José Manuel Recillas (izq.) y Cosme Álvarez |
Hace unos días, José Manuel
y yo salimos a vagar por el centro de Coyoacán y dimos con dos librerías. En
ambas casi mareaba la sobrepoblación de novelas y libracos de moda en los
estantes y en las mesas, y aún así tuvimos el impulso de preguntar si alguna
sección alojaba tomos de poesía. En los dos locales nos remitieron a la parte
más baja de un mueble, situado en uno de esos rincones que generalmente pasan
inadvertidos, y en el que había, cuando mucho, 20 títulos. Me pareció al mismo
tiempo natural y paradójico que así fuera, pues ya se sabe que en este país
ahora hay más poetas que lectores de poesía. José Manuel literalmente tuvo que
sentarse en el suelo para mirar de cerca aquella fila escuálida de títulos, y
al sentón la desazón, porque no halló uno solo que pudiera interesarle.
Menciono al paso esta anécdota para situar dónde se halla la poesía en nuestros
días, y también para decirle a Recillas una frase que es usual en el ambiente
de los músicos, pero que puede adaptarse a esta ocasión: “José Manuel,
bienvenido al mundo editorial de la poesía, que hambre no te va a faltar”. Pero
bueno, las presentaciones de libros tienen, sin embargo, una nueva finalidad
para el poeta: por necesidad se han convertido en librerías de paso, en las que
los asistentes compran al menos un ejemplar y el poeta respira y se alegra.
José
Manuel Recillas, poeta de talento, escritor riguroso, lector ávido, crítico
sagaz, y no menos entusiasta traductor, nos ha reunido esta tarde para hablar
de su libro, o debo ser más claro: de su espléndido libro El sueño del
alquimista. Recillas era, hasta hace unos meses, el gran ausente de mi
generación. Una generación peculiar, pues de ella han salido varios de los
mejores narradores, poetas y músicos de México en la actualidad.
Nuestra
generación comenzó a escribir poemas a finales de los años ochentas e inicios
de los noventas del siglo xx, a la
luz o a la sombra de las vanguardias. Antes de eso leímos a los clásicos
latinos, a Petrarca y a Dante, a Villon y a los españoles del Siglo de Oro, y
de México a Sor Juana, a los románticos y a los modernistas, y casi todos nos
encendimos con Villaurrutia, Owen, Gorotstiza y Pellicer; otros, los menos, con
Jorge Cuesta y Ortiz de Montellano, es decir, con los poetas que se reunieron
en torno de las revistas Ulises y Contemporáneos.
Tras ellos leímos a Rimbaud, a Mallarmé, a Valéry, y también a T.S. Eliot y a
Ezra Pound, y fuimos hasta cierto punto víctimas de los traductores españoles y
argentinos, pero cada poeta nombrado sobrevivía a su traductor. Sólo más tarde
llegamos a George Trakl y a Pessoa. La generación de Octavio Paz, y Paz en
particular, generaba admiraciones y rechazos. “Piedra de sol” era un poema y un
enigma (algunos incluso queríamos saber quiénes eran en la vida real las mujeres
que mencionaba el poema), pero Los hombres del alba,
de Efraín Huerta, no sólo era un libro de poemas sino una llama, o mejor: una
antorcha que iluminaba el sendero hacia poetas como José Carlos Becerra y José
Emilio Pacheco, autores que nuestra generación leyó en la preparatoria o en los
años universitarios. Fuimos influidos por las vanguardias del siglo xx, admiramos a Vallejo y a Huidobro, no
obstante, empezamos siendo ortodoxos: estudiamos con esmero el endecasílabo,
escribimos sonetos, octavas reales, casidas y silvas, pero más allá del traje
sastre de las formas y los remedos, para nosotros había ya un nuevo enigma por
resolver: nuestros propios temas. Qué decir y cómo decirlo se volvió entonces
el sendero que cada cual tenía que recorrer a solas.
Dije
que José Manuel Recillas era el gran ausente de mi generación, pero es una
noticia inexacta. Si bien tardó más que los otros en publicar libros, estaba
siempre ahí, escribiendo, leyendo, dando de palos a la tristeza y, sobre todo,
viviendo hondamente lo que sólo años más tarde se transmutaría en poemas.
Nuestra
generación comenzó a publicar a inicios de los años noventas. Todos aquellos
escritores éramos, naturalmente, un signo de interrogación, muchos lo somos
todavía, pero entretanto José Manuel Recillas no dejaba de trabajar en sus
libros cada día. Sus amigos seguían publicando, otros ganaban premios y becas
del Conaculta (ese diseño estatal para mantener distraído al escritor), pero
Recillas se mantenía lejos, al margen, ausente. Sabíamos que escribía, que
nunca había dejado de escribir, pero ¿dónde estaban sus libros? Claro, tenía,
como todos nosotros, su libro noventero, La ventana y el
balcón, publicado en 1992, pero de alguna manera seguía siendo el gran
ausente. Sólo al final del siglo xx publicó
en Práxis otro libro, me refiero a la primera edición de El sueño del
alquimista (1999), el mismo que hoy presentamos Roxana Elvridge-Thomas,
Manuel Andrade y yo, y hasta el 2003 hizo una nueva entrega, Entre el sol
amarillo del escombro, que se publicó en Montevideo. Pasaron otros seis
años de silencio, hasta que en 2009 se publicó Sidereus nuncius, pero su
trabajo, lamentablemente, se nos había perdido de vista.
Celebro
con entusiasmo que José Manuel Recillas ya no sea el gran ausente de mi
generación, que esté convirtiéndose poco a poco en una presencia notoria entre
los poetas de este siglo xxi
mexicano, que se halle ganando premios y menciones, y desde luego me alegra que
se encuentre preparando la próxima aparición de media docena de libros. No sé
qué piensen Manuel y Roxana, pero yo tengo la impresión de que José Manuel nos
la debía.
El
sueño del alquimista es posiblemente el primer libro de Recillas,
me refiero a esta segunda edición, hecha por el Fuego rojo de la amistad y la
inteligencia. Es casi
como el de la primera edición de 1999, pero ese casi lo vuelve
otro libro, no sólo por el trabajo que José Manuel ha hecho a los poemas,
consiguiendo el tono que siempre requirieron estos versos de hondo dolor, sino
porque además nos obsequia (iba a decir: nos da en ofrenda, como si se tratase
de los antiguos ritos mayas o yoremes), nos entrega con valentía un apéndice
estremecedor, no una bitácora plañidera y autocompasiva, sino un diario del
horror, que al final apuesta por la celebración de la vida. Es verdad que los
poemas del libro no requieren del apéndice porque son poemas muy bien logrados,
que dicen o gritan lo que el poeta había contenido en el vientre como un
aullido; pero el diario nos acerca al corazón del hombre que está detrás del
poeta, de este gran ausente que era Recillas. El Apéndice es un registro del
horror pero el poeta es el alquimista que en sus poemas transfigura la
experiencia del dolor y el horror en realidad humana y colectiva. Se necesita
valor, talento, y quizá de fuego en la sangre para transmutar la experiencia
personal en arte, en visión y relato colectivo, para zafarse de la cuerda que
ata al solipsismo y hacer visible que lo que le ocurre a un hombre está
ocurriéndole a todos los hombres, para verter el agua propia en la gran
corriente de la experiencia humana. ¿Cuál otra cosa podría ser el sueño del
auténtico alquimista? Como amigo y lector de José Manuel advierto que el poeta
Recillas lo ha conseguido, que ha logrado ir más allá del dolor para apostar
por el elixir de la vida. Podría leerles al menos doce poemas del libro que
justifican mis palabras, pero esa es tarea de José Manuel. Luego entonces, le
cedo la palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario