo de Jean Paul
Sartre
en Los caminos de la libertad.
Parecía destinado por lo pronto
a resolver problemas éticos
y no simplemente a disfrutar
la música y las piernas de las mujeres
en el ritmo de la música…
Pero el recuerdo de mis adolescentes
noches de lectura y de los personajes
siniestros, reprimidos, aburridos, de Hesse,
vuelve con el aroma de las lluvias
y reconstruye la interioridad
formulada por las lecturas
y por el irme moviendo entre dos polos,
aunque no lo quisiera: entre el eros y el logos,
entre la sabiduría del padre,
creyente a su pesar,
y la nómada sensualidad del arte,
y tras el rostro inalcanzable
y presentido de la Tierra, la madre,
hecha palabra que se escapa
en el instante en que había alcanzado
su definición mejor…
LA ANTIGUA BIBLIOTECA NACIONAL
Hace poco volví a verla en la esquina
Hace poco volví a verla en la esquina
de Uruguay e Isabel la Católica,
adonde mi adolescencia se desdijo,
como madeja de lana que se iba
enredando por atrás de los muebles
de madera de su viejo edificio…
Sus piedras reconocieron mi sombra
al olisquearla: la majadería,
tras el desconcierto, y no creyeron,
(asombradas) lo que avanzó la calvicie,
pero vieron con gusto la joroba
idéntica a la del joven que leía
sin entender en aquellos enormes
y oscuros salones alumbrados
con quietas lamparitas de neón blanco...
Así que, para animarlas, les conté
esa parte que ellas nunca miraron:
que al salir tras una larga jornada,
mareado aún de tanto el ser y el ente,
me subía al mirador de la Latino
y la lectura de toda la tarde
se reducía graciosa a la falsa visión
de un México agobiado por la lluvia:
la nada, la finitud de la existencia,
la terrible y corpórea finitud,
se desbalagaba en tiempo perdido
desde el mirador, pues las palabras
comenzaban densas pero rítmicas
hasta abrirle un boquete a la razón:
la negatividad, entre la lluvia,
soltaba, rostros, sus aromas vagos,
y me inventaba y me bailaba un cuerpo,
hasta que, sin habérmelo propuesto,
alguien tras de mi oreja preguntaba
por la conciencia de clase y reformaba,
con un tono de voz, la realidad,
al encontrar genialmente ridícula
mi muy burguesa tarde en esa enrome
y grata biblioteca coronada
por la vagancia del ensueño erótico
de las puras palabras que eran música.
Entonces me ponía de penitencia
hacer la crítica de esa oscuridad
a la que de todos modos
volvía cíclicamente, por sentirme
ajeno y desolado ante la finitud,
con tan solo la muerte y el lenguaje,
en la altura agobiante
del mirador de la latino,
donde transcurría el tiempo
ligero hacia la nada.
La guerra fría
Nadie sabía
antes de esto dónde estaba
la capital
de Islandia,
menos que se
llamara Reykiavik,
y menos
todavía que, brumosa,
nació de la
leyenda,
donde el
mástil de Ingólfur atracó;
nada de eso
sabíamos.
Todos
vieron, en cambio, lo engreído
que era
aquel retador americano,
llamado Boby
Fisher, y lo odiaron de prisa,
como si
fuera solamente un gringo,
por los
mismos motivos
político-económicos;
porque nada
sabían,
y porque,
aparte de llamarse Boris,
que es un
nombre romántico,
Spaski era
el campeón, y sonreía,
en cada
reportaje,
como
cualquier soviético educado.
Seguro que
le daban por escrito
las
respuestas de todas las preguntas,
como parte
del guión y del cuidado
que ponían
sobre él
para que no
se fuera
con alguna
islandesa, periodista,
a vivir en
París como en una novela…
Sólo
Santiago y yo
(y otros
varios millones
que por
desgracia nunca conocimos)
supimos con
certeza
desde el
primer momento,
que Fisher
era un genio
y que iba a
hacer pedazos al campeón,
sin importar
en dónde se jugara,
ni cuánto
iba a cobrar por su proeza.
Pero esto
nos hacía sospechosos
entre
nuestros amigos,
que
acostumbraban odiar a los gringos
por razones
político-económicas,
pues dados a
escoger algún desastre
preferían
siempre la invasión de Praga
o el
mismísimo Archipiélago Gulag
que la escasez
latinoamericana,
o la trágica
niña vietnamita
que corría
desnuda en los carteles
que
adornaban los puestos de periódicos,
junto al
invicto rostro
de “Nuestro
Señor Ché”.
Y aunque
para ajedrez daba lo mismo,
en la prepa
la cosa se habría de poner peor:
si admirabas
a Fisher o te gustaba el béis,
tenías
graves problemas ideológicos,
o no habías
entendido
ni los
conceptos más elementales
del
materialismo histórico,
tomados de
la Harneker y puestos
con toda
devoción en cualquier cosa.
Así que por
todo eso,
quiero
decir, por Indochina,
por Egipto,
Checoslovaquia y Cuba,
y otros
muchos lugares
en donde se
enfrentaban las potencias
de modo
diferido,
sentar a
aquellos dos ajedrecistas
a jugar
hasta que uno ganara
doce puntos
y medio fue tedioso,
pues a la
vanidad de cada uno
había que
sumar
lo que fuera
opinando su gobierno,
y a todo ese
ritual, sin miramientos,
le llamaban
los medios “Guerra Fría”.
Por eso el
escenario fue un acierto,
así lo demostraban
abrigos
tan lujosos
de ambos contendientes,
y obró
también su efecto favorable,
para
política y mercadotecnia,
la
prolongada espera para verlos:
pues antes
de embarcarse en la aventura,
el retador
pedía más dinero
y después,
ya jugada la primera partida,
exigió se
sacaran las cámaras de tele
del hotel
donde estaban, porque no recordó
en qué letra
pequeña del contrato
que había
firmado estaban incluidas.
Luego de
abandonar la primera partida
por un error
casi de principiante
y de faltar
a la segunda cita
por culpa de
los medios,
y de chillar
y protestar por todo,
calculando
quizá con cada queja
molestar al
nervioso y obligado adversario,
y sin temor
a los jerarcas rusos
que bien
podían haberse marchado a la segunda
y dejarlo
sin disputa ni título,
Fischer se
presentó en tercera llamada
y comenzó a
jugar
como el
campeón y el dios que se sabía,
y en el
siguiente mes, casi sin despeinarse
derrotó
siete veces
al orgulloso
equipo de la URSS,
en la
persona de Boris Spaski,
quitándoles
un título
que creían
era suyo para siempre.
El plural es
correcto,
porque
detrás de Spaski había un ejército
de
camaradas, miembros del partido,
funcionarios,
espías, policías,
preparadores
físicos,
teóricos, analistas,
asesores y pajes
pagados por
el Kremlin; no se olviden
que se
trataba de la guerra fría
y no de un
simple juego de ajedrez,
sino de
convencer por cualquier medio
cuál era el
mejor método
de dominar
al mundo.
Pobre Boris
Spaski,
mira que haber
llegado hasta ese frío
con tantas
ganas, y perder así,
para ser
recordado como el tonto
que cedió la
corona largamente soviética
ante un
autodidacta de Chicago.
Lo acusaron
de andarse por las ramas,
de ser un
descastado,
de no haber
preparado la defensa;
destacaba el
informe presentado
ante el
sóviet supremo,
que
cualquier otro miembro del equipo
lo hubiera
hecho mejor.
Ellos mismos
lanzaron contra Spaski
dardos
envenenados:
Korchnoi
criticó con gran dureza
su dejadez
para las aperturas;
Mijail Tal
expresó que el campeón
se había
portado como un caballero,
donde no
había lugar, porque su duelo
no llegaba
ni a riña callejera;
Y
Boleslabski le recriminó
que no
siguiera una rutina cierta
para su
entrenamiento deportivo,
y se echara
sus güisquis cada tanto…
Por eso el
ex campeón cayó en desgracia:
el sóviet
deportivo le recortó el salario,
y además le
prohibió viajar al extranjero;
así que sólo
tras doce arduos años,
y volver a
lucir su vieja forma
al ganar un
torneo, pudo enrocarse,
marchándose
a Paris como exiliado,
un poquito
antes de la perestroika...
Pero tampoco
pudo el victorioso Fischer
vanagloriarse de su triunfo histórico
y disfrutar
la vida para siempre,
grabando
comerciales de pollo y de cerveza,
como
cualquier estrella americana…
Luego de su
proeza nunca vista
de vencer
con sus armas a los rusos,
el
autoproclamado “Campeón del Mundo Libre”
soltó los
hilos que lo sujetaban
a la
precaria realidad
y en su
magnífica locura,
que hemos de
imaginar
maniática,
neurótica y obsesa,
se borró
para siempre del tablero
y de la vida
pública,
dejando su
victoria en el olvido
de lo que
nunca fue…
Veinte años
después, en Montenegro,
tras un
tablero, recordaron ambos
su periplo
islandés,
en homenaje
a aquella guerra fría,
la cual
tampoco tuvo ganadores,
pero trajo
en su cauda
las
espantosas guerras yugoslavas
más sórdidas
y entonces en proceso.
Ahora ya sin
el frío de Reykiavik,
sin la
alaraca, de la vez primera,
sin
periodistas que los perturbaran,
porque la Historia
ya se había acabado
y el muro de
Berlín era un recuerdo
como las
purgas de la Unión Soviética…
Fischer
volvió a ganar y, como premio,
vaya amarga
sorpresa,
le
expropiaron su casa en Pasadena
y lo
expatriaron de Estados Unidos,
ya que
estaba advertido
que no debía
jugar
en un país
vetado por la ONU,
ni cobrar el
dinero mal habido
de un
criminal de guerra,
el
empresario serbio
que contrato
el duelo…
Dos héroes a
la altura de su tiempo:
la última
foto muestra a Boby Fischer
convertido
en un jipi,
como debió
de ser su pensamiento:
abandonado a
la melena y a las barbas,
junto a una
joven oriental
con quien
vivía en Manila.
El último
video, de 2012,
mostró a
Boris Spaski avejentado,
hablando de
la triste
muerte de
Bobby Fischer
y de la
coincidencia de sus vidas:
maltratados
cada uno tenazmente
por las
densas y grises burocracias
convertidas
en pueblo y voz del pueblo.
Pobre Boris
Spasky,
se hallaba
en un secreto
hospital de
Moscú adonde volvió,
tras
escapar, ahora de su familia
que, según
dijo, lo quería matar;
pero ya casi
a nadie le importaba
su novelesca
vida ajedrezada...
así los
imagino en Montenegro,
jugando al
ajedrez, oyendo a Sting
que entonaba
a lo lejos All this time
como si
fuera un himno
y
disfrutando de un hotel fantasma,
de una
ciudad ya casi abandonada;
en su
“pulvis pulverem”,
a salvo de
sus fans y sus gobiernos,
brindando
con champaña,
hasta
embriagarse,
por ese
mundo atroz, ahora desecho,
que los
había perdido y olvidado…(Regresa al Índice general)
¡Ah!, ¡qué buena propuesta para hacer poesía! Me encantó, me llevó a épocas lejanas y vigorosas. Es una iconografía de nuestra juventud. Saludos al buen Manuel.
ResponderEliminarEn nombre de Manuel, quienes colaboramos en La Guarida agradecemos sus palabras.
EliminarMuestras de la fuerza de las palabras de un Manuel siempre vivo, porque permanecerá así, mientras leamos y compartamos experiencias del amor en serio, que no solemne.
ResponderEliminarEn nombre de Manuel, quienes colaboramos en La Guarida agradecemos sus palabras.
EliminarHace un año. 17,09,2018
ResponderEliminarMe lo guardo para leer en mi tablet en los viajes. Porque quien querría leer un ladrillazo en un asiento con dos a cada lado, clase turista Bs.As. Madrid? Lo de machacar a Colas Brugnon se hace a los veinte años, cuando el tiempo todavía no pinta espirales de humo. Luego uno se pone exquisitamente selectivo. Se programa cuántas horas para esto o aquello. Me leo un libro nuevo? releo la Trilogía Malasia por octava vez?... y lo que hago entonces es tomarme el fresco sendero del bosque que rodea mi cabaña del Cerro Otto.
ResponderEliminarEn nombre de Manuel, quienes colaboramos en La Guarida agradecemos sus palabras.
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