jueves, 1 de diciembre de 2016

Arte, inspiración y talento


por Cosme Álvarez
(poeta mexicano)

                    



[después de que escribí el poema «Machíria»]

Varezal. Óleo
Ya casi no sé, ni me importa, hablar del escritor de libros, ni de las circunstancias biográficas que tal vez lo llevaron a escribir una determinada obra, tampoco me atrae la idea de referirme a los títulos que ha publicado. Prefiero pensar en su rarísima actividad (que se centra en la existencia misma), en la vida que el escritor quiere mostrar, también en aquello que lo empuja a escribir, en los atributos del espíritu que la gente llama talento, inspiración, impulso creador.

El acierto de una novela, de un cuento, de un guion de cine —y no sé si incluir al poema— depende en gran medida del punto de vista con el que el autor ofrece al lector razonamientos y entendimientos del hombre y del mundo. ¿Cómo dar con el punto de vista correcto, no viciado, cierto para la historia que se quiere comunicar una vez entendido lo que va a decirse? Suponemos que en este paraje brumoso del quehacer artístico intervienen los fenómenos que llamamos inspiración y talento. Pero habrá que irnos con calma. Posiblemente los malos momentos del arte se encuentren siempre en la debilidad del artista que antepuso a la obra su propia opinión. En otra parte ya he dicho que el arte no opina, muestra.

El escritor plantea un laberinto o un misterio en su libro. No se trata de una técnica innovadora, no es la esmerada construcción de una trama sobre la que se mueven los personajes, ni la habilidad con la que trabaja en su oficio, es el impulso sin nombre que trae a la existencia el misterio de la vida. Ese misterio —que el artista desentraña y muestra con cierto orden— se halla en lo que de central tienen las cuartillas que el autor entrega a la imprenta. ¿Qué dicen esas páginas? No es que el lector carezca del entendimiento sutil y penetrante que el tema del libro reclama, quizá sea la falta de atención, o mejor, la falta de interés en el misterio que inesperadamente se le presenta por medio de un lenguaje de percepciones y símbolos —eso que el poema consigue siendo la voz de la mirada—, y cuyo probable centro de gravitación se sitúa en la zona inexplorada de una posibilidad de existencia —algo así como un volcán latente, que el lector, lo mismo que el escritor, a veces presienten como parte de su ser.

Al final de cuentas, cada ser humano es un expedicionista en los senderos sin mapa de la vida. El escritor sigue la huella bajo los ríos que anegan el caserío del espíritu. En esta geografía no hay verdades a buscar, el territorio que se explora es el hombre mismo, y la creíble verdad que expresa el libro es la presencia del espíritu humano en la tierra —en sus actos. Al arte no le importa la agudeza de los ojos sino el acto de mirar.

Varezl. Óleo
Conforme el hombre crece los ojos se contaminan de experiencia y al final sólo ven fantasmas. No sirve de nada que el artista, en ausencia del impulso creador, analice o dé opiniones. Buscar el bosque es salir del bosque. Para los árboles no hay bosque. En momentos así el escritor —o sólo cierta clase de artistas— se atiene a observar la actividad de la mente que escribe, y, si tiene suerte, comprende las razones que lo llevan como escritor a hacer lo que hace.

El talento tiene relación con un orden (o con un desorden) implícito en el alma del artista, del que probablemente ni él mismo es consciente. En la existencia de ese orden está la base del talento —también la base de la ausencia de talento—. Es por ese orden que parece cuestionable la inspiración artística, al menos no como algo que le llegue al artista desde afuera. El talento y la inspiración surgen a la existencia por obra de una armonía —un solo orden— no buscada conscientemente (buscar el bosque es salir del bosque); es ese mismo orden el que se halla contenido en la palabra arte (ars), y señala que, tras haber estado presente, cada cosa ha sido puesta en su lugar. De ahí que generalmente el lector advierta en lo leído una coherencia que muy rara vez encuentra en la realidad o en su propia vida. Y no es exagerado decir que el escritor tampoco sabe qué ha ocurrido. Lo único que tiene claro, si piensa en ello, es que se atuvo a ir tras la huella, y entregó toda su energía a mostrar lo que estuvo ahí, quizá sólo para él.

La palabra arte surgió a la existencia para nombrar la posibilidad de mirar coherentemente al hombre y al mundo, para revelar lo que está ahí por sí mismo, sin alguien o algo externo que lo sitúe. El orden contenido en el vocablo ars alude a mirar la cosa como es (res: cosa, realidad), no a la voluntad de imponer una opinión, una idea, o cualquier disonancia llegada desde afuera. El talento, así, es la capacidad de mantenerse alerta a lo que ya está en armonía, y la inspiración es el discernimiento no dirigido de ese hallazgo.

El artista es un expedicionario, su virtud no es buscar, pues el hecho de buscar implica tener noción de lo buscado; lo que hace es proveer al mundo las pinceladas de sus hallazgos durante el trayecto. Por alguna razón la palabra poesía se inventó para nombrar a la sensación del impulso creador que algunas cuantas personas presienten como parte de su ser. Poe significa acción creadora, y la palabra poesía alude al acto creador en sí mismo. De manera que el término poeta es equívoco, pues ¿cómo podría la conciencia del poeta conocer lo increado? Desde luego que el impulso, la tentación hacia lo nuevo y no conocido puede ser real, pero, visto con claridad desde cualquier ángulo, ese impulso queda estacionado en los límites de la tentación. Posiblemente el concepto «creación artística» sólo sea una idea —en el mismo sentido en que los hombres llaman amor, o dios, a la pura idea que se han formado de ello a partir de sensaciones.

El impulso creador del artista es real, sincero, cierto, pero ¿cómo podría ser un acto de voluntad —en tanto que la «creación» es lo nuevo, el aroma desconocido? La voluntad puede ir únicamente en dirección a lo que ya conoce; cree buscar a dios, al amor, a la verdad, pero ¿cómo podría dar con ello, si al desconocerlo no sabe cómo es ni qué es? Entonces se inventa una idea acerca de dios, el amor, la verdad, y a partir de ahí, artista o no, el hombre persigue una sombra que sólo es la imagen de sí mismo.

El impulso mueve al artista a ir más allá de la idea, pero de ahí a que esa persona sea por sí misma creadora hay una distancia y una medida —aun cuando se trate del poeta más sublime—; la idea punza al escritor, pero las palabras, imágenes y símbolos del arte apenas alcanzan a rozar lo real en lo que el autor trasmite. Habrá que agregar a esto que el artista por sí mismo sólo es capaz de «crear» a partir de las limitadas cosas que conoce: temores, frustraciones, alegrías, anhelos, percepciones, experiencias, vida llana o exaltada —y todas las otras sensaciones que comparte con el resto de los hombres—, que no son suyas propiamente, pero que ha aprendido a expresar de un modo que los demás no han aprendido, o sencillamente no pueden hacerlo. Si el artista, para «crear», parte casi siempre de la sombra, de la idea, de la imagen previa, ¿cómo podría surgir así el aroma nuevo de la flor vieja?

Hemos supuesto que el impulso que mueve al artista es real; eso no significa que el salto lo lleve a alguna parte. Si tiene suerte no llegará a ninguna parte, y si de verdad es un artista, quedará en medio de lo desconocido. Por su significado, el artista no surge de la flor vieja, no es alguien que sale en busca del arte, del bosque, del orden, sino que lo percibe sin un solo movimiento de la voluntad. La poesía es un estado del ser.

Café Moheli, Coyoacán
Invierno de 2014


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