lunes, 3 de marzo de 2025

Luz animal

Por Luis Ernesto González Soto
(poeta mexicano)



Otro cielo

Abriéndose camino entre la tarde
cae un rayo de sol sobre el arado,
pero nube no fue lo que ha sombreado
la hoguera del crepúsculo que arde:

es el árbol de un sueño, su ramaje
insondable, infinito, y en él cabe
otro cielo precioso lleno de aves
que doran en otoño su plumaje.

Una ciudad en ruinas y otra nueva
debajo de la copa aran su duelo,
y como una plegaria en mí se eleva

sedienta mi mirada que trasmina
la oscuridad buscando ese otro cielo
que en el vuelo de un pájaro germina.



Akumal

Llegas apenas, corres, pero
como si ya todos tus años presagiaras.
Naciste vieja. Al amparo 
de ti, tu escudo enfrenta el cielo.

Protege tú tu escudo protector, pequeña
y abismada de arrugas.
Cuatro patas dan vértigo a tu Polaris.
Si no hallaras el mar,
desaparecerías
en el pico o las fauces de quienes no conoces;
y si hallaras el mar,
desaparecerías,
disolución salina para librarte
de gravedad y tierra.

Yo, desde mí, mirándote arrobado,
panza abajo,
con la luz apagada de mi ciencia,
te quiero ya, te elijo 
entre decenas de tus hermanas,
todas tan viejas, abismales.
Sales del cascarón, corres; pareces
una piedra inconforme.

¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes en dónde
serán mar tus aletas? —Yo no nací tan viejo:
ni sé ni aprendo a serlo conforme lo voy siendo—.

Pocas serán, entre todas ustedes.
La vida les ocurrirá como una prórroga
si el espermatozoide
que solamente sobre la arena eres
alcanza la llave del ovulado azul
y revienta en las olas su vía láctea.
¡Lógralo! ¡Llámate Odisea!
¡Llámate Canto Largo, Lento, brevemente
Vivace de Todos los Oceanos!

Un día, si yo también me cumplo y vuelvo a Ítaca,
regresaré a esta playa; y tú 
regresarás inmensamente realizada 
y redundantemente vieja. 
Mas no habrá forma de reconocernos.
Pero en los dos misterios,
en tu viaje y el mío,
habrá una noche que nos unirá siempre
—aquella que cantó, brújula de esas olas
que te hicieron estrella—.



Confusiones

No conforme con volar,
la gaviota se echa al mar.

En su pico vuela un pez
que ve un azul al revés.

Las nubes ya son de espuma,
las olas, giros de bruma;

un arrecife en la Luna,
una tumba que se acuna.

No conforme con nadar,
muere el pez por curiosear.

Grazna la gaviota en vuelo:
¡Qué alta mar el bajo cielo!



El artista, decía Paz, es un ser marginal

Qué talento
de la abeja tan alta,
ya melada de aurora.
Lleva lejos
polen en sus patitas,
tan sola y a deshoras.

No comprende
por qué ha sido exiliada,
si este viaje es de todos.
Por qué quieren
que nadie eleve el vuelo
por volar codo a codo.

Qué talento
de la abeja con hambre
en vuelo sideral.
Y la reina,
que nunca sabe nada,
devora jalea real.

La creadora
intercepta la luz
y hace más rojo el haz.
Ya la nube
lo volverá memoria
de una estrella fugaz.



El pájaro

Nadie en el jardín.
Un canto, sí.
De quién.
De Él.

Fue al cristal de la mañana
para entrar por su ventana.
Ella se asomó
pero no lo vio.

El canto seguía
y el jardín reía.
Un secreto amor,
madrugador.



Cocó

¿Ya la viste trotar en la pradera
de la alfombra de casa, en la mañana,
cuando sus ojos miran la lejana
estrella de su sueño mensajera?

Lleva croquetas a su madriguera
horadada con arte en un sillón,
perfecta orografía de su misión
de preservar la vida verdadera.

Confecciona su bosque con urbanas
bolsas de tienda, trapos y cartón.
Fragilidad preciosa, su intención

es de Natura serle su guardiana
y del Amor su causa meridiana.
Tierna huroncita, fiera, alma de león.



Mi perro

Tristán a la nube se inclina.
Él es otoño, 
pero —fieros retoños—
en su lomo germinan,
cuando no lo bañas,
trigo y arañas.



Pentagrama

Qué delgado silencio
del pájaro al árbol.
Qué quietud, sueño.
Respiró el viento,
pájaro y árbol
son un arpegio.



Zarigüeya

Ayer fingías tu muerte.
Hoy te veo 
cifrando, descifrando peligros al oído.
Quieres llegar al cuenco de la cena,
succionar lo que queda de la lluvia
en el charco del patio
—antes de conocerte, me molestaba el charco,
incómodo recuerdo de mi propia miseria—.

Sea tu amparo la noche.
Llega con bien a estos tesoros breves
que hacen brillar tus ojos.
No de depredador, los míos
tropiezan en la sombra.
Los ruidos en acecho que hoy percibes
son los de tu aprendiz.



Amor urbano

Sentado sobre el queso de la trampa,
brillan en tus ojos apetitos saciados un instante,
el cepo que evadiste sin saber
que alguien quería cazarte.
Deberás aprender la vida en la ciudad,
encontrar el charco contra la sed quemante,
doblemente quemante en la ciudad,
la migaja nevada para las palomas
—a ellas sí, a ti no—
la tierra blanda donde cavar el nido,
cavar el corazón de la urbe indiferente
poblada por hostiles prepotencias.

Y si tu olfato encuentra los milagros,
la compañera de otro charco,
otro pan incendiado de energía,
eucaristía preciosa, como la Buena Nueva,
tendrás para ella un miedo diferente,
un abrazo, amanecido al fin,
y multiplicarán en la amable alcantarilla
la vida de tu estirpe, sin otra bienvenida
que el veneno en sigilo, el fierro que destripa,
el adhesivo diseñado por la envidia
a tu carrera ágil, trepadora.

Asida la familia al horror prepotente
serán libres apenas un momento,
flechas precisas como el rayo,
y un monstruo a asesinar
en la cruzada aséptica de quienes ven tus ojos
y adivinan que tienes un secreto
que ellos quieren destruir para vivir en paz.

¡Corre ahora, gris de la grisura, corre! Es un parque.
Que encuentres la migaja, los charcos
y el aroma de la ratoncita
cuyos ojos de miedo se alegrarán al verte.



Plataforma petrolera

Negros peces, ¡picad!
¡Cuánto dinero
flota en el mar!



Ardes, dragón

No lo eras.
Tu destino
era correr con ellos
con la lengua de fuera.
Sonreían,
movías la cola.
Eras el centro de su atención
y tú los querías.

Te refrescaron con aquel líquido
que picaba tu olfato,
te vistieron con un chaleco algo pesado
relleno de un abrigo inesperado.
Y lanzaron el fósforo. Y gritaron 
y corrieron encendidos de entusiasmo,
Tú también encendido, 
corriste, ya dragón en tu vuelo penúltimo.

Ardiste. Aullaste. Les suplicaste ayuda.
Tus ojos se incendiaron.
Tu lengua fue de fuego,
fue de fuego; fuiste el Sol que hoy te pare.

A carcajadas
te torearon, esquivaron tus llamas,
tu llamado, tu amor. Tus amigos se fueron.

Ahora te apaga 
una presencia 
con sus alas.
Silencio como agua cristalina.

—Mi llanto no podría—.

Y ahora vuelas con ella
en el último vuelo.
He pedido un deseo
al mirarte pasar.
Ya serás para siempre mi fugaz estrella.



Música para dos nuevos pájaros

Ella gobernaba mis manos.
Eran su vuelo —su pequeño vuelo—.
Su mirada, el timón.

Y en el piano de Tiersen y Satie:
ella y yo, lentos pájaros.
Su pelaje tan blanco se llenó de colores
de la aurora boreal.
Me señaló la altura que yo no sabía ver,
olfateamos fantasmas en la sala,
libro a libro repasamos los títulos
que se nos entregaban,
derribamos adornos del librero
y las frases sobrantes, para no lastrarnos.

Entramos al concierto de los dos violines;
la danza de uno y dos que ya son uno
en el largo de Bach para las aves
desde cuya mirada no hay mínima cosa.

De súbito mi cuerpo
lo sabía: ascendieron mis pies
al secreto del aire.
Ella no se dio cuenta —tanto confiaba en mí—.
Sin ventanas, sin techo, sólo azul nos guardaba
con sus olas celestes espumosas.
Y renuncié a mi miedo
y ella fue para siempre mi mirada.

Ahora ya todo es blanco, como es ella,
y yo estoy abrigado en su pelaje.
Seguimos la campana de la menor osa
llamando a celebrar esta brizna de luz
que casi encuentra dónde
suavemente posarse.



¿Alma doméstica?

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
                                                Jorge Luis Borges

Yo lo creía también y sin embargo
puede ser al revés, hermano,
hermano sabio que viviste tanto
pero sin animal. Alma tan sólo.

La edad le quita al sortilegio
de los cuentos su imán de seducción.
Tarde o temprano dudas
de la duda doméstica,
del amable secuestro del deseo, o todo lo contrario.

Es simple la pregunta —de Cioran, más o menos,
quien te admiraba tanto—:
Si le quitas al hombre sus quehaceres,
si lo dejas a solas,
si revientas la frágil
burbuja de sus convenciones,
¿qué le dejas? El animal humano
no quiere al animal.

El alma me ocultaba,
la prisión que he ocupado en el zoológico.
Pero al ritmo inflexible
al que envejezco
miro la prepotencia del barrote
mordisqueado
en momentos de luz y de esperanza.

Lo dices al revés, hermano. El tiempo
nos revela 
su engaño a fuerza de desgaste.
El animal revive. Es la inocencia 
de unos ojos con miedo.
La esfinge, con la edad, nos interesa menos;
en cambio, más la risa, la bondad, el abrazo.

Las palabras, las investigaciones, los cerebros en frascos
son para los eternos. Yo soy el animal, yo muero,
y deseo,
aunque de fuerza falto,
morir un día empapado en mis cinco sentidos,
plenamente animal, de cara a esa noche que ellos miran.

Si entre los seviciosos 
no te sientes un toro en tarde de domingo,
estás perdido. Tus ojos animales están muertos.

No me preguntes cómo, la poesía
va borrando las hojas de mi diario.
Aspiro a ser silencio, el eco de mi aullido
en la noche estrellada más blanca que veremos.



Metamorfosis

No morirás,
te dijo.
Te contó que algún día
ya no estarías en ella:
nacerías transformado en algo más.
Sí, como las mariposas.
Y alzabas la mirada
más allá de tu casa en espiral,
elongando los ojos,
inocente, pesado.

Yo permaneceré,
te dijo.
Y tal vez, tal vez
en tu vida más alta
volveré a ser tu casa.
Te echaste a caminar
sobre tu mucus,
—por vergüenza, mi especie
llama a sus secreciones
ideas y arte; pero es la misma cosa:
el modo de avanzar sin sentir gran dolor—.
Caminaste tus años
escuchando aleteos
y el susurro del polen.

Y un día
sentiste que tu concha te quedaba chica,
la espiral estiraba
nuevos brazos.
La tierra que en tu andar ondulante
habías fertilizado
dio tu fruto.
Tus oscilantes pasos
dejaron de ser lentos.

No morirás,
caracol ahora ausente.
Tu casa logarítmica
es cunero, no tumba.
Tus ojos ya no existen
pero llega más alto tu mirada.
Alzas las hojas.
Sobre la luz feraz, ansiado ascenso,
te sientes floreciente.



[Quién]

[Quién] deslizó
el arco sobre el plectro de luz
bajo el árbol de lluvia,
parhelio del cunero del pájaro.

La mirada a la intemperie grave,
[Quién], con insectos polinizadores,
creó entre la sombra una aurora dorada.

Entonces era un vuelo, no un ave.
Luz y sombra ascendentes, nocturnos arcoíris.

Ahora se mira absorto, [¿Quién?] con la mirada
desviada de los espejos rotos. Un murmullo
cuida [Su] nacimiento.


2 comentarios:

  1. Gracias, muchas gracias por estos bellísimos poemas. Los animales te damos las gracias por esta sensible forma de ocuparte de nosotros.

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    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras. Los animales son los habitantes del paraíso.

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