Hablemos
de aquello que no conocemos.
De esos paisajes de la Australia Central,
de la forma tan curiosa del pájaro Dodo,
del muérdago que cuelga de los marcos de
las ventanas,
de las amplias calles de San Petersburgo,
del famoso Valle de Issa que sólo algunos
conocen,
de los riachuelos y cascadas de Sierra
Leona,
de los puentes de Holanda.
Comencemos hablando de aquello que no
conocemos:
de los Alpes, de los Apalaches, del Lago Elefante
en Nuevo
México,
de esos parques que flotan en alguna parte,
de los estacionamientos donde nunca hemos
aparcado el auto,
de esas puertas que jamás hemos traspasado.
Sé que todo esto no me llevará a nada ni me
hará conocer lo
que no conozco,
que es una trampa y que el tiempo sigue su
marcha;
sé que no vale la pena inventar un poema
cuando hay tan poco
por descubrir;
sin embargo, sé que en alguna parte,
en un punto que hasta ahora no me dice
nada,
habrás de aparecer, yo sabré de ti, y el
mundo,
ese gran mundo que no conozco, se me ha de
revelar
con tu presencia.
*
Podría
hacer el experimento que un ensayista polaco propone:
hacerme pasar por un poeta danés.
En ese caso, ya siéndolo, tendría que
desconocer mi
pasaporte, mi visa y mi
credencial de elector,
o al menos fingir que estos documentos, tan
importantes,
también sufrieran una transformación.
Mi pasaporte dejaría de ser verde y
tendría, forzosamente,
una corona;
mi visa se me escurriría como agua entre
los dedos
en el estacionamiento de un gran centro
comercial
un día que hiciera mucho calor;
esto ocurriría en alguna ciudad fronteriza
de Texas.
Mi credencial de elector ya no me serviría
para ejercer
mi voto;
un tedio inesperado, pero implacable,
caería sobre mí
y ya no me interesarían las elecciones del
primero de julio,
obviamente, porque el país dejaría de ser
el mío.
Este es el punto que me interesa destacar
de todo esto.
Al convertirme en un poeta danés un reino
aparecería y otro
se borraría.
Las tortugas seguirían, aparentemente,
siendo tortugas:
animales verdes, pequeños y frágiles, con
patitas y colita
y un caparazón que más bien parece un
adorno que un escudo
anti motines,
de esos que usan los policías tanto en
Dinamarca como en
México.
Los perros continuarían ladrando como
siempre, pero yo los
escucharía de otra
manera;
ese es el punto: el mundo estaría aquí,
seguiría aquí,
pero yo lo percibiría de otra manera,
serían otros los colores, los aromas, los
sabores;
las texturas guardarían otra relación con
la yema de mis
dedos,
mis oídos se ofuscarían ante la confusión
de vocablos daneses
y castellanos.
No sabría cómo conducirme, cuándo hablar o
callar,
estrechar una mano o saludar a la
distancia;
creo que los daneses no saludan de beso,
tampoco se abrazan
al encontrarse o
despedirse
(esto en realidad no lo sé, pero se ha de
esclarecer con el
paso del tiempo);
mientras tanto sigo con la incomodidad del
fingimiento,
con ese saco demasiado grande de pretender
ser lo que no soy
o hacer de cuenta.
El mundo que deberá seguir siendo el mismo
ya no lo será.
Las tortugas sólo fueron un ejemplo, pero
¿y todo lo demás?
Supongamos que llego a casa en taxi, porque
se dice que hay
poetas daneses que no
saben manejar,
que nunca han tenido la necesidad de
aprender;
no es porque sean flojos o faltos de
reflejos; se debe al
excelente sistema de
transporte que ellos poseen
y nosotros no (aún no me he transformado
del todo).
Llego a casa y no me reconoces, esperas a
uno y llega otro
(aquí la relación con la Odisea es tan obvia, pero algo así
sucedería);
¿dejarías de amarme y, poco a poco, te
enamorarías del poeta
danés?
¿Yo mismo sabría cómo comportarme? También
se dice que los
daneses duermen en camas
separadas.
¿Las diferencias culturales serían un
obstáculo o una
seducción?
Ahora recuerdo que tuve una amiga que se
casó con un danés,
jamás volví a saber de ella, se fue a
Dinamarca;
quizá yo tendría también que irme a
Dinamarca y aprender
árabe o turco,
irme a esos países donde los pasaportes se
extravían,
las visas son tan estimadas y los
ciudadanos se plantean
seriamente, y con algo de
temor, sus comicios
presidenciales.
El mundo sería el mismo, pero no me sabría
igual.
Lo que más me preocupa –de todo este
ejercicio propuesto por
el ensayista polaco- es
que llegaras a enamorarte del
poeta danés.
*
No se trata de un proyecto o
de una visita al museo,
tampoco de una cédula o de una descripción
científica,
un ensayo o un artículo de revista arbitrada;
es una noticia de divulgación, una fotografía que
cualquiera
puede ver.
Se trata de un calamar, y de un tiempo a esta parte,
todos
son gigantes;
éste mide tres metros, pero le faltan sus dos
tentáculos,
en caso de tenerlos mediría ocho.
Habita en las profundidades del océano Pacífico;
el océano Pacífico es una ironía, ya que desde
siempre,
desde que los españoles lo descubrieron se ha
señalado por
ser un mar violento y
traicionero.
El calamar tiene tres corazones, una vista de
privilegio y un
cerebro sumamente desarrollado;
pese a ello, o por ello, vive en las profundidades
más
extremas,
en las aguas más frías, oscuras y calmas; lejos, muy
lejos,
de los rayos del sol.
No tiene a quien ver, a quien enredar sus
tentáculos,
quizá por eso no los tenga y en vez de medir ocho
metros sólo
mida tres.
La fotografía la tomaron un grupo de científicos
japoneses;
primero se difundió en Japón, luego en Estados
Unidos,
después en el mundo entero, y fue como la vi.
Llama la atención que un ser con tres corazones, con
una
vista de privilegio y un
cerebro tan desarrollado
tenga su hábitat en lo más profundo del océano
donde los rayos del sol no llegan y las aguas son
oscuras y
frías;
un animal con una vista tan fina, con un cerebro tan
desarrollado y tres corazones.
No cabe duda que los seres humanos tenemos que
aprender de la
sabiduría del reino animal.
*
Así, como quien busca un
pozo de petróleo
en las cercanías de su baño
un domingo por la mañana;
como ese explorador que abandona la playa
y se interna tierra adentro;
el hombre
que baja de un taxi,
o el que sube
y se le cae la cartera.
Los pájaros vuelan sobre el lago
pero no es cierto que las caravanas atraviesen el
desierto,
no es cierto que un hombre busque un pozo de
petróleo
en las inmediaciones de su baño;
no es cierto que alguien
camine estas calles;
nunca nadie pierde la cartera al subir a un taxi
y los pájaros no vuelan sobre el lago
ni hay desierto ni caravanas,
sino una oficina,
un laberinto,
un sanitario por piso,
una ventana y un edificio en renta
con una terraza y un jardín que agoniza,
y yo desde la ventana
que lo contempla.
José Javier Villarreal |
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