jueves, 1 de septiembre de 2016

Buenas Migas

Por Enrique Silva Rodríguez
(escritor chileno)



(Primer lugar, 24 Concurso literario internacional, “Cuentos en Movimiento”, Empresas DENHAM, Chile)

La historia es simple, más no por ello menos trágica y brutal.

Pedro maneja un taxi colectivo: un Nissan v16, línea 4, Coronel – La Berta – Maule. 

Guillermo es profesor, hace clases de lenguaje en una escuelita municipal y talleres de comunicación escrita en el CEIA.

De tanto ir y venir en el auto, el chofer y el profe, han hecho buenas migas. Pedro, como todo buen taxista, resulta ser cuentero y parlanchín. Guillermo, el profe, es más bien callado, algo sociofóbico: le sudan las manos, se sonroja a menudo, tartamudea.

Dos sueños tiene Pedro: casarse con la negra y dedicarse a matarife. Pero la negra no atina, no quiere, dice que para qué, si así están bien. Y andar matando vacas y chanchitos no deja, no, eso era antes, cuando se empuñaba el cuchillo y había que aguachar al animal pa que no sufriera, ahora les dan con un martillo aquí en la frente, encima de los ojos, (el profe se seca las manos en el pantalón, pestañea rapidito), a mí, sigue diciendo Pedro, a mí, mi viejo, que era carnicero, me enseñó a matar y al primero que maté fue un corderito, me dijo al principio te va a dar pena, pero se te va a pasar, y claro que me dio pena, con el tiempo uno se acostumbra, y me dijo, también, que todos tenemos un asesino adentro y años después, en su lecho de muerte, me regaló su cuchillo de matarife, úsalo con justicia, me susurró al oído, sin lástima ni pudor, entiérraselo aquí, justo en la vena y se fue, se apagó, y bueno, a veces yo, por unos pesos extra, guardo el letrero del auto y me voy en el taxi a matarle la vaquilla, o el marrano, a unos huasos amigos del club de rayuela, allá, en Patagüal.  Mi viejo, mi viejo que era una fiesta y todos lo querían en el barrio,  mi viejo me enseñó a matar y me dejó en herencia su cuchillo de matarife, yo lo guardo atrás, en el maletero, lo llevo a todas partes, siempre, vaya donde vaya, nunca sabe cuándo van a llamarlo a uno para destripar un animal, hay que ser profesional, andar preparado todo el tiempo, un día de estos, profe,  se lo voy a mostrar, el cuchillo, profe, el cuchillo que me dejó mi viejo.

Guillermo, el profe, (de quien Pedro poco sabe, salvo que hace clases y le ha dicho que leer es como ver una película), lo deja decir y escucha con auténtica y  pedagógica atención, pero le cambia el tema de golpe, a la hora que la sangre de las bestias asoma en el diálogo. Yo no como carne, le dice, serio muy serio el profe, y tampoco soporto la sangre. Y entonces Pedro se calla y lo mira. Lo mira y no entiende, no puede entender que al profe no le guste el ñachi, ni los asados, ni las prietas. Luego enciende la radio. Sintoniza la Dinámica. Y mientras el vehículo se pierde en el taco de las siete, cada quien en su íntimo silencio, su recóndito trayecto, escucha el noticiero cuasi apocalíptico de todos los días: Lota Schwager Futbol Club sigue colista y es firme candidato a caer a Segunda División, los pescadores artesanales y pobladores de Lo Rojas anuncian nuevas movilizaciones en contra de las termoeléctricas, encuentran otro cuerpo destrozado y sin cabeza en el Cerro La Virgen, ya suman cuatro, se habla de un sicópata, un asesino en serie. Estamos mal, comenta Pedro haciendo una espiral con el índice en su sien. Del alma y de la mente, añade el profe, recordando con angustia un fragmento de Las Lanzas Coloradas, de Arturo Uslar Pietri: “Y los matarifes se ven desenvueltos, seguros y temibles con sus cuchillos, entre los cuartos de carne que cuelgan de los ganchos.”

Los días pasan. Guillermo va soltándose de a poco: vive con unas tías, se entera Pedro mientras conduce y parlotea, un par de ancianas desmemoriadas y querendonas, se casó, enviudo, no tuvo hijos el profe.

Los días pasan, Pedro, no escatima en su afán, acaso obsesivo, de mostrarle el cuchillo que lleva atrás, en la cajuela y contarle al profe como se mata una res. Y el profe que no, que todavía no, no estoy preparado para eso, no, no – no - no, le dice. Pero Pedro no escucha, no quiere escuchar y cómo le explico, profe, cómo le explico, es una cuestión sexual, hay algo erótico al momento de enterrarle el cuchillo en el pescuezo a un ser vivo y ver el chorro de sangre, se me para, profe, se lo juro, se me para y Guillermo se lleva las manos a la cara, en un gesto que al chofer le parece afeminado, homosexual, y Guillermo con arcadas, que no siga y se detenga, por favor, y Pedro lo ve abrir la puerta, al profe, lo mira vomitar afirmado al poste de la luz, el semáforo en verde, el ronroneo del motor, la paz de la tarde acribillada por los bocinazos.

Pasan los días, como trenes cargados de cólera, insípidos, ruidosos. Pedro y el taxi, el cuchillo en el maletero, el profe puntual, un cuarto para las siete en un paradero de Lautaro, cerca del condominio, Lota Schwager empata de visita con el Colo y pierde de local con Huachipato, las protestas y las termos de mal en peor, otro cuerpo, (ya van seis), sin cabeza en un peladero cerca del bypass.

Pasan los días, las semanas, pasa un mes, brotan pequeñas complicidades, crecen las confianzas, Pedro está triste, silencioso, al profe le llama la atención que no insista en mostrarle el cuchillo que esconde en la cajuela, ni que no le hable de su novia ni de animales degollados, qué le pasa, Pedro, qué le pasa, le pregunta y Pedro que se larga, se destapa de un tirón, llora que le llora que la negra lo cagó, que se fue, se fue con otro y lo cagó, le cagó la vida y le cagó los sueños y ahora es Pedro el que abre la puerta, el que se baja, el que vomita atrás, en la vereda, junto al maletero, donde guarda el cuchillo que le regaló su padre.

Los días pasan feroces, sin sentido ni color, se pierden de vista, se pierden, no calzan, no comulgan ni congregan, Lota Schwager tiene un encuentro vital este próximo domingo, la gente de Lo Rojas se toma los caminos, encienden barricadas a la entrada de las termos, el sicópata ataca de nuevo, llegan a siete los cuerpos decapitados encontrados en los peladeros de este pueblo olvidado por Dios y los políticos, siete cuerpos sin cabeza, siete.

Lo buscan, le dice el auxiliar al profe una mañana, me dice que es amigo suyo, que es urgente, que no puede esperar. Guillermo, el profe, sale de la sala. Es Pedro, el taxista. Profe, necesito de su ayuda, sólo usted puede ayudarme, profe. Claro, dime, qué puedo yo hacer por ti. Quiero que me escriba una carta. ¿Una carta? Si, una carta. Yo no puedo. Yo no tengo sus estudios y usted sabe cómo decir las cosas, profe. ¿Una carta? Si, una carta. Una carta de despecho. Para ella. Pa la negra. Una carta que le duela, que le duela en el alma y entremedio de las piernas, que le diga, que le haga saber que no habrá nadie que la ame ni que se la tire como yo me la tiraba, ni como yo la amo, profe. ¿Puede? Yo sé que usted puede, usted puede, profe, por favor. Claro, claro, dime para cuando Pedro, no hay problema. Para ayer, profe, para ayer. Si, si, por supuesto, ¿cómo se llama ella, Pedro, cómo se llama la negra, cuál es su nombre?, Claudia, profe, Claudia, ¿Claudia?, claro, cómo no, Claudia, ven a las siete, a esa hora te la tengo, a las siete. Gracias, profe y lo abraza y lo aprieta, a las siete entonces, no me falle, no te fallo, a las siete en punto estoy aquí y se va.

Siete un cuarto. Guillermo el profe cruza la calle en dirección al taxi donde lo espera Pedro el chofer despechado que lleva un cuchillo enorme en la cajuela, Pedro que con los ojos colorados lee la carta que el profe ha escrito por él y para ella. Esto es, profe, esto es lo que yo quería, justamente esto, profe, un favor más: ¿me acompañaría, profe? Y Guillermo sí, claro que sí, Pedro, cómo no, yo te acompaño, vamos. Y parten. Y el auto vuela y el auto adelanta y adelanta, pasa en rojo los semáforos, irrumpe como un bólido en Nuevo Amanecer, se detiene en una esquina, Pedro baja, deja la puerta abierta, el motor andando, el profe lo ve saltar la reja de una casa azul, caer en el antejardín, entrar a los empujones, el profe oye los gritos, los de ella, los de él, los gritos de alguien más, un perro ladra, (¿el cuchillo sigue atrás, en la cajuela?), luego un silencio que desespera, un vacío estático, la espera que se estira igual que un elástico, lo ve salir, Guillermo el profe, a Pedro el chofer, lo ve saltar la reja del antejardín, venir al trote, entrar al auto con el rostro demudado, girar la dirección de un golpe, acelerar a tope, soltar el embrague y largarse de un tirón, chirriando los neumáticos, largarse para siempre, a toda velocidad, sin decir una palabra.

Los días pasan, uno, dos, diez, fúnebres como cortejos, como vacunos al matadero. Nada sabe de Pedro, su amigo, el taxista. Lota Schwager Futbol Club juega un clásico de vida o muerte este próximo fin de semana, hay un tipo encadenado a la chimenea de la termo en Bocamina Uno, un tipo encadenado con una bandera, lo muestran en la tele, está en todos los canales y en todas las radios y en todos los canales se habla del sicópata, el descuartizador de Coronel, que tiene de las bolas a los ratis y a los pacos que no tienen puta idea de quién es ese cuerpo destazado y sin cabeza, de mujer, que los niños encontraron en un tarro de basura.

Esa noche, ese viernes, tarde muy tarde, Pedro aparece, se presenta en la casa del profe, parece un zombi, los pómulos hundidos, flaco como un quiltro cansado de sufrir y de escapar, ayúdeme, le pide, ayúdeme, profe, se lo ruego y se desploma en un sillón, el profe le cuenta que sus tías tienen una casa, perdida por allá, entre los cerros de Santa Juana, una parcelita solitaria donde puede quedarse hasta que todo se olvide, todo sane, y se van en el taxi, el taxi que esconde un cuchillo  en la cajuela.

La casa de las tías es enorme, se le figura un asilo a Pedro que mira los cachos de la luna asomándose sobre los cerros. ¿Y el cuchillo?, pregunta el profe. En el auto, contesta Pedro. ¿Y la negra? No sé, no sé nada, no responde mis mensajes, mis llamadas, no sé nada de ella, profe, se fue, desapareció. ¿Vino?, si profe, un trago, me caería bien. Guillermo llena las copas, beben en silencio, huele a humedad, a perro mojado, el profe se levanta, dice espérame, ya vuelvo, estás en tu casa. Pedro se queda solo, el profe se demora, Pedro acaba el vino, se levanta torpemente, enciende la radio, sintoniza la Dinámica, es la hora de las noticias, suspira, Lota Schwager cambia de entrenador, las termos paralizan, la PDI se deshace en conjeturas, renuncian el comisario y el prefecto, nombran un ministro en visita por el caso del descuartizador de Coronel,  Pedro busca algo de beber, abre un mueble, una cajonera, abre el refrigerador, el refrigerador, se queda ahí asomado con la boca abierta, contando los frascos, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho grandes recipientes de cristal, cada uno con una cabeza dentro, ( el octavo frasco tiene la cabeza de la negra), y luego el golpe en la nuca, el sótano de esa casa demencial, la desnudez de su cuerpo colgando de un gancho, la motosierra en las manos del profe.
Enrique Silva Rodríguez (Chile, 1961)

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