Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)
(poeta mexicano)
El caso de la poeta Lillian van den Broeck me recuerda,
toda proporción guardada, el de Katherine Ann Porter. Pero a diferencia de la
estadounidense, Lillian decidió adoptarnos como su patria, y, con ello,
enriquecer nuestra literatura con su obra, en vez de hablar como un testigo que
puede irse cuando quiera. Irremediablemente es nuestra, y deberíamos prestarle
más atención. Nacida en Austin, Texas, en 1954, una ciudad muy poco propicia y
favorable para un espíritu como el suyo, de origen neerlandés, su poesía da
cuenta tanto del trayecto espiritual que la trajo hasta nosotros, tanto como de
su origen multicultural y multilingüístico.
La ruta interior que llevó a Lillian a adoptarnos
empieza, naturalmente, como no podía ser de otra manera, con el lenguaje. Nada
define mejor a un poeta, a su mundo interior, como el lenguaje. No basta con
hablar la lengua local, debe estar en el alma y en los sueños con la naturalidad
de lo que es propio. Algo que dice mucho del lenguaje es su capacidad de juego,
su polisemia. Esto lo entendió muy bien desde su primer libro, que en un
revelador juego semántico tituló Estado
de anónimo (1994), en un conjunción entre el “ánimo”, la “anomia” y el
estar encubierto, de incógnito, sin nombre. Este hábil juego de palabras no
tiene, no tuvo en ella, empero, nada de juguetón. Es la declaración de
principios, la poética personal de alguien que ejerce una lucha cuyos frutos
nos corresponde aquilatar, y cuyos ecos son aún hoy más poderosos que cuando el
libro apareció por vez primera. Quizá sea llevar demasiado lejos la
comparación, pero podría decirse que la suya es casi una mirada sociológica, si
no fuera porque ella es una poeta, y no alguien que estudia la realidad social
ni intenta explicarla.
El estado de anonimato al que se refiere el libro, con
sus ramificaciones hacia la anomia, a un estado de ánimo anómalo, de incógnito,
sin nombre, es aquel de alguien que tiene que conquistar su sitio en el mundo
por partida doble: por ser mujer en un mundo dominado por varones que sólo
saben reconocerse entre sí, por un lado; por ser extranjera y obtener el
reconocimiento de nativa que le es negado a alguien con un apellido del todo
foráneo, por otro; y finalmente, en un tercer e ineludible espacio, el de
conquistar el lenguaje que los naturales usan y dan, o damos, por sentado. Es
en ese triple movimiento que ese libro, el cual pasó casi desapercibido en su
momento, adquiere una connotación que se ha ido construyendo con el paso del
tiempo y que, como en toda apuesta semántica, en toda búsqueda de sentido,
también es construcción social, es decir: necesita de nosotros para cumplirse.
Estado
de anónimo es, en efecto, un libro anómalo, una anomia en nuestra
poesía escrita por mujeres, desde el momento en que elige para sí el anonimato,
o más bien un sitio discreto, alejado de los reflectores; como quien,
encubierto, desea observar lo que sucede a su alrededor sin llamar la atención
–de allí que pueda llamarse a la suya una mirada sociológica. Quizá referirse a
él ahora sea violentar esa decisión de permanecer a ras de suelo. Pero es
necesario llamar la atención sobre él, o sobre su escritura, sobre su autora.
Durante años no supe cómo hacerlo, pues se trata de un
libro que siempre me impuso, y de alguna manera me intimidó. Asomarse a sus
páginas fue para mí como el acto indeseable de un voyeur, de acudir a algo que debería mantenerse custodiado por su
fragilidad y belleza. La constante lectura y un fervor ineludible me hicieron
vencer, finalmente, mis reticencias. Estado
de anónimo es un libro, por momentos, desconcertante, no por su oscuridad o
su complejidad, sino por lo contrario. Por su deslumbrante desnudez, por su
desafiante sencillez. Compuesto de poemas breves, a veces casi aforismos,
desprovisto por completo de adjetivos o eso que técnicamente se llama epíteto
creador, es decir esa adjetivación poética que modifica de manera radical al
sustantivo, otorgándole una cualidad reveladora, altamente imaginativa, es sin
embargo una proeza lingüística de un rigor insobornable, detrás del cual se
encuentra una poderosa ética frente al mundo.
En su escritura se puede observar un amor por las
palabras inusual, un empeño por desnudarlas de cualquier elemento superfluo, por
permitir que brillen como si acabasen de salir del crisol del lenguaje. Es casi
una invitación a verlo y a leerlo, al lenguaje, primigenio, incontaminado. Me
recuerda esa desnudez y sobriedad que hay en Paul Celan, pero sobre todo en
Ingeborg Bachman, dos poetas que se amaron profundamente y que mantuvieron una
relación intelectual tanto como afectiva admirable, y que en su escritura e
intereses literarios dieron cátedra en cuanto al uso del lenguaje. Allí podría
decirse que radica su fuerza y su originalidad: un ejercicio de desmontaje del
lenguaje y sus cadenas, de sus rutinas y sedimentos, para decirlo con un lenguaje
erudito o académico, inusual entre nosotros.
Las imágenes del libro empiezan a formarse en la mente
del lector después de hecha la lectura, como si hubiera asistido a los sueños
de alguien más, tal vez los suyos propios. Es como si una bruma inundase de
repente la memoria y algo difuso emergiese de ella. Así, se recuerdan las
imágenes en recámaras desordenadas, en hoteles de paso, en el balcón de algún
edificio, la fragilidad del amor y las palabras, la desnudez no sólo corporal,
apenas cubierta por las sábanas, sino del lenguaje, del alma que se asoma
detrás de las palabras. Uno siente casi un pudor de asomarse a ese mundo
anómalo y al mismo tiempo anónimo, como si uno fuese el responsable de esa
sensación de abandono y desamparo flotando en el aire. Y eso es porque en
cierta medida, así es.
Estado
de anónimo es un libro representativo no sólo de este cuidado extremo
hacia el lenguaje, hacia las palabras, sino también del estado que la mujer,
todavía en aquellos días, no tan lejanos, y en los actuales, tiene en esta
sociedad machista en que vivimos. Es también representativo de esa lucha que
Lillian ha enfrentado, quizá desde una posición casi callada, secreta, de quien
tenía y tiene que justificar su ser, su estar aquí, diría Michel Maffesoli, en
una sociedad de varones.
En un poema, “Me toca a mí decirlo”, escribe algo que
podría ser el motto de todas las
mujeres entre nosotros: “Detrás de un gran hombre hay una gran mujer/ detrás de
una gran mujer no hay nadie”. Podría considerarse este breve poema como su
auténtica declaración de principios, el reflejo de ese esfuerzo en el que la
mujer tiene que construir su propia identidad sin necesidad o deseo de recurrir
a nadie. Y este no recurrir a nadie se puede ver desde otra perspectiva,
también literaria, que hace de este libro algo poco usual entre nosotros: no
tiene un solo epígrafe ni dedicatoria a ningún escritor, como si pidiese sólo ser por sí mismo, sin deberle nada a
nadie. Exactamente lo mismo hará en su siguiente libro, Me lleva el tren.
En otro poema titulado “Voluntad” de la sección que da
título al libro, de manera casi irónica, describe ese ninguneo que la mujer
recibe entre nosotros prácticamente a diario: “Me llamé por teléfono/ y sonó
ocupado”. La imposibilidad del diálogo, del reconocimiento ante el mundo del
varón, que quiere siempre las puertas abiertas para hacer su voluntad,
encuentra aquí una expresión tan simple y llana que resulta conmovedora. Frente
a este poema, en contrapágina, aparece otro, que se titula simplemente “Yo”, y
que podría ser la contraparte, la otra cara de la moneda de éste: “Era tan
incrédulo/ que no era cierto”. Muchos de los poemas de este libro aparecen de
esa manera, como imágenes especulares uno de otro, como en un diálogo interior
surgido de una imperiosa necesidad de ser escuchada.
En la primera sección del libro, Lillian concibe un grupo
de poemas en donde esta raíz multilingüe se ve con mayor precisión, en una
escritura casi expresionista, y a través de la cual, en ocasiones eliminando
casi todo conector gramatical lógico, usa el lenguaje con una precisión casi
quirúrgica para entregarnos imágenes y textos de una honda repercusión
estética. Tal es el caso de uno de los poemas más notables del libro, inspirado
en la escritura en espiral de los mayas, “Kunish ajau”, tal vez el más depurado
ejemplo del arte lírico de la poeta, en un denso y profundo poema a la Creación,
al amor, al reconocimiento y la libertad conjugados en versos impecables,
despojados de todo elemento retórico:
Un barro muerto
el mirar del barro muerto
yo lo he hecho
yo lo soy
alguna vez vi a mi creador
el contacto de sus manos
sobre mi masa fresca
me moldeaban hasta adquirir
definitiva
perpetua forma
fue doloroso endurecer
jamás volver a ver al artesano
Kunish ajau
una deidad de fuego
repetida a sus costados
cara de dios sol
con penacho de pájaro que no vuela
mascarón decorativo de templo maya
pedazo de orilla
extracto de ayer puesto hoy
Soy cierta ente el sol
revuelta ante el asombro de su boca
con la misma carencia de mirada
Reposo sobre aire y agua
quédate allí de ese lado
donde no te toque
“Kunish ajau” es un poema digno de cualquier antología
por su pulcra y cuidadosa construcción, no sólo verbal, sino espacial, por la
manera en que está dispuesto sobre la página, como si fuera un reflejo de ese
mundo perdido de los mayas, sus jardines y palacios, su escritura saliendo del
vacío, creciendo hacia la vista de quien lo lee. Es una pequeña obra maestra. Pero
es mucho más que eso. Si se me permite decirlo, es casi un autorretrato cubista
de la propia poeta, un ejercicio literario en que Lillian se conecta con la
tradición de la poesía moderna, pero bajo sus propios términos.
No menos exquisitos y complejos lo son los dos poemas
con que abre el libro: “Fumamos” y “Casas”, que recuerdan el rigor de la poesía
de Ingeborg Bachman. Son poemas que se mueven de manera hiperespacial, y que
sutilmente recuerdan “La estancia doble” de Baudelaire, y del cual
probablemente sean dignos herederos. Lillian revitaliza el procedimiento
baudelaireano de las dos realidades en un mismo poema. “Casas” dice:
La casa está vacía y sola,
conmigo dentro, lo recuerdo,
bebo vino con ella,
brindo con sus ventanas,
cristal contra cristal,
y nos quedamos calladas
como somos las casas todas,
silenciosas de nosotras mismas,
con nuestras puertas,
ventanas y escaleras,
haya luz o no.
La doble metáfora de soledad y autosuficiencia, la
imagen de la mujer callada pero independiente, que no requiere ni busca del
reconocimiento del varón, se halla a lo largo del libro casi como un mantra. Y
como un espejo de aquel dístico ya citado de la mujer valiosa que no tiene a
nadie detrás, Lillian escribe un notable poema, “Fusión”, que es casi su imagen
especular:
Has atravesado la piel que me cubre la carne,
te has metido hasta los huesos,
andas allí dentro,
bajas los pies, subes,
das vuelta en los hombros,
pasas por los brazos,
tomo la pluma cuando llegas a mis manos.
Mira cómo te tengo,
cómo mi cuerpo es tuyo,
te paseas en mi garganta,
rondas mi boca, te trago,
juegas a escapar por mis fosas nasales
te inhalo, lo permites,
aprovechas el momento,
te escabulles de mis ojos,
te oigo en mis oídos,
todo entero, capturado,
adherido a mi cerebro,
a mis vísceras, allí estás,
somos aquí poderosos,
lo logramos todo,
no necesito abrir las piernas
para sentir tu permanencia.
Se trata de un poema de gran calado, por su expresión
decantada, prácticamente sin adjetivos. Allí está una de las claves que lo
vuelven una proeza literaria, pero también la visión ética que recorre todas
sus páginas. Esa declaración de principios mencionada es también una ética que
abarca lo social y lo estético en una expresión que al eliminar la adjetivación,
busca suprimir los juicios y prejuicios, y colocarnos en un tiempo cero, nuevo,
de igualdad y hermandad. Allí se encuentra la radicalidad de su ética, la ética
de una mujer que no recurre sino al principio lógico de la equidad, más allá de
cualquier discurso social. La poesía por delante, como luz que ilumine y haga
visible, y posible, lo invisible e imposible.
Lo verdaderamente peculiar de las múltiples
manifestaciones líricas de este libro es que Lillian no las expresa con
amargura, con desazón, sino con un sentido de la ironía digno de aplauso y
reconocimiento. No es, en tal sentido, un libro escrito desde una ideología
feminista, o, como dicen varones como Harold Bloom y sus seguidores, que suelen
leerlo acríticamente, desde la “estética del resentimiento”. No hay en sus
poemas un sentido de crítica directa hacia el varón. Hay, más bien, un deseo
tácito, y a veces no tanto, de reconocimiento, de autonomía, de convivencia
real, de llevar la poesía hacia el mundo de lo real, donde vivir se construye juntos,
y no en estado de segregación, de guetos construidos artificialmente. O para
decirlo con el título del libro mismo, no en un estado de anomia, de ánimo
anómalo, sino de reconocimiento.
En este sentido, Estado
de anónimo es un diario íntimo que nos muestra cómo Lillian van den Broeck
se vuelve y es Lillian van den Broeck,
cómo decide ser ella, sin pedir permiso. De allí proviene ese sentido de pudor
al que me he referido. El extremo cuidado en el manejo del lenguaje por su
parte revela algo que va ligado a ese estado de anónimo, esa anomia ya
mencionada: Lillian no da por sentado el sentido de las palabras, no las usa
como si fuera un material ya dado; se aproxima a ellas con un profundo sentido
reverencial y les da un brillo y uso que las dignifica, dignificando al mismo
tiempo su propia escritura. No hay un solo exceso, no hay un deseo deliberado
por crear imágenes o metáforas novedosas, por deslumbrar con un uso
virtuosístico de las palabras. Por el contrario, hay siempre contención,
sobriedad absoluta, como si sólo bastasen ellas para lograr el proceso de
deslumbramiento. Como si estuviesen, las palabras en ella, en Lillian, al borde
siempre del silencio. Eso sólo lo puede hacer alguien que tiene que apropiarse
y hacerse de esa herramienta, el lenguaje, que los demás usan/usamos de manera
un tanto inconsciente, sin sopesar el peso de cada palabra. Pero eso es lo que
hace Lillian en este libro. Estado de
anónimo es también, entonces, el testimonio y el fruto de esa apropiación,
de ese amor de quien descubre su poder expresivo. Un amoroso homenaje a la
lengua que todos hablamos, y que nos recuerda con su absoluta desnudez y
sobriedad su riqueza y potencial.
Los poemas del libro me recuerdan, por su actitud y
escritura, casi minimalista, el arte de otro autor cuyo deseo formal fue el de
desaparecer de su obra y que la percepción sobre su trabajo fuese tan natural
como la de encontrarse en una sala o un sillón: Erik Satie. En efecto, los
poemas de este libro producen en el lector un estado anómalo: el de sentir que
no se ha leído nada, que la escritura está tan desprovista de artificios y de
retórica, de adjetivaciones inútiles, que es como si se hubiera escuchado
inadvertida e involuntariamente una conversación aledaña. La extrema brevedad
de muchos, apenas una línea o dos, como al desgaire, son como mariposas que al
abrir la página estuvieran a punto de alzar el vuelo y dejarla de una vez por
todas en blanco. Como si no hubieran sido escritos aún. Como si apareciesen en
un tiempo previo a su propia aparición. Como el milagro verbal que son, pues. Permanecer
en el anonimato, al resguardo de la mirada de todos, casi al borde del
silencio, o del callar, en un estado de total anomia, fue la apuesta de Lillian
van den Broeck en aquel libro. Pero ese estado anómalo, ajeno a las exigencias
del mundo actual, tiene un fundamento ético, como lo hemos señalado. Quizá por
eso sorprende la cantidad de veces, no demasiadas, ciertamente, en que en su
poesía aparecen niños. Acaso porque es a través de esa mirada niña (“La voz
bajita de los niños” dice en una feliz línea) que ella desea que el mundo sea
visto, experimentado, ajeno a las coerciones de la vida social adulta.
¿A dónde conduce semejante propuesta ética-estética?
Tal vez al viaje. Y eso es lo que propone su siguiente librito, aparecido, casi
en secreto, veinte años después, tan poderoso y deslumbrante como aquél, y en
el que el juego semántico vuelve a aparecer en el título: Me lleva el tren (2013). Expresión típicamente mexicana de la
maldición disfrazada, cuando algo no resulta como se esperaba, así como literal
de quien viaja hacia no sabemos dónde. La edición del libro, casi como la
propuesta de la autora, es otra feliz coincidencia entre la elección del
formato y su contenido. Hecho en un formato casi de bolsillo, el libro cuenta
con grandes espacios en cada hoja, merced a esa escritura de enorme brevedad,
como si fuese un cuaderno para que el lector-viajero tome un tren sin
preocuparse por su itinerario y pueda hacer marcas en los márgenes y en los
espacios, en lo que parece una invitación para poner timbres, hacer anotaciones
mientras el viaje transcurre e interactuar con los paisajes que el libro le
propone tanto como los que pueda hallarse en el viaje. Es, en efecto, una
invitación al viaje. ¿Pero a cuál?
Me lleva
el tren comparte con su precedente el tono íntimo de desnudez
adjetival tanto como algunas huellas, quizá menos evidentes, de su origen
multicultural así como multilingüístico, como en un poema donde se lee: “Aún
con los ojos fríos/ el vestido negro/ las medias rotas/ recorro la distancia”,
y en el cual es casi ineludible preguntarse si no es un eco literal del “I go
the distance”, cuya traducción sería “voy hasta el final”, “hasta las últimas
consecuencias”. Algo similar a lo que se detecta en un verso como “Hoy me
transcurso en la calle”, el cual contrasta con expresiones tan típicamente
mexicanas como “Así la vamos pasando”. Pero quizá donde mejor se puede observar
esa colindancia bilingüística sea cuando escribe: “No sé si hablarte de tú, si
hablarte de yo”, como si se tratase de una traducción hecha deliberadamente con
el fin de vaciar el sentido esperado, como si con ese juego lingüístico Lillian
nos recordase esas indeterminaciones del lenguaje hablado que nunca abandonan
el habla cotidiana, sobre la cual está fundada su propia escritura. Pero al
mostrárnoslas –las indeterminaciones– hace algo más. Nos muestra esa falta de
entendimiento a la que, al parecer, estamos condenados. La convivencia entre
las dos lenguas maternas de la poeta es evidente, y así también la visión que
este mundo bifronte le ofrece, con sus múltiples recursos lingüísticos.
Dividido en dos apartados, y escrito en poemas breves,
de gran intensidad, el librito, de no más de 60 páginas, muestra a la poeta en
pleno dominio de sus recursos líricos. La primera parte, “Las lunas de tus
ojos”, consta de treinta poemas, sin título, con excepción del sexto, titulado
“Nocturno”; con apenas 37 adjetivos, poco más de uno por poema, muchos de los
cuales no tienen uno solo. La segunda, “Cuando se tuerce el camino”, consta de
18 poemas, todos con título, y apenas 21 adjetivos. Empero, ninguno de ellos
denota un deseo de crear una visión adjetivada, metaforizada, de la realidad.
Exactamente como ocurre con su libro precedente, la sensación en el lector es
la de no haber adjetivos, una desnudez expresiva y una economía de medios
absolutamente admirables.
La primera parte, por su brevedad, y por la cantidad de
poemas, parecería ser el cuaderno de escritura de un brevísimo diario, escrito
a lo largo de un mes, un mes que podría llamarse, perfectamente, “Lillian”. Se
trata de un solo poema, concebido en treinta breves estancias, como una suite
musical barroca, y que es la invitación al viaje, al que la autora ha realizado
tanto como al que el lector hará. El procedimiento de la doble estancia
encuentra en este libro una de sus expresiones más logradas y complejas, en
versos de una intensidad y belleza consumadas.
Este cuaderno de viaje, este diario íntimo, en el mejor
sentido baudelaireano, es, si se quiere verlo así, la conclusión lógica del
anterior libro, de la visión ética del mundo propuesto por la autora, el cual
también es casi un diario íntimo. Exploración del lenguaje mismo, expresión de
un anhelo vital, las dos secciones del libro ofrecen una línea poética en
plenitud y perfectamente organizada, y como su precedente, también dividido en
dos secciones, recuerdan las dos caras de una moneda, por esa forma en que
muchos poemas de una parte parecen hallar su correlato en la otra, como una
imagen especular complementaria.
Desde el primer poema aparece esa perspectiva satieiana
del anonimato, de no quedar a la vista de todos, de nuevo ese estado de anónimo
precedente: “Entre las comisuras de tus dedos/ de los callejones sin entrada/
de ventanas no construidas/ de las puertas/ me detiene el tacto/ la
posibilidad/ el disparate de lo permanente/ de ser la torre más alta, más
vista/ el puente macizo por donde cruzas/ con la ciudad en los ojos/ y la
luna”.
En el único poema de esta sección que lleva título,
“Nocturno”, escribe: “Los trenes dejaron esta huella atrás/ el río se fue sin
la piedra/ el otoño esculpió la última hoja muerta/ cuando el cerro perdió su
color// Cuántas veces se suicida el día// Ensayo de luto/ a pesar de los
cohetes, las luces de bengala/ hay vírgenes cautivas en la estrechez de sus
úteros”. Este procedimiento en la poesía de Lillian de jugar con la realidad
percibida a través de los espacios como reflejo de un estado de ánimo/anónimo
le sirve para dar a sus palabras y su discurso una doble dimensión frente a la
realidad lírica tanto como ética, sin dobleces ni separaciones: “No llegué/
Cayó un cometa frente a mí/ Una barricada de muertos impidieron/ el continuo
paso// No estoy aquí/ porque no lograron quitar la/ incandescente lápida/ de
este cómodo lecho”. La relación entre realidad perceptible y lenguaje, entre
estos dos orbes, que en Lillian son uno solo, encuentra uno de sus momentos más
logrados en un poema que dice: “Al decirme me defines/ Todavía me huelo/ Huele/
Aún sueño pesadilla:/ Hay una falla en la tierra/ que soporta esta casa/ sin
férula// Después llega el mar/ la desmorona la
cubre/ se la lleva/ (tú estás quieto/ callado)// La marea no regresa nada/ como
si todo se perdiera// Pero logro rescatar dos cascabeles/ y dos manos mojadas”.
El sutil paso del tiempo imperativo a la primera persona y después al neutral
de la tercera, para retornar a la primera persona, todas en singular; el
constante cambio de voz que lo atraviesa de manera inadvertida, casi fantasmal,
es una proeza de corte casi expresionista en este breve y aparentemente
sencillo poema, de una complejidad asombrosa.
La idea de soplo en la creación casi ex nihilo, de construcción y descripción
de lo que se escribe aparece inmediatamente después en un tríptico lírico
(números 12, 13 y 14) en el que la identidad, la memoria y la escritura se
funden y confunden en una construcción lírica de cuidada estructura.
En torno a esta conjugación de espacios y actos: el
amor y la lectura, la creación y la memoria, tanto como la creación de la
memoria, los espacios vividos y el viaje, el vacío y la plenitud, la identidad
y autonomía, la vida social y el reconocimiento, es que se mueve la escritura
de Lillian en este diario, el cual fluctúa como las curvas en un sendero no
prefijado, en la aventura de perderse y reencontrarse. Así lo expresa en el
poema 19: “Muero porque el río no es lago/ el tren no se detiene y el día se
quiere negro/ Porque no termino de mojarme las mangas/ ni registro fechas y soy
la apuesta/ de un jugador sin hipódromo//Me cimbro// ¡Ay, amante!, te digo como
si lo fueras/ no hay quién conjugue ausencia/ porque es un abismo como todos/
uno mismo”; en un pasaje del poema 22 escribe: “Entré a bailar sin ser
nombrada/ No estabas/ Hay noches cuando las piernas estorban tanto/ Las
descrucé”.
El tono casi onírico de estos apuntes, como entradas de
un diario sin destinatario ni fecha fija, tiene mucho de expresionista al mismo
tiempo que de impresionismo, como si el concepto estético per se fuera insuficiente para su clasificación en cajones
preestablecidos. La apariencia de escritura fragmentaria, casi privada, la
atmósfera enrarecida y difusa, indefinible o irreconocible con algún sitio
concreto, le otorgan ese carácter de jirones, que por momentos apunta casi al
aforismo, a una escritura cifrada o telegráfica.
En la segunda parte, “Cuando se tuerce el camino”,
Lillian apunta sus baterías no sólo al lenguaje, ya enrarecido de la parte
precedente, sino que nos ofrece algunos de sus más notables poemas, enraizados,
a diferencia de los de la sección precedente, en una geografía concreta y
específica: la de México. De nuevo, el juego de palabras no sólo hace
referencia al viaje en tren, que aparece mencionado en varios poemas, sino al
hecho concreto, típicamente mexicano, de “torcer” las cosas, de darles la
vuelta. Pero en ese juego, Lillian enfrenta ese torcer las cosas desde otra
perspectiva, o más bien, desde la misma que fundó desde su libro precedente:
desde una ética insobornable.
Se trata de una colección de dieciocho poemas de enorme
intensidad, algunos de ellos abiertamente magistrales, de una fuerza expresiva
conmovedora, devastadora en ocasiones. Como los primeros tres poemas de Estado de anónimo, aquí los tres
primeros son un crescendo de imágenes
y sensaciones de notable precisión. “No se mojan los pies” es una suerte de
anti o contra-oración de un nihilismo devastador, seguido de “Usted”, una
suerte de anti-canto o elegía a la memoria, cuyo final, igual que el
precedente, es de una precisión deslumbrante, y que comparados parecen la
imagen reflejada uno del otro. El primero concluye: “Yo no sabía qué callado es
el silencio”, mientras el segundo concluye: “No hay quien le diga que los
rumores son viento/ que nada se dirá y no recordaremos”. El tono del primero,
en oraciones que hablan de lo que se sabe pero se expresa casi legislativamente
con un “Yo no sabía…” como si se tratara de un rezo invertido escrito en una
neutral primera persona, contrasta con el segundo, dirigido a un destinatario
innominado. Tras una pausa interior, como un respiro antes de la demolición, el
poema “Ubicación”, desmonta la imagen del campo como si fuera una cabeza llena
de piojos, y el sitio donde se vive fuera una eterna construcción que nunca
tendrá fin y “huele a cripta”. Se trata de una deconstrucción, si se me permite
decirlo así, de la poesía pastoril, una suerte de anti-égloga, un retrato
invertido, casi dantesco, de lo bucólico. No se ha escrito un poema semejante
entre nosotros. E inmediatamente después, aparece el que me parece es el poema
más impresionante, más logrado del libro, y probablemente de su obra:
“Contenido”, el cual parece la imagen especular, casi un responso in eco lontano, diría Vivaldi, del
primero. Por su maestría y precisión, vale la pena citarlo completo:
Este es el sello de cualquier agonía
Un decir de papel y tinta muerta
Esta es una guerra de ciegos contra mudos
sordos contra cojos
dioses que asesinan
la voz bajita de los niños
Este es el polvo sobre el cuerpo
estos los hoyos que nos exigen cavar
Estos son el pico
la pala
y el sólido tepetate
Estas son las manos cenizas
Así encendemos los cirios
que ese viento apaga
Esta es una lágrima
La llaga en el dedo
Quién
El pueblo está solo
Los gallos no dejan de cantar
aunque la tarde roja
se guarde entre los montes
La ropa blanca aún ondea
impaciente
en los tendederos
El pueblo está solo
herido traicionado
No habrá quien cabe la última fosa
El tono de este poema es inusual, y su brutalidad queda
más evidenciada por estos dos versos, de impecable pero terrorífica belleza,
que recuerdan el tono de Morgue de
Gottfried Benn: “dioses que asesinan/ la voz bajita de los niños”. El
diminutivo funciona aquí como un aumentativo, en un juego semántico de
proporciones bíblicas que le otorga un tono de dolor casi inconmensurable,
particularmente por el último verso. Sólo por este poema la autora merecería
estar en cualquier antología de poesía mexicana de los últimos veinte años. Me
parece un clásico instantáneo.
Si la primera parte del libro es una suerte de diario
íntimo, el eco de un viaje más interior que exterior, pero no por eso menos
real, la segunda es como su contraparte, su imagen especular. El resultado de
ese viaje, de ese sumergirse en un territorio que ahora es el de la poeta, es
asombroso. Las dos caras de un mismo viaje. La primera sorpresa es descubrir lo
peculiar de su gente, y después el de su geografía misma. Quizá por eso en “No
se mojan los pies” escribe Lillian, no sin esa ironía típica ya de su escritura,
escribe: “Yo no sabía que la luna sí se tapa con un dedo// Yo no sabía que hay
quien mira el sol para quedarse ciego/ Yo no sabía que por más que se llora no
se mojan los pies”. Es justamente este poema uno de los que mejor muestran su
gusto y regusto por jugar con las palabras, por alcanzar ese sitio excéntrico,
“donde se tuerce el camino” y jugar con frases típicamente mexicanas,
torciéndolas un poco.
En esta suerte de autorretrato de la poeta, como ocurre
con los ejemplos previos, tanto el paisaje como ella misma se funden y
confunden, en una suerte de asimilación y desdoblamiento de lo vivido, de modo
que esa doble habitación baudelaireana halla en estos poemas una suerte de
sublimación exquisita, una boda mística entre la poeta y el mundo que la rodea.
Los cambios de la voz cantante, de la primera persona a la tercera y al
enfático imperativo fungen como un procedimiento de ambivalencias y resonancias
poéticas que le dan a cada poema el eco de retazos conversacionales, una suerte
de monólogo interior muy peculiar, muy personal.
El Yo lírico se decanta en múltiples voces, como una
polifonía casi weberiana en su gusto por la miniatura y los trazos casi
expresionistas de muchos de sus pasajes. Un expresionismo, por supuesto, avant la lettre, que finalmente es el
eco de ese universo multicultural tanto como multi y metalingïstico de Lillian
y que tanto enriquece su escritura y al lector. Un ejemplo de este
expresionismo miniaturizado en clave antonweberiana es el notable poema
“Desliz”: “El cielo blanco suda lento/ Al mirarlo abro la boca/ Una gota se
desliza sobre el/ centro/ de mi lengua/ al final de la garganta/ cerca del
corazón”.
José Manuel Recillas |
El silencio casi celaniano que se desprende de muchos
de sus poemas, aparece a veces como un enigma, como si el poema no se atreviese
a expresar todo su misterio, y en su lugar dejase su belleza. Es eso lo que
hace Lillian en su poesía, dejarnos su belleza, casi desnuda, casi callada. No
siendo esto escaso mérito, el mayor logro del libro es el de ofrecernos un
espejo en el cuál el diálogo y el reconocimiento se den la mano, sean posibles
en un mundo donde brille un tiempo primordial, antes de toda ley que no sea la
de la palabra desnuda y milagrosa cantando, casi en silencio, antes de todo
amor y toda despedida. En este mostrar el mundo como las dos mitades de un
mismo fruto, que se miran y reflejan, que dialogan mientras se reconocen, es
que se encuentra esa ética del reconocimiento que Lillian propone: la de una
ética sin adjetivos.
Bravo José Manuel, bravo Lillian; bravo Lillian, bravo José Manuel. No había visto esta exégesis literaria tan vasta y elocuente.
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