EN EL BORDE
Para Juan Cristóbal y Marta Lilia
Tropieza el bastón y
da de lleno
contra un poste de
luz en la vereda.
Estampadas en la
vara, emblemáticas figuras
han ganado asperezas
con el tiempo;
la máscara del Santo,
renegrida de raspones,
sonríe con dos bocas
y tres ojos,
el semblante piadoso
de la virgen
es apenas una nube
percudida
sobre el místico
manto que la cubre.
Una mano de piel
trémula y marchita
repasa el soporte con
esmero,
uñas nacaradas y
macizas perseveran
a lo largo del cayado
en hendiduras.
El cuerpo del ciego
es un bulto fastidiado
por dobleces de
huesos y desdichas,
el rostro es una
cáscara sedienta y en los ojos
—tierra yerma en
simulacro de mirada—
un mástil de mercurio
por pupila,
y toda la dureza del
cobalto en la membrana.
Del poste a la tienda
hay un abismo;
puertas sospechadas
que se abren o se cierran
al compás de pisadas
presurosas
son para el ciego
señales de trayecto
(o un fantasma del
paisaje presentido),
también el aroma de
las flores en el atrio,
el hábito de un aire
denso y frío,
crepitar de fritangas
en comales y el bordillo
poblado de vendimias
ambulantes.
Voces de la gente en
la banqueta, los zapatos,
siempre más suela en
ajetreo que presencias,
delatan los humores
de las almas que los llevan.
El bastón autoriza un
nuevo paso,
avanza sin premura
hacia una esquina,
la esquina siempre
idéntica, la esquina
que dobla y nunca
trae un nuevo día.
Los ojos examinan el
azogue de la tarde,
escuchan el ladrido
de los perros,
ven la risa
vocinglera de los niños y el espacio
donde el ciego busca
asirse con las manos.
La ciudad son cuatro
aceras y una cuadra,
calles invisibles que
resuenan y un murmullo
que parece no cesar a
la distancia.
Para Juan García Ponce
Los trazos de una
mano transfiguran
el lienzo donde surge
un nuevo otoño;
la noche, fecundada
por la tierra,
es luz que enciende
imágenes de paja,
al frente en las
colinas un sendero
se pierde en una
aldea (o es un sueño),
colmena de la gente
donde el ojo
escucha los murmullos
de la feria.
La luna es un ensalmo
en las alturas,
el canto de los
grillos es distante,
el mar no tiene
orillas, y el oleaje
se incendia en el
acrílico y el óleo.
Al fondo un bosque de
águilas en vuelo
esculpe una montaña
entre las nubes,
del cielo cuesta
abajo van las sombras
en graves procesiones
funerarias,
del río a la arboleda
dos muchachas
arden entre barnices
cimarrones,
son alba o son
espectros bulliciosos,
presencias
intocables, mas presencias.
RÍO SUBTERRÁNEO
Para Felisa Leonora
Los tractores se
mecen, ya péndulo, ya viento,
un metálico galeón de
moderada envergadura
navega los trigales
de un villorrio mortecino,
y una mocosuela
ensimismada
camina en el
barbecho, desnuda de palabras,
perdida en los
demonios de la muerte;
la niña contempla en
el silencio
los ríos subterráneos
que la ahogan,
qué alivio siente
cuando el agua de la
vida no la quema,
se adentra en el río,
se vuelve de viento,
se obsequia a la
calma que un sueño le ofrece
y va muerta,
de muchas tardes
muerta,
agua adentro que se
mece, ya péndulo, ya viento.
de El cántaro de fuego (1988-1992)
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