martes, 17 de mayo de 2022

Drogas y otredad

Por Vicente Escanamé 
(escritor mexicano)




Una exploración en el fenómeno de las drogas y las adicciones:
de la relación individualista a la relación con el otro

Las drogas, como la realidad, parecen haber sido hechas para confundir a aquellos
que buscan límites claros y una división sencilla del mundo en blanco y negro.
                                               Terence McKenna, El manjar de los dioses

Hace casi veinte años, escribí varios textos basados en la comprensión que había logrado, con la finalidad de estructurar mi pensamiento al respecto. Uno de ellos, lo escribí con la intención agregada de compartirlo con compañeros de mi trabajo; había ideas entre el equipo con las cuales yo no estaba de acuerdo. Sólo lo expuse en una ocasión, fue en un simposio. Luego lo guardé. Hace poco lo releí, y me interesó aquello que escribí. Creo que me interesó porque en ese texto identifiqué temas actuales que me preocupan, de los cuales hay principalmente tres: primero, la violencia en general, no sólo la relacionada con las drogas; segundo, nuestro manejo comunitario actual del egoísmo, en términos técnicos, el narcisismo; y la tercera, la presencia de una dualidad que yo imagino flota entre nosotros, que pareciera generada por nuestra visión compartida desde hace siglos, y que expresamos con dos palabras, a mi parecer mal utilizadas: maldad y bondad; y creo que este último tema, el de la maldad versus la bondad, es tanto la base como el impulso para juzgar moralmente, a mi parecer,  lo que dificulta de manera considerable nuestra relación con la realidad, necesidad psicológica básica para nuestra adaptación a la vida. Al realizar esta revisión y replantearme el tema general y los derivados que mencioné, di con una intuición que sigue su camino en mí desde hace tiempo, la cual se ha generado como una reacción a hechos que observamos entre los seres humanos. Dicha intuición consiste en un salto evolutivo que vislumbro en nuestra especie, y que en nuestros tiempos pareciera empujarnos a dar ese brinco. En buena parte, ésta será mi conclusión. Y de ahí surgió mi decisión de reescribir aquel texto; la forma en que lo logré, es lo que aquí les comparto.


Comenzaré mencionando algunas observaciones que en aquel momento me parecieron sensatas, y que hoy podrían sobrevivir en mi visión actual. Son cuando menos cuatro los posibles fundamentos sobre los cuales recae el fenómeno de la drogadicción en la actualidad: 


1. Una tendencia del ser humano a consumir sustancias que alteran el estado de conciencia.

2. Una acumulación de descuidos en el acompañamiento de nuestros hijos, dejando huellas y vacíos que se reflejan en las conductas del adulto, con dificultades en sus capacidades adaptativas, lo que produce con frecuencia un sufrimiento profundo. 

3. La desaparición de actos que hacían vivir al ser humano, en edad adolescente, el paso de la niñez a la vida adulta: los ritos de iniciación.

4. Una dificultad colectiva para aceptar y manejar consciente y responsablemente lo que se ha dado en llamar la maldad humana. 


Desglosaré uno a uno.


1. Una tendencia del ser humano a consumir sustancias que alteran el estado de conciencia.


En la Historia y la Antropología, encontré que las drogas participaron positivamente en la formación de civilizaciones que han servido como punto de partida para comprender nuestra actualidad, sobre todo en la sumerio-babilónica, egipcia, palestina, india, china, griega y romana, y por supuesto, en la de nuestro México precolombino. Encontré dos autores que aportan reflexiones considerables sobre el tema: Terence McKenna y Antonio Escohotado. McKenna opina que nuestra relación con las drogas inició con la domesticación del ganado. En el estiércol de estos animales crecía un hongo, que ahora identificamos como amanita muscaria; nuestros antepasados comenzaron a comer esos hongos, con ello estimularon la imaginación, se aceleró importantemente el manejo de información en el cerebro, y con ello se dio el empuje para el enriquecimiento del lenguaje; a partir de estas experiencias, dice McKenna, emergió la autoconciencia. Él mismo sustenta que con el consumo de estos hongos, que contenían posiblemente psilocibina, harmalina y dimetiltripamina, en la evolución humana se consiguió algo que nunca había ocurrido: se triplicó el tamaño del cerebro en un periodo de tiempo jamás antes  sucedido. Por último, McKenna sugiere que las plantas que contienen principios psicoactivos, funcionaban a manera de feromonas en aquellas culturas incipientes, y éstas lograban comprender los aspectos secretos de la naturaleza después de ingerir los hongos. Habría que revisar la opinión de otros antropólogos e historiadores, pero me parece interesante el planteamiento de McKenna en el sentido de una contribución de las drogas, con un uso serio, en la evolución de nuestra especie. 

Una de mis conclusiones generales en los campos de la antropología y la historia de las drogas, fue que en aquellos tiempos el uso de las drogas era algo serio, solemne, dirigido principalmente hacia la curación y lo sagrado, y en forma secundaria para la diversión. Había rituales estructurados y fundamentados para su uso. Y esto es una diferencia importante en relación con nuestro consumo actual, ya que la tendencia se dirige, sobre todo, a usar la droga predominantemente para la diversión, y no hay algún ritual ni formalismo cultural; pareciera que el único requisito es traer o no traer dinero, y los deseos de endrogarse.

En cuanto a la tendencia a consumir drogas, es imprescindible tomar en cuenta las aportaciones de la neurociencia, una corriente de las ciencias biológicas, cuya aportación ha sido significativa para la psiquiatría. El cerebro tiene proteínas receptoras específicas para las drogas; las proteínas tienen origen en el genoma, y se producen tras un complicado proceso químico para participar en la estructura y funcionamiento de cada una de las células que nos conforman. Por lo tanto, ante la presencia de proteínas receptoras para estas sustancias, existe la posibilidad de que la relación con estas sustancias esté impresa en nuestro genoma. Me gusta pensarlo como una relación ancestral con nuestro ser. Es en este campo de la neurobiología donde encontramos, ya completamente sustentado con evidencia, la participación de sistemas completos de neurotransmisión, implicados en los mecanismos por los cuales las sustancias producen sus efectos. Por ejemplo, los sistemas opioide, gabaérgico, glutamtérgico o canabinoide, sólo por mencionar algunos.  

Por lo anterior, vale la pena exponer algunos datos ya fundamentados, y que nos ayudan a entender cómo se establece la adicción en el cerebro del paciente.


Comenzaré por mencionar que: “la emoción es actualmente percibida como un fuerte sentimiento, estado mental o cerebral activado, o el intenso estado de un impulso o inquietud, dirigido hacia un objeto definido, y que se hace evidente en cambios fisiológicos y de comportamiento que estimulan al sujeto a actuar”. Esta expresión se halla mediada por una serie de sistemas, los cuales están conformados por un entrelazado complejo de estructuras neuronales, ya sean circuitos, núcleos o la corteza cerebral misma. Los núcleos y la corteza son conjuntos de cuerpos neuronales desde donde se proyectan los axones por donde viaja la transmisión del impulso neural. Los circuitos son los cordones de axones en conjunto. Quizá le ayude al lector pensarlos en forma de mecates de ixtle, sólo que no están trenzados. Cada mecate es un cordón conformado por varios cordones menores, pero aún gruesos, y cada uno de estos cordones menos gruesos está conformado, a su vez, por una buena cantidad de hilos delgados de ixtle. Los cordones que componen los mecates van trenzados; los circuitos neurales, no. Además hay que agregar que cada uno de los axones que conforman estos complicados circuitos, está ensamblado de una manera altamente organizada, de tal forma que llega a neuronas específicamente correspondientes. De este modo tan fabuloso se distribuye toda la información en nuestro cerebro. 

Lo que entendemos, en relación con las emociones, es que hay un orden de fases sucesivas en la experiencia emocional a nivel neuronal. La primera es la Fase Evaluativa, en la cual se observa constantemente la experiencia vivida por el individuo, calificándola como placentera o no placentera, y por medio de la cual se infiere en la experiencia corporal el agrado o el desagrado, el placer o el displacer. Posteriormente, aparece la Fase Expresiva, la cual se encarga de los cambios en el sistema endócrino, en las hormonas, y en el sistema nervioso autónomo; estos dos sistemas regulan la actividad de los órganos en general, como la piel, el corazón o los pulmones, y arman la experiencia emocional que  corresponda a la realidad vivida y, de esta manera, el sujeto puede percibirla, lo cual lo empuja a actuar con las conductas programadas y correspondientes para la situación. Después se presenta la Fase Experiencial, que es la que  se refiere a la experiencia subjetiva, es decir, es lo que pone nombre en palabras al estado interno; por ejemplo, el miedo, el enojo, la vergüenza o la culpa. Por último, se presenta la Fase Moduladora,  que es la que da cierre a la experiencia y frena la circulación de información neuronal que dio origen a toda esta experiencia emocional. Si nos concentramos en la experiencia de cualquier emoción que vivimos, podemos claramente darnos cuenta de que todo este proceso es automático, y ocurre en fracción de segundos, o en forma casi simultánea.

En cuanto a nuestro tema, las drogas y las adicciones, la primera fase es afectada de manera considerable. Los centros cerebrales del placer, que son el núcleo acumbens y algunos circuitos, son los principales involucrados en esta función de configurar la experiencia del placer y el displacer. El núcleo acumbens es uno de los núcleos llamados ganglios basales, los cuales están en la profundidad el encéfalo, debajo de la corteza cerebral, y se considera que es el principal encargado de la experiencia del placer y el displacer, y su función está fuertemente determinada por la neurotransmisión mediada por dopamina. Sabemos que todas las drogas de abuso ejercen su efecto placentero sobre este núcleo, afectando la neurotransmisión de dopamina y manipulando así la experiencia placentera o displacentera. Conforme se repite el uso indiscriminado de la droga, va a establecerse gradualmente una necesidad de consumo hasta que se establece la adicción. Aquí, recuerdo la etimología de la palabra adicto. Proviene de la palabra latina addictus, conformado por ad (proximidad, hacia) y dicare (indicar), éste último proviene de la raíz indoeuropea deik (mostrar o señalar solemnemente). Este término, addictus, durante un tiempo se utilizó en el campo jurídico para designar a un tipo particular de esclavo, y se refería a un hombre que previamente había sido libre y por acto judicial había sido adjudicado a otro en esclavitud, comúnmente por deudas. Me parece interesante, y triste, como el vocablo describe muy bien la relación del paciente con su sustancia de consumo. 

Un ejemplo al respecto de la acción sobre el núcleo acumbens, y que lo tenemos ya bien conocido, es la adicción al alcohol. Incluso, aquí puedo adelantarme en los comentarios con respecto al tratamiento. Hace ya unas décadas, se encontró que el factor que incrementa la posibilidad de que el alcohólico vuelva a ingerir alcohol, es la sensación de bienestar que produce esa sustancia; no es el sabor, el olor, las circunstancia sociales o cualquier otro factor, es específicamente la sensación de bienestar. Se encontró, también, que esa sensación se produce por un incremento en la neurotransmisión de la dopamina en el núcleo acumbens, como señalamos arriba. Después se observó que, para que el alcohol incremente los niveles de dopamina en el núcleo mencionado, se requiere la acción de endorfinas, las cuales son una de las variantes de opioides que actúan en el cuerpo. Entonces, los investigadores pensaron en usar bloqueadores de endorfinas, medicamentos ampliamente conocidos por anestesiólogos e intensivistas. Usaron primero naloxona, y encontraron muy agradables resultados: reducía la búsqueda o “el hambre” de la bebida. Sin embargo, la naloxona presentaba algunos problemas, como la duración corta del efecto,   y que su uso es intravenoso. Entonces probaron la naltreoxona, otro bloqueador opioide, y funcionó mejor. Se llegó a la conclusión de que es una buena opción como tratamiento farmacológico en el paciente alcohólico motivado a tratarse. Su uso es con tabletas de 50 miligramos. Bien usado da excelentes resultados.  

Ahora, si bien este efecto sobre el sistema de recompensa ejercido por la droga es central en la adicción, hay otros dos componentes cerebrales que lo acompañan y fortalecen. Uno es la afección en la regulación afectiva. El cerebro sano contiene sistemas y mecanismos para mantener estados emocionales dentro de rangos de estabilidad e intensidad, los cuales permiten el funcionamiento global de la persona e impiden experimentar de manera abrumadora las emociones. Este equilibrio es frágil en el cerebro del paciente adicto; los circuitos y estructuras que logran las regulaciones de la expresión emocional no son del todo eficientes, y, el malestar así generado, se agrega a la necesidad del consumo de la sustancia para mantener la sensación de placer en las diversas circunstancias de la vida. El segundo componente cerebral es la presencia de la impulsividad, en cuya definición algunos han incluido los daños en el control inhibidor de la conducta y en la capacidad para retardar la obtención de recompensa, el placer, y además, esta concepción de la impulsividad incluye la toma de decisiones de forma apresurada. 


La dinámica de estas tres afecciones en el funcionamiento cerebral nos ayuda a explicar el establecimiento del proceso adictivo en el cerebro del paciente. El daño en el sistema de recompensa pareciera que es el pivote. Si al darse el caso en el que el individuo requiere la sustancia para regular su experiencia del placer, agregamos que ya hay una dificultad en mantener una variación adecuada en las intensidades de la expresión emocional, y, por último, si tomamos en cuenta que la capacidad para refrenar comportamientos también está dañada, podemos entonces entender que el consumo de la droga, o de las drogas, por parte del paciente, se realizará de manera desordenada y arbitraria, sin importar el daño en la salud y en el desempeño sociocultural del paciente. 

Vale la pena agregar que se han identificado claramente dos de los principales factores que favorecen el consumo en el paciente con una adicción ya implantada en su cerebro, e incluso, son de los principales factores de recaída en pacientes en rehabilitación: la presencia de la droga y el estrés. Pareciera que el recuerdo automático del placer, provocado por estos dos factores, es el que incrementa la posibilidad de que el individuo opte por consumir nuevamente la sustancia. 

Antes de pasar al siguiente apartado, quisiera aportar unos pocos datos acerca de un tema de la neurobiología que sólo en determinados momentos está relacionado con las adicciones y las drogas, y con la conclusión final de mi trabajo. Me refiero a las neuronas espejo. Estas interesantes células fueron descubiertas por un grupo italiano en 1996. Son neuronas que se activan ante la sola observación de los movimientos de los otros, e incluso podrían activarse sólo con la imaginación de las conductas. Desde luego, estas células han sido tema apasionante para la investigación desde su descubrimiento. Se les relaciona con el aprendizaje de los comportamientos, con la relación entre madre e hijo de los primeros años de vida, con el aprendizaje del lenguaje, con la socialización, la empatía y otros temas. Podríamos decir que las neuronas espejo son unas de las herramientas básicas para el desarrollo de nuestra relación con los otros, con nuestros congéneres, una adquisición de nuestra carga instintiva. No necesitamos pensar ni realizar ningún tipo de elaboración para responder a las acciones de los otros hacia nosotros. Y todo indica que el desarrollo adecuado del funcionamiento de estas neuronas requiere los cuidados satisfactorios en la infancia. Aquí sólo mencionaré que es interesante relacionar el tema de las neuronas espejo y el narcisismo. 


2. Una acumulación de descuidos en el acompañamiento de nuestros hijos, dejando huellas y vacíos que se reflejan en las conductas del adulto, con dificultades en sus capacidades adaptativas, lo que produce con frecuencia un sufrimiento profundo. 


La información valiosa la encontré en la literatura de la psiquiatría y la psicología, y en el trabajo cotidiano con mis pacientes. Haciendo a un lado prejuicios y moralizaciones, es posible captar, con claridad, el sufrimiento subterráneo que los pacientes han vivido desde su infancia. Cuidados de padres que no alcanzaron a conseguir la necesaria madurez y estabilidad en sus hijos al llegar la adolescencia, y menos al llegar la edad adulta. Aquí, caben muy bien las aportaciones de dos autores en el campo del psicoanálisis: Heinz Kohut y John Bowlby.

    El primero, Kohut, dedicó mucho de su tiempo a explorar la regulación de la autoestima, y se convirtió en uno de los grandes autores en las teorías relacionadas con el narcisismo.

Dicho en forma resumida, sustentó que en los primeros meses había que ayudar al niño a satisfacer una necesidad profunda, y era la necesidad de que se consolidara la experiencia en el infante de ser un humano valioso y amado. Esto se lograba con los  primeros cuidados, que idealmente serían aportados por la madre o, en su ausencia, algún sustituto eficiente. Utilizaba una metáfora que para mi gusto es hermosa: “en el destello del ojo de la madre”. Kohut se refería a lo siguiente. Desde los primeros meses la mirada de la madre es fundamental para el desarrollo del niño, aunque en forma más amplia es la actitud completa del cuidador. En ese espejo materno, particularmente en esa mirada, puede ver sus propias reacciones y de esa manera reconocerlas. Y dado que no es posible que los cuidados de la madre se logren sin falla alguna, cada vez que ocurra una falla no traumática, una frustración digerible, habrá una repercusión psicológica favorable, una integración en la dinámica interna de esa experiencia que lo hace sentirse valioso como humano y amado. Así es, si el proceso es exitoso, ya no será necesaria la madre o el sustituto, el pequeño humano ya sabe que es valioso y amado, su interior se lo dice. Poco tiempo después, ya con más autonomía, el niño comienza otro proceso que ahora involucra predominantemente al padre, o un sustituto, y es con respecto a los ideales. En este proceso ocurre que el niño buscará un ser humano que sea ejemplo en su vida, en quien observar lo que para él y el medio es lo mejor, e imitarlo. Y como el ejemplo del padre, o sustituto, jamás transcurrirá sin errores en la relación con el niño, cada vez que se presenten estas fallas, la frustración lo llevará a absorber esos ideales relacionados con el individuo ejemplar. Si el proceso es exitoso, no necesitará posteriormente al padre o sustituto, las bases de los ideales ya están en el niño y no será necesario imitar a nadie, él tendrá para sí sus modelos internos. Ahora, cuando esos procesos no son exitosos, se encuentran consecuencias importantes en la etapa de la adolescencia y la vida adulta, a los cuales Kohut los refería como dificultades en la regulación de la autoestima. Resulta que aquellos humanos que no lograron el proceso, lo buscarán toda la vida en los que lo rodean. Quienes no lograron internalizar la experiencia de ser un humano valioso y amado, lo buscarán en forma de exhibicionismos o protagonismos, con la necesidad y demanda de admiración y aplausos con sus diversas consecuencias. Y quienes no consiguieron el proceso de internalizar los ideales, los buscarán en quienes los rodean idealizando a algunos y devaluando a otros. Estas maniobras, como se puede intuir, en ocasiones pueden ser excesivas y agresivas. 

Vale la pena compartir, de manera resumida, el mito que dio origen al concepto de narcisismo, ya que es una buena ayuda para comprender la experiencia a la que se refieren Kohut, y otros teóricos. El mito dice que Narciso era un joven hermoso, y que su madre, al atender las sugerencias de un adivino, no le permitió verse a sí mismo, sólo le concedía sentir su hermosura a través de otros que se enamoraban apasionadamente de él al verlo, a quienes el muchacho despreciaba, hasta que, por una especie de maleficio solicitado a una diosa, le fue dado verse en el reflejo de un lago en completa quietud. En un arrebato incomprensible incluso para él mismo, Narciso, tras enamorarse de la imagen que el agua cristalina le devolvía, quiso para sí su propia belleza, y al no poder tenerla, decide suicidarse. El mito nos muestra la necesidad de la admiración, experiencia y conocimiento de la belleza humana por cada individuo en sí mismo y, de acuerdo con lo que se encuentra en algunas corrientes psicológicas, debe ser en una etapa específica de la vida. Todos y cada uno de nosotros somos bellos en cuanto al milagro de nuestra concepción y de nuestro desarrollo. Y hay una etapa de la vida, la etapa más temprana, donde necesitamos vernos: vernos en los ojos de los otros, primero, y luego meter en nuestros interiores nuestra propia mirada; ver en nosotros la hermosura de lo humano, para después, una vez satisfecha esa necesidad, como lo describe Kohut, pasar a una relación más completa y madura con los demás y con la vida. Y hay que ver claramente que, si este proceso de la experiencia narcisista no se cierra, quedarán circunstancias psicológicas desfavorables: la energía psicológica será dirigida de manera predominante a conseguir miradas, admiración, aplausos e ideales, antes de dirigirse a la adaptación más amplia a la vida, a la relación con los demás y con uno mismo en sus interiores de manera adulta, a la relación con el inconsciente.

Por su lado, Bowlby desarrolló lo que llamó “la teoría del apego”. En forma resumida, lo que él mencionaba era que en el desarrollo del humano es necesaria una figura de apego, la cual tiene la función de prodigar amor y protección al niño. Cuando esto no se logra, o cuando el niño pierde esta figura de apego, las reacciones se darán fundamentalmente con tres tipos de expresión: miedo, tristeza o agresión. Y ocurre algo similar a lo que revisábamos con Kohut: cuando el proceso no se logra en la infancia, se dará este tipo de reacciones en la vida adulta. Adultos con una vulnerabilidad peculiar a las pérdidas o desapegos, adultos que reaccionarán sensiblemente con tristeza, miedo o agresión intensos al sentir pérdida o abandonos, reales, simbólicos o, incluso, imaginados.

La satisfacción de estas necesidades y sus experiencias correspondientes, se desarrollan en los primeros dos años de vida. Posteriormente adquirirá importancia la conformación del Yo o Ego. Esta es una entidad psicológica por demás importante. Podríamos decir que es el administrador o el gerente de la vida psicológica, o, si se quiere, como lo refería el mismo Freud: el aparato psíquico. Para los propósitos de este trabajo, es suficiente con que mencionemos sus funciones. Es el que distingue entre realidad externa e interna, realidad material y psicológica, controla impulsos para su adecuada satisfacción y en los momentos apropiados, se encarga de llevar a cabo la tolerancia a la ansiedad y la frustración, y de la utilización de los mecanismos de defensa para ayudar el sujeto en su adaptación a la vida. Con esto, podemos decir que una vida psicológica sana se logra con un Yo fuerte, que sea capaz de relacionarse adecuadamente con la realidad externa y material, satisfaciendo, a su vez, lo mejor posible los impulsos provenientes de la vida interna, lo cual es reflejo de una relación adecuada con el inconsciente. Y esta estructura, el Yo, comienza su estructuración después de satisfechas las necesidades narcisistas y su núcleo, por así decirlo, se consolida en la niñez para que el sujeto pueda llegar con buenas herramientas a afrontar una etapa característicamente difícil, la adolescencia, cuyo proceso finaliza con la entrada a la vida adulta. 

Con la información de estos últimos párrafos podemos vislumbrar las dificultades en la vida del adicto: es muy común encontrar fallas en los cuidados durante la etapa de satisfacción de necesidades narcisistas, lo cual dificulta el desarrollo del Yo desde el inicio, y con ello, el joven llegará a la adolescencia con déficit y desventajas que lo hacen vulnerable. 

Creo que estos datos nos acercan al sufrimiento del abandono o la indiferencia en la infancia, el aislamiento literal o simbólico en el niño. Y nos ayudan a comprender cómo estas experiencias traen consigo un sufrimiento inmenso, que aunado a la dificultad de darle un manejo psicológico eficiente, dada la apenas incipiente capacidad de producir lenguaje, hace muy difícil para esos niños un desarrollo mental sano. En este sufrimiento, es necesario considerar que desde muy pequeños, además, ya tienen problemas psiquiátricos qué atender y que no son fáciles de detectar, padecimientos como trastorno por déficit de atención, ansiedad social, muy frecuentemente depresión, trastorno por estrés postraumático, sólo por mencionar algunos ejemplos.

Y aquí nos acercamos ya a etapas más avanzadas en su desarrollo. Muchos de estos niños, cuando llegan a la adolescencia, con ese sufrimiento arrastrado desde pequeños, y además siendo muy frecuentemente “la oveja negra” de la familia, del salón de clases, o del grupo al que pertenecen, cuando llegan a la adolescencia, decíamos, obviamente se acercarán a los que son iguales a ellos, en busca de la aceptación, el espejeo, la identificación, los ideales, el apego que mencionábamos anteriormente. Desde luego, será frecuente que hallen lo deseado en grupos que presentan esta misma problemática, pero que son al mismo tiempo grupos que los entienden y los aceptan como son. Aquí, es útil lo que comentaba el analista junguiano Luigi Zoja, que la experiencia de la fraternidad no se da en estos pacientes, sino que la buscan durante y después de las etapas de desarrollo de la vida y en grupos de individuos que son similares a ellos. Es algo similar a lo que comentamos con las ideas de Kohut, pero creo que nombrarlo ahora con la palabra fraternidad, nos ayuda a acercarnos más a esas experiencias difíciles que los acompañan. La palabra tiene origen latino y hace referencia a hermandad, es decir, muchos de estos humanos no sólo buscan espejeo de sus emociones y de su valor como humanos, ni sólo figuras de apego, buscan sentirse parte de la humanidad, de la especie. El sufrimiento es hondo. Al no experimentar esta fraternidad de manera profunda y determinada, el adicto, e intuyo que también el narcotraficante, lo buscará después en su grupo de consumo y en el ambiente general de las drogas. 

Regreso a las paternidades que no lograron consolidar madurez en el adolescente y el adulto que desarrolla adicción. Considero preciso comentar lo siguiente. Los padres de los pacientes adictos, con mucha frecuencia también tuvieron las mismas carencias afectivas primordiales, y por lo tanto, la actividad de juzgar o, en el mejor de los casos, educarlos para “ser buenos padres”, sería insuficiente, o incluso inapropiado, ya que  no se puede educar en una actividad tan compleja, trascendental y difícil, como la paternidad o maternidad, si no hay los elementos psicológicos básicos para ello. Y por otro lado, esta situación promueve la tendencia a perpetuar el problema, dado que se transmite a las próximas generaciones una dificultad para realizar buenos cuidados parentales. Si se toma en cuenta este comentario, y si se ve que el actual problema de la drogadicción es de salud pública, convendría que aceptáramos que una base subyacente clara es la propagación de estas dificultades en los cuidados parentales de nuestros niños, circunstancias dadas, posiblemente, por la situación sociocultural jamás antes vista. Hablamos mucho de la carencia de valores y de espiritualidad en nuestra cultura, pero poco se habla de estas carencias afectivas básicas; carencias posiblemente dadas por la exigencia constante y excesiva de esta cultura de producir dinero y materia para ella. John Bowlby lo llegó a decir de una manera clara. Se los comparto: “La energía que el hombre y la mujer dedican a la producción de bienes materiales aparece cuantificada en todos nuestros índices económicos. La energía que el hombre y la mujer dedican a la producción, en sus propios hogares, de niños felices, sanos y seguros de sí mismos, no cuenta para nada. Hemos creado un mundo trastornado”. 

Otro tema que habría que apuntar es la comorbilidad. Este concepto se refiere a la presencia de dos patologías al mismo tiempo, en un mismo individuo, y que con frecuencia se alimentan mutuamente. Encontramos que todas las drogas empleadas con un patrón de abuso tienen efectos paliativos sobre muchos de los síntomas que aparecen en la mayoría de los trastornos mentales. El paciente con adicción, en su búsqueda de la regulación del placer, y al mismo tiempo, de una mejoría en el malestar interno, corre el riesgo de desarrollar una relación adictiva con la sustancia o sustancias que originalmente le hacían sentir una mejora efectiva de su malestar. Un ejemplo socialmente asimilado es el alcohólico, quien a partir del sufrimiento dado por un trastorno depresivo, consume alcohol en búsqueda de un alivio que sabe de antemano pasajero, y que, sin embargo, tras los efectos de la intoxicación, se incrementa cuando ha pasado el efecto del alcohol.

Con lo mencionado hasta el momento acerca de la vida temprana del paciente adicto, vislumbro que: el adicto, obviamente, busca placer en la droga, pero no consume por placer, consume porque sufre.   


3. La desaparición de actos que hacían vivir al ser humano el paso de la niñez a la vida adulta: los ritos de iniciación.


Luigi Zoja hace un apunte interesante en el campo de la antropología. Se refiere a la experiencia de los ritos de iniciación. Estos ritos, también llamados de pasaje, tienen una larga historia, pero lo importante para la observación de este autor es su función en el desarrollo psicológico del individuo. Una de las finalidades de esos ritos ha sido dar paso, a los jóvenes, de la niñez a la etapa adulta, de esta manera se les ayuda, a su vez, a buscar un rol específico en la sociedad. La opinión de Zoja es que estos ritos han desaparecido y, al no realizarse en las sociedades modernas, el adolescente con riesgo a desarrollar adicciones como las que venimos comentando, tomará el mundo de las drogas  como una alternativa de iniciación y esto contribuirá con el desarrollo del trastorno adictivo.

La opinión de Zoja parece ser interesante. Sin embargo, me parece insuficiente, al menos para estos tiempos. Por un lado, los ritos de iniciación propiamente dichos no han desaparecido, hay sociedades que, de manera paralela a la cultura occidental, los siguen practicando. Con respecto a los primeros, pueden ser ejemplos los ritos realizados en algunas sociedades judías e hindúes. En lo que toca a Occidente, un ejemplo claro de iniciación es la universidad, pero hay más. A su vez, en la cultura occidental, si bien esos ritos no tienen la misma estructura, hay sucedáneos que buscan, o al menos encaminan hacia, la misma finalidad. Lo que parece acertado en la opinión de Zoja es que la cultura occidental, nuestra cultura predominante, que suponemos es la principal generadora de adicciones, sí ofrece a los jóvenes la entrada al mundo de las drogas como una experiencia de iniciación. En ella, el individuo logra encontrar identidad, fraternidad, es decir, experimentarse dentro de un grupo privilegiado por experiencias que sólo pertenecen a ese mismo grupo; sin embargo, lo que no logra, es ingresar a la etapa adulta de la vida. Característicamente la psicología del paciente adicto tiende a tener características infantiles, y no logra las exigencias que como adulto pide la cultura que favoreció su adicción.   


4. Una dificultad colectiva para aceptar y manejar consciente y responsablemente lo que se ha dado en llamar la maldad humana.


En una ocasión vi un programa de televisión, de esos que exponen casos poco comunes, en el que presentaron el de una niña de nueve años que fue atacada por un puma en los bosques de California. La niña paseaba con su madre por un bosque de ese estado norteamericano. La pequeña se adelantó; de un momento a otro la madre oyó el rugido del puma, seguido de los gritos de su hija, y entre gritos naturalmente de terror la mujer corrió en dirección al pedido de auxilio; la presencia de la madre hizo que el puma dejara a la niña. Lamentablemente la pequeña había perdido un ojo en el ataque. Después de ser tratada en el hospital, y de que las otras heridas fuesen curadas, tanto la madre como la hija aceptaron ser entrevistadas por la televisión. El entrevistador, a mi parecer, hizo una pregunta acertada: “¿Tú pedirías que se matara a ese puma?” La niña contestó: “No, el puma reaccionó como tenía que reaccionar, yo fui la que me metí en su territorio.” 

Minutos más tarde, apagué el televisor y me quedé sentado en el sillón. Pensé que si una niña de nueve años que fue atacada por un puma llegó a tener la sabiduría de no atribuirle maldad al animal, yo tenía algo que aprender de eso. Me pregunté si era coherente que toda una cultura le impusiese atributos morales a un animal, a una planta, o incluso a una sustancia química. Reflexioné que lo que se vislumbra son los objetivos psicológicos que, posiblemente sin saberlo, se persiguen cuando, con un juicio poco meditado, decimos que la droga por sí misma es mala. Con toda seguridad, cada uno de nosotros prefería decirse a sí mismo: “Yo no tengo la culpa, es culpa del padre o de la madre de quienes padecen adicciones, a quienes no les fue posible darles una mejor guía por las circunstancias que fuera. Es la droga, no mi sociedad, ni mi cultura, la responsable de tantas dificultades que pasan entre nosotros”. Con cierta temeridad, me plantee que la droga no es buena ni mala, sino que quienes le damos un uso adecuado o inadecuado somos nosotros. A partir de ahí pensé en otro tipo de adicciones, como por ejemplo la adicción al sexo, al poder, a los carbohidratos.

Creo que aquí se involucra un tema escabroso. Me atreveré con humildad y respeto a compartir mi opinión. Me parece que hay una tendencia social y cultural a utilizar las palabras “bondad” y “maldad” de manera indiscriminada y frecuente. Creo que con su uso se da una especie de hábito psicológico. Me refiero a la costumbre de juzgar, la cual estorba de manera considerable nuestra relación con la realidad, con los demás y con nosotros mismos. Es un tema amplio, espinoso, y sin duda profundo que no corresponde a mis objetivos en este texto, pero creo que puedo dar una especie de introducción con respecto a mi opinión en unos pocos renglones. En la teoría junguiana se reconocen dos tendencias instintivas, opuestas entre sí, que el mismo Jung denominó la persona y la sombra. La primera se refiere a la necesidad de acomodar, consciente o inconscientemente, las características personales que el transcurso de la vida hace ver al individuo como valiosas, útiles y presentables a los demás, en su adaptación social y en la vida en general. De esta manera se configuran máscaras, por decirlo de alguna manera, para los distintos ambientes donde se desenvuelve el sujeto. De hecho, a esta tendencia, técnicamente un arquetipo, Jung la denominó persona, haciendo referencia a la palabra griega prosopon, la máscara utilizada en el teatro griego. Detrás de la persona ⸺ese conjunto de máscaras que cada uno configuramos⸺, se encuentra la sombra. Aquí se organizan y almacenan todas aquellas características que el desarrollo llevó al individuo a considerarlas indeseables o inaceptables, a sacarlas del repertorio de máscaras que se configuró para sí mismo. Desde luego, esta dinámica es preponderantemente inconsciente, y cuando el sujeto no ha desarrollado una buena relación con estos últimos componentes, la sombra los proyectará en los demás, reconociéndolos como no suyos y sí de los otros. Y es aquí donde se da esa dinámica psicológica en el campo de la moral, la cual favorece la costumbre de juzgar. Creo, también, que por razones histórico-culturales, nuestra cultura actual favorece esta tendencia. Y de una manera no sencilla llegamos a las circunstancias en las que se configuran escenarios peculiares, que pueden moverse entre  lo chistoso y lo irritante; dicho con todo respeto. Me refiero a escenarios donde flota entre nosotros eso que llamamos “maldad”, mientras en conjunto nos percibimos como “buenos”, por lo que entonces nadie es productor ni responsable de aquella “maldad flotante”. Y como alguien, o algunos, serán los que “deban” cargar con esa “maldad”, habrá a quienes haremos proclives a ser calificados como “malos”, o con sinónimos morales, claros o encubiertos, de esta palabra. Entre estos grupos están, desde luego, los adictos, pero hay más. Y habría que agregar que dentro de los mismos grupos calificados como “malos”, existe una tendencia a calificar a los otros también como “malos”. Lo que me ha enseñado mi profesión es que la primera función psicológica útil para acercarme a la realidad, interna o externa a mí, es la sola  observación, sin compañía de otros componentes como el pensamiento o los sentimientos, mucho menos los juicios morales, y entonces, a partir de ahí, se hace posible analizar de manera más objetiva la situación que sea, dejando hasta el último consideraciones morales, si es que fuese necesario. Lo anterior, además, es aplicable a la relación con el mundo y con uno mismo.

Les comparto dos versículos del Eclesiastés que, supongo, pueden referirse a este tema: “Contempla la obra de Dios, porque ¿quién podrá enderezar lo que Él torció? En el día del bien goza del bien, y en el día del mal reflexiona que lo uno y lo otro lo ha dispuesto Dios, de modo que el hombre nada sepa de lo por venir”. Eclesiastés 7, 13-14.


Aquí terminan mis comentarios acerca de los cuatro pilares que a mi parecer dan sustento al fenómeno social y cultural de las drogas y las adicciones. Ahora, me gustaría agregar unos comentarios con respecto al trabajo clínico, y de prevención, con estos pacientes fundamentados en el esquema que elaboré.

En el campo clínico, estas ideas pueden reforzar la visión ya conocida, el fenómeno de la drogadicción es multifactorial y cada factor tiene su propio manejo. La intoxicación y la abstinencia se tratan con lo que corresponde, medicamentos. La dependencia y los trastornos comórbidos con medicamentos y psicoterapia. Y los trastornos de la  personalidad y la conducta, con psicoterapia de la modalidad que corresponda: individual o de grupo, cognitiva, conductual, analítica, o intervenciones alternativas como la terapia de los doce pasos o las que sean útiles para las circunstancias clínicas encontradas en cada paciente en particular, temas en los que no me voy a detener. Considero más relevante lo que se puede encontrar con respecto al trato con el paciente adicto. No es suficiente sólo la indicación del tratamiento, como en otras enfermedades; la relación médico paciente es primordial. Para que esta relación tenga éxito, requiere de la empatía como un componente indispensable, a través de la cual se puede captar realmente el sufrimiento del adicto; al mismo tiempo, la empatía, como decíamos párrafos arriba, es una necesidad fundamental que el paciente vive como no satisfecha, de tal manera que, al usarla como una herramienta indispensable de diagnóstico, también sirve como recurso para favorecer la motivación del paciente y acepte un tratamiento. Desde el inicio es importante que el profesional muestre una escucha genuinamente interesada, y que sus expresiones verbales y no verbales estén libres de juicios morales, y sobre todo de prejuicios. Cuando el paciente experimenta la empatía desde las primeras entrevistas, con frecuencia se logra una mayor posibilidad de acercarlo a su problema para un proceso terapéutico integral. Otra idea muy importante es la de la actitud básica de los profesionales: médicos, psicólogos, trabajadoras sociales y los adscritos a áreas de atención para este problema, ante los pacientes adictos. Muchas veces nuestra actitud está basada en una especie de pedestal de la profesionalidad, y caemos en papeles que no nos corresponden: redentores, salvadores, corregidores, consejeros. La función de nosotros, en realidad, está dada por la situación misma del paciente, por su diagnóstico, y por el papel que desempeñaremos dentro del equipo necesario para enfrentar casos de drogadicción; el tratamiento hecho por un solo profesional, por lo regular tiende a fracasar. Con esta confusión de papeles, muchas veces hacemos intervenciones inadecuadas, por ejemplo: regaños, sermones, indicaciones frías, abuso de poder, u otras. En mi experiencia, lo que mejor funciona es una actitud respetuosa, sin actitudes autoritarias; si el adicto acepta ser tratado, con nuestra propuesta de tratamiento, es posible atender el problema favorablemente, si no quiere, las posibilidades de atenderlo son mínimas y su posibilidad de rehabilitación disminuye. Esto es duro y difícil de decir.  En mi experiencia, cuando los pacientes con adicciones ofrecen resistencia a cualquier tipo de tratamiento durante nuestras primeras entrevistas, prefiero ser claro con ellos, y les digo sin rodeos: “No puedo decidir por ti, es tu cerebro, no el mío, es tu vida, no la mía; si quieres que intente ayudarte en la forma que yo puedo, y que ya te expliqué, con mucho gusto, pero si no, no deja de ser decisión tuya”. Para mi sorpresa, muchos de estos pacientes son los que piden otra cita, o aceptan iniciar un tratamiento. Por supuesto, se presenta una situación difícil con la familia; por una parte su intervención puede crear resistencia en el paciente, y por otra, la propia familia puede poner resistencia si se le sugiere que ella misma participe en un tratamiento. ¿Qué es lo que se le puede ofrecer cuando se involucra, y el paciente no acepta tratamiento? La respuesta más acertada es que hay tratamiento para ellos, independiente del tratamiento para el paciente; debe decírseles de manera clara que no se puede hacer más. Vale la pena señalar que muchos de los casos rebeldes a la intervención profesional, los que rechazan el tratamiento, pueden también ser ayudados por los programas de doce pasos. 

Con respecto a la prevención, hay dos puntos que pueden ser útiles a estas ideas. El primero, es que si aceptáramos que hay una tendencia en el ser humano para consumir sustancias que alteran el estado de consciencia, y si admitiéramos la necesidad de utilizar lo menos posible la actividad de juzgar, podríamos reconocer que las adicciones siempre van a estar presentes, y podemos anticiparnos poniendo en práctica alternativas de prevención. Dadas así las cosas, podríamos, por ejemplo, dirigirnos específicamente a grupos de alto riesgo, como son los adictos intravenosos a sustancias, los opioides o la cocaína, por mencionar ejemplos, y que, en estos casos, llegan a  usar agua no esterilizada o a compartir jeringas en los grupos de consumo, y por estas prácticas con precarias medidas de higiene, pueden desarrollar endocarditis bacteriana o SIDA. La sociedad requiere realizar campañas masivas dirigidas a los sectores más propensos a la drogadicción, incluso a quienes ya son adictos, haciéndoles saber, cuando menos, los riesgos de no utilizar agua esterilizada para la aplicación de inyecciones, los grandes problemas de salud a los que se exponen con el uso compartido de jeringas; a partir de estas campañas podrían evitarse maneras crueles de morir, y una ayuda sumamente cara para las familias. El otro aspecto a considerar son los programas preventivos dirigidos a niños y adolescentes, que implican talleres, pláticas, cursos, o cualquier otra clase de actividades que requieren paciencia, tranquilidad, escucha, atención. Obviamente, esas actividades no pueden llevarse a cabo con niños o adolescentes con trastorno por déficit de atención-hiperactividad, trastornos depresivos, fobia social, u otros trastornos psiquiátricos. Por lo tanto, tendríamos que diseñar y realizar programas para aquellos individuos que son los que principalmente están en riesgo.

Finalmente, abordaré el campo sociocultural, el cual me hizo releer con atención el texto que dio origen a la presente reflexión. En general, se percibe el consumo de las drogas, y sus fenómenos relacionados, como un problema mundial de salud pública; por lo tanto, cabe la siguiente reflexión: cada una de las distintas epidemias o enfermedades de alta frecuencia que hemos afrontado como humanidad, a final de cuentas han exigido de nosotros el reconocimiento de necesidades no satisfechas y los cambios necesarios para la correspondiente satisfacción de esas necesidades, y así poder continuar nuestra adaptación, desarrollo y supervivencia como especie. A partir de este planteamiento cabe preguntarnos: ¿Qué necesidades insatisfechas pone frente a nosotros esta alta frecuencia de adicciones? ¿Qué cambios serán los que pide para nuestra supervivencia y desarrollo colectivo?

Intentaré, primero, plantear la situación con los datos aportados hasta aquí. Observo que un grupo de seres humanos ha desarrollado una condición que actualmente en psiquiatría denominamos trastorno por consumo de sustancias, que en términos comunes corresponde a la adicción a las drogas. El padecimiento consiste en el consumo repetitivo, y desordenado, de sustancias que alteran el estado de conciencia y la regulación del placer y displacer debido a que el cerebro contiene receptores específicos para ellas. Si bien el uso antiguo de sustancias naturales que alteran la mente tenía un propósito espiritual, las drogas modernas producen además degeneraciones neuronales que conllevan consecuencias sociales y sanitarias que terminan siendo perjudiciales para el colectivo humano. Dichas sustancias fueron utilizadas satisfactoriamente en otros tiempos para estimular un encuentro con uno mismo y no un escape, una búsqueda y no una pérdida de nosotros mismos, una sanación del alma y no una enfermedad mental. Asimismo, encontramos que impactaron positivamente en construcciones artísticas y espirituales, en la elaboración de ritos y de mitos, incluso en una convivencia social menos alienada y en el desarrollo de prácticas medicinales. En la actualidad existe la paradoja de que muchos de los síntomas de los trastornos psiquiátricos comunes reducen su intensidad con el uso de sustancias adictivas, lo cual refuerza la posibilidad de que el individuo continúe con la necesidad de mantener los efectos favorables, y con ello se estimule la adicción. En ejemplos concretos, la droga reduce algunos síntomas de padecimientos mentales, como la ansiedad, la depresión, por mencionar los más comunes. Más aún, observamos que en toda la actividad y la convivencia social que implica el consumo, el adicto busca llenar lagunas de carencias afectivas tempranas que tienen que ver con la fraternidad y los cuidados amorosos más elementales para la regulación de su autoestima. Estas atenciones primordiales, aquellas que fortalecen un desarrollo sano, deberían provenir de los padres o los tutores durante la niñez temprana; si éstos no son prodigados, lo que podríamos llamar el alma del sujeto queda en una situación vulnerable. Generalmente estas personas no logran un desarrollo psicológico óptimo para la vida, y los hábitos de nuestra cultura no ofrecen el ambiente propicio que estimule un desarrollo armónico del alma ni una ubicación precisa del individuo en roles sociales que, nos guste o no, se han vuelto requisito para formar parte de la comunidad. Como se ha sostenido en el presente texto, el hecho de que exista una tendencia moral para calificar de “buenos” y “malos” los actos de una persona degenera el ambiente adecuado para la prevención de estos padecimientos y, otra vez paradójicamente, los favorece. 

Pareciera que las necesidades que asoman, tienen que ver con un alejamiento de nuestra propia condición natural y anímica, en tanto que hemos dejado de utilizar recursos que encontramos en la naturaleza misma y que nos han acompañado favorablemente en el desarrollo de sociedades, civilizaciones y creaciones culturales, como elementos que han dejado huella en nuestro ser colectivo, y que ahora utilizamos como medio de diversión, distracción, y enriquecimiento económico, sin darnos cuenta, en nuestro día a día, de que esos mismos recursos, las sustancias ahora adictivas, siguen logrando sus efectos. El adicto de los cinturones de miseria que usa inhalables, el del antro de la colonia rica que consume tachas o cocaína, el pandillero de barrio que fuma cristal, el alcohólico de buró o de grupos de amigos de todas las clases sociales, el jovencito vergonzoso que usa marihuana; en fin, los distintos y múltiples consumidores adictos de drogas buscan propositivamente, en general, la diversión y la distracción, sin percatarse de que, a su vez, esas sustancias han cumplido funciones que se configuraron en la relación con la humanidad desde nuestros ancestros: estados alterados de consciencia para el contacto con uno mismo y lo trascendente, la convivencia fraterna con los otros, el alivio de síntomas de diversas enfermedades, la elaboración de ritos y mitos que contribuyen con la conformación de creencias y costumbres, entre ellos también actos que colaboran con el paso de la niñez a la etapa adulta. Y mientras las personas recurren al hábito del consumo de sustancias, nuestra cultura va conformando grupos donde colocará la mirada colectiva para localizar en ellos lo identificado con la palabra “maldad” en su búsqueda constante de liberarse de su peso. Aquí observamos los cuatro pilares que menciono desde el principio. A este conjunto de sucesos se agrega, además, la derrama económica que se produce. Todo indica que hemos logrado un circuito sociocultural bastante curioso y contradictorio: crear la necesidad de solucionar necesidades que los necesitados desconocen y suponen que no requieren solucionar, mientras buscan solucionar sus necesidades de distracción y diversión, que son, a su vez, necesidades creadas por la cultura; es decir, una cultura de necesidades creadas para solucionar las necesidades morales, económicas y otra, que comentaré al final. Una manera más de verlo sería: una cultura que, mientras descuida algunas necesidades naturales, logra crear necesidades no naturales con insatisfacción interminable. Lo que sí es necesario es darnos cuenta, entre otras cosas, de que si bien hemos creado formas de vida que nos han dado beneficios, también nos han provocado daños; por ejemplo, del consumo de drogas a la identificación con fenómenos como la adquisición de dinero, que equivale por sí misma a una posición moral dentro de la sociedad, y que genera valores que muchas veces desplazan actividades más importantes, en este caso, tareas tan delicadas y sensibles como los cuidados fundamentales y prioritarios de nuestros hijos, niños y adolescentes. De tal manera que, si lográramos atender satisfactoriamente estas necesidades, nos estaríamos reencontrando con aspectos importantes de nuestra propia naturaleza, sin forzosamente aventar por la puerta mucho de lo valioso que hemos conseguido.

Podemos reforzar esta idea del alejamiento de nuestra naturaleza, si tomamos en cuenta otros datos que nos ofrece la psiquiatría. Me refiero al incremento considerable en la frecuencia de trastornos depresivos y trastornos de ansiedad en las últimas décadas, los cuales también son considerados como problemas de salud pública. En el caso de los trastornos depresivos se afecta el núcleo acumbens y circuitos relacionados con la regulación del placer, de forma similar a lo que ocurre en el caso de las adicciones, además encontramos daño en el funcionamiento del hipotálamo, que es el centro regulador hormonal y del sistema nervioso autónomo; incluso hay afección de la corteza prefrontal, la cual es la reguladora, entre otras cosas, de la actividad psicomotriz y del pensamiento. En el caso de los trastornos de ansiedad, se afectan los sistemas de defensa ante el peligro, los cuales pareciera que están orquestados en el cerebro como lo está la relación entre presa y predador. Estos trastornos consisten en la activación de las conductas y emociones relacionadas con el peligro sin que haya peligro. Hay que apuntar, además, que en estas condiciones clínicas, como en la mayoría de los padecimientos psiquiátricos, la vulnerabilidad al estrés es un componente inevitable en su desarrollo. Al agregar estos datos a los ya compartidos acerca de las drogas y las adicciones, podemos decir que hemos generado enfermedad frecuente en nuestra relación con el placer, con la experiencia viva de nuestras emociones, que es nuestra parte más animal, y con los mecanismos que nos ha dado la naturaleza para afrontar el peligro, al mismo tiempo que hemos generado circunstancias de vida humana que provocan tensiones para las que la evolución no preparó al organismo. Sin necesidad de entrar en detalles, es importante tomar en cuenta el incremento de los intentos suicidas y los suicidios consumados en las últimas décadas. 

“El que no conoce la historia, está condenado a repetirla”. Esta frase, que ya resulta un lugar común, puede llevarnos a reflexiones más profundas de lo que pudiera tomarse de ella. Si conocemos la historia, ¿por qué continuar igual?, ¿se nos dificulta cambiar porque hemos creado una necesidad con fines económicos y sus ambientes propicios? Ahora, si condenamos a repetir la historia al que no la conoce: ¿a qué condenamos al que no se atreve a imaginar la historia escrita en un futuro? Podemos observar que tenemos buenas habilidades en cuanto a nuestra percepción de la historia y del análisis de nuestro pasado, pero no parece evidente que tengamos desarrollado un sentido de lo que viene, y menos una visión colectiva del porvenir. Y creo que a partir de aquí surgen preguntas y planteamientos que pueden ser interesantes: ¿cómo nos observarán nuestros descendientes en cincuenta, cien, quinientos o mil años? Tenemos concepciones de quienes nos antecedieron en estos mismos periodos de tiempo, pero, hacia el futuro, ¿qué opiniones elaborarán nuestros descendientes acerca del manejo que hacemos del dinero y de la economía, de nuestra tendencia a juzgar, de nuestras concepciones de la bondad y la maldad, del lugar que le hemos dado al otro en nuestras civilizaciones, de nuestra manera de vivir las necesidades narcisistas, de nuestras estadísticas de la psicopatología que padecemos? ¿Qué podrán ellos observar sin gran dificultad, como nosotros observamos a las civilizaciones que nos precedieron, acerca de las fuerzas y debilidades de la civilización que hemos logrado? ¿Qué tecnologías no hemos inventado aún, y que para ellos serán indispensables en sus vidas, por las cuales nos calificarán con la palabra “primitivos” o algún sinónimo apropiado para su lenguaje? La búsqueda de respuestas lo más objetivas y creativas posibles, mientras pienso en el futuro, traen a mi cabeza una palabra útil e interesante: evolución. Si seguimos la tendencia de este trabajo, tendríamos que explorar, bajo esta perspectiva, abordajes posibles para las problemáticas que nos plantean los cuatro pilares que propongo como principal sustento del fenómeno de las drogas y las adicciones. Pero más allá de la exploración, considero conveniente compartirles una experiencia relativamente reciente que me ayudó a estructurar mis pensamientos con respecto a lo que concluyo en este texto. 

A mediados del año 2018 visité, en un viaje familiar, el Jardín Surrealista de Edward James, ubicado en el municipio de Xilitla, en la Huasteca Potosina. El terreno abarca varias hectáreas, puede ser visto en internet, y lo han convertido en un museo. Su constructor fue un inglés adinerado amante del surrealismo y mecenas de Salvador Dalí y Leonora Carrington. Yo conocía la zona, la había visitado muchas veces en mi juventud porque allá realicé mi servicio social como pasante de medicina y, en aquellos tiempos, estaban a disposición pública unas pozas de agua fría que a la fecha llenan un arroyo; esas pozas son parte de la construcción, y ahí acudíamos con frecuencia a refrescarnos del calor. Sin embargo, nunca vi el jardín, o El Castillo del inglés, como lo nombraban los habitantes de Xilitla. James, además de ser mecenas de artistas surrealistas, también intentaba llevar a cabo creaciones artísticas por su cuenta, entre ellas, diseñó y realizó, con la ayuda de un carpintero de las cercanías, una cantidad considerable de construcciones con yeso inspirada en la corriente surrealista, construcciones que son verdaderamente interesantes y bellas. Durante el viaje, el guía relató la historia y describió detalles de las construcciones que pudimos apreciar; entre las tantas cosas que platicó, dijo que uno de los deseos originales de Edward James, después de conseguida la construcción del jardín, era dejar que se lo comiera la selva, en tanto que se trata de una zona de bosque selvático en la Sierra Madre Oriental. Esa fue la razón por la que no conocí aquel jardín en las visitas de mi juventud. Años después, dio inicio el proyecto para hacerlo museo. No deja de ser interesante y agradable el deseo de Edward James; sin embargo, me pareció enigmático. Después de conocer estos datos, mientras apoyaba la mano derecha en una de las múltiples construcciones, sin querer, porque no estaba permitido, percibí que se hallaba cubierta de musgo; al darme cuenta retiré la mano para respetar la prohibición, pero advertí que, como lo había deseado James, la piedra y el musgo habían conformado un solo cuerpo. Inmediatamente después, como si se tratase de un relámpago, apareció en mi mente una comprensión acerca del deseo de James de que su obra fuera devorada por la selva: se trataba de una fantasía de la muerte. No pude evitar pensar que eso mismo pasará conmigo y con todas las personas; cuando llegue la muerte, seremos reintegrados a la naturaleza. La reflexión no se detuvo ahí, hizo que observara la naturaleza completa, por decirlo así; si bien somos naturaleza, no alcanzamos a ver todo aquello que nos contiene y nos rodea, el constante trayecto de la vida hacia la muerte, y que nosotros, como humanos, sentimos personal, como si viviéramos aparte de los procesos naturales, como si la disolución no estuviese implicada en el proceso creador que dio origen a todo lo existente, es decir, al Universo. El ramaje espontáneo devorando la arquitectura diseñada de un jardín no sólo me produjo vértigo, sino que me llevó a la introspección de nuestra especie, donde todos seremos reintegrados al proceso de disolución y creación, y quizá para mitigar el estremecimiento, la memoria me trajo dos versos de Octavio Paz:  


“…el agua es fuego y en su tránsito

nosotros somos sólo llamaradas…”


Esta anécdota y su reflexión, al contener en sí la relación vida-muerte y la relación inmanente-trascendente, me hace pensar en nuestro quehacer cotidiano de médicos y profesionales de la salud en general, los que atendemos pacientes adictos y psiquiátricos o, incluso, con respecto a todo tipo de pacientes, la medicina en su conjunto. Nuestro recurso más adorado, el pensamiento científico, sumamente útil en más de un sentido, no es suficiente, no alcanza por sí mismo para que logremos una captación completa de la realidad en que vivimos; por lo tanto, la realidad que captamos de nuestros pacientes es incompleta con lo que logramos ver en nuestro trabajo clínico como lo realizamos de manera habitual. Sería muy útil aprender cuándo mantenernos en el pensamiento científico y cuándo trascenderlo, cuándo darle vida y cuándo darle muerte, simbólicamente, para tomar otros recursos del conocimiento, a los que a su vez deberíamos darle el mismo manejo, creando así una dinámica intelectual afectivamente sensible, por demás viva, reveladora e interesante en favor de nuestros pacientes y de nosotros mismos.

Los factores socioculturales, como solemos nombrarlos, son de enorme peso y requieren, para su conocimiento, disciplinas que no forzosamente caen dentro del campo de la ciencia. Incluso, muchas de estas materias en la actualidad suelen ser híbridas, por así decirlo, para lograr sus propósitos. Me refiero a campos como el de la antropología, la sociología, la filosofía, la historia, el área amplísima del arte, o las mismas psicología y psiquiatría. Por un lado, y de suma importancia, es necesario considerar que hemos logrado un gran cúmulo de conocimiento generado por diversas áreas del saber, las cuales hemos almacenado en documentos, y en la inercia de nuestra labor dejamos de distinguir entre el contenido del texto y la realidad concreta a la que se refiere. En un excelente trabajo de Iván Illich, encontramos dos renglones que lo describen muy acertadamente: “Al separarse el texto del objeto físico, el Schriftstück, la naturaleza deja de ser un objeto que se lee para convertirse en el objeto que se describe. La exégesis y la hermenéutica ya no son operaciones que se hacen sobre el mundo, sino sobre el texto” (En el viñedo del texto, pág. 155, FCE). Por otro lado, la versatilidad es fundamental y requiere un gran dinamismo en el caso del trabajo cotidiano con el paciente adicto, día a día, consulta tras consulta, sesión tras sesión, actividad tras actividad, tanto en el ejercicio diagnóstico como en el terapéutico. De hecho, esa versatilidad es para mí una de las características más interesantes y desafiantes; le exige a uno poner en juego destrezas y visiones de todo tipo y en constante cambio; una palabra que me ayuda a resumir esta situación es “relación”: relación entre lo que pienso y lo que siento, entre lo que percibo y lo que intuyo, entre el paciente y yo, entre hoy y ayer, entre un diagnóstico y otro, entre corrientes teóricas, en fin, entre todo lo que esté a mi alcance y logre relacionar para comprender y atender a quien tengo enfrente; esta dinámica, a su vez, provoca la necesidad de apartarnos lo más posible de establecer identificaciones, más aún idealizaciones, de cualquier tipo de preferencias. Me atreveré a compartirles un párrafo que encontré en un trabajo clásico de Octavio Paz, que puede dar respaldo y orientación a este respeto. Si bien, fue escrito para otros motivos, es útil como guía a esta visión que expongo acerca del trabajo con los pacientes: 


“¿Y no es extraordinario que, desapareciendo las causas, persistan los efectos? ¿Y que los efectos oculten las causas? En esta esfera es imposible escindir causas y efectos. En realidad, no hay causas y efectos, sino un complejo de reacciones y tendencias que se penetran mutuamente. La persistencia de ciertas actitudes y la libertad e independencia que asumen frente a las causas que las originaron conduce a estudiarlas en la carne viva del presente y no en los textos históricos.”

Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad

   

Con respecto a nuestra civilización, la reflexión que suscita el jardín de James ayuda a visualizar un aspecto de ella que me agradaría mencionar de la misma manera que lo hace Erich Neumann en uno de sus trabajos: “el tratamiento de la cultura”. En este “tratamiento”, en primer lugar, habría que trabajar para que la colectividad fuera consciente de la presencia y vida de la cultura en la que vivimos. La cultura es un objeto vivo, cambiante, no una construcción teórica o un concepto abstracto; influye de manera real y contundente en nuestra vida individual todos los días, momento tras momento. Si lográramos tomar consciencia de esta realidad, podríamos dar más cuidado a este objeto que conformamos, configuramos, alimentamos y modificamos todos y cada uno de nosotros  de manera continua. Más allá de las soluciones que podamos encontrar a estas y otras problemáticas difíciles que tenemos, entre ellas el tema de las drogas y las adicciones, hay una que las trasciende. Al analizarla, habría que observar de manera clara, aunque sea difícil, que no somos ninguna criatura especial en todo esto que hemos dado en llamar vida, ni en nuestra relación con el Universo o el Cosmos, no somos los hijos predilectos de Dios en cualquiera de sus formas, ni es certera, tampoco, ninguna otra fantasía colectiva similar. Si buscamos ser sensatos, no podríamos encontrar sustento en ninguna de esas ideas, a no ser que tomáramos de forma literal las mitologías de la creación. ¿Qué conclusión útil podríamos encontrar en estas reflexiones? Hay una que nos es difícil de tragar: en la naturaleza todo está relacionado, pero individualmente no somos necesarios para nada, excepto para nosotros mismos, y acaso para un equilibrio de la vida que no terminamos de comprender. A los únicos que les interesa nuestra existencia y les es necesaria, es a nosotros mismos, y acaso para un equilibrio de la vida que no terminamos de comprender.

Me detendré a revisar unos puntos que me parecen conectados con los párrafos anteriores. 

Sin importar quién haya tenido aquella experiencia en el jardín de Edward James, hubo un sector de la mente de aquel individuo que registró lo acontecido: analizó lo que se escuchó en la plática del guía, revisó y observó las imágenes y pensamientos que se produjeron en el interior de él mismo mientras caminaba, dirigió la atención adonde lo consideró apropiado o necesario, particularmente a aquel cuerpo consolidado entre el musgo y la construcción donde descansó su mano, y luego logró elaborar la reflexión principal; para desarrollarla, fue necesario que recordara información general y experiencias vividas acerca de la muerte, y percatarse en su momento que sentía en su cuerpo un estado emocional especial que le dio el nombre de “miedo”, lo que habitualmente sentimos ante el tema de la muerte; en ese proceso, imaginó la infinidad de hierbas silvestres dispersas y muriendo en ese momento, cadáveres de animales pequeños, como pájaros tirados entre la maleza a la espera de ser desintegrados, o cuerpos inermes de animales mayores sobrevolados por zopilotes, árboles caídos también en espera; en algún momento aparecieron imágenes con las que se había topado en internet, del átomo de hidrógeno, del Universo, y fue cuando recordó los versos de Paz. Al final de su cavilación se le ocurrió: “¿qué pasará con nuestro planeta y con el Universo si nos extinguiéramos los seres humanos? Ocurrirá lo mismo que ocurrió cuando se extinguieron los dinosaurios y otras tantas especies: nada, el planeta y el Universo persisten y continúan”. Este sector o entidad de la mente de ese sujeto es lo que páginas atrás, cuando hablamos de las carencias afectivas, nos referimos con el nombre de “Yo” o “Ego”. *Como dijimos, es una estructura por demás necesaria en la dinámica de la psique, y aquí valdría la pena hacer algunos comentarios acerca de su interesante historia y evolución. Todo indica que en un inicio entre las personas no había diferenciación entre lo que ocurría en la naturaleza y lo que vivían en su interior, el Yo era rudimentario, se vivía lo mismo un recuerdo que una realidad, el júbilo ante la imaginación de animales de caza y la presencia misma de dichos animales, los sueños se confundían con la realidad propiamente dicha, igual que las fantasías. Con el paso de los milenios, esta estructura que denominamos el Yo o Ego se ha desarrollado de manera muy considerable. Dadas las exigencias de la vida humana, el cerebro ha logrado responder en forma satisfactoria a muchas de las demandas planteadas por el desarrollo de la civilización, en sus múltiples formas, y con esas respuestas se lograron diversas funciones psicológicas que nos permiten una relación más acertada con la realidad, con un buen grado de diferenciación. Dichas funciones van desde las más elementales, como la atención y la concentración, pasando por la memoria, la orientación, la abstracción, el análisis, la síntesis, hasta las más complejas que tienen que ver con mecanismos de defensa, el control de impulsos, la tolerancia a la ansiedad y a la frustración. Como dijimos, el Yo se encarga de administrar la energía psicológica para la satisfacción de las necesidades y los deseos, y así dirigir las motivaciones, ordenar la conducta y la atención y manejo otorgados a la aparición de los escenarios internos que se han configurado en nuestra historia personal, y, que de acuerdo con las circunstancias que nos plantea la vida, resurgen en nuestra consciencia; todo esa labor dirigida a una adecuada relación con la realidad interna y externa del sujeto la desempeña el Ego. Podría decirse que nuestra civilización le debe en buena medida el desarrollo tan robusto que se ha logrado con base en el pensamiento científico y la tecnología. Así es, esta estructura psicológica, el Yo o Ego, es la que nos ha ayudado a la aplicación bien adiestrada de nuestros recursos intelectuales. Sin embargo, hay por lo menos dos puntos de trascendencia que compensan y contrarrestan esa supremacía otorgada al Yo, y que me gustaría comentar.

En nuestra cultura es clara una tendencia a la identificación con, y la idealización de, esta entidad psicológica. La frecuencia con la que los individuos se identifican casi por completo con el Yo es alta; podríamos resumirlo diciendo que se ven a sí mismos como “soy lo que siento y lo que percibo, nada más”, y en realidad no es así. Podemos verlo de manera más obvia si tomamos en cuenta el concepto general de personalidad, al cual se le ha definido por medio de características biológicas, psicológicas, sociales y espirituales que conforman a un humano; dentro de esta totalidad de características están las que conforman a la estructura de la que hemos hablado. Creer que el Yo conforma todo lo que es un sujeto es desacertado. Ya pasó más de un siglo desde que Freud comenzó a hablar del inconsciente, al que más tarde le siguieron cualquier cantidad de escritores de diversas disciplinas a desarrollar el mismo tema. Luego vinieron otras escuelas y tendencias que, a final de cuentas, aunque con otra terminología, hablaron de lo mismo. A cada individuo lo conforman también todos esos escenarios, imágenes, pensamientos y emociones, almacenados de manera ordenada en su interior, y que influyen de manera definitiva, aunque indirecta, en sus acciones, y no sólo el Ego. De tal forma que, además de una idealización e identificación con el Yo, hay de manera paralela una devaluación o, incluso, una negación del resto de la personalidad. Por lo tanto, hay un descuido hacia esos otros componentes más sublimes e invisibles que conforman la totalidad del ser humano. Si bien es cierto que el individuo del Jardín de Edward James logró elaborar una reflexión gracias a la acción de su Yo y no se perdió en la naturaleza, si le fue necesario adentrarse en sí mismo, tratar de identificarse con la vida natural que lo rodeaba, imaginar que él moría y era disuelto en la materia del Universo como mueren las plantas y lo animales silvestres, imaginó a la naturaleza sin humanos, recordó eventos de muerte en su vida, e incluso pensó que el Ego hace lo mismo en relación con la vida natural del inconsciente; se trata de un juego constante de vida y muerte entre uno y otro para adaptarse a la vida cotidiana, quizá por eso aquel momento le dio la energía para disolver su Ego, y así pudo construir la reflexión: “a nadie, salvo a mí en estos momentos, le interesa mi vida humana”. Ahora, si una persona es capaz de reconocer vida en sí mismo más allá de lo que le es posible percibir, será más capaz de percibir lo que viven los otros; si no es capaz de hacerlo, se le dificultará de manera considerable conocer la experiencia de sus congéneres. 

Otro punto para recordar es que en cada uno de nosotros, antes de que comience a configurarse esta importante entidad que es el Yo, son necesarias algunas experiencias primordiales. Páginas atrás, donde me referí a las carencias afectivas, cité a Heinz Kohut, quien escribió acerca de narcisismo, y expuse, también, una síntesis del mito de Narciso. Revisamos en aquellos párrafos la necesidad humana de ser visto y atendido por los demás a una edad temprana e, idealmente, por los padres, para que con frustraciones no traumáticas en dichos cuidados pueda internalizarse la experiencia de ser un humano valioso y amado y tener también ideales propios. Es en la etapa más temprana donde necesitamos vernos a nosotros mismos: vernos en los ojos de los otros, primero, y luego en nuestra propia mirada; ver en nosotros la hermosura de lo humano. Cuando esta etapa se cumple favorablemente, resulta más sencillo deshacerse de aquella búsqueda que podríamos ver ahora como infantil ⸺propia del infante⸺, lo que nos permite dar el paso hacia una relación más completa y madura con los demás, con la vida y con nosotros mismos. Y hay que ver claramente que, si este proceso de la experiencia narcisista no se cierra, quedarán circunstancias psicológicas desfavorables para el desarrollo del Yo, y habrá deficiencias en su funcionamiento: la energía psicológica será dirigida de manera predominante a conseguir atención, admiración, aplausos, antes de dirigirse a la adaptación más amplia a la vida. 

Si observamos juntos los dos temas que abordamos en los párrafos recientes, acerca de la identificación con el Yo y la idealización del mismo, por un lado, y por otro las fallas en los cuidados iniciales para cerrar el proceso psicológico de la experiencia narcisista, podemos vislumbrar que el abordaje de los cuatro pilares que fundamentan el fenómeno sociocultural de las drogas y las adicciones, está implícito en estas dos características de nuestra cultura. Entre otras observaciones, notemos que la búsqueda de estados alterados de consciencia pueden ser expresión de la necesidad de una relación sana con el inconsciente; las deficiencias en la satisfacción de necesidades afectivas básicas es clara por sí misma; las complicaciones del paso de la niñez a la etapa adulta y la propensión a los juicios morales, se pueden observar como resultado de las deficiencias en el funcionamiento del Yo y en la inclinación a repetir la experiencia narcisista no cerrada, que en el caso de la predisposición a juzgar podemos advertir una necesidad de mantenerse en “el grupo de los buenos”, proyectando en los otros la maldad concebida por el mismo sujeto. La unión de estos cuatro aspectos alimentan una dificultad previamente advertida, en la que el Ego sustituye a la personalidad total, refuerza este proceso, además, por necesidades narcisistas, con lo que se niegan aspectos tanto necesarios como aspectos oscuros de la totalidad del ser del individuo. Podría surgir una buena cantidad de reflexiones a este respecto, pero sería tema para otro trabajo. Por el momento se cumple con el propósito de reconocer esos pilares y la descripción somera de su relación con las dos deficiencias culturales mencionadas. 

Retomemos el tema de las neuronas espejo. Se dijo que son células que se activan ante la sola observación de las conductas de los otros y que han generado interés como una de las bases de las relaciones interpersonales. Mencioné, además, que me parecía interesante su posible relación con el tema del narcisismo. Los impulsos naturales, que forman parte de nuestro repertorio conductual, no sólo actúan en respuesta a la estimulación de los componentes neuronales, más bien, las respuestas completas del comportamiento están reguladas, configuradas y guiadas por componentes psicosociales y culturales más complejos y múltiples. Entre los dichos componentes culturales que influyen en la dirección de los instintos están los mitos que, lejos de ser lo que las creencias populares refieren, es decir, mentiras, son relatos estructurados y construidos por generaciones, y que hablan de la experiencia humana colectiva. Nosotros tenemos nuestra mitología científica, por ejemplo. Al explorar en los mitos, se pueden lograr mejores comprensiones de nuestras experiencias. Ésta es una razón por la que es útil la revisión del mito de Narciso; pero además, pudiera ser un factor sociocultural que influye en la configuración integral del comportamiento relacionado con las neuronas de las que hablamos: ¿podríamos referirnos a ellas como la base instintiva de nuestras relaciones y que su actividad, en el ambiente social cotidiano, esté orquestada por el mito de Narciso? Si tomamos el predominio de este mito como conductor de la actividad de las neuronas destinada al seguimiento de las conductas de los otros, podemos visualizar que de manera colectiva el interés de las relaciones interpersonales está centrado, en la gran mayoría de seres humanos, en satisfacer  necesidades individuales, muchas veces infantiles o primitivas, y no en una relación verdaderamente dual, de otredad en el sentido social; predominan, por mucho, las relaciones con fines individualistas. Esta observación da luz a la incoherencia entre la realidad que aquí describimos y el ideal del amor, que salpica por donde uno esté; todos hablamos de él cada que podemos. No puede haber amor si las relaciones son individualistas. Sin embargo, el hecho de que exista ya el ideal, sugiere que para allá vamos. Si es acertado lo que estamos configurando, pudiéramos ver a nuestra época como los tiempos que nos han orillado a dar un salto evolutivo del mito de Narciso a un modelo dirigido a la relación interpersonal más completa, que incluya al otro y que me gustaría llamar en este trabajo Arquetipo de la otredad humana.   

Utilizo el término arquetipo como lo acuñó Jung; es decir, como una forma automática de aprehensión de imágenes o estímulos, y que corresponde al aspecto espiritual del instinto, al campo de la colectividad humana, y que, como mencionamos, es el que le da dirección. 

Antes de terminar, vale la pena recordar que mi interés en reescribir aquel texto de hace veinte años fue buscar una comprensión más amplia y profunda de temas como la violencia, el narcisismo y el uso indiscriminado de los juicios morales basados en la dualidad bondad-maldad; y referí que coincidía con una intuición que tiene que ver con un salto evolutivo. La conclusión a la que he llegado, sí respondió a ese interés. Puedo reafirmar así que son por lo menos cuatro los pilares sobre los que descansa el fenómeno de las drogas y las adicciones, el cual es trascendido por una deficiencia sociocultural para otorgar de manera eficiente, en la colectividad, los cuidados más elementales que dan los cimientos para la conformación de la estructura rectora y administradora de la mente, el Yo o Ego, a la que la misma cultura idealiza y sobrevalora, favoreciendo así una identificación de los individuos con ella; de esta manera se conforma un ambiente de relaciones predominantemente individualistas, que requiere un salto evolutivo a formas de relaciones interpersonales que incluyan de manera más amplia el interés por el otro, no sólo al interés por el sujeto mismo. 

Por último, creo que la necesidad del desarrollo de este Arquetipo de la otredad humana, más allá de pertenecer a filosofías, ideales, visiones románticas o tradiciones religiosas, es una necesidad de la supervivencia evolutiva de la especie: a nadie, no se me ocurre otra manera de nombrarlo, en este universo que habitamos, le interesa la existencia y supervivencia de los seres humanos, sólo a nosotros. 


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