Versión de Cosme Álvarez
Ralph Waldo Emerson (25 de mayo 1803-27 de abril 1882) |
La utilidad de la historia natural consiste en darnos ayuda con la historia sobrenatural: la utilidad de la creación visible es brindarnos el lenguaje para los seres y los cambios de la creación interna. Si exami-namos hasta su raíz más íntima las palabras que se emplean para expresar un hecho moral e intelec-tual, advertimos que están tomadas de algún fenó-meno material. Correcto significa derecho, errado quiere decir torcido. Espíritu ante todo significa viento, transgresión es pasar una línea; arrogante, el levantamiento de una ceja. Decimos el corazón para expresar el sentimiento, la cabeza para señalar la idea; palabras tomadas de las cosas sensibles, y adecuadas a la naturaleza espiritual. La mayor parte del proceso seguido en esta traslación se pierde en tiempos inmemoriales, cuando se originó el idioma; en los niños puede observarse diariamente la misma propensión. Los niños y los salvajes sólo usan nombres de cosas, que transforman en verbos y que aplican a las acciones análogas de la mente.
Sin embargo, este origen de todas las palabras, que contiene algo de espiritual y que es un hecho bastante claro en la historia del idioma, es nuestra menor deuda con la naturaleza. No sólo las palabras son emblemáticas, las cosas también son emblemáticas. Todo acto natural es un símbolo de un acto espiritual. Cualquier manifes-tación de la naturaleza corresponde a un estado del alma, y ese estado del alma sólo puede ser descrito mos-trando el estado natural como su aspecto visible. Un hombre colérico es un león, un hombre astuto una zorra, un hombre firme una roca, un hombre instruido una antorcha. Un cordero es la inocencia, una víbora el rencor, las flores nos indican delicadeza de afectos. Luz y tinieblas son nuestras expresiones naturales para interpretar el conocimiento y la ignorancia. Y el calor nos simboliza el amor. La distancia visible detrás y adelante de no-sotros es, respectivamente, la imagen de nuestra memoria y de nuestra esperanza.
¿Quién que contempla el río en un momento de meditación no evoca el curso de todas las cosas? Arroja una piedra al agua y las ondas que produce, y que se van dilatando, son la hermosa muestra de toda influencia. El hombre tiene conciencia de un alma universal, en la que, como en un firmamento, se levanta y resplandece el principio de la justicia, la verdad, el amor y la libertad. A esta alma universal la llama Razón. No es tuya, ni mía, ni de él, sino que nosotros somos de ella, somos su propiedad y sus hombres. Y el cielo azul en el que está sumergida la Tierra, el cielo con su calma eterna y lleno de mundos interminables, es el modelo de la Razón. Aquello que, considerado intelectualmente, llamamos razón, observado en relación con la naturaleza le llama-mos espíritu. El espíritu es el creador. El espíritu tiene vida por sí mismo. Y los hombres de todos los tiempos y de todos los países lo incorporan a sus idiomas con el nombre de «Padre».
Es fácil advertir que en estas analogías no hay nada de fatuo o de arbitrario, antes bien son constantes y llenan la naturaleza. No son sueños de algunos cuantos poetas dispersos acá y allá, sino que el hombre busca la analogía y estudia las relaciones en todos los objetos. Está situado en el centro de los seres, y un destello de relación de cada uno pasa por él. Y así como el hombre no puede ser entendido sin estos objetos, tampoco ellos sin el hombre. Todos los hechos de la historia natural, tomados en sí mismos, carecen de valor, son estériles, como lo es un sexo aislado; pero vincúlalos con la historia humana y los encontrarás llenos de vida. Las Floras y los volúmenes de Linneo y de Buffon son áridos catálogos de hechos; sin embargo, los hechos más triviales, la naturaleza de las plantas, los órganos, el trabajo o el ruido de un insecto, puestos a ilustrar un hecho de la filosofía intelectual, o asociados de alguna manera con la naturaleza humana, nos afectan de un modo vivo y extraordinario. Esto se observa incluso en la semilla de una planta, que tiene analogías tan íntimas con la naturaleza del ser humano que hasta el propio San Pablo llama al cuerpo del hombre una semilla: «Se siembra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual». La rotación de la Tierra en torno de su eje y alrededor del sol da lugar al día y al año. Esto se establece por alguna suma de calor y de luz naturales, y a pesar de todo ¿no hay cierta analogía entre la vida del hombre y las estaciones? ¿Y esta analogía no hace ganar grandeza y dignidad a las estaciones? Los instintos de la hormiga, tomados como instintos de una hormiga, no merecen tenerse en consideración; pero en el momento en que se advierte un destello de ilación que se extiende hacia el hombre y se ve que el insecto nos sirve de referencia, y que en un cuerpo tan pequeño hay un gran corazón, entonces todas sus conductas, incluso la que se cuenta ahora de que nunca duerme, se consideran sublimes.
A consecuencia de esta relación contundente entre las cosas visibles y los pensamientos humanos, los salvajes, que no tienen más que lo necesario, conversan por medio de figuras. Conforme retrocedemos en la historia encontramos que el idioma es más expresivo, hasta que en su infancia es verdadera poesía: cada uno de los hechos espirituales se ve representado por símbolos. Se topa uno con que los mismos símbolos forman los principios originales de todos los idiomas. Se ha podido observar que las expresiones de todos los idiomas se aproximan las unas a las otras en los pasajes de mayor elocuencia y energía. Y lo mismo que es este primer idioma lo es también el último. Esta dependencia inmediata de la naturaleza que tiene el idioma, esta conversión de los fenómenos externos en algo que afecta a la vida humana nunca deja de tener la fuerza de influirnos. Esto es lo que da encanto a la conversación afable de la gente del campo o de los montañeses y lo que agrada a todos.
El ánimo del hombre para unir su pensamiento con el símbolo apropiado, y manifestarlo de esta manera, depende de la sencillez de su carácter, es decir, de su amor a la verdad y de su deseo de comunicar las cosas sin que pierdan nada.
A la corrupción del hombre le sigue la corrupción del idioma. Cuando la sencillez del carácter y la soberanía de las ideas se destruyen en virtud del predominio de deseos secundarios, como el deseo de riquezas o de placer o de poder o de orgullo, se pierde por grados la fuerza que existe sobre la naturaleza como intérprete de la voluntad, lo mismo que cuando la simulación y la falsedad sustituyen a la franqueza y a la verdad. La creación de nuevas imágenes cesa, y las antiguas palabras se pervierten aplicándolas a cosas que no existen: cuando no hay oro se emplea el papel ordinario. El fraude se hace visible a su debido tiempo, y las palabras pierden su vigor para estimular el entendimiento y la voluntad. En cualquier nación civilizada se pueden encontrar cientos de escritores que por algún tiempo creen que observan y transmiten verdades, y que no visten por sí mismos un pensamiento con su vestido natural, pues inconscientemente se alimentan de la lengua creada por los primeros escritores del país, de aquellos que se fundaron en la naturaleza.
Pero los sabios arrancan estos vocablos podridos y vuelven a sujetar las palabras a las cosas visibles, de tal manera que su idioma singular es a la vez un testimonio de que quien las emplea vive en alianza continua con la verdad y con Dios. En el momento en que nuestro discurso se erige sobre el campo de los hechos comunes y se inflama por la pasión o se exalta por la idea, se viste así mismo con imágenes. Si un hombre que habla con entusiasmo vigila su proceso intelectual, notará que una imagen material más o menos luminosa se yergue en su inteligencia actual con el pensamiento, y que esta imagen es la que proporciona ornamento a la idea. De aquí que los buenos escritos y los discursos brillantes sean una continua alegoría. Estas imágenes son espontáneas. La experiencia se propaga y sirve a la acción presente del entendimiento. Propiamente es una creación. Es la obra de la Causa original actuando por medio de los instrumentos que hizo de antemano.
Los hechos pueden mostrarnos muy bien la ventaja que tiene para una inteligencia poderosa la vida de campo sobre la vida, artificial y corta, de las ciudades. Aprendemos de la naturaleza mucho más de lo que podemos y queremos comunicar. Aunque su luz está siempre derramándose en nuestra inteligencia, solemos olvidar muchas veces su presencia. El poeta o el orador creado en los bosques, cuyos sentidos hayan sido alimentados un día y otro por sus paisajes encantadores y sedantes, al parecer sin designio y sin finalidad, nunca olvidará por completo esas lecciones, ni entre el ruido de las ciudades ni en el bullicio de la política. Mucho tiempo después, en medio de la agitación y del estruendo de las asambleas nacionales, incluso en la hora de la revolución, estas imágenes solemnes volverán a aparecer con todo su resplandor matutino, como símbolos y palabras correspondientes a ideas que despiertan los sucesos. Al llamado de una idea noble vuelven a susurrar los bosques, a murmurar los pinos, a correr los ríos, a mugir los terneros en los montes, lo mismo que vio y escuchó todas estas cosas en su infancia. Y con estas formas tiene en sus manos las llaves de la persuasión y las frases de energía.
Los objetos naturales nos ayudan así para la expresión de los significados particulares. ¡Qué grande es el lenguaje en comparación con las pequeñas ideas que expresan! ¿Son necesarias tan nobles razas de criaturas, tal profusión de formas, tanta multitud de universos en el cielo para proveer al hombre de un diccionario y una gramática a fin de desenvolver su lenguaje comunal? Cuando empleamos este gran cálculo para los negocios domésticos más vulgares comprendemos que no lo utilizamos debidamente ni somos capaces de aprovecharlo. Somos como los viajeros que usan las cenizas del volcán para hacer una tortilla. A la vez que comprendemos que el lenguaje está siempre dispuesto a vestir todo lo que digamos, no podemos menos que preguntar si los caracteres no tienen significación por sí mismos. Los montes, las ondas, el firmamento ¿no tienen más contenido del que nosotros les damos conscientemente, cuando los empleamos como emblemas de nuestros pensamientos? El mundo es emblemático. La mayor parte del lenguaje se reduce a metáforas, porque toda la naturaleza es una metáfora en la mente humana. La naturaleza contesta a las leyes de la moral con las leyes de la materia, con la precisión con que se corresponden las imágenes de un espejo. «El mundo visible y la relación entre sus partes es el reloj de sol del mundo invisible». Los axiomas de la física traducen los de la ética en la siguiente forma: el todo es mayor que su parte, la reacción es igual a la acción, el peso más pequeño puede levantar al más grande si la diferencia de peso se compensa con la del tiempo, y muchas otras propuestas que poseen tanto sentido ético como físico. Todas estas proposiciones tienen un sentido bastante más extenso y universal cuando se aplican a la vida humana que cuando se confinan a la ética.
Del mismo modo, las palabras memorables de la historia, y los proverbios de las naciones, son de ordinario un hecho natural elegido como pintura o parábola de una verdad moral. Por ejemplo: piedra movediza no cría moho; mejor pájaro en mano que ciento volando; un cojo que lleve el verdadero camino ganará a un corredor que lo lleve errado; trabaja mientras brilla el sol; es difícil llevar una copa llena sin que algo se derrame; el vinagre es el hijo del vino; la última onza hunde al camello; los árboles de mucha vida se arraigan bien primero, y otros adagios semejantes. En su sentido inmediato son hechos triviales, pero los aprovechamos por el valor analógico que encierran. Lo que es cierto de los proverbios lo es de todas las fábulas, parábolas y alegorías.
Esta relación existente entre la inteligencia y la materia no es cosa imaginada por algún poeta, sino que vive en la voluntad de Dios, y por lo tanto, todos los hombres pueden conocerla libremente. O se presenta a los hombres o no se presenta. Cuando se examina este milagro en las horas felices, los hombres inteligentes dudan, y si en otras ocasiones no están ciegos o sordos dicen: «¿Pueden suceder estas cosas y cubrirnos lo mismo que una nube de verano sin que nos causen una admiración especial?» Porque el universo se hace transparente, y a través de él brilla una luz que procede de otras leyes más altas.
Este es el problema que se presenta y el que ha reclamado la admiración y el estudio de los más grandes genios desde que existe el mundo; desde la era de los egipcios y de los brahamínes hasta la de Pitágoras o Platón o Bacon o Leibnitz o Swedenborg. La esfinge se encuentra al lado del camino, y conforme los profetas van pasando una edad tras otra, todos prueban su fortuna procurando descifrar este enigma. Parece que en el espíritu hay una necesidad de manifestarse en formas materiales; y lo mismo el día que la noche, el río que la tormenta, las fieras y los pájaros, los ácidos y los óxidos, preexisten en ideas necesarias que viven en la mente de Dios, y lo que son, lo son en virtud de afectos precedentes en el mundo del espíritu. Un hecho es el fin o la última salida del espíritu. La creación visible es el límite o la circunferencia del mundo invisible. «Los objetos materiales –decía un filósofo francés– son necesariamente consanguíneos de las “scoriae” de los pensamientos substanciales del Creador», los cuales deben conservar siempre una relación exacta con su primer origen. En otras palabras: la naturaleza visible debe tener un lado espiritual y moral.
Esta doctrina tiene algo de profunda, y aunque las imágenes de «vestido», «escorias», «espejos», etcétera, pueden estimular la fantasía, debemos acudir en busca de otros expositores más sutiles, y por decirlo así, más vivos, para hacer las cosas sencillas. La ley fundamental de la crítica es que «cada escritura debe ser interpretada por el mismo espíritu que la manifestó». Una vida en armonía con la naturaleza, el amor a la verdad y a la virtud, purificará los ojos para que entiendan su texto. Podemos llegar a conocer por grados el sentido primario de los objetos permanentes de la naturaleza, de tal manera que el mundo sea para nosotros un libro abierto y comprendamos el significado de su vida oculta y de su causa final.
Otro interés nuevo puede sorprendernos cuando, desde el punto de vista que hemos tomado, contemplamos la multitud de los objetos y su inmensa extensión, ya que cada objeto, debidamente considerado, abre una nueva facultad del alma. Lo que fue una verdad inconsciente, una vez que se interprete y se defina aplicándola a un objeto, viene a formar parte de los dominios de la inteligencia y a considerarse como una nueva arma en el depósito de las energías.
* Publicado en la revista Biblioteca de México, núms. 77-78, Invierno de 2003
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