martes, 27 de marzo de 2007

Beatles

Por Juan Cristóbal Álvarez


El surgimiento inesperado e impetuoso del rock —en su primitiva forma inicial de rocanrol— en las ciudades industriales de la posguerra, fue y significó desde luego mucho más que la moda pasajera de «un ritmo más»; fue la aparición detonante —encarnada tan magnífica y señaladamente por Elvis Presley— del primero de la serie de impredecibles y subversivos fenómenos sociales y artísticos que, protagonizados o apoyados directamente por la juventud, sacudieron los moldes y pautas culturales predominantes del mundo occidental a medidos del siglo xx. Y aunque el orden establecido no tardó mucho en medio absorber y templar pasajeramente la desencadenada fuerza vital, teñida pronto e irremediablemente de violencia, de este primer estallido, sólo musical todavía, de la insubordinación juvenil, la segunda e igualmente inesperada irrupción de esta música —lo que prueba hasta qué punto era ya trascendente y capaz de representar la profunda e instintiva rebeldía de los jóvenes— provino del otro lado del Atlántico, de Liverpool, encarnada en una forma todavía más explosiva, fascinante y creadora por los Beatles.

A partir de entonces el rock, que como fenómeno social rebasó con mucho el ámbito estrictamente musical y vive hoy, cristalizado para siempre en torno de sus creadores y principales impulsores, en la memoria colectiva de al menos cuatro generaciones del mundo entero, ha cumplido ya 40 años de haberse convertido no sólo, como escribió el gran músico de vanguardia Ned Rorem, en «la música de mayor grado de comunicación de nuestro tiempo», sino probablemente en la música más trascendente de todos los tiempos.

Aquellos a quienes les tocó de jóvenes la aparición de los Beatles, no podrán olvidar la honda impresión que les produjo no sólo escuchar por vez primera sino vivir durante años la magia indefinible y el poder transfigurador de su música; una música que en alguna forma devolvía otra vez la vida, la frescura, la riqueza emocional y la calidez naturales de la vida al mundo circundante; una música que si bien era ya hecha por jóvenes para los jóvenes, conmovió no sólo a éstos sino a la gente inteligente de todo el mundo. Hasta Jorge Luis Borges, aquí en Latinoamérica, declaró alguna vez que «una bella canción» de los Beatles lo había hecho llorar. Esta canción era «Yesterday». Y Ned Rorem, que por entonces no era de ningún modo un jovencito sino, junto con Paul Bowles y otros, parte del grupo de músicos de vanguardia más importante de los Estados Unidos, escribió en 1968 de sí mismo y de sus colegas que «en vez de asistir a conciertos de música clásica o a sus propios recitales vanguardistas, se quedan en sus casas poniendo discos: están reaccionando otra vez, finalmente, a algo que ya no encuentran en los conciertos. ¿Reaccionan a qué? A los Beatles, claro. Los Beatles, cuya aparición probó ser uno de los acontecimientos más saludables en la música desde 1950, un hecho que nadie con sensibilidad pudo dejar de sentir en algún grado. Por ‘saludable’ quiero decir vivo e inspirado —dos adjetivos hace tiempo fuera de uso. Por ‘música’ incluyo no sólo las zonas generales del jazz, sino esas expresiones inherentes a las categorías de la música de cámara, la ópera o la sinfónica: en resumen, toda la música. Y por ‘sensible’ entiendo no tanto la habilidad cultivada para escuchar de la elite de Amantes de la Música como el juicio instintivo... Mis colegas y yo hemos sido arrebatados felizmente de una larga siesta antiséptica por la energía del rock, principalmente la encarnada en los Beatles. Naturalmente, mi curiosidad por esa energía ha crecido. ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Qué necesidad llena?»

Con seguridad Rorem tenía presente, al formular estas preguntas, no sólo el rocanrol —la explosiva fusión de las corrientes principales de la música popular estadounidense—, sino también el que la irrupción de los Beatles se produjera literalmente en el seno de una sociedad o, mejor dicho, de una tradición cultural hipócritamente moralista, represiva, conformista y esencialmente violenta que había negado la existencia del cuerpo, de la sexualidad y, con ellos, del goce y de todos los sentimientos y emociones que no estuvieran sancionados y manejablemente definidos y objetivados socialmente, y cuyas manifestaciones artísticas eran expresión más o menos artificial de esta situación. De modo que fue John Lennon, claro está, el primero que dio la más concisa y sustanciosa respuesta a las preguntas formuladas por Rorem: «El rocanrol era la única cosa importante de todo lo que sucedía cuando yo tenía quince años. El rocanrol era real, todo lo demás era irreal.» Y Brian Wilson, el líder de los Beach Boys y, si hemos de ser justos, uno de los cuatro talentosísimos creadores del rock, nos dice: «La vieja idea que se hacía del arte parecía artificial a la mayoría de los estadounidenses. Era inevitable que creáramos un arte nuevo, que nos pareciera natural.»

Pero fue quizá Eldridge Cleaver, el gran escritor, líder e ideólogo de las Panteras Negras, el primero que intentó definir con exactitud la causa, el proceso y el efecto de la nueva música sobre la cultura estadounidense: «Fue un cohete teledirigido, lanzado del pleno gueto en el corazón de suburbia. Dio a los blancos la posibilidad de reclamar de vuelta sus cuerpos, después de generaciones de existencia enajenada e incorpórea. Los Beatles ignoraban el cuerpo en el plano visual, mientras su música, al contrario, estaba llena de cuerpo. Para los aficionados a los Beatles, enajenados de sus cuerpos tan profundamente y por tanto tiempo, el efecto de esos ritmos eróticos tan potentes es eléctrico. En esta música, el negro proyectó, casi sacado como pus de una llaga, una poderosa sensibilidad, su dolor y su deseo, su amor y su odio, su ambición y su desesperación... Los Beatles, los cuatro muchachos melenudos de Liverpool, ofrecían como su dádiva el cuerpo del negro, y al hacerlo establecían una comunicación rítmica entre el oyente y su propia mente y cuerpo.»

Esta opinión de Cleaver es por supuesto la verdad, aunque en lo relativo a los Beatles, es sólo una verdad parcial, una media verdad. Claro que también en la música del célebre cuarteto había dolor y tristeza, pero en ellos era un dolor dejado resueltamente de lado en aras de una más plena e instintiva entrega a Eros, a la libertad más espontáneamente profunda, total, gozosa e impredecible de Eros. La música de los Beatles era en sí una realidad positiva: decidida y genuinamente alegre, sensual, a veces desenfadada y revolucionariamente ingenua pero siempre muy bien hecha y, a la vez, tremendamente energética, más que la de cualquier rocanrolero de los años cincuenta, como lo prueba «I’m Down», que, grabada en 1964, casi recuerda la pesada y maravillosa energía de «Helter Skelter»; pero en su música, que era apolínea y dionisiaca en un perfecto balanceo, no había odio; no eran violentos, agresivos ni, al menos no primordialmente, tristes, aunque desde luego sí podían ser bastante irónicos y críticos. Ya en La Caverna cantaban, por ejemplo, ese blues mordaz «You’ve Really Got a Hold on Me», incluido en su primer LP inglés With The Beatles.

Pero volviendo a Eros y al principio del placer, que fueron los términos psicoanalíticos favoritos del movimiento contracultural sesentero, Marcuse define así esta fundamental realidad del ser humano: «Orfeo y Narciso (como Dionisos, con quien están emparentados) no se han convertido en héroes culturales del mundo occidental, su imagen es la de la alegría y plena fruición, la voz que no manda, sino que canta; el gesto que ofrece y recibe; el acto que es paz y termina con las labores de conquista; la liberación del tiempo que une al hombre con Dios, al hombre con la naturaleza». Y es aquí, en esta cualidad viva, erótica e inteligente de su música, donde hay que buscar la única explicación satisfactoria del efecto mágico, la frescura, el vigor y, desde luego, la popularidad sin precedentes de los Beatles. Una fama que movió a un John Lennon extrañado y seguramente abrumado a hacer una declaración que se volvió célebre por el revuelo internacional que causó: «Somos más populares que Cristo».

Con todo y con eso, Luciano Berio, el gran músico italiano, intentó explicar la «beatlemanía» señalando que uno de los aspectos más constantes de la música estadounidense es su carácter híbrido, y su ardiente y difuso deseo de una historia, de una genealogía identificable que podía tal vez hallarse en otras partes del mundo. «No deja de ser significativo —afirmó Berio en su ensayo ‘Comentarios sobre el rock’— que incluso en nuestros días el fenómeno del rock (cuyos ingredientes fueron preparados en el crisol de la música popular norteamericana) haya tenido necesidad de un grupo inglés para su explosivo surgimiento: los Beatles». Ned Rorem, en cambio, ante el hecho obvio de que la beatlemanía era un fenómeno mundial, opina con más acierto lo siguiente: «¿Por qué los Beatles —quienes parecen haber sido lo mejor de lo bueno— han brotado de Liverpool? ¿Será cierto, como sugirió Nat Hentoff, que ellos ‘devolvieron a millones de adolescentes lo que había estado doliendo aquí todo el tiempo... pero los jóvenes nunca lo habían querido crudo, así que lo absorbieron a través del filtro británico?’ ¿En verdad duelen los Beatles?» Y tras señalar que también Susan Sontag pensaba que la nueva sensibilidad —es decir, los compositores modernos como Pierre Bolulez— daba limitada atención al placer, que denigraba el gusto de la música, el querer su corporeidad, Rorem insiste que esto último es el meollo de la contagiosa expresión musical de los Beatles. Así, «que lo mejor de esas pandillas haya venido de Inglaterra no es importante: pudieron venir de Arkansas. El mundo de los Beatles es sólo otra parte del academismo internacional indiferenciado donde la apuesta es ser Mejor más que Diferente. Me parece que su atractivo tiene poco que ver con ‘lo que había estado doliendo aquí’, sino al contrario: con el goce. Y seguramente esa expresión, por la mera atemporalidad espontánea de su naturaleza, es algo que Sontag debe aprobar. Los Beatles han sido antídoto contra la nueva (léase ‘vieja’) sensibilidad y los intelectuales se pueden permitir aceptar, sin caer en desgracia, que les gusta esa música... Los Beatles son buenos a pesar de que todos saben que son buenos, por ejemplo, a pesar de las demandas de los de Menos de Treinta acerca de que llenaron una nueva necesidad sociológica como los Derechos Humanos y el LSD. Nuestra necesidad de ellos no ha sido sociológica ni nueva, sino artística y vieja, especialmente una renovación, una renovación del placer.»

Pero aunque en nuestra opinión tanto Rorem como Hentoff y Berio tienen algo de razón, sus afirmaciones no explican cabalmente todo lo que diferenció el rock —el nuevo y multilateral lenguaje creado por los Beatles, Brian Wilson y Bob Dylan, y que adquirió un peso nuevo, una resonancia y un alcance universales con la aparición del Sgt. Pepper— del primitivo rocanrol. En realidad fue este último, como apuntó Eldridge Cleaver, lo que devolvió frenéticamente el cuerpo a una generación que sin embargo fue también —a despecho de la violencia intelectualmente ciega que engendró a los llamados «rebeldes sin causa»— conformista; a una generación que no cuestionó en absoluto los valores sociales heredados y que, por lo mismo, fue llamada «la generación silenciosa», por mucho que en ella figuren, a título de símbolos, Elvis y James Dean. A la sazón, los únicos jóvenes blancos de veras contestatarios en los Estados Unidos eran una minoría desencantada y automarginada del American way of life: los hip o hipsters (el término hippie es una significativa derivación de hip), cuyos miembros más célebres y representativos fueron los jóvenes escritores y poetas que constituyeron la Generación Beat. Y aunque la música de estos jóvenes era todavía el jazz —el jazz de Charlie Parker y de sus seguidores—, Jack Kerouak escribe en En el camino, la novela-manifiesto de esta generación, algo que también explica, entre otras cosas, la posterior fascinación que el rock —una música que desde la aparición de los Beatles fue creada por los propios jóvenes para los jóvenes— ejerció sobre millones de muchachos en los años sesenta: «Me gustaría ser negro, pues siento que lo mejor que me ofrece el mundo blanco no es suficiente éxtasis para mí, ni suficiente vida, alegría, emoción, oscuridad, música, noche. Me gustaría ser un mexicano en Denver o hasta un pobre japonés muerto de trabajo, todo menos aquello que tan áridamente era yo, un hombre blanco, desilusionado.»

Pero en su mayoría, la «generación silenciosa» nunca rompió con los valores culturales y sociales de sus padres, pese a que su talante agresivo y machista, aunque sexualmente liberador, se manifestaba asimismo en el ritual salvaje y erótico que desde sus inicios dieron al rock algunos de sus principales ejecutantes, como Elvis y Jerry Lee Lewis. Además, aparte el hecho de que el jazz, según nos dice Luciano Berio, había pagado ya al establishment un tributo más pasivo cada vez, convirtiéndose en «una forma de actividad musical casi sin ideología y sin una reconocible relación con el comportamiento social», debemos recordar asimismo que el rocanrol, ya en 1957, había semidesaparecido. Fue de hecho por entonces cuando músicos como Harry Bellafonte y Chubby Checker, o los Orioles y los Platters, hicieron su respetable aunque no del todo anodina aparición. Roberto Muggiati nos dice al respecto en su libro El grito y el mito: «Lo que había de sensibilidad y creatividad en las canciones de músicos como Chuck Berry se diluyó en una sucesión de ‘novedades’ en materia de danzas y ritmos: el calipso, el twist, el watusi, el jerk, etc. Esa ‘comercialización’, ese amortiguamiento del fuego del rock repercute en los propios artistas negros, cuando la prosperidad de la Era de Eisenhower promueve la ascensión de una clase media negra que se pretende ‘respetable’ y psicológicamente blanqueada.» Y Muggiati nos recuerda que fue también un negro, un obrero llamado Berry Gordy Jr., quien, aprovechándose del nuevo «sonido», fundó en Detroit —la «Motor Town»— una al principio temeraria pero luego muy poderosa empresa disquera: la Motown. «Manipulando la música como cualquier producto industrial —nos dice Muggiati—, Gordy atendía a blancos y negros, presentando a unos y otros una imagen idealizada del negro». Y de hecho, aunque lo que dice Muggiati no es del todo justo, o sólo una verdad a medias –Smokey Robinson, los Temptations y las Supremes no eran para nada el fenómeno insustancial que Muggiati pretende—, y aunque el sonido Motown fue, según admite el propio Muggiati, una influencia importante en la segunda gran explosión de la música joven: el rock de los Beatles, también es verdad que cuando el cuarteto de Liverpool hizo su fantástica y sensacional aparición en los Estados Unidos en 1964, la canción que significativamente había alcanzado el primer lugar de popularidad en ese país era la melosa «Spanish Harlem». De modo que el ímpetu y la seducción vibrantes de este segundo estallido fue ya tan irresistible y arrollador que, como escribió un crítico de la época, sólo James Brown fue capaz de sobrevivir a él. Pero, desde luego, también los Beach Boys y, por supuesto, Bob Dylan sobrevivieron; y no sólo sobrevivieron, sino que contribuyeron con los Beatles a prender la mecha que dio inicio al explosivo, complejo y todavía inexplicado fenómeno social, contracultural y artístico, pleno de afán de creación y de motivos de rebeldía, que fueron los años sesenta en el mundo occidental.

Uno de los aspectos nuevos y más inmediatamente llamativos —nuevos incluso respecto de Little Richard— de la música de los Beatles era esa clase de más suelta y eufórica energía vital que solía culminar en gritos. Vale la pena detenerse un poco en esto. Para Muggiati, por ejemplo, el extraño silencio de la generación de los cincuenta fue roto ya por la sola explosión vocal de los Beatles y Bob Dylan. Y ciertamente fueron ellos, junto con los Beach Boys, los que terminaron de imponer, cada uno a su modo, esa breve aunque sólida palabra de múltiples significados: ROCK. «Desde el grito rústico de las plantaciones del sur —nos dice Muggiati— hasta el rock electrónico de 1970, hay una espina dorsal continua. La voz humana resurge después de un largo silencio.» Y Luciano Berio alude también a este provocador aspecto del rock, a «lo natural, la espontaneidad y la multitud de las emisiones vocales. Casi siempre la voz grita, es cierto, pero cada quien grita a su manera, sin afectación.» Pero si bien es cierto que el rock surgió con el grito de rebelión de una nueva generación, también lo es que ese grito —quizá tan antiguo como la aparición de los esclavos negros en América y recuperado en una forma tan genuina y punzante por Aretha Franklin y Janis Joplin— estaba ligado al ritmo profundo, más orgánicamente profundo, gozoso y natural de Eros: al beat, término que forma parte del nombre del grupo de rock más significativo de la historia: los Beatles. Fue de hecho contra el ritmo —y no, como ocurrió años antes con Elvis—, contra la manera de moverse de los Beatles, que reaccionó violentamente el establishment. El doctor Calvin Seerveld, profesor de teología del Trinity College de Chicago, escribió esto en 1964: «El ritmo de la canción «A Hard Day’s Night», es sólo una siniestra expresión de la más honda voluptuosidad.» Y una opinión todavía más significativa fue la expresada por el entonces diputado republicano James B. Utt: «Los Beatles usan técnicas pavlovianas para producir neurosis artificiales en nuestros jóvenes. Experimentos serios sobre hipnosis y ritmo mostraron que la música de rock conduce a una destrucción del mecanismo inhibitorio normal del córtex cerebral y permite una fácil aceptación de la inmoralidad, así como el desprecio de todas las normas morales.»

Pero, desde luego, el «nuevo sonido» no se reducía a esto. Los jóvenes de los sesenta no sólo comenzaron a desarrollar una conciencia crítica y a expresarla en un lenguaje más y más poético, sino que su música, liberada por los Beatles y los Beach Boys de su rígido y limitado corsé armónico y rítmico, se volvió un arte más abierto y dinámico, más inclusivo y, debido al impulso ineludible de los Beatles, altamente creador, hasta que terminó englobando una diversidad de estilos y de recursos de inagotable originalidad. Ya en plena década de los sesenta, y ante la impresionante e insólita creatividad de la nueva música hecha por los jóvenes blancos, el famoso discjockey negro Roland Young manifestó: «La música negra se deja influir mucho ahora por el rock. La música negra y la blanca están actuando una sobre otra. Hasta cierto momento, era sólo una influencia en sentido único. La música negra penetraba totalmente en la música blanca... Mas creo que álbumes como el Rubber Soul ayudaron a poner los cimientos de aquella interacción.»

Otro aspecto significativo del rock fue su relativa pero reveladora disociación del baile. Se sabe que, desde un principio, los Beatles decidieron «no moverse» en el escenario. Y que esta decisión se volvió la norma para todos los grupos de la «ola inglesa», incluidos los Rolling Stones de los primeros tiempos. Al respecto, Muggiati escribió que en la nueva música de los jóvenes «el ritmo continuó pulsando interiormente, vigoroso como nunca, pero por eso mismo haciendo innecesaria la expansión física en forma de danza». Esto, claro, no es del todo cierto; pero sí lo es que la música de los Beatles —y el rock en general—, aunque nunca dejó de bailarse, se convirtió gradual y primordialmente en una música para ser oída, sentida, meditada; en un arte a la vez musical y poético cuyo gran ímpetu creador, además de llevarlo a incursionar en el teatro y el cine, se resolvió en tantas facetas como grupos, cantantes y ejecutantes hubo. En lo referente a esto, Berio insiste en que el rock debe ser considerado, no como una continuación modificada del rocanrol, sino como un homenaje a las fuerzas liberadoras del eclecticismo, de lo cual también los Beatles fueron, desde luego, los principales responsables. Para Berio «el eclecticismo musical que caracteriza la fenomenología del rock no es un impulso fragmentario de la imitación; no tiene nada que hacer con los residuos desechados de las formas rígidas y estereotipadas –que todavía son identificables como el rock and roll. Antes bien está dictado por una tendencia a la inclusividad..., a la integración de una idea de una multiplicidad de tradición. Con excepción del beat, todos los aspectos musicales parecen suficientemente abiertos para permitir toda posible incursión de influencias y eventos... La inclusividad del rock guarda una relación conexa a la ausencia de una estructura preconstituida... De esta tendencia a aceptar la realidad de las cosas tal como es, deriva cierto carácter épico de los mejores ejemplos del rock.»

En cuanto a la asombrosa capacidad creadora de los Beatles, Ned Rorem observa que «el mismo público, cuando discute a los Beatles, no lo hace relacionándolos con otros, sino relacionándolos con aspectos de ellos mismos, como si fueran la definición autocontenida de todo un movimiento, o como si en su breve carrera hubieran, como Picasso o Stravinsky, rebasado todo y atravesado por varios ‘períodos’. Por ejemplo, no había terminado de aparecer el álbum del Sargento Pimienta cuando palpitantes razonamientos se cruzaban sobre si era inferior a sus álbumes anteriores Revolver o Rubber Soul. Los Beatles, por así decir, se han autoengendrado.»

Desde el pleno aprovechamiento de la amplificación electrónica y la utilización de instrumentos que iban de la pandereta al sitar hindú y los instrumentos de concierto, el rock utilizó, como bien dice Muggiati, «todos los recursos musicales a su disposición, sin ningún prejuicio o jerarquía. Se hizo un arte abierto... La gama instrumental del rock abarca hoy desde los objetos más vistosos del skiffle hasta los recursos más avanzados de la música electrónica.»

Otra aportación de los Beatles fue la creación del studio-rock, es decir, el empleo de los «trucos de estudio» como un nuevo instrumento. Ya desde el Rubber Soul, pero sobre todo con el Sgt. Pepper, los Beatles, que siempre fueron los primeros en todo, no vacilaron en hacer con buen instinto un uso deliberado, inteligente y desde luego creador de todos los recursos que la grabación de estudio ponía a su disposición. Estas innovaciones y posibilidades técnicas, y la relación del grupo con la música de vanguardia, hicieron posibles nuevas contribuciones de los Beatles al rock: «Revolutión No. 9», los dos álbumes concretos de Lennon y Yoko (Two Virgins y Life With the Lions), el álbum electrónico de George Harrison (Electronic Music) y el primer álbum de Paul McCartney.

Pero esto último es más bien secundario; lo esencial e importante de los Beatles era y es su música. Los Beatles casi siempre fueron muy buenos, sorprendentes y, de modo infalible, conmovedores —para el que esto escribe, «Yes It Is»«Ticket to Ride»«Yesterday» y tantas otras canciones emocionantes y memorables, son tan perdurablemente buenas como cualquier otra cosa que haya hecho el grupo. Pero, con todo, la sensación de sorpresa y de maravilla nunca fue tan viva, tan honda y, por así decirlo, tan épica como la que los Beatles causaron ya mediada la década de 1960. Quiero decir que en 1966 el de pronto ya incalculable y maduro afán creador y la por entonces abrumadora superioridad de los Beatles, se hicieron sentir como nunca antes con la aparición del Revolver y, sólo unos meses después, en 1967, del Sgt. Pepper y, ese mismo año, del Magical Mistery Tour. No hace falta decir que en estos tres discos el grupo alcanzó lo que sería el largo apogeo de su nuevo lenguaje (apogeo que no declinó sino con la disolución del grupo en 1970) y, muy probablemente, con el Revolver y el Sgt. Pepper, la cumbre de todo el rock. Pero si este momento culminante de su arte y de sus logros fecundó, enriqueció y dejó su honda impronta en todas las manifestaciones artísticas de la contracultura, fue a su vez la expresión más elocuente y cabal de las preocupaciones y los temas más importantes de ésta. Desde el Rubber Soul hasta el «álbum blanco», encontramos las más exquisitas o juguetonas y aun surrealistas alusiones poéticas y musicales a «la multitud solitaria», al autómata condicionado que es el hombre «normal» de las grandes ciudades modernas, a la imperiosa necesidad de liberar la propia mente, etc. Pero fue sobre todo a partir de ese impresionante despliegue de talento musical y poético asociado a los más diversos estilos y recursos musicales que fue el Revolver, que los Beatles señalaron prácticamente todos los rumbos que tomaría el rock en adelante. De hecho, en ese disco no sólo están «Here, There and Everywhere», «Eleanor Rigby» y «For No One», o la primera canción de influencia hindú de George Harrison; también se encuentra ahí el primer rock psicodélico («Tomorrow Never Knows») y la primera banda que usó metales (en esa maravilla originalísima que es «Got to Get You Into My Life»). Y si Rubber Soul y Revolver fueron los primeros LP, en toda la historia de la música popular, concebidos como tales, es decir, como un todo con cierta definida personalidad propia que englobaba y trascendía las canciones individuales, el Sargento Pimienta fue de plano proyectado y realizado sobre la marcha como una obra, como un compendio fascinante y monolítico de una gran variedad de elementos que eran ya, al mismo tiempo, la triunfal manifestación creadora de los rasgos distintivos del grupo —diversidad ecléctica de estilos musicales, audacia e infalible instinto en el juego creativo, sentido del humor, ironía y surrealismo poético en la exposición de algunos de los temas palpitantes de la época, pero también de problemas cotidianos y de las soluciones contraculturales, y canciones de tal manera originales que, como sugirió Rorem, parecían sacadas de la nada—; una síntesis maravillosamente fresca y a ratos genial que presenta, con ese invariable sentido del juego que caracterizaba a los Beatles, rasgos de sinfonía o de suite.

En cuanto a la parte que le corresponde a la poesía en la obra de los Beatles y en el rock en general, Allen Ginsberg, el más famoso de los poetas beat, hizo en 1970 esta concisa y entusiasta declaración: «La poesía en sentido tradicional se acabó, ya nadie se sienta a leer en una poltrona en la sala de estar. El rock es la nueva poesía, con los Beatles de ‘I Am the Walrus’ y las letras de Bob Dylan.» Pero también otras capacidades latentes del rock, aunque rara vez fueron debidamente aprovechadas, no tardaron en manifestarse al ser trasladadas a los lenguajes propios de las artes plásticas, el teatro y, por supuesto, el cine. Pero si The Last Waltz, de Martin Scorsese y, sobre todo, Simpatía por el diablo, de Jean-Luc Godard, son excelentes ejemplos de la relación íntima que buscó entablar el cine con el extremoso clima del rock, El submarino amarillo, la película de dibujos animados de George Dunning que presenta a los Beatles en calidad de personajes míticos, es con seguridad, como piensa Roberto Muggiati, «la gran síntesis audiovisual que quedará como un verdadero rayos X de la mente de la Nación Woodstock».

Pero con todo esto, ya en 1969 la original frescura idealista y en general todo el confuso y abigarrado fenómeno de la contracultura —en el que terminaron mezclándose las tendencias políticas más radicales con el repudio igualmente radical de toda forma de lucha por el poder político; una gran variedad de sectas religiosas «orientales», la astrología y la más desenfadada libertad sexual con los aspectos más pablianos, violentos y apocalípticos de las tradiciones religiosas occidentales— comenzó a dar visibles muestras de fatiga y degeneración, revelando así su inmadurez, su falta de auténtica seriedad, de verdadera hondura en las intenciones; en unos pocos años los jóvenes dejaron de serlo, y el lado oscuro del rock comenzó a hacerse sentir y a predominar en el escenario: Altamont, el gran festival de rock que, a fines de 1969 y con la participación de los Stones y de Jefferson Airplane, fue el reverso de la medalla de Woodstock, pues en su atmósfera de violencia hubo cuatro muertes, una de ellas la de un negro apuñalado por los Hell’s Angels frente a las cámaras; las muertes de Hendrix, Janis y Morrison; la aparición de los hippies y de los grupos de rock capitalistas y, con ellos, del superstar system; el surgimiento de ese «machismo al revés» que fueron las groupies y que terminó de desenmascarar la violencia antimujer que caracterizó en gran medida la energía del rock y a los roqueros; la disolución de los Beatles y, junto con la célebre entrevista que John Lennon concedió a la revista Rolling Stone en enero de 1971, la aparición del primer LP del ex Beatle como solista; un disco que sin dejar de ser, más que nunca en toda la historia del rock, una invitación a la revolución total, por dentro y por fuera, incluye, entre otras muchas cosas significativas, el igualmente célebre y lapidario anuncio del creador del rock: «Dream is over» (El sueño ha terminado). «En el fondo —le dijo Lennon al director de la Rolling Stone— las cosas no han cambiado. Nos hemos vestido ropas que tienen más aparato y colorido, y hay mucha gente melenuda por ahí. Hemos hecho lo que nos mandaron hacer. Los mismos pillos controlan las cosas, las mismas personas mandan en todo... ¡Se acabó el sueño! Con esto quiero decir que toda esa euforia de ‘poder joven’, el mito de la nueva generación, se fue por fin.»

Y si bien es verdad que en su primer disco, para Yoko «el más importante de toda la historia del rock», John Lennon incluye «Working Class Hero» y «Love», también lo es que la canción «God», esa letanía impía en la que Lennon enumera todo aquello en lo que ya no cree (Jesús incluido), termina diciendo: «I just belive in me/ Yoko and me/ and that’s the reality» («Sólo creo en mí, en Yoko y en mí. Sólo eso es real»). Frase que no sólo significaba implícitamente la decidida recuperación de la relación hombre-mujer, sino sobre todo, como él mismo lo aclaró más tarde: «hazlo por ti mismo».

En este su primer disco, Lennon realiza de plano algo increíble, lo inaudito: comunicar al rock un tono o, mejor dicho, una atmósfera de extrema y luctuosa austeridad. Es en realidad todo el disco el que se inicia con ese funesto doble de campanas cuyas resonancias dan cuerpo a ese primer y hondamente soterrado lamento común: «Mother», y que no se extinguen sino con las últimas palabras del disco: «Dream is over»; ese doble de campanas que, en el curso de todo el disco, obliga al rock a emitir su grito más abarcador y universal: una muy profunda y amarga denuncia total del establishment y de la trágica experiencia de la vida en el siglo xx. Pero, con todo, el mensaje o propósito fundamental del disco es el de exhortarnos a no escapar del dolor, a permanecer en la realidad, a comprenderla, traspasarla y disolverla mediante el propio y honesto esfuerzo, a fin de dar paso, ya sin miedo, a la auténtica realidad: el amor.

Otro dato significativo, ya en la década de 1970, es el de la nostalgia entre los propios músicos de rock. Después de grabar un LP titulado Rock and Roll, que incluye una selección de canciones clásicas de esa música, Lennon comentó: «Nada existe conceptualmente mejor que el rocanrol. O tal vez sea como suele suceder con nuestros padres: aquella es mi época, estoy preso en ella y nunca la dejaré.» Y Frank Zappa presentó así su LP Cruising with Ruben & the Jets: «Éste es un disco de canciones de amor alocadas, llenas de sencillez un poco boba. Lo hicimos porque nos gustaba ese tipo de música. Somos ahora un grupito de viejos en traje de rocanrol sentados en el estudio, refunfuñando sobre los viejos buenos tiempos. De aquí a diez años, estarán ustedes sentados con sus amigos en algún lugar haciendo lo mismo, si existe todavía algo sobre qué sentarse.»

No obstante, después de un silencio de años, John Lennon, claro que sí, volvió a dar señales de vida y, por supuesto, de un maduro pero renovado entusiasmo, sacando a luz en 1980 un LP —el último— cuya portada es una foto de él y Yoko besándose y cuyo título, también significativo, es Double Fantasy. Pero su mensaje más elocuente se halla implícito en la canción que abre el disco: empieza, a diferencia de «Mother», con un muy dulce y alegre campanilleo, se llama «Es como volver a empezar» y tanto su estructura armónica como la frescura sensual y gozosa de su atmósfera sonora, evoca y tiene el sabor que dio al rock uno de los músicos que el ex Beatle más admiró: Brian Wilson, el líder de los inolvidables Beach Boys. Pero John Lennon fue asesinado el 8 de diciembre de ese mismo año, y esta vez todos supimos que el sueño, de verdad, había terminado.

Pero aparte de que los años sesenta siguen nostálgicamente vivos en la memoria colectiva (el que esto escribe volvió a escuchar hace unos días en un restaurante capitalino a Melanie, a los Lovin’ Spoonfull, a los Zombies y, claro está, cosas de John Lennon y Paul McCartney), subsiste en pie el hecho señalado por Eric Clapton de que «nuestro problema es universal: cómo encontrar la paz en un mundo hostil. Queremos expresar esta búsqueda a través de la música, ya que ella es nuestra voz más elocuente.»

Ojalá que esta búsqueda, y el ejemplo de creatividad e inteligencia dado por los Beatles, fuera reemprendida por nuevas generaciones que «asumiendo su propio dolor», como aconseja John Lennon en su canción «I Found Out», afronten con más seriedad, amor, lucidez y una más genuina y auténtica audacia, el mundo en el que viven, en el que todos vivimos. Dondequiera que esto se intente o se realice, habrá, al menos, un par de discos de esos cuatro fabulosos muchachos de Liverpool que durante años conmovieron, dándole alegría y color, al mundo.


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