por Leonel Rodríguez
Lucía desnuda se acerca de frente. Miro la piel morena arropada en la penumbra de la estancia. Lucía desnuda se acerca. Miro su vientre, la novedad concreta y oscura de los pezones, miro el ombligo sombreado y la resolución del río de la piel en la carne viva del sexo. Miro el inicio de los muslos. El grosor que toman al rodear la altura del pubis como un nido.
Lucía desnuda se acerca de frente. Miro la piel morena arropada en la penumbra de la estancia. Lucía desnuda se acerca. Miro su vientre, la novedad concreta y oscura de los pezones, miro el ombligo sombreado y la resolución del río de la piel en la carne viva del sexo. Miro el inicio de los muslos. El grosor que toman al rodear la altura del pubis como un nido.
Lucía se mueve: sube una rodilla, luego la otra; está hincada sobre los cojines del sillón, su olor más cerca de mi rostro. Se oye el crujir de las telas y costuras del mueble. Sin pensarlo, mis manos se posan en las corvas de sus rodillas y acarician. Los pechos tocan mi frente, hacen que entrecierre los ojos. Frescos. Ella se recarga en el respaldo, sus brazos la sostienen, toda su piel se sumerge en mi pecho y en el rostro: los senos que se ensanchan, la epidermis suave del vientre contra mis tetillas. Sobre mi estómago, lo tibio y la aspereza del contacto del vello que rodea sus otros labios.
En mi boca brotan los sabores de palabras mudas y de olores.
Beso su curva: cintura y cadera; palpo con labios, lengua. Muerdo cuando el sabor me satura. Tomo y muerdo para sentir su presencia; muerdo la cadera para hundirme, sostengo mi cuerpo con las manos en su espalda; llego con la boca abierta al vientre, las manos apresan los muslos pero suben, rozan las nalgas para mover su cuerpo: acercan y estrujan (crujen los entresijos del sillón que nos sostiene) —me quedo quieto… mi cara explora la piel más clara del bajo vientre, los vellos de su vulva dejan parte de su aroma en la piel de mi barbilla. Me muevo apenas: las manos suben hasta las nalgas y las alzan, las sostienen, levantándolas, para soltarlas. Bajan, repiten la caricia.
Lucía se mueve en su silencio, se recuesta sobre mi regazo. Ahora su espalda está a disposición de mi mano izquierda; sus nalgas y sus piernas, de la derecha. Su rostro recostado sobre la tela del sillón, mira. Miro su cuerpo: alcanzo la redondez de las pantorrillas y hago presión sobre su músculo. Así subo. La línea de sombra y carne que se dibuja entre sus nalgas me llama. Las rozo apenas con la yema de mis dedos, sigo el camino de esa hendidura, su cuerpo se reacomoda. No palpo con dureza, su piel recibe el tacto como tembloroso de tan lento. Así un tiempo. Así, hasta que ella se pone de pie y sin palabras hace que me siente a la orilla del cojín; su cuerpo me ha dado la espalda: se sostiene del respaldo de una silla y arquea su cuerpo para ofrecer su grupa que llena la mirada. Mi cuerpo se tambalea. Acerco mi cara a sus nalgas y comienzo a besarlas, tan suavemente como con las manos, éstas se agarran de las caderas: muevo su cuerpo de lado a lado con cadencia lenta. De tanto en tanto, hago que se detenga. Pero mi boca no se detiene: ya no beso, como, y me acerco a la hendidura entre sus nalgas. Con las manos las separo y me hundo, lanzo el primer chasquido de los labios al contacto con su piel caliente; la lengua lame la lisura y la rugosidad blanda de sus pliegues, dibuja, golpea con su fuerza pequeña, prueba y se satura del sabor.
Así un tiempo. Entonces el viento abre la cortina, entra la luz y se disipan las sombras.
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