martes, 1 de noviembre de 2016

Espejo retrovisor, de Juan Villoro: El pasado cuenta aquí y ahora

Por Leonel Rodríguez
(poeta mexicano)




Para Jaime Sainz Santamaría


Un día de agosto pasado encontré un libro sorprendente: costó 49 pesos. Ni el autor ni la editorial hacían prever ese precio que, además, nunca se halla en la librería de Sanborns. Yo tenía entre mis libros de cuentos un par de ese autor, pero nunca había terminado ninguno, salvo los de ensayos. Mientras hacía rodar el libro entre mis manos (si es que un libro puede rodar) como queriendo obtener de él un heraldo que informara si me gustaría leerlo, si el tiempo era propicio para este encuentro, recordé los años en que mi primo me conversaba animadamente de sus lecturas de este autor. Yo debería leerlo. Confieso que entonces no me sentí llamado, aunque el entusiasmo genuino, jovial, de mi primo quedó en la memoria y a la primera oportunidad (que no fue la primera primera) se apoderó de mí: sucedió ese día de agosto en que hallé a precio sospechoso la antología personal de Juan Villoro titulada Espejo retrovisor.

Se trata de una selección doble: reúne nueve cuentos con diez crónicas –combinación afortunada-, espigadas de entre una obra mucho más amplia. La otra selección es la que prefiere dos entre los géneros de la prosa que ha visitado Villoro, quien también es autor de novelas y teatro; literatura para niños; prólogos y entrevistas (en este libro se incluye una: género pariente de la crónica); ensayos todos que buscan el retrato de algo movedizo, circular: partir de un momento para contar un trayecto que suele terminar en el punto de partida: cuando ha sucedido la catarsis y puede iniciar el relato que actualiza el pasado.

Es lugar común señalar la inteligencia de esta escritura y la evidente cortesía con que se desarrolla en la página. No hay peligro de que el lector se sienta intimidado en un ámbito de extrema finura: el habla de Villoro considera al lector en tanto que no es grave, es velocísima. El trabajo de su lector está en ofrecerse como caja de resonancia para esta serie de iluminaciones aforísticas de diversos registros; también debe saber ir despacio: la pausa ante el deslumbramiento, la necesidad de detenerse a saborear, a comprender con mayor profundidad.

Suelta, amable y de una mesura que quiero llamar desbordada (que no reconcentrada), la prosa de Villoro se levanta en terreno de sensatez con capacidad enorme para dar forma nitidísima a las ideas e intuiciones que lo mueven. Cuando llega a la página, la voz de su palabra ya ha incorporado la duda y avanza en una corriente de ligera y honda potencia.

La hondura toma la apariencia primera de la superficialidad. Ligereza que es la cortesía de un punto de partida. Creo que su expresión tan definida es tal en su fuerza aforística que uno puede sentirse avasallado por leerlo mucho. Esto quiere decir –en el lector que soy- que se extraña alguna niebla, alguna indeterminación que no haya sido expresada perfectamente. Digo esto pensando en algunas crónicas y ensayos, pero de ninguna manera en el par de cuentos que abren la antología, “Confianza” y “Forward » Kioto”.

¿Qué sentido tiene quejarse de la claridad en una prosa de crónica o ensayo?, ¿no es lo buscado?, ¿demuestro mi propia oligofrenia? Adelanto aquí alguna intuición para, posiblemente, cancelarla en otro momento. La claridad de esta obra es tan relumbrosa que además de ser un regalo para el lector, es una exigencia. Éste ha de proporcionar la incertidumbre, al desazón que, a mi parecer, faltan notoriamente en lo que conozco de esta obra. Es la suya una voz que evita perderse en la página publicada. De modo halagador para el público, la voz del autor entrega casi exclusivamente la parte blanda y suculenta de la presa. Después de varias ofrendas, el lector, agridulce, siente la incomodidad de necesitar algo menos hecho, algo oscuro que armonice con la urbanidad claridosa. Esta queja mía se convierte en reconocimiento de uno de los dones de Villoro; dicho sin sarcasmo: regala la añoranza por lo inseguro y lo impreciso, donde lo que vive adentro del lector puede crecer.

Inconscientemente, lo que puede incomodar de una lectura demasiado frecuente de Villoro es que la bondad de su percepción, equivalente a precisión, supera la que ejercito (¿y usted?) en lo cotidiano: el autor a veces parece haber reflexionado acerca de mi vida más que yo.

Aunque no hace antropología del lenguaje, en los cuentos “Los culpables” y “Mariachi” adapta el suyo, y su manera de razonar que el lector conoce, al ambiente propuesto: habla un cantante inmerso en el espectáculo y el mundo de las apariencias, o un hombre de la frontera norte de México, lejos de parques, escritores, colonias de clase media. Estos cuentos son estudios de otredad, impulso valioso de la obra cuentística de Villoro que halla su mejor muestra, me parece, en el libro llamado Los culpables.

Juan Villoro
Los cuentos más recientes, “Confianza” y “Forward » Kioto”, son más personales en tanto se acercan más al silencio del narrador, quien no está dominado por el lenguaje, sino que muestra momentos de incomprensión o quizá, y mejor, de contemplación de algo que no quiere ser definido. Son cuentos complicada (deliciosamente) sencillos y misteriosos. No necesitan explicaciones. El lector puede advertir en sí el bello dolor de sentirse implicado en la ficción. Son cuentos que no delatan el trabajo que costó rendirlo en la hoja.

Las crónicas son la segunda media naranja del libro. Las tres primeras se han ordenado con intención narrativa; hablan del zapatismo de Chiapas. El movimiento alcanzó al autor en la madurez de su juventud y le entregó una imagen culminante de su padre, el filósofo Luis Villoro, quien por décadas había estudiado la trascendencia de lo indígena en la identidad nacional, y personal. Al salir a luz el zapatismo finisecular, Villoro padre encontró en los vivos las preguntas, y tal vez las respuestas, que había depositado en la historia, en los muertos.

A Juan Villoro, el zapatismo chiapaneco le ofrece la explicación de su padre (que el cronista tiene que elaborar y expresar en esta crónica, donde la precisión y don de claridad son entrañables, me parece, porque el tema es inagotable y necesario, no comienza coqueteando con la ligereza.) Al demostrarse que la identidad indígena vive fuera de los libros, el sentido de la vida de su padre se aproxima, deja de estar dedicada a investigar la memoria para unirse al presente. Creo que el autor halló un padre más visible, más compañero.

El mundo de Juan Villoro es el de las edades del hombre. Temáticamente, desde la adolescencia hasta la madurez de sus relatos más recientes -los de Apocalipsis (todo incluido)-, en ellos domina la verdad astillada, la que apunta hacia afuera, hacia el mundo, hacia rumbos varios y hasta contrarios. Se trata de la verdad viajera de la inteligencia, presente en esa voz que se sirve de la ligereza para relacionar los momentos y actores más disímiles: voz que sugiere que no importa tanto quién hace o dice, como importa el movimiento de ese espíritu. En Juan Villoro, después de leer Espejo retrovisor, tiene que ver con la reconciliación en el momento, por gracia de un aire ligero que disuelve el encierro de la mente. Viento que muestra la fugacidad de las identidades, de lo fijo.

Al final de su introducción a la antología, Villoro escribe que un libro sólo adquiere auténtica existencia al ser leído, del mismo modo en que un espejo –que juzgamos insomne- sólo despierta cuando alguien se asoma a él.
            Esta línea sucede porque tú la miras.

La imagen del propio rostro en el espejo es la medida, quizá única, que puesta de ese otro lado de la realidad, nos equilibra e ilumina.


REFERENCIA: Juan Villoro. Espejo retrovisor. 2da reimpresión. México: Seix Barral, 2014. 308 p. (Biblioteca breve.)

ASTILLAS DE VILLORO (espigadas de Espejo retrovisor)

Todo está ante los ojos, pero el paisaje de conjunto es invisible…
Qué trabajo cuesta entender la importancia de una meta cercana…
Los actores se enteran de lo que trata la película cuando la ven en el cine. Es como la vida: sólo ves tus escenas y se te escapa el plan de conjunto…

En mi caso, como en el de tantos otros, operaba el vago protagonismo del testigo: “Yo estuve ahí. Llámenme Ismael”…

Es obvio que hay un costado frívolo en quienes necesitamos que el pueblo se levante en armas para ir de campamento –la zambullida rápida en el México profundo…
Aunque fue una empresa del despojo y de la sangre, la Conquista se ha simplificado para evadir el presente…

Hamlet habita un mundo donde el honor violado reclama venganza por cuchillo. Sin embargo, al enterarse del asesinato de su padre, se paraliza. No sólo se opone a la impulsividad irreflexiva; desconfía del sentido mismo de los actos. Caso extremo de introspección, hace pensar en el verso de José Gorostiza en Muerte sin fin: “Inteligencia, soledad en llamas”…

¿Hasta dónde podemos recuperar una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? Ser hijo significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un desajuste que exige pedagogía, autoridad, transmisión de conocimientos. ¿Podemos entendernos como contemporáneos de nuestros padres, ser intempestivos a su lado?...

La falta de claridad no está en el entorno sino en la mirada: el viajero debe pasarse en limpio…

La poesía es la parte más difícil de la naturaleza…

Leonel Rodríguez
El jardín es visto desde una terraza de madera. Al caminar de un extremo a otro el visitante puede contar las piedras. Es fácil constatar que son quince, pero no hay un solo punto desde el que sea posible verlas todas. El templo ofrece una lección de perspectiva: la totalidad es fragmentaria…

La técnica te robó la revelación de las almas…

Cuidarlo es una oración; interpretarlo, una transgresión…

(Regresa al Índice general)

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