(poeta mexicano)
Imagen de Ludwig van Beethoven |
Escuchar las
nueve sinfonías de Beethoven en un momento como el que vive México, en donde el
desgobierno y su cinismo, el saqueo y la rapiña constantes, la corrupción, la
injusticia, el crimen organizado y el desorganizado desde las más altas esferas
del ejercicio del poder político, en fin: el horror que diariamente nos acosa y
no deja de sorprender y preocupar, pudiera parecer un acto de suprema
frivolidad. No es así.
Está de sobra
señalar que escucharlas debería ser un imperativo categórico, para usar la
adecuada fraseología kantiana, especialmente en una situación como la que
vivimos. La visita de la Freiburger Barokorchester los días 5 y 6, 8 y 9, y 11
de octubre para interpretar el ciclo sinfónico beethoveniano completo en un
lapso de apenas seis días debería ser considerado una fecha que quedará en los
anales de la música en nuestro país.
Para mí fue un
sueño hecho realidad, el cumplimiento de una espera de veinte años desde que
escuché por vez primera a esta legendaria y extraordinaria orquesta, y de un
cuarto de siglo desde que escuché en CD un ciclo sinfónico beethoveniano
completo con una orquesta con instrumentos de época: la Hanover Band. Casi en
cascada fueron llegando a mí otros ciclos del mismo tipo. El de Christopher
Hogwood y The Academy of Ancient Music –que en los hechos tenía casi a los
mismos músicos de la Hanover Band–, el de Frans Brüggen y la Orquesta del siglo
xviii –y su descomunal
interpretación de la Marcha fúnebre de la Tercera–, la de John Eliot Gardiner,
la intensamente esperada de Nikolaus Harnoncourt, y los no siempre convincentes
de Roger Norrington, Jos van Immerseel y Martin Haselböck. Y después, sus
herederos en orquestas modernas: el del flamenco Philippe Herreweghe, el del
noruego Osmo Vänskä con la conflictiva Orquesta de Minnesota, y el descomunal
de Paavo Jarvi.
A lo largo de mi
vida he escuchado incontables ciclos completos, el más reciente, previo al de
la Barroca de Friburgo, dirigido por Miguel Salmon del Real con la Sinfónica de
Michoacán, en un ciclo memorable, en el cual pude constatar lo mucho que aún
tiene por decirnos estas obras maestras. Comparar ambos ciclos sería un exceso,
pero algunas cuestiones relevantes se pueden señalar de ambos directores, ambos
muy jóvenes, de casi la misma edad.
La dirección
orquestal de Gottfried von der Goltz es más aérea, en comparación con la más
terrestre, desde el plexo solar, de la de Salmon del Real, y ello conduce a
sonoridades distintas, a un impacto diferente en el escucha. Quizá por ello
mismo, la de este último fue mucho más arriesgada no sólo que la de Von der
Goltz, sino más de lo que jamás nadie se haya atrevido antes. Sus versiones de
la Marcha fúnebre –espectacular y de una fuerza que nunca antes había
escuchado, con una tensión y una acumulación de la energía sonora simplemente
bestial– y de las dos Quintas, en dos días consecutivos, pero con dos lecturas
a la partitura tan diferentes, tan contrastantes una de la otra, que parecían
dos orquestas y dos directores distintos, es algo que no volverá a verse
probablemente jamás, a menos que el propio Salmon encuentre una orquesta que se
atreva a seguirlo como lo hizo la de Michoacán, algo poco probable con el tipo
de orquestas con que contamos en el país.
Pero la
transparencia de los instrumentos de época es incomparable con lo que puede
ofrecer una orquesta moderna. No sólo por la afinación, sino por el sonido
mismo, y por algo de lo que alguna vez leí en Harnocourt, pero ninguna
grabación ha podido hasta ahora transmitir en toda su gloria y majestuosidad:
la disposición de las secciones instrumentales. Aunque básicamente la orquesta
es la misma que la moderna, un poco más pequeña, en Beethoven el eje de ésta se
encuentra en la sección de las maderas y alientos, la sección de Harmonie, y en
torno a ella se construye el volumen orquestal en una suerte de tres
triángulos. Al centro la mencionada sección, soportada por los violonchelos y
violas como un perfecto cateto sonoro de base, y en dos triángulos en los
extremos, del lado izquierdo violines primeros y contrabajos, y al otro
extremo, violines segundos, percusiones, y una parte de las violas.
Esta disposición
le permitía a Beethoven explorar y explotar de manera genial uno de sus
procedimientos compositivos de variación favoritos: el fugato, el cual en las
orquestas modernas suele perderse frente a la avalancha sonora de la cuerda,
especialmente el del primer movimiento de la Novena, descomunal. Esa célebre
frase que alguna vez me dijese algún amigo: “¿Para qué escribe Beethoven tantas
cosas en sus sinfonías si no se pueden escuchar?”, encuentra su respuesta en
este tipo de orquestas y disposición instrumental: porque en tiempos de
Beethoven sí se escuchaba todo eso… ¡Y cómo se escucha, Mein Gott! La
exploración del timbre, del color orquestal, de los contrastes sonoros y la
articulación de la cuerda, por ejemplo, moviéndose en el espacio, en vez de esa
masa sonora compacta y difícilmente diferenciada que tenemos que padecer una y
otra vez con cada orquesta en nuestro país, encontró en la Barroca de Friburgo
un motivo de inequívoca dicha y de redescubrimiento de estas obras esenciales.
Uno de los
descubrimientos más notables para no pocos melómanos fue hallar que todo el
lenguaje sinfónico beethoveniano –que es como decir toda su compleja y
avasalladora personalidad– se encuentra ya perfectamente logrado desde su
primera sinfonía. Más aún –como si no lo supiéramos–, que no hay compositor
posterior, desde Schubert hasta Mahler, que no esté en deuda con él, que no
halle su raíz en él, que no esté incluso sugerido en él. No sólo eso. En la
impresionante interpretación que hizo la Freiburger de la más revolucionaria de
sus sinfonías, la Tercera, en la Marcha fúnebre, el violín solo de Petra
Müllejans nos recordó, con un guiño fuera de serie, a Bach, como si uno y otro
tuviesen un origen en común, como si la más revolucionaria sinfonía del genio
de Bonn no olvidara de dónde viene y hacia dónde va. Jamás había oído algo así
en toda mi vida.
Cada sinfonía nos
fue revelando matices, guiños, indescriptibles momentos de eso que sólo puedo
definir como la enorme dignidad humana de su pensamiento, de su trabajo con la
noble madera de sus instrumentos. No sé cuántas veces estuve a punto de llorar
de la emoción, pero sé que después de cada concierto salí temblando, transfigurado,
esperanzado, y debo decir que, en efecto, algunas de mis más hondas súplicas
hallaron respuesta, y no podría estar más agradecido por haber vivido esta
experiencia.
Uno de los
temores de algunos melómanos estaba en el desempeño del Coro de madrigalistas,
de clara formación belcantista, y la latente posibilidad de que cantara como lo
suelen hacer siempre, a voz en cuello, y se destruyera el delicado equilibrio
de una sinfonía que siempre, o casi siempre, es interpretada desaforadamente,
en busca más el aplauso que la comprensión de sus muchos matices. No sólo eso.
Tenía mucha curiosidad por escuchar su segundo movimiento, Molto vivace, que
como se sabe es casi el primer concierto para orquesta y timbales con trompeta
de la historia. De nuevo, la Freiburger mostró la verdadera dimensión de un
movimiento que casi de continuo suele interpretarse de manera desaforada, sin
la menor atención en sus detalles y matices. La trompeta no se vuelca sobre el
oído del escucha, ni el timbal parece a punto de llamar a rebato. Cada uno se
encuentra en una dimensión que no se abalanza sobre el oído hasta lastimarlo, y
los forti beethovenianos adquieren su
verdadera dimensión. El Coro de madrigalistas por una vez en su vida cantó como
se debe, en su justa dimensión, mostrando el perfecto equilibro entre canto y
música buscado por Beethoven.
Y si algo
demostró la Freiburger Barokorchester es que, por encima de cualquier
consideración, no hay nada más importante en Beethoven que la espléndida música
salida de su pluma. Y esto se notó en algo más, algo que prácticamente nunca se
ve en nuestras orquestas. El placer de tocar. La cantidad de rostros sonrientes
durante la interpretación, las miradas cómplices de alegría de los músicos, la
enorme sonrisa de Von der Goltz hacia sus músicos, nos recordó que las
sinfonías de Beethoven son una enorme celebración de dicha, pese a los
tormentos y desdichas que lo acosaron, y es el recordatorio perenne de porqué
cuando se le interpreta como usualmente se le hace en salas del país, se
traiciona su mensaje desde la raíz. Si el músico no siente esa felicidad, si no
comparte ese eros beethoveniano en todo momento, debería dejar su instrumento
de lado y dedicarse a otra cosa, por el bien suyo y el de la música.
José Manuel Recillas con músicos de la Freiburger Barokorchestra |
No sólo la
dimensión de su obra sinfónica nos reveló que Beethoven en realidad escuchaba
la música de una manera privilegiada, sino que sus sinfonías son un manantial
vivo (Eine lebende Bach) y que su dichosa escucha debería ser eso que llamé al
principio un imperativo categórico. Porque si Beethoven fue capaz de superar su
desdicha, los golpes que la vida le dio, y se elevó como ningún otro artista lo
había hecho antes que él, entonces cualquier cosa que nos suceda es apenas una
mota de polvo en el desierto y merecemos perdernos en el fango de la existencia
diaria y sus rutinas.
Beethoven y la Barroca de Friburgo nos recordaron que ese es el mayor legado que nos dio el genio de Bonn: ser felices, contra todo designio humano, porque el horror siempre estará allí. Parafraseando la palabra del Evangelio: a los pobres (de espíritu) siempre los tendremos, pero a Beethoven no, si no hacemos el esfuerzo por vivirlo y hacerlo nuestro. La frivolidad es vivir en el muladar cotidiano, y pensar que eso es la vida.
Beethoven y la Barroca de Friburgo nos recordaron que ese es el mayor legado que nos dio el genio de Bonn: ser felices, contra todo designio humano, porque el horror siempre estará allí. Parafraseando la palabra del Evangelio: a los pobres (de espíritu) siempre los tendremos, pero a Beethoven no, si no hacemos el esfuerzo por vivirlo y hacerlo nuestro. La frivolidad es vivir en el muladar cotidiano, y pensar que eso es la vida.
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