por Cosme Álvarez
[el poema es más vívido cuando se lee en voz alta]
Nada nos lloverá salvo silencio,
agua rauda que
ensordece los sentidos.
Llueve adentro de mí
y es otra lluvia,
son las palabras de
tu presencia que no miro.
Mirada que no
escucho,
murmullo que no toco,
el ruido quemadura en
la tormenta de mi cuerpo:
presencia de tu
ausencia en mis oídos.
Qué será de los
nosotros
que ya nunca volverán
a ser un árbol en el abrazo.
Qué será de nuestros
cuerpos sin nombre,
de los cuerpos que
perdieron el camino de la carne,
arrancados del abrazo
que era un árbol.
Pero cómo decirle a
la sangre que olvide
sus recuerdos hechos
de tierra,
cómo pedirle que
regrese
impasible a la
corriente nocturna,
cómo hacer callar su
sonido.
Qué habrá del otro
lado de la vida
si es un sueño,
qué habrá del otro
lado, vivo sueño.
Que habrá si ya no
hay nadie cuando sueño,
sólo este cansancio
sin orillas.
Se quiere saltar al
otro lado del insomnio,
más allá de la pura
incertidumbre
al vacío del sosiego.
Llueve en mí toda tu
ausencia,
que deje de arder
este silencio,
este verbo
pronunciado con las manos
que dio azarosamente
en lo negro de tu blanco
sin saber que eras el
arco y la mirada,
sin saber que eras el
blanco, y yo y mis flechas
apenas el pretexto
para darte
un abrazo en el
centro del silencio,
flecha lanzada al
espacio
donde el azar te puso
enfrente.
Saltar al otro lado,
hacia el sueño.
Saltar sobre la
orilla del insomnio,
donde el ojo ya no
mira, sólo sueña.
Un saltar al vacío
del sosiego
y es tan alto,
tan alta la negra
incertidumbre del insomne.
Golpear la mano el
hombro contra el muro del desvelo,
golpear con la
cabeza, irse de bruces: duele así.
Mis manos anidan en
la mesa,
palomas en el árbol
de mi cuerpo.
Quise verte con las
manos, y en el sueño
el agua de tu
ausencia me llenó de sensaciones y de insomnio.
Los recuerdos son mis
ojos,
sólidos y formes en
las ramas del desvelo,
en el águila ceniza
de mis manos,
en la carne y la
vigilia.
Sentado a la mesa
miro el mundo;
mis ojos se cierran
pero miran, intensamente miran.
Tendrá que caer
alguna vez la pesadilla,
por fin y hasta
cuándo esta vigilia sin sosiego.
Pasar al orden diurno
pero cómo;
no hay cómo ni hasta
cuándo en el cansancio.
Tú y yo nacidos del
silencio,
y afuera el ruido
sordo de los hombres
en su andar por los
zaguanes de la vida,
de esa noche lateral
donde comparten
el suave murmullo de
existir.
Mujer y hombre.
Todo lo de afuera
haciendo ruido,
un ruido sordo,
y adentro
estas palabras
que son manos que son
ojos que son bocas.
La luz oscuramente
sobrevino
de un juego de
preguntas o de un sueño,
preguntas que eran
flechas y la duda de esta vida
sirviendo de carcaj y
cuál destino.
Ese fue un nuevo
principio
en este andar por
donde nada tiene inicio,
preguntas que eran
hilos, o un bordado del tapete
donde habremos sido
somos seremos fuimos, y tú y yo
éramos un verbo nunca
dicho.
Jugamos a encarnar el
silencio
sumergidos en un
verbo impronunciado
o en el dátil azul de
la llama en nuestras bocas.
Ahora llueve en mí y
es otra lluvia,
agua de preguntas que
son flechas
en el gran carcaj sin
forma de la vida.
Siempre la pregunta,
la misma
que juega a ser
distinta para hacer un nuevo puente
donde Adán cruce con
Eva hacia la luz sin las palabras.
Ahora es otra lluvia.
La vigilia.
Ya no es el portal
que prometía el paraíso,
ya no es el silencio
que ensordece los sentidos,
es un grito y es tu ausencia
en el aullido,
es la voz de mis
manos en los ojos que no escuchan,
es el barco de la
niebla que te toca en mi memoria,
agua del insomnio,
luz de lo perdido,
lejos del árbol de la
sangre,
lejos del impulso
hacia la noche.
Este silencio no es
el paraíso, ya no puede ser el paraíso.
Sólo es el recuerdo.
Tú y yo son los
recuerdos en la proa despostillada de la vida,
que navega en mí tan
dolorosamente cerca del naufragio.
Tú y yo serán la
espuma en el recuerdo de nosotros,
arrancados del abrazo
que era un árbol y era nuestro.
Ya no cruzaremos
ningún puente
—sólo el de la lluvia
que es olvido.
Llueve en mí toda tu
ausencia,
que deje de arder
este silencio.
Llueve adentro de mí.
Ya no me lluevas.
Tú y yo son un
recuerdo sin nosotros.
No hay cómo decirle a
la sangre que olvide
sus recuerdos hechos
de tierra,
no hay cómo pedirle
que regrese
impasible a la
corriente nocturna,
no hay cómo hacer
callar su sonido.
No habrá resurrección
de los sentidos sin el sueño,
no habrá resurrección
en la vigilia.
No hay otro despertar
para el insomne,
sólo esta realidad de
vivo sueño.
Un salto al otro lado
no es posible,
su altura inmaterial
es el quebranto de la vida,
y todo el orden
diurno tan pequeño.
Golpear con el
insomnio los recuerdos,
golpear la
incertidumbre con los sueños,
golpear, irse de
bruces:
Ya no llueve.
Ahora es la tormenta
en el estanque,
ahora es la vida
cotidiana,
raudal que lleva a
Nunca y se acumula,
que no fluye;
agua inmóvil.
Nada nos lloverá
fuera del sueño,
acaso porque estamos
siempre a medias en el puente,
siempre solos y a
medias en la ausencia.
Ya despierta.
Hay un ruido sordo en
la vigilia,
agua que no fluye:
las tijeras
con que el mundo nos
apaga,
nos corta los
testículos, nos ponte de pie,
nos levántate. Y
despierta.
Despertar es otra
forma de humillar el paraíso.
Ya despierta.
Salte de la lluvia,
de esa borrachera de
palabras que son flechas
en la parda oscuridad
que lleva a Nunca;
palabras que son todo
cómo cuánto
que son nunca ya el
torrente que ensordece los sentidos,
que son lo que no
son,
el silencio,
esta espuma,
inmersión en las
aguas de un lenguaje sin orillas.
Levántate y
anda —el silencio se ha ido—;
son los pozos de aire
lo que escuchas,
el sentido figurado
del recuerdo.
Es el pozo y es el
túnel —no es la lluvia.
Es la vida cotidiana,
tormenta en el estanque,
agua rauda que
ensordece y es olvido:
la vigilia.
Salte ya de este
silencio.
Despierta.
Abandona esta lluvia
de palabras
de metáforas de
flechas que es un sueño,
que es un puente
donde Adán nada con Eva;
donde nada y esta
espuma del insomnio,
donde qué si ya se
han ido el paraíso y la mirada.
Ya despierta.
Nada lloverá salvo
silencio.
Despierta, hermano
Asno,
las tijeras aguardan.
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