Por Gabriel Martínez Bucio
(escritor mexicano)
En algún rincón de
ese territorio fantástico que es “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, se esconde una
importante sentencia: “un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto”.
La convergencia del pasado y presente; la mirada infantil interviniendo el
mundo adulto; y las imágenes quebradas suscitadas a través de su espejo
sintáctico, que construyen Retratos de familia,
sufren una suerte similar.
El libro de Karen
Plata es una búsqueda –que se enrolla en sí misma– del tiempo perdido, donde
los poemas mantienen una íntima correspondencia. Cada uno resignifica al
anterior, lo refuta, lo completa o lo modifica.
Como bien sabemos,
el pasado es un tiempo poroso, incierto y elástico, donde la poesía profundiza,
escarba resquicios, e incluso tiene la virtud de transformarlo. No es banal que
el título evoque la palabra Retrato, del
latín retrahere, que significa “hacer volver
atrás”, pero también implica reducir y abreviar, convertir algo en otra cosa y
hacer revivir.
En efecto, el
lector advertirá que está ante un rompecabezas lejano al que le faltan piezas
y, en su lugar, encuentra sueños, recuerdos confundidos, visiones, “imágenes
recortadas” de una mirada infantil (miedos, creencias, intuiciones) que
intentan completarlo en vano y lo tornan en una edificación cubista:
Pequeña,
uno cree que es posible regresar al mismo punto y no es verdad. El
mundo jamás ha sido un
círculo, es un rectángulo que se rompe, un rectángulo con
cuatro lados que quisieran estar
juntos pero que ellos mismos se detienen. (56)
Cuando accedemos al
mundo adulto nos damos cuenta de las ingenuas certidumbres con las que
crecimos. Sin embargo, al mirar hacia atrás –con mayor suerte que Orfeo–,
descubrimos que ya no pueden ser separadas de los hechos ocurridos y conforman
un todo-recuerdo. Al pasado le ha crecido moho, y es precisamente este
territorio verdoso en donde la poética de Karen se desarrolla.
En esta
reconstrucción, Retratos de familia ondula,
sin previo aviso, de una voz enunciativa a otra (la niña, la abuela y la mamá);
de una realidad objetiva (un acto) a otra subjetiva (la infantil); del
pretérito al presente. Y esto permite que el libro pueda leerse en dos
direcciones opuestas.
El verso “una vaca
recostada tomando el sol / con las pupilas dilatadas y el cuerpo hinchado a
punto de explotar” es el ejemplo perfecto. La primera parte alude a una frase
paternal con la que se tranquiliza a un niño: “no, no está muerta, está tomando
el sol”.
La segunda, es un
zoom cinematográfico (evidentemente adulto por las palabras “hinchado y
“dilatadas”) sobre las pupilas de la vaca a punto de explotar.
Ahora bien, la
mayor virtud radica en la unión sintáctica de dos tonalidades distintas en la
misma oración: tanto el piadoso engaño en el que te hicieron creer como la
realización de que esas palabras escondían por debajo un escenario mortuorio.
Pero, en el recuerdo: ¿qué fue lo que realmente sucedió?
La ruptura
sintáctica ya no es entonces, sólo una herramienta meramente poética, sino que
funciona como el espejo verbal del pasado quebradizo.
Todo confluye en el
libro. Las situaciones cotidianas están confundidas con las imaginarias en un
mismo nivel discursivo; la obra funciona en su conjunto, que debe ser leído
desde su portada hasta la última página.[1]
En efecto, Retratos de familia inicia con la pirámide de la
portada que podría leerse como una precisa metáfora del libro: sin perspectiva,
una casa oscila sobre un gallo parado en una silla que se balancea sobre el
lomo de una vaca que no se digna a mirarnos (respire, querido lector).
La pintura de
Mariori Barriga evoca a “Los músicos de Bremen”, aquel cuento medieval donde un
gallo, un gato, un perro y un burro, forman una escalera y, para asustar a unos
ladrones, lanzan un simultáneo alarido jamás vuelto a escuchar por la
humanidad. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba, y el gallo
cantaba. Ahora bien, ¿cuál sería entonces el sonido de este libro, de esa casa
que vacila sin derrumbarse? ¿Quiénes son los ladrones espantados?
Esos crujidos de la
casa son las astillas, los ecos que se enciman unos con otros y tejen una serie
de atmósferas, aureolas que Karen convierte en sensaciones nocturnas, miradas
infantiles que poco a poco invaden y reformulan el mundo adulto: brujas en la
cocina, gente flotando en la ventana que no hay que mirar, patios “sin luz por
donde podía salir cualquier cosa”, vestidos que se mecen al final del pasillo,
bosques habitados por duendes, humor fantasmal de los hermanos mayores que
devienen, en el recuerdo, sustos que nunca sucedieron pero que de alguna
manera, han adquirido corporeidad en algún rincón de nuestra memoria, en algún
rincón de la casa.
Gabriel Martínez Bucio |
Retratos de familia es un largo poema de suspenso que, a
partir de una invocación del pasado, intenta entender el presente. Sin embargo,
la pesquisa no logra descifrar por completo esa sustancia llamada Tiempo. Al
pasado le ha crecido moho ¿lo recuerdan? Y ahí es donde reside su mayor
eficacia. En la búsqueda sin resolución. En el limbo al que nos arroja esa
sensación de algo a punto de caer. En esos fragmentos que no encuentran su
imán: un no sé qué que queda balbuciendo. Y
entonces sospecha que “también entonces, como ahora, no entendía el orden que
movía las cosas”.
[1] Al parecer, las contraportadas siguen firmes en su
decisión de permanecer vírgenes-hasta-el-matrimonio de toda ficción posible.
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