Por Alex Aillón Valverde
(escritor boliviano)
Matar el amor puede ser algo muy complicado. No es suficiente con quererlo. No es suficiente con procurar el olvido. El olvido te falla, no te cumple, se pierde, no hace bien su trabajo y mientras tanto, el amor sigue tranquilo caminando por tus calles, silbando, sacándote el dedo. Matar el amor, requiere esfuerzos extremos. El amor tiene siete vidas. No es suficiente con enviarle palabras criminales. Luego las reportan desaparecidas. Luego no sabes qué les pasó, pero lo presientes. Aparecen sus cuerpos con signos de tortura. Sabes que han cantado, que te han delatado. Miras afuera. El amor está en tu patio. Comienzas a pensar, con razón, que el amor podría matarte. Tiene la coartada perfecta. Al final es un lugar común decir que alguien se murió de amor. Que fue el amor quien lo mato. ¿Alguna vez han condenado al amor? ¡Jamás! El amor suele gozar de impunidad total. Al final entiendes que para matar el amor hay que enfrentarlo. Amar más, furiosamente, empacharte, vomitar. Al final, sólo el amor puede matar el amor.
(escritor boliviano)
BOLIVIA 2.0.
PRIMERA DECLARACIÓN DE
AMOR
Bolivia no tiene
grandes avenidas, tampoco grandes museos, no tiene una semana de la moda como
París o New York. No, tampoco tiene mar. Bolivia no recuerda muchas cosas, tiene
mala memoria, tiene el vicio del beso fácil, del discurso inútil, de la noche
que de tan noche es todas las noches. Bolivia es la noche trasnochada. En
Bolivia no se habla un solo idioma, para qué si podemos hablar millones.
Vivimos nuestra condición babélica con orgullo. No nos entendemos, tampoco
queremos. Cada quien tiene su propia lengua, una que es imposible de catalogar,
una que inicia con el impulso del primer silencio. Bolivia tiene problemas de
diseño, le cuesta caminar derecho, lo nuestro no es la recta sino la curva. No
vemos para creer, creemos para ver. Gracias a Dios (si es que acaso algo así
existe) la filosofía, tal como la entendía Hegel, pasó por aquí y se dio media
vuelta como un perro asustado con la cola entre las piernas. Aquí la miseria y
la lluvia envejecieron en las calles. Bolivia no tiene jets supersónicos, ni
drones que vuelen a control remoto desbaratando la vida alrededor del globo.
Pero aquí los hombres y las mujeres simples, los hombres y las mujeres de a
pie, los hombres y las mujeres sencillos y sencillas, salen a la calle y
consiguen que su protesta se vea en todo el universo como una gran fogata que
alumbra las formas eternas de la soledad. Aquí las cosas no son bonitas, como
en otros lugares en los que sí son bonitas las cosas. Bolivia tiene ciudades
horrorosas, selvas y ríos desproporcionados, almas miserables, fiestas
sobrenaturales. Yo veo a mi patria y me conmueve su monstruosidad. La miro como
Frankestein miraría a su criatura, como el rabino vería la torpeza melancólica
de su Golem. La veo y me digo: ¡carajo, de dónde tanta fuerza!. Yo le deseo al
mundo un país como el mío. Para humanizarlo en el mejor de los sentidos. Para
que sienta no un país que te da Mac Donalds, no un país que te da Calvin Klein,
no un país que te da muerte, no un país que te da miedo, sino un país que te da
la mano, pura, firme, abierta, como se da la mano. Es cierto he visto
horizontes maravillosos en otras partes, confines indecibles en la portentosa
pradera americana, soles de piedra en México, volcanes rugiendo la vida en
Ecuador, la eternidad naciendo en el delta del Tajo en Portugal, “naves
ardiendo más allá de Orión”, pero jamás algo como Bolivia, jamás un país que se
sostenga sobre la nada, jamás algo que flote en el vacío con la gracia de una
esfera eterna. Es cierto, Bolivia no tiene muchas cosas, no tiene grandes
avenidas, ni grandes museos, ni una semana de la moda como París o New York,
pero ya la tendremos y cuando esto ocurra todo se irá al infierno, como el rock
and roll, como la revolución, como las utopías, como se van todas las cosas
buenas de la vida.
PARA MATAR EL AMOR
Matar el amor puede ser algo muy complicado. No es suficiente con quererlo. No es suficiente con procurar el olvido. El olvido te falla, no te cumple, se pierde, no hace bien su trabajo y mientras tanto, el amor sigue tranquilo caminando por tus calles, silbando, sacándote el dedo. Matar el amor, requiere esfuerzos extremos. El amor tiene siete vidas. No es suficiente con enviarle palabras criminales. Luego las reportan desaparecidas. Luego no sabes qué les pasó, pero lo presientes. Aparecen sus cuerpos con signos de tortura. Sabes que han cantado, que te han delatado. Miras afuera. El amor está en tu patio. Comienzas a pensar, con razón, que el amor podría matarte. Tiene la coartada perfecta. Al final es un lugar común decir que alguien se murió de amor. Que fue el amor quien lo mato. ¿Alguna vez han condenado al amor? ¡Jamás! El amor suele gozar de impunidad total. Al final entiendes que para matar el amor hay que enfrentarlo. Amar más, furiosamente, empacharte, vomitar. Al final, sólo el amor puede matar el amor.
SER UN NEGRO DE VERDAD
No soy un negro de verdad. Lo sé y es triste. Nadie
despierta de la noche a la mañana siendo un negro de verdad y punto. Para ser
un negro de verdad no sólo tienes que tener la piel oscura. Tienes que sufrir
en la vida para ser un negro de verdad. Tienen que haberte dicho “negro de
mierda” alguna vez. A mí me lo han dicho un par de veces con ese mismo tono,
con ese mismo desprecio que deben sentir los negros de verdad. Entonces piensas
que sacarles la mierda no basta, hay que sacarles la mierda dos veces, tres
veces, cuatro veces, las veces que sean necesarias, para que sepan lo que es
ser un negro de verdad. Pero el universo es negro y nadie puede hacer nada al
respecto. Nada puede brillar a plenitud en la claridad. Todo lo que conmueve
entrega su belleza a la oscuridad. Las estrellas, la luna, el resplandor del
agua, el cristal de tus ojos que se disuelven en un destello como el relámpago,
como la tormenta. La vida cuando es vida es una negra vida. Una vida danzando
en la sangre. Esa vida proviene de algún lugar, de algún origen remoto cuando
el planeta comenzó a ser planeta, cuando los ríos comenzaron a ser ríos, los
mares a ser mares, los tambores a ser tambores. Por eso la gracia cuando un
negro canta, por eso la gracia cuando un negro hace el amor, cuando corre,
cuando salta, cuando se trenza el pelo como se trenza el alma. Cuando ríe un
negro, ríe la vida. Cuando llora un negro, llora la muerte. Pero no soy un
negro de verdad. Lo sé y es triste. La gente que siempre es mala pasa por mi
lado y me dice: “Pero hasta cuándo las mentiras, Negro. Tú no eres un negro de
verdad. Aceptémoslo”. Y sí, lo sé y lo acepto, pero quizás en otra vida pueda
ser un negro de verdad. Mientras tanto, me conformo con que me llamen Negro.
Eso sí, con cariño. Creo que me lo he ganado.
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Alex Aillón Valverde |
Nació en Sucre, Bolivia, en 1969.
Ha publicado Para leer al Pato Donald desde la
diferencia; Pop y otros escritos; y 4000. Revolución es su nuevo poemario bajo el sello
de "Editorial S". Aillón Valverde es periodista y comunicador social. Ha vivido y
trabajado en Ecuador, Estados Unidos y Bolivia. Gestor cultural, catedrático y,
ocasionalmente, compositor, actividad por la que ha sido reconocido con el
Premio Nacional de Cultura Eduardo Abaroa el año 2013. En la actualidad es Editor del suplemento cultural Puño y Letra del periódico Correo del Sur de la Capital de Bolivia. También es
Director General de Editorial S y del grupo Ciudad Idea.
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