lunes, 12 de noviembre de 2012

Mario Bellatin, la representación como mundo

2º COLOQUIO INTERNACIONAL
DE LA NOVELA CORTA EN MÉXICO 1922-2012

Mesa 5. «La novela corta de entre siglos (1990-2010)»
Miércoles 14 de noviembre de 2012, 18:30 horas

por Cosme Álvarez


Todas las novelas cuentan historias, pero sólo unas pocas trascienden la historia que cuentan; todas las novelas llaman a nuestra curiosidad, sólo unas cuantas apelan a nuestra inteligencia. La clase de novela que privilegio como lector corresponde a las del segundo grupo. La que contiene sabiduría y verdad. Los críticos literarios a veces han dado un enfoque demasiado complaciente y escurridizo de la novela, al grado de que la materia de la que tratan termina por reblandecerse, lo que le ha servido de justificación a un considerable número de autores de relatos largos, pero no de novelas genuinas. Otro problema con los críticos es el grado de persuasión que pueden tener en el lector. Un ejemplo concreto es la lectura que la crítica ha heredado de Moby Dick, sin duda una de las novelas más profundas y genuinas de todos los tiempos. Mentes lúcidas como las de E.M. Forster y Carlos Fuentes han dicho que el tema espiritual de esa novela es el de una batalla contra el mal. Como si este doloroso disparate no fuera suficiente, puntualizan que la ballena blanca misma es el mal. Creo que es una lectura distraída, y que lleva además un riesgo, pues sus opiniones, que circulan en dos libros, van a llegar a lectores en formación, y, tratándose de dos autores con reconocimiento, los jóvenes pueden tomar ese punto de vista como algo cierto e imperecedero. «Que a cada oveja le baste su propia piel», recomendaba Henry David Thoreau. Quizá los prólogos no deberían existir, o habría que ponerlos al final del libro, como sugería T.S. Eliot.
No es posible transferir el punto de vista; siempre es nuestra propia carne la que debe pasar por el molino. Mi lectura de Moby Dick no es absoluta, ni la única posible, pero difiere por completo de la que hicieron Forster y Fuentes, y es real en tanto que aquello de lo que habla Herman Melville me toca y me concierne como ser humano. Son muchos los temas que abarca Moby Dick, y uno de ellos, efectivamente, podría ser espiritual y tratarse de una lucha contra el mal, donde el capitán Ahab es el mal, o mejor, donde el espíritu de Ahab gradualmente es envilecido por una idea fija, que lo separa de sí mismo, y que él transfiere a lo que la bellísima y sagrada ballena blanca representa. Ahab, sin embargo, es mucho más que el garabato del mal; en todo caso es una víctima. El capitán Ahab es un poeta, un gran poeta; basta leer sus diatribas en cubierta y sus reflexiones de gabinete para advertirlo.
Hace doce años escribí que Salón de belleza, de Mario Bellatin, tenía la fuerza y la rareza de los relatos de Herman Melville, en especial de Bartleby, el escribiente, otra obra profunda y genuina. Esa afirmación de lector no significa ni sugiere que Bellatin sea un autor como Melville, ni que Salón de belleza sea una imitación del otro relato. Doce años después sostengo que ambos libros poseen una fuerza similar, y que en este lector que soy generan atmósferas que se tocan en la oscuridad. El personaje de Bellatin despertó en mí el recuerdo, familiar y querido, de algo que muchos años antes había conocido en Bartleby.
Salón de belleza es una novela genuina, sutil, llena de símbolos, pero no oscurecida por esa simbología. Cuenta una historia y la trasciende, en sus páginas apela continuamente a la inteligencia del lector, pero quizá lo más relevante de ella como obra de arte es que contiene la verdad completa de su tema.
Quiero creer que el tema de la novela es la bondad, o que sugiere la perspectiva de que la bondad humana todavía tiene existencia. Pero no es un libro de moralejas, en todo caso es una novela profética. Parte de la grandeza de esta novela es que la bondad a la que se alude no es una prédica sino una profecía, una acción viva, presente en la mirada y en los actos del narrador. Al decir profética no me refiero a la definición bíblica del tema, ni al sentido de adivinación que se le atribuye a las pirámides de Egipto o a Nostradamus. Lo profético en la novela tiene que ver con una voz; quizá con la propia voz del autor, pero sin duda con la del narrador y la del mundo que habita en la novela. El término es correcto ahí donde lo profético es simultáneamente lo poético.
Voy a citar pasajes de lo que publiqué hace doce años acerca del libro. Ahí está dicho lo que innecesariamente tendría que repetir. Sólo haré algunos añadidos que me parecen oportunos.
Salón de belleza es una novela inquietante, llena de horror aleccionador, pero sin mensaje moral. Quizá la obra secretamente quiere anunciar que la bondad, la verdadera bondad, es anónima. Sobre todo, sugiere que esa bondad existe. Por momentos podría prefigurar un ejemplo y un tratado del cristianismo anterior a la iglesia católica. El personaje tiene, sin saberlo, los verdaderos atributos espirituales de un santo.
Tras una vida difícil, dolorosa —en la que la homosexualidad le ocurre casi fatalmente—, el narrador, quien no tiene nombre, adecua un sitio para que la gente recubra de belleza de salón una existencia por demás terrible y agobiante. Más tarde, el establecimiento, el salón de belleza, se transforma en una clase de refugio para aquellos que han enfermado con el mal del siglo. Más todavía, el salón se transfigura en el lugar donde la humanidad insana puede abordar con belleza la muerte.
«No sé», dice el narrador, «dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte». Y luego: «No me conmovía la muerte en cuanto tal. Buscaba evitar que esas personas perecieran como perros en medio de la calle. En el Moridero contaban con una cama, un plato de sopa y la compañía». De la manera más paradójica, con la transformación a Moridero, el salón de belleza no sólo no pierde sus cualidades, sino que las amplía en una dirección definitivamente insospechada. El salón de belleza ahora nada más aloja huéspedes para la muerte.
El protagonista —justo como lo haría un santo o un iluminado—, ayuda a los enfermos no a luchar contra la muerte o a vencerla, sino a recibirla con dignidad y belleza. No es bondad cristiana, se trata de una clase de privilegio que sólo los santos —los verdaderos hombres santos, quiero decir— conocen. Se trata de una enfermedad para la que no hay escapatoria y «Yo me encargo de que no abriguen falsas esperanzas», puntualiza el narrador, y agrega: «Cuando creen que se van a recuperar, tengo que hacerles entender que la enfermedad es igual para todos.»
El personaje tiene una historia previa: una madre autoritaria, recuerdos de juventud y de la escuela, pero, en el fondo, como ocurre con la vida de los hombres santos, tales historias nos interesan menos que el momento en que enfrentan sus dones. Toda la historia del narrador, toda su existencia, está concentrada y tiene sentido sólo en su acción presente dentro del salón de belleza que es ahora Moridero. Desaparecer el Moridero será también un acto de bondad, el último que se le pueda ofrecer a los huéspedes futuros y presentes una vez que el narrador ya no esté ahí para atenderlos. En su lugar tendría que estar otra vez el salón de belleza, con sus grandes peceras llenas de color y de vida. Previendo esa posibilidad, el protagonista lleva a cabo una labor que luego Dios debe completar: «Les pondré la comida justa para varios días y después desapareceré. Los peces quedarán a la mano de Dios».
En algún momento el personaje central de la obra nos da una clave cuando afirma o, mejor, confirma que el Moridero tiene, o tuvo, razones concretas para existir, a las que quiere mantenerse fiel. Hay, pues, una idea previa que lleva adelante, y a lo largo de sus acciones trata de no desvirtuar los orígenes de esa idea, la cual el lector debe desentrañar (y ese es uno de los retos de la lectura). «Aquí nadie está cumpliendo ningún sacerdocio», dice el narrador, y señala: «La labor obedece a un sentido más humano, más práctico y real». Afirmar que la enfermedad que aqueja a los huéspedes del Moridero es el Sida sería aventurar una salida rápida y muy pobre. La enfermedad (que, si se quiere, puede ser el Sida) representa, más allá de los síntomas que se describen, un mal mucho más hondo, aterrador, desesperante, relacionado de manera directa con el alma y con el corazón de la humanidad, y mucho más próximo al espíritu que al cuerpo.
El narrador se halla esencialmente solo a lo largo del relato. Presencia un mundo aún más vivo en las peceras que ha salvado de la época en que el local era un salón de belleza, pero, al mismo tiempo, es testigo de la muerte interminable, anónima, serial, de los huéspedes del Moridero. A lo largo de los días es el único espectador, el solitario que acude al espectáculo de la muerte: la recibe con naturalidad en el local, y con dolor sincero cuando ocurre en las peceras. Porque en las peceras la muerte tiene un sentido que el Moridero ya no anida. El sentido del salón es la muerte misma… Se trata de una alegoría tremenda de la condición humana y de la insuficiencia del espíritu. La presencia de los peces y de las peceras dentro del local se antoja simbólica. Desde luego no un simbolismo simplón e inmediato; en todo caso una cifra secreta que, con una extraña y oscura cualidad esclarecedora, enmarca el sentido sublime de las acciones del personaje. Se trata, en todo caso, de un detalle simbólico que por sí mismo encierra una gran belleza.
El canto y los bailes en torno de la pira —del falo de fuego—, corresponden a otros símbolos o acciones cifradas de purificación y condena. No hay llanto ni lamentos (salvo aquellos que provoca en los huéspedes la propia enfermedad). En el Moridero el sufrimiento por la muerte es menor que el sufrimiento por la vida. Ahí tiene lugar un rito primitivo frente a la muerte, mismo que se desvirtúa cuando la sociedad irrumpe con su mundo organizado y ajeno al orden natural del mundo. Así, un lugar que originalmente servía a la belleza se convierte en un espacio destinado para la muerte. Más tarde, un sitio que servía para morir dignamente se convierte en un circo para las almas piadosas y caritativas que hacen de la ayuda un modo de vida, pero que son ajenas al profundo sentido de la bondad. Porque, como ya lo hemos apuntado, la bondad, la verdadera bondad, es anónima.
El libro es una joya sutil en sus destellos y en sus dimensiones, y su trasfondo filosófico es tan antiguo como la muerte. Se trata sobre todo de una vindicación del corazón humano en medio del horror más puro. Si hay en la novela algún tipo de mensaje (aunque no imagino a Mario Bellatin urdiendo moralejas) sería uno solo: la bondad todavía es posible, y es anónima.
Entre finales del siglo XX y los inicios del XXI, perduraba en la conciencia de ciertos autores la sombra de Pedro Páramo; Juan Rulfo seguía siendo una leyenda, y se le consideraba insuperable como escritor de novela corta. De algún modo lo es, lo será siempre, en tanto que nadie, nunca más, volverá a escribir Pedro Páramo. En ese periodo tuve el impulso de leer selectivamente la literatura publicada en el momento. De entrada decidí pasar por alto a los narradores de relatos, a esos que sólo necesitan de mi curiosidad como lector, novelistas de lo obvio disfrazado de ficción, y fui directamente a un puñado de autores. Voy a mencionar nada más que a unos cuantos. Los de mayor edad eran Daniel Sada (1953) y Hanif Kureishi (1954), los libros de Sada: Una de dos (Alfaguara, 1994) y Albedrío (Tusquets, 2001), el de Kureishi: Siempre es medianoche (Anagrama, 2001). Mario Bellatin (1960), de quien leí con creciente admiración Poeta ciego (Tusquets, 1998), Salón de belleza (Tusquets, 1999) y El jardín de la señora Murakami (Tusquets, 2000). Siguieron tres autores nacidos en 1965: Pablo Soler Frost, quien a veces me parece el mejor narrador mexicano, Mario González Suárez y Eduardo Antonio Parra; de Soler Frost dos libros fascinantes: La mano derecha (Joaquín Mortiz,1993) y Malebolge (Tusquets, 2001); de González Suárez La materia del insomnio (Aldus 1997), De la infancia (Tusquets, 1998), y El libro de las Pasiones (Tusquets, 1999); de Parra Tierra de nadie (ERA 1999). Leí a Jorge Volpi (1968) después de que En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999) ganara el Premio Biblioteca Breve, pero el gran hallazgo para mí fue un autor muy joven, sensible, inteligente; me refiero al argentino Gonzalo Garcés (1974). Su novela Los impacientes (Seix Barral, 2000), la cual obtuvo el mismo premio que Volpi, junto a Salón de belleza y a una parte de las obras mencionadas, me dejan la expectativa de que quizá muy pronto la novela que privilegio como lector regrese al lugar de donde muchos autores recientes la sacaron. ¿Para qué disfrazar al mundo humano con una belleza que raras veces tiene? Hay que desnudarlo, exhibirlo, denunciarlo con toda la fuerza de la inteligencia hasta hacerlo sentir vergüenza de sí mismo. Para la novela del siglo XXI, sea corta o larga, pienso en un animal ágil y salvaje que sabe usar la mandíbula y los dientes, un animal que, al dar la dentellada, es capaz de contener la verdad completa de su estado, y también de transportar al hombre en el lomo hacia una verdad completa de sí mismo.

Coyoacán, Ciudad de México
20 de octubre de 2012
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