[Presentación y versión de José
Manuel Recillas]
Gjertrud Schnackenberg (1953, Tacoma, Washington) es autora de los libros Portraits and Elegies (1982), The lamplit answer (1985) y A guilded lapse of time (1992), recogidos en Supernatural Love: Poems 1976-1992 (2000), y de The throne of Labdcacus (2000), un libro escrito en la tradición de los Tales from Ovid (Faber and Faber, 1997), de Ted Hughes, y al que se le puede considerar uno de los libros de poesía más importantes de los últimos años en lengua inglesa, y al que yo considero una obra maestra de una poeta que es prácticamente desconocida en nuestro país, y cuya lectura nos confirma la consagración de una poeta en absoluta madurez y pleno dominio de sus capacidades expresivas.
La actualidad del poema resulta notable justamente en estos momentos de la relación entre nuestro país y Estados Unidos, pues la voz narrativa del poema no es la del poder sino la del esclavo, el trabajador humilde y sin nombre, que observa el mundo desde su abandono y su postración. Metáfora narrativa que cobra una actualidad inesperada, es un libro que aún está esperando su edición en español, pues lo traduje, de una sola sentada, el mismo año de su aparición, en el año 2000, sin haber hallado nunca interés de algún editor por publicarlo.
Ofrezco al lector el sexto canto de este maravilloso libro, esperando halle en cada uno un eco de una realidad no siempre explorada a partir de un mundo cultural al que, al menos entre nosotros, se le ha dado casi de manera consistente la espalda.
Seis. El alfabeto ingresa a Grecia
Pero eso fue antes
de lo primero, las diminutas
letras del alfabeto
arribaron por vez primera a
Grecia,
la letra Iota, ι,
como un frágil y agobiado
mosquito
quedó inmóvil por la
divinidad;
quedó en silencio en el alma
de la Grecia yerma, donde el
dios tocó
a la ansiosa letra,
maravillada. Y entonces surgió en silencio Delta
en medio de las palabras, Δ,
como una indeleble montaña
con un infante rey abandonado
en ella;
y Theta, como un infantil rostro
desvanecido, Φ,
antes Lambda apareció como un lisiado
apoyándose en un bastón, λ,
y Omega, como una brillante cuerda
por Zeus puesta en medio de
las cosas
y atada por humanas manos
en una nariz, ,
antes la esfinge asesinada de Psi, ,
antes el trono de piedra de Eta, ,
las letras griegas ordenadas
en la poesía–esfinge
de su orden insensato,
se tambalean a través de la
superficie de una hoja de metal
enviada al dios como tributo,
o compasión,
del pueblo de Tebas
y a la izquierda de la entrada
del templo:
ABGDEZHqIKLMNXOPRSTYFCYW
poesía–esfinge. Archivadas por
las pasiones de hierro,
magnetizadas, combinadas en
palabras, asidas;
evidencian una fuerza.
El dios aplaude,
llamando a un escriba para él:
El dios: ¿Quién estableció el orden de las letras?
El escriba: (Silencio)
El alfabeto, en el que se
oculta
la historia de Edipo, no fue
mellado más
en el lenguaje del dios,
ilegible a los humanos,
sino escrito en griego: el
continuum de sonido
que alguna vez fluyó de los
labios del dios,
y la pregunta que a Edipo
alguna vez trajo al dios,
ahora quebrada y lanzada al
silencio
de las palabras escritas,
atrapando los déicos hexámetros
junto con los relatos
pastoriles sobre tiranos
y ecos de una aún añeja edad
en los U:
las letras griegas
aguardan en silencio ser
ordenadas
en las comedias y tragedias,
esperan moldear al pueblo en
dioses
que miran asuntos atados
en secuencias de nudos que no
pueden desatar,
asuntos que discutir, meditar, o disputar,
impotentes como dioses para
intervenir;
el dios toca las letras una a
una,
ordenándolas en diferentes
formas,
buscando hallar el nombre real
del huérfano,
no el del expósito usado por
esclavos
y conferido por la reina en
Corinto
como título por su defecto,
“Pie hinchado”,
sino el nombre por el que los
dioses lo llaman,
por el que los dioses lo
conocen al llamar
pueblos, sitios, cosas, y
otros dioses
por sus verdaderos nombres.
Mas no hay más nombre que el
dios pueda hallar:
sólo Edipo, las letras tiemblan en el frío,
y una frase recurrente:
“Mi–nombre–se–contrae–en–mí”
como un epíteto, con un
arrebato de arcaicas notas
elevando las letras y dejando
el vacío bajo ellas,
una música pastoril jamás
escrita,
notas de flauta más allá de
los confines del bien y el mal,
una música que, una vez
elevada, no puede descender.
Como el oráculo recibe Edipo
y ase rápido, alejándose del
templo,
para retirarse al monte
con su aterradora respuesta,
huyendo del dios y su destino,
huyendo de sus futuros
crímenes
en el trono de Corinto;
el dios lo llama, demasiado,
demasiado tarde;
se apresura por los senderos
montaraces,
por los guijarros en los que
las huellas de cualquiera
deformadas son, incluso las
del dios.
Se apresura atravesando Tebas,
añejas ruinas de poblados
donde las perpetuas guerras
son visibles
por el paisaje donde todo es
caos,
los palacios calcinados, los
vacíos declives
donde los mortales y los
dioses yacen muertos,
los templos saqueados, las
liras rotas;
más allá de los escombros de
las puertas de Tebas y sus escalas rotas
para pedir, con su enigma
resuelto, el trono
que siempre le perteneció.
El dios, en nombre de Zeus,
lo llama ¡Edipo! ¡Edipo!
el único nombre que tiene para
llamarlo.
Se esfuerza luego en escuchar
una respuesta.
Se recuesta en su
resplandeciente silla
en Delfos;
nada. Lejos, ve
el trono vacío de su padre
bajo la nieve,
y Olimpo, goteando silencio;
silencio; silencio.
¡Edipo! ¡Edipo! Nada.
Hasta Edipo escucha al dios;
y sentado en un trono de
piedra
en un sombrío bosque, levanta
su vendado rostro en busca de
réplica.
No halla respuesta ni
solución.
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