martes, 2 de diciembre de 2025

Diez años de la leyenda de Rudel

Por José Manuel Recillas
(poeta y ensayista mexicano)



La leyenda de Rudel Opus 27 (1906), fue compuesta en 1906 por Ricardo Castro (1864-1907) y es conocida como su segunda ópera después de Atzimba (1900), pero el propio Castro la llamó Poema lírico en tres partes, y no precisamente ópera. Constituida de una sola escena, dividida en tres o tal vez cuatro cuadros, está ambientada en la época de las cruzadas y el texto fue escrito originalmente en francés por el dramaturgo romántico Henry Brody (1871-1934), que al parecer trabajó con el compositor Marc Delmas (1885-1931), quien puso música a Idilio de otoño (1909), Incertitude en mi menor (1918), dedicada a Lily Bardou, y Les papillons (1923), así como Cruelle réponse, sexto poema del ciclo de Doce canciones del compositor alemán Léo Sachs (1856-1930) y de Stances à un fiancé parti pour la guerre (1915) de Amédée Reuschel (1875-1931). Que Castro llamase a su obra de esa manera y no ópera señala un deseo formal de distanciarse de la concepción italianizante en boga en la época y estableciendo así los ideales modernistas con los cuales declaraba su filiación, otorgándole una mayor libertad en el tratamiento tanto de la historia como de los personajes.

Esto le proporciona un aura de cosmopolitismo acorde no sólo con el ambiente cultural afrancesado del país sino al tema mismo de la obra, basada libremente en la figura del poeta trovadoresco provenzal del siglo XII Jaufré Rudel, noble occitano, señor del castillo de Blaye en la actual Gironda francesa, y a quien se considera el creador del llamado “amor de lejos” (amor de lonh o amour de loin). Según la leyenda, habría oído hablar de la princesa de Trípoli y se enamoró de oídas, pero perdidamente, de ella.

Se sabe muy poco sobre la vida de Rudel, pero una referencia a él en una canción contemporánea de Marcabru lo describe como oltra mar, probablemente en la Segunda Cruzada de 1147. Es probable que fuera hijo de Girard, también castellano de Blaye, quien recibió el título de «príncipe» en una carta de 1106. El padre de Girard fue el primero en ostentar el título, siendo llamado princeps Blaviensis ya en 1090. Durante la vida de su padre, la soberanía de Blaye se disputó entre los condes de Poitou y los condes de Angulema. Poco después de la sucesión de Guillermo VIII de Poitou, quien la había heredado de su padre, Blaye fue tomada por Wulgrin II de Angulema, quien probablemente se la otorgó a Jaufré. Según una hipótesis, basada en pruebas endebles, Wulgrin fue el padre de Jaufré.

Según su legendaria vida, o biografía novelada, se inspiró para emprender una cruzada al enterarse, a través de peregrinos que regresaban, de la belleza de la condesa Hodierna de Trípoli, y de que ella era su amor de lonh, su amor de lejos. La leyenda afirma que enfermó durante el viaje y fue llevado a tierra en Trípoli moribundo. Se dice que la condesa Hodierna bajó de su castillo al enterarse de la noticia, y Rudel murió en sus brazos. Esta romántica pero improbable historia parece derivar de la naturaleza enigmática de los versos de Rudel y de su presunta muerte en la Segunda Cruzada.

El romanticismo del siglo XIX encontró su leyenda irresistible. Fue tema de poemas de Ludwig Uhland, Heinrich Heine, Robert Browning (“Rudel a la Dama de Trípoli”) y Giosué Carducci (“Jaufré Rudel”). Algernon Charles Swinburne retomó la historia varias veces en su poesía, en “El triunfo del tiempo”, “La muerte de Rudel” y el ahora desaparecido “Rudel en el paraíso” (también titulado “La casa dorada”).

Es este contexto romántico europeo el que seguramente llevó a Castro a pensar en esa historia legendaria aprovechando el ambiente afrancesado del porfirismo y presentar su segunda ópera a la alta cultura mexicana de la época un tema exótico y cosmopolita al mismo tiempo, y nada mejor que un supuesto libretista romántico francés para completar un aura de prestigio, no sólo en el contexto de la afrancesada cultura mexicana de la época, sino el del propio compositor, quien obtenía un texto en la lengua de uso de la clase culta mexicana sino el prestigio de aquella cultura de la que el propio compositor era heredero y cultor.

El libreto fue traducido a toda prisa para el estreno para que fuera cantado por una compañía de ópera italiana en el Teatro Arbeu. La obra recibió comentarios favorables de críticos como Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Manuel Torres Torrija, y Enrique Olavarría y Ferrari la consideró el evento cultural del año, y Torres Torrija subrayó su carácter simbolista.

Hasta 1952 fue repuesta, esta vez al parecer cantada en italiano. Después de eso, la partitura orquestal desapareció y sólo existía una versión reducida para piano, que fue la que usó muchos años el grupo Solistas Ensamble de Bellas Artes para presentarla en diversos foros. Fue en 2014 que Miguel Salmon del Real, director artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán (Osidem) la localizó en casa de los herederos del compositor y realizó el arduo trabajo de digitalización, corrección y edición de la partitura, para ofrecer su estreno mundial, cantada de acuerdo con el texto original en francés, más de un siglo después, los días 27 y 28 de noviembre en el Teatro Ocampo de Morelia.

Y si el estreno de la obra hacía un siglo despertó un amplio interés en los círculos literarios y periodísticos de la época, el estreno en su lengua original fue un rotundo éxito, no sólo por la asistencia del público al teatro, lleno en su totalidad en las dos funciones, sino por la transmisión en vivo que hizo el Sistema Michoacano de Radio y Televisión, lo que permitió que fuera vista por casi 70 000 personas en los dos días, lo que la hace probablemente la ópera mexicana más vista de nuestra historia, y que en la actualidad se puede ver completa en YouTube. (puedes verla aquí)

A pesar del aparente exotismo de su argumento y su circunstancia, es evidente que Ricardo Castro compuso una obra maestra con La leyenda de Rudel, y que con ella se adelantó a su época, ofreciendo a los músicos actuales un modo novedoso de abordar las posibilidades del espectáculo escénico desde una perspectiva totalmente diferente al del lirismo italiano, del cual se aleja decididamente optando por una estética más wagneriana de estilo afrancesado, buscando establecer las bases de un canto más natural y más libre, en aras de desarrollar un lenguaje auténtico y propio.

No nos parece un exotismo que el argumento de la obra se desarrolle en la época de las cruzadas; antes bien, es justamente el elogio del poder supremo del Amor y la Belleza lo que la hace no sólo actual, sino que la ubica en el origen del arte lírico por excelencia, el culto a la mujer y a la belleza, el nacimiento del amor cortesano como ha demostrado Denis de Rougemont en El amor y Occidente. Al colocarse en ese tiempo cero, y alejarse del estilo italianizante belcantista, Castro buscaba, como la escuela francesa de la ópera barroca, sentar las bases para una forma nueva de arte, y esto fue lo que precisamente vio Henríquez Ureña en 1906: un arte músico-lírico auténticamente latinoamericano.

La interpretación de la Osidem y la dirección musical por parte de Miguel Salmón del Real le devolvieron a la música de Castro toda su gloria y elegancia, su expresión precisa y dignidad musical, y podemos afirmar que es el evento y rescate musical más importante de aquel año. Lo más notable de esta obra es su manufactura y su calidad orquestal. Los personajes apenas están dibujados y parecen más un pretexto para desarrollar la idea de la primacía del ideal de la belleza y el poder del amor, que los objetos de un drama que realmente es inexistente en estrictos términos dramáticos. No obstante, los duetos de Rudel y Segolena en la primera parte, y de Rudel y la Condesa en el segundo, le otorgan a la obra una intensidad sólo similar a la notable escena del viaje en barco durante una tormenta en el Mediterráneo.

Nunca sabremos cómo Castro podría haber desarrollado este modelo lírico debido a su prematura muerte al siguiente año de su estreno, pero nos parece muy claro que este modelo de concisión y desarrollo personalísimo podría derivar en la creación de un género de canto escénico auténticamente nacional (que no nacionalista), y que tal vez debido a la crisis actual de la ópera en Bellas Artes y en general en el país podría permitir desarrollos más acordes a nuestra circunstancia, y a una verdadera alianza entre poetas y compositores. En ello estriba, en nuestra opinión, el verdadero valor de este rescate, uno de los más importantes en nuestra historia reciente.

Es digno de aplauso que este rescate provenga de uno de los músicos jóvenes más sobresalientes de la escena musical actual: Miguel Salmon del Real, quien confirma, de esta manera, por qué es él uno de los más brillantes defensores de nuestra música y de nuestra memoria musical. Sus actos y su trabajo hablan por sí solos. Uno desea, y esperaría que su labor fuera reconocida y se le diera el crédito que merece. No parece que sea así.

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