Por Leonel Rodríguez
(poeta mexicano)
(poeta mexicano)
A L. R. B.
Era el
frío, y yo no es que me pusiera contento pero me daba por quedarme quieto y
sentir que el viento en el cielo era una cosa muy vieja pero novedosa cuando
llegaba pareciéndose mucho a algunos de mis mejores recuerdos de infancia.
Era
de noche y no podían verse muchas estrellas porque el foco que ilumina el patio
estaba encendido y la gran mano de luz amarilla estorbaba. Veía la luna:
pequeña y casi digo negra de tan fría en la alta medianoche. Claro que la luna
no era negra sino de ese color que tiene cuando no es roja o pergamino antiguo;
ese color filoso. Esto podía verse aunque, abajo, la luz del foco alumbraba el
patio donde está sentado mi padre mientras fuma a solas, con un vaso sobre la
mesa redonda de negro metal —un hombre que escucha junto a la boca de un pozo.
Verlo con su sombra picuda huyendo de la luz eléctrica me hace recordar el
momento en que llegamos a vivir a la casa, hace cuatro años, después de una
década de estar en otras partes. No creo que pueda decirse “regresamos”,
ninguno de los dos parecía querer vivir aquí; pero había motivos, urgencias. La
casa ya no era igual.
Tal
vez todo terminó para mí cuando al bajar de un viaje al norte paré en ésta, la
casa de Rosavedra entonces deshabitada, en mi camino hacia nuestra casa del
momento en el sur, en la capital. Mientras me bañaba con esa larga pereza de la
que aún era capaz, agradeciendo que bajo cada chorro de agua desaparecieran el
cansancio, el olor a encerrado como cadáver de estatua caliente que la casa
encerrada guardó en el verano, por la ventanita cuadrada de arriba se dejaban
caer los rumores de automóviles lejanos y gritos de vecinos alegres; entonces
recordé que atrás de la casa había un lote baldío donde se juntaban rocas
rosadas al costado de los árboles que nadie había plantado y que eran casa de
las ardillas. Solía verlas un buen rato mientras me bañaba antes de salir a la
escuela: se desenvolvían sin enfado, parándose en dos patas y después corrían hasta
desaparecer, así que me asomé sintiendo el recuerdo pero ahora se levantaba una
casa demasiado cercana a la mía: una barda tapaba casi todo y para ver el
almendro mayor tuve que esforzarme para ladear la cabeza y bizquear los ojos
hasta que creí ver la fronda roja y verde y entonces me reí como loco. Dejé de
esperar que aquella casa, ésta a la que he llegado con mi padre, fuera la misma
de siempre, aunque primero lo reconocí con indiferencia, pues venía de aquel
viaje y estaba fuerte. Es ahora que quiero ver que algo cambió en ese momento.
Suena a
broma pero fue hasta hace poco que nos alcanzó el tiempo. Uno necesita darse
cuenta de estas cosas y es cierto que tienen su lado gracioso. Como creo que es
natural, al principio la noticia afectó más a mi padre y a los familiares que
habían estado más involucrados. Desde mi perspectiva casi nada había cambiado y
sentí alivio de que ahora aquellos que estaban consternados por la enfermedad
podrían descansar. Pero al paso de los años me di cuenta de que una vida es
también, mientras vive, una esperanza para aquellos que la conocen. Y cuando
nosotros nos dimos cuenta de que ella había muerto y con ella la posibilidad de
que sucedieran nuevamente los mil detalles que su presencia hacía posibles,
nuestras vidas se apretaron, y lo que no estaba bien puesto se movió y nos
extrañó. Hasta hace poco no queríamos hablar de todo ello, mi padre y yo, y por
mi parte ni siquiera se me ocurría que pudiera ser tema de conversación; no
habría sabido cómo empezar y menos todavía continuar después de que él me
hubiera visto con ojos sensibles, quizá necesitados, o endurecidos por lo
inesperado de mi acercamiento —quién sabe, a lo mejor reflejando la expresión
de mis ojos. Supongo que él no hablaba de ello porque no creía que el asunto
existiera fuera de él.
Un
día, el cielo estaba limpio y el viento helaba, como si uno de los grandes
cerros de las afueras hubiera caminado durante la noche hasta acercarse, de
manera que el viento resbalara desde sus alturas recogiendo el frescor de las
laderas y se desenrollara sobre el día de Rosavedra como la marea, limpiándolo
todo, haciendo que las calles estuvieran en silencio, como domingos a los que
les cabe todo el silencio, pues el sonido del viento movería cien frondas de
mangos y olivos negros y el susurro lo acallaría todo. Ese día nos llevaron, a
mi padre y a mí, a conocer Palos Blancos.
Fuimos
en la camioneta de un antiguo compañero de mi padre, quien tenía una casa en el
lugar y nos invitaba a pasar un día de descanso. Palos Blancos no está lejos de
Rosavedra, se halla también a poca distancia de Tres Ríos, pero después de un
par de requiebros en el camino, al dejar atrás una de las colinas que
encierran, en otras estaciones, el calor dentro de la ciudad, el campo se abre
de una manera que motiva el entusiasmo de respirar y ver la tierra sin ciudad y
sin hombres. Cuando se divisó el villorrio, pues eso es Palos Blancos, y nos
adentramos en los caminos del lugar con los árboles de flores blancas
bordeándolos, cada uno un bosque completo, las raíces salientes de la tierra
que había sido ajada para abrir cauce al sendero carretero, con la vista en los
arroyos que se nos dijo iban a dar a alguno de los ríos que hacen el corazón de
Rosavedra ahora lejana e inexistente, las riberas cubiertas con césped que
refulgía como el lomo de un gato que esperaba ser acariciado, donde se nos dijo
que había carreras de caballos y en las noches, durante las fiestas del lugar,
se juntaban los vecinos hasta el amanecer y más allá, cantando, bailando a la
luz de la luna en festejos que les alimentaba el ánimo durante el resto del
año…, así, al entrar a Palos Blancos bajo la sombra de los árboles espesos como
nubes atardecía la hora del mediodía. Nuestro anfitrión debió interrumpirse
pues una mujer lo saludaba desde el umbral de una casa de color rojo intenso y
nos invitaba a entrar.
El
interior era oscuro, se distinguían con fuerza los filos plateados de las
cerámicas y los vasos de latón, pero desde el patio se miraba un campo de
cultivo que no llegaba hasta la casa; árboles de tronco suave creaban una
pantalla entre el patio y la extensión de la tierra, guardando un seno de buen
clima para la convivencia, al tiempo que dejaban pasar la luz del sol en
chorros que pintaban el suelo de tierra prieta a la manera de la piel de
jaguar. Había algunas sillas, había una tertulia; las personas en las sillas
portaban semblantes tranquilos, como cuando uno está gozando de una costumbre
saludable. Una mujer de unos cuarenta años se puso de pie y se acercó a mi
padre. A su vez, él la veía desde más allá de la credulidad, tocado por lo vivo
del ambiente. Ella preguntó: «¿Ya recogieron la siembra?» y miró la cara de silencio
de mi padre. Había dicho la pregunta como si significara tanto, como si de la
respuesta pudiera obtener no una imagen sino una sabiduría precisa, larga,
acerca de la vida de mi padre. Con una sonrisa, pensé que la mujer de
apariencia tan agradable estaba loca; miré a nuestro anfitrión en espera de que
la regresara a su silla, de que ofreciera algún comentario jocoso a manera de explicación
y nos regresara a la tranquilidad del lugar. Pero no dijo nada y más bien
miraba a su amigo, pues se había interesado en su respuesta. Me acerqué, ¿quizá
era una burla?—Mi padre, embebido, dijo: «Madre, ¿no me reconoce?»
Le
habló como si fuera posible. Me perdí en las facciones de la mujer, quise leer
en sus ojos oscuros, cafés y sombreados como nuez acanalada, ¿qué podría
reconocer ahí? Pero comenzó a parecerme que podría conocerla. Su cabello
castaño brillaba suavemente cargado, todavía no tenía canas, su mirada era
franca… La mujer se apartó de nosotros y dio unos pasos hacia el enorme
sembradío acercándose a los árboles, la luz moteaba su cara y su cuerpo bajo el
plumón flotante del álamo.
«Madre,
¿se acuerda de las madrugadas cuando había que levantarse para preparar la
comida y llevarla con nosotros al largo día en la playa, una vez al año? ¿Se
daba cuenta de que yo la veía cuando se quedaba absorta sobre la arena, mirando
a los costados no creyendo que hubiera sólo dos caminos por donde se perdía su
mirada, y luego marchaba por una vereda que se iba inventando y caminaba mucho
rato y cuando regresaba ofrecía los bocadillos con la cara sonrosada, los ojos
llenos del brío de haber andado tanto, como un jugo que exprimiera de usted
misma, y yo creía adivinar que no conocía a toda mi madre? Vea cómo recuerdo
esto.»
La
mujer lo había mirado con sonrisa abierta; su voz dijo:
—Lo
que recuerdo es aquella época en que debíamos ayudarte hasta las mujeres pues
la siembra lo exigía, pero a mí me daba gusto porque siempre quise conocer la
vida de los hombres. También recuerdo aquellas noches en que suponías que la
casa estaba dormida y le hablabas a mi madre con palabras que no conocí hasta
que tuve hombre y me casé. Tu voz era tierna y diferente.
—¿De
qué habla, papá?
«Cree
que soy su padre», dijo. Ningún grado de fascinación se había ido de su cara.
La casa
de nuestro anfitrión era en parte obra negra. Igual que en la otra casa había
sillas afuera y gente que asaba carne, pasándosela bien con los que estaban
ahí. Comenzaba a atardecer. Nada de esto me importaba, me había confundido la
escena entre la mujer y mi padre; no parecía real aunque él sonreía y bromeaba
casi a gritos. Se sentía en su tierra y estaba feliz.
—Habría
que tener una casa en este lugar, ¿verdad?
Mi
padre se sonrió. «Precisamente allá, en ese lugar que da a las márgenes de los
arroyos», señalé.
Él
perdió los ojos en otro punto, rejuvenecido, y reímos. Pero no se dijo más;
quizá al abrir los ojos resultaría que habíamos soñado todo, o yo lo soñaba, o
yo era parte del sueño de él, o …
La
yerba no era muy alta en las márgenes de uno de los arroyos, ahí donde se nos
había dicho que se corrían caballos y durante las fiestas la gente encendía fogatas
hasta el amanecer. Ahora no había nadie; el escenario llamaba por eso; el arroyo
era una trenza delgada y transparente sobre cantos azules, rojos, grises y, no
lejos, acercados por el viento, sotos de árboles encerraban penumbra en
movimiento de música que inquietaba, haciéndome necesario estar ahí y respirar
ese aire. El viento enfriaba cargado desde el cerro; la noche podría
encontrarme ahí sin problema, el camino no era largo hasta la casa inacabada,
podía ver a la gente feliz, hasta mi padre me había saludado a la distancia:
levantó su cerveza brindando como un compañero de viaje. Del suelo crecía una
quietud que acariciaba y estuve tentado por salir corriendo de ahí, correr y
regresar a la casa de la ciudad, con mi padre, donde la grisura también
avasallaba pero era una costumbre soportable; en cambio, frente al arroyo
sentía vergüenza por algo que no me quedaba claro.
El
viento alrededor de las copas de los álamos y otros árboles sin nombre que
guardaban la sombra comenzó a correr, se escuchaba el agua alta, pero era el
sonido de los follajes que sacudía como a sonajas.
—¿Te
acuerdas de tus propias manos cuando partías los limones amarillos, dos rodajas,
y las hundiste en las bebidas? Yo estoy mirándolo.
Y
miré el arroyo a través de una naturaleza que se había nublado.
«Y
cuando estabas sentada al otro lado de la mesa, tan cerca, y el niño se
revolvía feliz entre tus manos que lo hacían sentirse todo y mirándolos yo supe
que había algo lejano en mí que los miraba y me miraba enfrente de ustedes, y
esto pude soportarlo porque te vi en la luz de esa tarde con las mejillas
asoladas por tu vida joven sin pausa… la luz o la miel misma de ti hacía
transparente la pulpa de tus ojos, allí había la ternura tensa como la atención
de una mujer antigua, y pude sentirte desde algo mío porque eras todo lo posible,
algo que iba pasando, pasándonos a mí y al niño y yo a ustedes; y el sentir
estaba lejos, subía desde hondo como una montaña; era insoportable estar así y
ser algo que se iba, ¿te das cuenta? —y para romper algo, para dejar de sentir
eso que se alzaba y caía sobre mí como una ola me puse de pie y el niño me miró
y tú pensaste, o sabías, que algo de ti había en mi movimiento, y te besé el
cabello y vi tan cerca tu frente que no pude creer que también te estuvieras
yendo mientras el niño tranquilo, todo mirada.»
El
viento siguió cayendo sobre la cabeza de los árboles y aquel que era yo
necesitaba del lugar para poder decir lo que decía.
—No
puedo mentirte —, dijo. Apenas me atreví a ver el reflejo opaco de su figura de
frente al arroyo.
«Tú
me hablabas, ¿por qué? No respondas de inmediato, tenemos tiempo y este sitio
es agradable, tú y yo con el viento. ¿Me recuerdas contándote mi vida?; no, no
toda, aunque era tu deseo que eso fuera posible. Tal vez aquí lo sea, si
decides quedarte más tiempo y no renuncias a esta extraña alegría.
«¿Qué
puedo decir para satisfacer tu necesidad de conocerme? No puedes conocerme.
«Estamos
aquí para que escuches lo que ya sabías pero necesitabas saber que yo entendía
contigo. Fuimos luz y sombra de un astro. Nuestra felicidad fue sencilla, casi
imperceptible. ¡Estábamos tan lejos uno del otro!
«¿Tú
eres todo?, ¿o eres nada? Todo o nada. No esperabas una respuesta sino una
rendición. Tocaste el cariño con la culpa de traicionarte si te entregabas.
¿Eres capaz de tomarlo todo, de verdad? ¡Dalo todo!
«Yo
te he querido y sé que me has querido, no debes temer que no lo sepa. Estas
cosas puedo decirlas porque comienzas a entenderlas por tu cuenta; comienzas a
decírtelas tú mismo, comienzas a entender que estás solo frente al arroyo…»
Una
oleada de viento me empujó y quedé de pie adentro del agua helada. Respiré. Volví
con los demás; el arroyo quedó a mis espaldas, reflejando la naturaleza y
llevándosela. Había anochecido y al poco rato regresamos a casa, en Rosavedra.
Durante el trayecto miré la cara de mi padre: tranquilo y satisfecho. Ahora
recuerdo aquella excursión mientras estoy sentado con él en este patio y ha
pasado la media noche; de vez en cuando esta bondad se combina con el sabor
fuerte, metálico y a veces amargo del recuerdo de una pérdida permanente que se
cobija en algunos rincones de esta casa.
*
Otro
día, fuimos a dar un paseo. Sin pensarlo mucho, llegamos a una zona donde el
monte comienza a ganar terreno y Rosavedra, a la derecha y atrás, permanece a
oscuras durante unos momentos; a la izquierda, la nueva urbanización terminada
a medias me recuerda la vida en Tres Ríos. Todavía se camina sobre tierra y el
polvo se levanta si hace viento. Era una de las primeras tardes verdaderas de
otoño, el cielo traslúcido, lejano en su separación de la tierra, como una
cáscara que durante el verano hubiera tenido la finalidad de calentar la
feracidad de los cuerpos, de las rocas, de las plantas y árboles, se levantaba
creando una ámpula azul. La luna llena casi recargada en el horizonte parecía
un ojo transparente y un velo. De pie en ese lugar, mirando la tierra canela y
los cerros cercanos por donde, tras ellos, continuaban acercándose los ríos,
conversamos mirando nuestras caras y la luna hasta que, alzándose, perdió de a
poco su transparencia y recobró la dureza de su luz. Entonces vimos en silencio
y fue como si supiéramos, yo supe, que se acercaba un movimiento, una nueva
época para nosotros y que pronto cada uno estaría más lejos del otro, más
nítido pero ausente, reconciliados de aquella primera muerte que había nacido
en cada uno de nosotros. Ahora respirábamos el viento que comenzaba a recorrer,
frotándolas, las ramas de los árboles en la ribera del río hasta nosotros.
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Leonel Rodríguez |
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