Versión de Cosme Álvarez
Un trabajo que, por humilde que fuere, aspire a la jerarquía de obra de arte, debería presentar su jus-tificación en cada una de sus líneas. Y el arte mis-mo puede definirse como un intento concentrado de hacer la máxima justicia al universo visible, de llevar a la luz la verdad, múltiple y única, que sub-yace en cada uno de sus aspectos. Es un intento de encontrar en sus formas, en sus colores, en su luz, en sus sombras, en los aspectos de la materia y en los hechos de la vida, lo esencial de cada cosa, lo perdurable, su cualidad iluminadora y convincen-te, única, la verdad de su existencia. El artista pues como el pensador o el hombre de ciencia, busca la verdad y la presenta. Impresionado por el aspecto del mundo, el pensador se hunde en las ideas, los hombres de ciencia en los hechos, de los cuales emergen muy pronto para presentar su llamado a las cualidades de nuestro ser que mejor nos cua-dran para la azarosa empresa de vivir. Hablan con autoridad a nuestro buen sentido, a nuestra inteli-gencia, a nuestro deseo de paz o a nuestro deseo de inquietud; y no pocas veces a nuestros prejuicios, en ocasiones a nuestros temores, a menudo a nues-tro egoísmo —pero siempre a nuestra credulidad. Sus palabras se escuchan con reverencia, pues ellos se ocupan de materias de peso: del cultivo de nuestra mente y del cuidado favorable de nuestro cuerpo, del logro de nuestras ambiciones, de la perfección de los medios y la glorificación de nuestros preciosos objetivos.
Lo que ocurre con el artista es distinto.
Frente al mismo espectáculo enigmático, el artista desciende den-tro de sí, y en esa región solitaria de tensión y lucha, si es mere-cedor y afortunado, encuentra los términos de su llamamiento. Lo hace con nuestras capacidades menos evidentes, con la parte de nuestra naturaleza que, debido a las condiciones bélicas de la existencia, queda por fuerza fuera de la vista, encerrada en cuali-dades más duras y resistentes —como el cuerpo vulnerable dentro de una armadura de acero. Su llamamiento es menos ruidoso, más profundo, menos distinto, más conmovedor —y muy pronto se le olvida. Pero su efecto perdura para siempre. La cambiante sabidu-ría de generaciones sucesivas desecha ideas, pone en tela de juicio los hechos, demuele teorías. Pero el artista convoca a la parte de nuestro ser que no depende de la erudición; a aquello que existe en nosotros y que es un don y no una adquisición —y, por lo tan-to, dotado de constante perdurabilidad. Habla a nuestra capaci-dad de asombro y de deleite, al sentimiento de misterio que ro-dea nuestras vidas; a nuestro sentimiento de piedad, de belleza, de dolor; al sentimiento latente de fraternidad con toda la crea-ción —y a la sutil pero invencible convicción de solidaridad que conjuga la soledad de innumerables corazones, a la solidaridad en los sueños, en la alegría, en la pena, en los anhelos, en las ilusio-nes, en la esperanza, en el temor que une a los hombres entre sí, que une a toda la humanidad —los muertos a los vivos, y éstos a los aún no nacidos.
Sólo algunas de esas líneas de pensamiento, o más bien de senti-miento, pueden, en cierta medida, explicar el objetivo del empe-ño, hecho en el relato que sigue, de presentar un episodio pertur-bador en la oscura vida de unos pocos individuos, elegidos entre la anónima multitud de desconcertados, de simples, de los que no tienen voz. Pues si en la creencia confesada más arriba mora algu-na parte de verdad, resulta evidente que no existe un lugar de esplendor o un rincón oscuro de la tierra que no merezca, aunque sólo sea de pasada, una mirada de asombro y piedad. Puede afirmarse, entonces, que el motivo justifica el material de la obra; pero este prefacio, que no es otra cosa que la confesión de un esfuerzo, no puede terminar aquí —pues la confesión no se ha completado aún.
La ficción —si aspira a ser arte— recurre al temperamento. Y en verdad tiene que ser, como la pintura, como la música, como todo arte, el llamado de un temperamento a todos los otros innumerables temperamentos cuya energía sutil e irresistible dota a los acontecimientos pasajeros de su ver-dadero significado y crea la atmósfera moral, emocional, del lugar y el momento. Para ser eficaz, ese llamado tiene que ser una impresión transmitida por los sentidos; y en rigor no puede hacerse de ninguna otra manera, pues el tempera-mento, individual o colectivo, no es susceptible de persua-sión. En consecuencia, todo arte llama principalmente a los sentidos, y la meta artística, cuando se expresa en palabras escritas, también debe hacer su llamado a través de los sen-tidos, si su deseo elevado consiste en llegar a la fuente secre-ta de las emociones sensibles. Debe aspirar, con sus mayores esfuerzos, a la plasticidad de la escultura, al color de la pin-tura y a la fascinación mágica de la música —que es el arte de todas las artes—. Y sólo por medio de una inconmovible y total devoción, a la perfecta mezcla de forma y sustancia; sólo por medio de un cuidado incansable y jamás desalen-tado de la forma y el sonido de las frases, puede llegarse a la plasticidad, al color y a la luz de la fascinación mágica, para hacer que jueguen durante un instante fugaz sobre la super-ficie vulgar de las palabras: de las viejas, viejas palabras, raí-das, desfiguradas por siglos de uso negligente.
El sincero esfuerzo de llevar a cabo esa tarea creadora, de avanzar por ese camino hasta donde sus fuerzas lo lleven, de marchar sin asustarse por los titubeos, la fatiga o el reproche, es la única justificación válida para quien trabaja con la prosa. Y si su conciencia está clara, su respuesta a quienes, en la plenitud de una sabiduría que busca una ventaja inmediata, exigen de manera específica que se los edifique, se los consuele y se los divierta; que piden que se los mejore en el acto, o se los estimule, o se los asuste o se los conmueva, o se los encante, debe ser la siguiente: mi tarea, que intento cumplir, es hacerles escuchar, hacerles sentir —es, ante todo, hacerles ver por medio del poder de la palabra escrita. Eso —y nada más, y eso es todo. Si lo consigo, encontrarán aquí, de acuerdo con lo merecido: estímulo, consuelo, temor, arrobamiento —todo lo que exigen— y, tal vez, también la visión de verdad que han olvidado pedir.
Manuscrito de Lord Jim, Joseph Conrad. c.1898 |
Es claro que, equivocado o en lo cierto, quien se atenga a las convicciones expresadas más arriba no puede ser fiel a ninguna de las fórmulas pro-visionales de su artesanía, la parte perdurable de ellas —la verdad que vela cada una de forma im-perfecta— debe habitarlo como la más preciada de sus posesiones, pero todas ellas: el realismo, el romanticismo, el naturalismo e incluso el sen-timentalismo extraoficial (del cual, como de los pobres, resulta muy difícil liberarse), todos estos dioses, luego de un breve periodo de camarade-ría, deben abandonarlo —aun en el umbral mis-mo del templo— a los balbuceos de su conscien-cia y a la franca percepción de las dificultades de su labor. En esa soledad inquieta, el grito supremo del Arte por el Arte pierde el emocionante sonido de su aparente inmoralidad. Resuena muy lejos. Ha dejado de ser un grito, y sólo se lo escucha como un susurro, a menudo incomprensible, pero en ocasiones un tanto alentador.
A veces, tendidos a nuestras anchas a la sombra de un árbol, al costado del camino observamos los movimientos de un trabajador en un campo distante, y al cabo de un rato comenzamos a preguntarnos, con languidez, en qué puede andar el sujeto. Observamos el movimiento de su cuerpo, el agitarse de sus brazos, lo vemos inclinarse, erguirse, vacilar, recomenzar. El que se nos informe acerca del objetivo de sus esfuerzos puede acrecentar el encanto de una hora de ocio. Si sabemos que trata de levantar una piedra, de cavar una zanja, de desarraigar un tocón, contemplamos su tarea con un interés más real; nos sentimos dispuestos a perdonar las sacudidas de su cuerpo en la paz del paisaje; e incluso, si nos encontramos de humor fraternal, podemos llegar a perdonar sus fracasos. Entendimos su objetivo, el individuo hizo todo lo posible por alcanzarlo, tal vez era un poco débil, acaso no tuviera los conocimientos necesarios. Perdonamos, seguimos nuestro camino —y olvidamos.
Otro tanto ocurre con el trabajador del arte. El arte requiere largos esfuerzos y la vida es breve, el éxito está muy lejos. Así, dudosos de la fuerza necesaria para via-jar tan lejos, hablamos un poco sobre el objetivo —el objetivo del arte, que, co-mo la vida misma, es inspirador, dificul-toso— obscurecido por las nieblas. No se encuentra en la clara lógica de una con-clusión triunfante; no se encuentra en la revelación de uno de esos secretos inexo-rables que se denominan leyes de la na-turaleza. No es menos grande, sino más difícil.
Detener, por el espacio de un suspiro, las manos ocupadas en el trabajo de la tierra y obligar a los hombres embelesados por la visión de metas lejanas, hacerlos mirar por un momento la variedad circundan-te de formas y colores, de sol y de sombras, hacer que se detengan para una mirada, un suspiro, una sonrisa —tal es el objetivo, difícil y fugaz, y que sólo unos pocos pueden alcanzar. Pero, a veces, los merecedores y afortu-nados llegan incluso al final de esta labor. Y cuando se ha llegado ¡fíjense!, allí está toda la verdad de la vida: un momento de visión, un suspiro, una sonrisa —y el retorno a un descanso eterno.
J.C.
1897
Publicado en la revista Astillero, núm. 1, abril-mayo de 2000
Versión corregida y definitiva, julio de 2022
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