miércoles, 1 de febrero de 2017

La luna es el primer muerto

Por Leonel Rodríguez
(poeta mexicano)




A L. R. B.

Era el frío, y yo no es que me pusiera contento pero me daba por quedarme quieto y sentir que el viento en el cielo era una cosa muy vieja pero novedosa cuando llegaba pareciéndose mucho a algunos de mis mejores recuerdos de infancia.
Era de noche y no podían verse muchas estrellas porque el foco que ilumina el patio estaba encendido y la gran mano de luz amarilla estorbaba. Veía la luna: pequeña y casi digo negra de tan fría en la alta medianoche. Claro que la luna no era negra sino de ese color que tiene cuando no es roja o pergamino antiguo; ese color filoso. Esto podía verse aunque, abajo, la luz del foco alumbraba el patio donde está sentado mi padre mientras fuma a solas, con un vaso sobre la mesa redonda de negro metal —un hombre que escucha junto a la boca de un pozo. Verlo con su sombra picuda huyendo de la luz eléctrica me hace recordar el momento en que llegamos a vivir a la casa, hace cuatro años, después de una década de estar en otras partes. No creo que pueda decirse “regresamos”, ninguno de los dos parecía querer vivir aquí; pero había motivos, urgencias. La casa ya no era igual.
Tal vez todo terminó para mí cuando al bajar de un viaje al norte paré en ésta, la casa de Rosavedra entonces deshabitada, en mi camino hacia nuestra casa del momento en el sur, en la capital. Mientras me bañaba con esa larga pereza de la que aún era capaz, agradeciendo que bajo cada chorro de agua desaparecieran el cansancio, el olor a encerrado como cadáver de estatua caliente que la casa encerrada guardó en el verano, por la ventanita cuadrada de arriba se dejaban caer los rumores de automóviles lejanos y gritos de vecinos alegres; entonces recordé que atrás de la casa había un lote baldío donde se juntaban rocas rosadas al costado de los árboles que nadie había plantado y que eran casa de las ardillas. Solía verlas un buen rato mientras me bañaba antes de salir a la escuela: se desenvolvían sin enfado, parándose en dos patas y después corrían hasta desaparecer, así que me asomé sintiendo el recuerdo pero ahora se levantaba una casa demasiado cercana a la mía: una barda tapaba casi todo y para ver el almendro mayor tuve que esforzarme para ladear la cabeza y bizquear los ojos hasta que creí ver la fronda roja y verde y entonces me reí como loco. Dejé de esperar que aquella casa, ésta a la que he llegado con mi padre, fuera la misma de siempre, aunque primero lo reconocí con indiferencia, pues venía de aquel viaje y estaba fuerte. Es ahora que quiero ver que algo cambió en ese momento.

Suena a broma pero fue hasta hace poco que nos alcanzó el tiempo. Uno necesita darse cuenta de estas cosas y es cierto que tienen su lado gracioso. Como creo que es natural, al principio la noticia afectó más a mi padre y a los familiares que habían estado más involucrados. Desde mi perspectiva casi nada había cambiado y sentí alivio de que ahora aquellos que estaban consternados por la enfermedad podrían descansar. Pero al paso de los años me di cuenta de que una vida es también, mientras vive, una esperanza para aquellos que la conocen. Y cuando nosotros nos dimos cuenta de que ella había muerto y con ella la posibilidad de que sucedieran nuevamente los mil detalles que su presencia hacía posibles, nuestras vidas se apretaron, y lo que no estaba bien puesto se movió y nos extrañó. Hasta hace poco no queríamos hablar de todo ello, mi padre y yo, y por mi parte ni siquiera se me ocurría que pudiera ser tema de conversación; no habría sabido cómo empezar y menos todavía continuar después de que él me hubiera visto con ojos sensibles, quizá necesitados, o endurecidos por lo inesperado de mi acercamiento —quién sabe, a lo mejor reflejando la expresión de mis ojos. Supongo que él no hablaba de ello porque no creía que el asunto existiera fuera de él.
Un día, el cielo estaba limpio y el viento helaba, como si uno de los grandes cerros de las afueras hubiera caminado durante la noche hasta acercarse, de manera que el viento resbalara desde sus alturas recogiendo el frescor de las laderas y se desenrollara sobre el día de Rosavedra como la marea, limpiándolo todo, haciendo que las calles estuvieran en silencio, como domingos a los que les cabe todo el silencio, pues el sonido del viento movería cien frondas de mangos y olivos negros y el susurro lo acallaría todo. Ese día nos llevaron, a mi padre y a mí, a conocer Palos Blancos.
Fuimos en la camioneta de un antiguo compañero de mi padre, quien tenía una casa en el lugar y nos invitaba a pasar un día de descanso. Palos Blancos no está lejos de Rosavedra, se halla también a poca distancia de Tres Ríos, pero después de un par de requiebros en el camino, al dejar atrás una de las colinas que encierran, en otras estaciones, el calor dentro de la ciudad, el campo se abre de una manera que motiva el entusiasmo de respirar y ver la tierra sin ciudad y sin hombres. Cuando se divisó el villorrio, pues eso es Palos Blancos, y nos adentramos en los caminos del lugar con los árboles de flores blancas bordeándolos, cada uno un bosque completo, las raíces salientes de la tierra que había sido ajada para abrir cauce al sendero carretero, con la vista en los arroyos que se nos dijo iban a dar a alguno de los ríos que hacen el corazón de Rosavedra ahora lejana e inexistente, las riberas cubiertas con césped que refulgía como el lomo de un gato que esperaba ser acariciado, donde se nos dijo que había carreras de caballos y en las noches, durante las fiestas del lugar, se juntaban los vecinos hasta el amanecer y más allá, cantando, bailando a la luz de la luna en festejos que les alimentaba el ánimo durante el resto del año…, así, al entrar a Palos Blancos bajo la sombra de los árboles espesos como nubes atardecía la hora del mediodía. Nuestro anfitrión debió interrumpirse pues una mujer lo saludaba desde el umbral de una casa de color rojo intenso y nos invitaba a entrar.
El interior era oscuro, se distinguían con fuerza los filos plateados de las cerámicas y los vasos de latón, pero desde el patio se miraba un campo de cultivo que no llegaba hasta la casa; árboles de tronco suave creaban una pantalla entre el patio y la extensión de la tierra, guardando un seno de buen clima para la convivencia, al tiempo que dejaban pasar la luz del sol en chorros que pintaban el suelo de tierra prieta a la manera de la piel de jaguar. Había algunas sillas, había una tertulia; las personas en las sillas portaban semblantes tranquilos, como cuando uno está gozando de una costumbre saludable. Una mujer de unos cuarenta años se puso de pie y se acercó a mi padre. A su vez, él la veía desde más allá de la credulidad, tocado por lo vivo del ambiente. Ella preguntó: «¿Ya recogieron la siembra?» y miró la cara de silencio de mi padre. Había dicho la pregunta como si significara tanto, como si de la respuesta pudiera obtener no una imagen sino una sabiduría precisa, larga, acerca de la vida de mi padre. Con una sonrisa, pensé que la mujer de apariencia tan agradable estaba loca; miré a nuestro anfitrión en espera de que la regresara a su silla, de que ofreciera algún comentario jocoso a manera de explicación y nos regresara a la tranquilidad del lugar. Pero no dijo nada y más bien miraba a su amigo, pues se había interesado en su respuesta. Me acerqué, ¿quizá era una burla?—Mi padre, embebido, dijo: «Madre, ¿no me reconoce?»
Le habló como si fuera posible. Me perdí en las facciones de la mujer, quise leer en sus ojos oscuros, cafés y sombreados como nuez acanalada, ¿qué podría reconocer ahí? Pero comenzó a parecerme que podría conocerla. Su cabello castaño brillaba suavemente cargado, todavía no tenía canas, su mirada era franca… La mujer se apartó de nosotros y dio unos pasos hacia el enorme sembradío acercándose a los árboles, la luz moteaba su cara y su cuerpo bajo el plumón flotante del álamo.
«Madre, ¿se acuerda de las madrugadas cuando había que levantarse para preparar la comida y llevarla con nosotros al largo día en la playa, una vez al año? ¿Se daba cuenta de que yo la veía cuando se quedaba absorta sobre la arena, mirando a los costados no creyendo que hubiera sólo dos caminos por donde se perdía su mirada, y luego marchaba por una vereda que se iba inventando y caminaba mucho rato y cuando regresaba ofrecía los bocadillos con la cara sonrosada, los ojos llenos del brío de haber andado tanto, como un jugo que exprimiera de usted misma, y yo creía adivinar que no conocía a toda mi madre? Vea cómo recuerdo esto.»
La mujer lo había mirado con sonrisa abierta; su voz dijo:
—Lo que recuerdo es aquella época en que debíamos ayudarte hasta las mujeres pues la siembra lo exigía, pero a mí me daba gusto porque siempre quise conocer la vida de los hombres. También recuerdo aquellas noches en que suponías que la casa estaba dormida y le hablabas a mi madre con palabras que no conocí hasta que tuve hombre y me casé. Tu voz era tierna y diferente.
—¿De qué habla, papá?
«Cree que soy su padre», dijo. Ningún grado de fascinación se había ido de su cara.

La casa de nuestro anfitrión era en parte obra negra. Igual que en la otra casa había sillas afuera y gente que asaba carne, pasándosela bien con los que estaban ahí. Comenzaba a atardecer. Nada de esto me importaba, me había confundido la escena entre la mujer y mi padre; no parecía real aunque él sonreía y bromeaba casi a gritos. Se sentía en su tierra y estaba feliz.
—Habría que tener una casa en este lugar, ¿verdad?
Mi padre se sonrió. «Precisamente allá, en ese lugar que da a las márgenes de los arroyos», señalé.
Él perdió los ojos en otro punto, rejuvenecido, y reímos. Pero no se dijo más; quizá al abrir los ojos resultaría que habíamos soñado todo, o yo lo soñaba, o yo era parte del sueño de él, o …
La yerba no era muy alta en las márgenes de uno de los arroyos, ahí donde se nos había dicho que se corrían caballos y durante las fiestas la gente encendía fogatas hasta el amanecer. Ahora no había nadie; el escenario llamaba por eso; el arroyo era una trenza delgada y transparente sobre cantos azules, rojos, grises y, no lejos, acercados por el viento, sotos de árboles encerraban penumbra en movimiento de música que inquietaba, haciéndome necesario estar ahí y respirar ese aire. El viento enfriaba cargado desde el cerro; la noche podría encontrarme ahí sin problema, el camino no era largo hasta la casa inacabada, podía ver a la gente feliz, hasta mi padre me había saludado a la distancia: levantó su cerveza brindando como un compañero de viaje. Del suelo crecía una quietud que acariciaba y estuve tentado por salir corriendo de ahí, correr y regresar a la casa de la ciudad, con mi padre, donde la grisura también avasallaba pero era una costumbre soportable; en cambio, frente al arroyo sentía vergüenza por algo que no me quedaba claro.
El viento alrededor de las copas de los álamos y otros árboles sin nombre que guardaban la sombra comenzó a correr, se escuchaba el agua alta, pero era el sonido de los follajes que sacudía como a sonajas.
—¿Te acuerdas de tus propias manos cuando partías los limones amarillos, dos rodajas, y las hundiste en las bebidas? Yo estoy mirándolo.
Y miré el arroyo a través de una naturaleza que se había nublado.
«Y cuando estabas sentada al otro lado de la mesa, tan cerca, y el niño se revolvía feliz entre tus manos que lo hacían sentirse todo y mirándolos yo supe que había algo lejano en mí que los miraba y me miraba enfrente de ustedes, y esto pude soportarlo porque te vi en la luz de esa tarde con las mejillas asoladas por tu vida joven sin pausa… la luz o la miel misma de ti hacía transparente la pulpa de tus ojos, allí había la ternura tensa como la atención de una mujer antigua, y pude sentirte desde algo mío porque eras todo lo posible, algo que iba pasando, pasándonos a mí y al niño y yo a ustedes; y el sentir estaba lejos, subía desde hondo como una montaña; era insoportable estar así y ser algo que se iba, ¿te das cuenta? —y para romper algo, para dejar de sentir eso que se alzaba y caía sobre mí como una ola me puse de pie y el niño me miró y tú pensaste, o sabías, que algo de ti había en mi movimiento, y te besé el cabello y vi tan cerca tu frente que no pude creer que también te estuvieras yendo mientras el niño tranquilo, todo mirada.»
El viento siguió cayendo sobre la cabeza de los árboles y aquel que era yo necesitaba del lugar para poder decir lo que decía.
—No puedo mentirte —, dijo. Apenas me atreví a ver el reflejo opaco de su figura de frente al arroyo.
«Tú me hablabas, ¿por qué? No respondas de inmediato, tenemos tiempo y este sitio es agradable, tú y yo con el viento. ¿Me recuerdas contándote mi vida?; no, no toda, aunque era tu deseo que eso fuera posible. Tal vez aquí lo sea, si decides quedarte más tiempo y no renuncias a esta extraña alegría.
«¿Qué puedo decir para satisfacer tu necesidad de conocerme? No puedes conocerme.
«Estamos aquí para que escuches lo que ya sabías pero necesitabas saber que yo entendía contigo. Fuimos luz y sombra de un astro. Nuestra felicidad fue sencilla, casi imperceptible. ¡Estábamos tan lejos uno del otro!
«¿Tú eres todo?, ¿o eres nada? Todo o nada. No esperabas una respuesta sino una rendición. Tocaste el cariño con la culpa de traicionarte si te entregabas. ¿Eres capaz de tomarlo todo, de verdad? ¡Dalo todo!
«Yo te he querido y sé que me has querido, no debes temer que no lo sepa. Estas cosas puedo decirlas porque comienzas a entenderlas por tu cuenta; comienzas a decírtelas tú mismo, comienzas a entender que estás solo frente al arroyo…»
Una oleada de viento me empujó y quedé de pie adentro del agua helada. Respiré. Volví con los demás; el arroyo quedó a mis espaldas, reflejando la naturaleza y llevándosela. Había anochecido y al poco rato regresamos a casa, en Rosavedra. Durante el trayecto miré la cara de mi padre: tranquilo y satisfecho. Ahora recuerdo aquella excursión mientras estoy sentado con él en este patio y ha pasado la media noche; de vez en cuando esta bondad se combina con el sabor fuerte, metálico y a veces amargo del recuerdo de una pérdida permanente que se cobija en algunos rincones de esta casa.

*
Otro día, fuimos a dar un paseo. Sin pensarlo mucho, llegamos a una zona donde el monte comienza a ganar terreno y Rosavedra, a la derecha y atrás, permanece a oscuras durante unos momentos; a la izquierda, la nueva urbanización terminada a medias me recuerda la vida en Tres Ríos. Todavía se camina sobre tierra y el polvo se levanta si hace viento. Era una de las primeras tardes verdaderas de otoño, el cielo traslúcido, lejano en su separación de la tierra, como una cáscara que durante el verano hubiera tenido la finalidad de calentar la feracidad de los cuerpos, de las rocas, de las plantas y árboles, se levantaba creando una ámpula azul. La luna llena casi recargada en el horizonte parecía un ojo transparente y un velo. De pie en ese lugar, mirando la tierra canela y los cerros cercanos por donde, tras ellos, continuaban acercándose los ríos, conversamos mirando nuestras caras y la luna hasta que, alzándose, perdió de a poco su transparencia y recobró la dureza de su luz. Entonces vimos en silencio y fue como si supiéramos, yo supe, que se acercaba un movimiento, una nueva época para nosotros y que pronto cada uno estaría más lejos del otro, más nítido pero ausente, reconciliados de aquella primera muerte que había nacido en cada uno de nosotros. Ahora respirábamos el viento que comenzaba a recorrer, frotándolas, las ramas de los árboles en la ribera del río hasta nosotros.

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Leonel Rodríguez

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