viernes, 28 de marzo de 2025

El monstruo en casa

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



Las recientes denuncias, gravísimas, de abusos sexuales compartidas por mis colegas Julia Santibáñez y Verónica Volkow muestra que todavía hay en la cultura monstruos acechando, y que estos suelen estar más cerca de lo que imaginamos. De milagro salieron con vida de semejantes ordalías. No todos tienen la misma suerte. El caso, doloro-sísimo porque la quise a rabiar, de Carolina Luna, es apenas la punta de un iceberg siempre al acecho. Me sumo a sus voces para señalar que yo también fui víctima de semejante abuso. Pensamos que los monstruos pertenecen a sociedades enfermas, que son el reflejo deformado de esas sociedades, que nos son ajenos, que los escritores, artis-tas, poetas mexicanos, estamos protegidos de esos monstruos, y que si los hay, o los hubiese podríamos identificar-los si nos los topáramos. Pero no es así. Los monstruos no se ven como en las películas, los malvados no hablan a solas explicando sus motivos. No es un asunto de un mundo en blanco y negro. En medio hay toda una gradación de colores.

Agradeciéndoles a Julia y a Verónica por sus valerosas palabras y denuncias, y por razones de salud mental, terapéu-ticas, deseo hacer público este asunto, que para mí es doloroso. Lo que ahora denuncio lo hace un hombre de se-senta años en defensa de un joven de veinticinco años con todas las virtudes y limitaciones que la juventud impli-can, y la educación que había recibido de respeto a los mayores, a la autoridad y a las figuras que la representara. Fui abusado hace más de 35 años, en 1990, por el poeta y traductor del italiano Guillermo Fernández en su casa de la calle de Edzná, en la colonia Narvarte.

Es importante señalar que en aquellos días en que lo conocimos muchos de la emergente promoción literaria en 1990, los rumores sobre “cosas raras”, es decir asuntos sexuales no consensuados, para decirlo como es la verdad, parecían un reguero de pólvora al que nadie podía poner nombre, pero siempre había quien lo detenía señalando su prestigio como traductor, como poeta y como miembro del comité editorial de la colección El ala del tigre de la que él formaba parte, y que sólo eran rumores, maledicencias. Tal cual fue lo que me dijo un amigo de aquellos días cuando le comenté lo que era vox populi. No eran solo los rumores, sino casos de manipulación claramente visibles en que Guillermo ejercía una violencia nada simbólica hacia terceros. Lo que parecían rumores infundados se vol-vió horrible realidad cuando Guillermo se me abalanzó una madrugada en su casa después de una cena. Lo que Guillermo me hizo no ocurrió en un contexto romántico, envuelto en una atmósfera placentera y agradable, ni fue un acto consensuado, algo que yo pueda recordar con alegría o placer. Nada de eso. Fue un acto sucio, vil, que me provocó y sigue provocando asco, y cuyas consecuencias me siguen persiguiendo. Sigue siendo un asunto que me revuelve el estómago y del que no es fácil hablar en público. Porque el morbo quiere detalles.

En aquellos días Guillermo era una referencia en lo que a traducciones del italiano se refiere, la mayoría de las cua-les habían sido publicadas por la UNAM, pero su poesía era menos conocida aunque en las contraportadas de sus traducciones siempre se decía que principalmente era poeta. Pero no era ni fue nunca un poeta prolífico, como lo muestra la recopilación de su obra poética, y apenas conocía Bajo llave que se había editado hacía menos de diez años, en 1983, y no recuerdo haberlo leído en alguna antología. Tanto él como algunos lectores más avezados que yo en aquellos días celebraban, como lo siguen haciendo muchos otros hoy en día, un verso que casi todos los que lo han leído recuerdan de memoria: “Isabel Estambul Nueva Zelandia”. Para mí es como escribir “Tango El Cor-covado Compostela” o cualquiera otra combinación de palabras al azar. Pero el poema donde venía esa celebrada línea, “Tus fantasmas”, del mencionado libro, era de una ambigüedad y oscuridad tales que era difícil escrutar su significado. Algo similar puede decirse de toda la sección que le da nombre al libro: una ambigüedad y un extraño barroquismo recorren todos los poemas, y sólo una lectura forense arroja luz sobre su raro hermetismo. Pero en su poesía había poemas que no pueden considerarse como muestras de amistad o de reconocimiento a quienes sus pa-labras estaban tributadas y que al parecer nadie notó, o si lo hizo, pasó inadvertido.

Para centrarme en ese libro, porque del resto de sus libros me deshice hace tiempo, hay un poema dedicado a un muy joven Vicente Quirarte que se titula “Pis”. No es la palabra de reconocimiento ni el título que uno esperaría a un joven de veintiocho años de edad en donde parece describirse un acto de auto-gratificación, de masturbación ante la vista de un niño de tres o cuatro años en una zapatería. ¿Por qué a Vicente le dedica un poema de esas ca-racterísticas? El tema es ya por sí mismo bastante escatológico, pero no es el único en ese libro ni en los otros que pude leer en aquellos días. No pocos poemas son alertas de que algo extraño, verdaderamente extraño, pasaba con Guillermo, y supongo que la frase que me dijo aquella noche en su casa, “Esto no tiene nada que ver con el arte”, resume a la perfección mucho de su actitud frente al mundo, y de alguna manera explica por qué me hizo lo que me hizo, que no tan metafóricamente hablando me arrojó al mismo fango y suciedad de que hablan los poemas de la sección que da título al mencionado libro.

Porque también se relacionan con esas palabras sucias que me dijo algunas del libro en cuestión. Como en “Los há-bitos”, u otros poemas que tratan exactamente de eso: de lo que no tiene que ver con el arte: “Al joven crítico que quiere servir en Las Cortes”, “Al joven amigo que anda buscando un sitio en el gallinero de la fama”, “Conclu-sión”. Pero otros que recuerdo, dedicados a un niño de acaso tres o cinco años de edad, un tal Alejandro, a quien Guillermo le dedica sendos poemas que no describen lo que podría llamarse una celebración sana o alegre hacia un infante del que no sabemos nada que no sean esos dos extraños poemas, o más perturbador que todos estos poe-mas: aquel del niño momificado con la boca eternamente abierta y que le hace experimentar a Guillermo, literal-mente, una excitación sexual al verlo en un museo.

Alguien debería de haber visto las señales de alerta que todos estos y otros textos de sus libros muestran sin pudor. Si alguien lo vio, calló. Yo mismo, cuando leí esos poemas no daba crédito a lo que expresaban, y me pregunté si en verdad decían lo que parecían decir. Había cosas que ciertamente no lograba entender, pero que no son precisa-mente la poesía de un hombre sano. Había, y evidentemente ahora sé que hubo siempre un lado oscuro y oculto pero a plena vista latiendo, palpitando en sus poemas. Después me tocó vivir ese mundo en carne propia, cuando era demasiado tarde para todo y cuando finalmente entendí que Guillermo tenía razón: nada de eso tiene que ver con el arte. Y sin embargo lo puso como un florero a la vista y escrutinio de todos, a plena vista, y nadie se alarmó. Por el contrario, se lo celebraban como logros dignos de aplauso.

Después del abuso la sensación de impotencia, de suciedad irreparable, cayó como una losa sobre mí y, como el propio Guillermo sabía, nadie sabría lo que había pasado. No había ni hubo a quién recurrir. Porque aún hoy na-die lee sus poemas como lo que son muchos de ellos: el retrato de un hombre que idealizó la infancia como un esta-do de pureza absoluta que él había perdido, pero sin el trasfondo filosófico de Schiller, Goethe o Hölderlin, y sus deseos carnales no son ni eran los de un hombre sano. No lo fueron en aquellos días de 1990.

El abuso me provocó un severo estrés postraumático, producto de la impotencia de no poder decírselo a nadie. No lo supieron ni mis amigos de aquellos días ni mis colegas de trabajo, ni menos mi familia: ni mis padres ni mis her-manos. No lo supo nadie. Y ciertamente no supe a quién acudir. Pero el golpe que me proporcionó me hundió en la depresión que me acosaría el resto de esa década y que terminaría por aislarme y alejarme de medio literario casi por dos décadas, hasta 2010 que empecé a recuperar la autoestima y empecé a publicar de nuevo. Durante la depre-sión, como lo he contado en otra parte, ideas suicidas me invadían sin que ninguna alarma se prendiera en mi cabe-za, y sin que pudiera acudir a nadie porque ni siquiera sabía yo mismo lo que me estaba sucediendo, cómo el fango quería devorarme. No debo de haber sido el único que haya pasado por algo así en aquellos días de parte suya.

El hombre de sesenta años que relata esto hoy no es el mismo que el joven de veinticinco años que vivió esa pesadi-lla. Lo que el hombre de hoy podría hacer, o haría, o debió hacer, es distinto a lo que hizo el joven de aquel enton-ces, envuelto en la admiración a la figura del poeta y su prestigio, que no tenía más de seis meses de haber entrado al mundo de la literatura y apenas empezaba a adentrarse y conocerlo. Quien vive un abuso siempre tiene la sensación de culpabilidad, casi como si inconscientemente se quisiera exculpar al verdadero culpable. La sociedad misma pro-tege a estos depredadores, que siempre encuentran defensores de oficio. El abuso dura un instante, pero la pesadilla dura años, en medio de la incomprensión. Y lo cierto es que a la depresión la acompañó los pensamientos suicidas y un comportamiento autodestructivo que me afectó severamente en aquellos días.

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