sábado, 1 de julio de 2017

Meditaciones

Por Henry David Thoreau 
(escritor de Concord, Massachusetts)

[Versión de Cosme Álvarez]





Henry David Thoreau. 12 de julio, 1817-6 de mayo, 1862
Creo que existe una relación íntima entre la vida exterior y la vida interior; creo que si alguien lograse superar su vida, el mundo seguiría ignorándolo; creo que diferencia y dis-tancia se identifican.

Ansiar una verdadera vida es como emprender la marcha hacia un país lejano y verse gradualmente rodeado de pai-sajes desconocidos y gente nueva.

Comprendo que en tanto esté ceñido a mi pasado estoy muy lejos de vivir una vida mejor y más bella, en su sen-tido pleno.

El mundo externo es lo inverso de lo que está dentro de nosotros.

Las tradiciones no ocultan a los hombres, por el contrario, los muestran sin apariencias y como en verdad son. En rea-lidad las tradiciones forman su vestimenta. Me importa poco el absurdo razonamiento al que recurren quienes si-guen fieles a las tradiciones. Las sucesos no son rígidos, ni irreductibles como nuestros actos.

¡Cuántas veces nos expresamos con ambigüedad, como si una existencia eterna pudiera encajarse o erigirse en nues-tra vida presente a modo de fundamento conveniente! Para transformar nuestra vida debiéramos demoler la anterior, descartar todo el calor de nuestros afectos; quizá sea imposible.

El mirlo construye su morada sobre el huevo del cuclillo [ave cuya hembra pone huevos en los nidos de otras aves para que alimenten y cuiden a sus crías], y allí incuba sus huevos; pero la separación es leve y empolla también el ajeno. El cuclillo lo aventaja en un día y, al nacer su cría, expulsa a los pichones del mirlo. No hay otra solución entonces: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.

El cambio es siempre cambio. Ninguna vida nueva ocupa cuerpos viejos. Los cuerpos viejos se pudren. La vida es lo que nace, crece y florece. Los hombres patéticamente intentan reanimar lo antiguo, y por eso lo toleran y lo so-portan. ¿Por qué limitarnos a embalsamar? ¡Abandonemos ya el bálsamo y la mortaja, y vayamos en busca de un cuerpo naciente! En las antiguas tumbas de Egipto podemos comprobar el resultado de tal experiencia. No igno-ramos su fin.

Cabaña de Thoreau en Walden Pond
Creo en la simplicidad. Es triste y asombroso ver cómo hasta el hombre más sabio emplea sus días en asuntos triviales, cre-yéndose obligado a relegar a último término cuestiones más importantes. Si un matemático desea resolver un problema di-fícil, comienza por despojar a la ecuación de toda dificultad, reduciéndola a su más simple expresión. Simplifiquemos el problema de la existencia, distingamos lo necesario de lo real.

Exploremos la tierra para ver dónde corren nuestras raíces ori-ginarias. Yo quisiera basarme siempre en los hechos. ¿Por qué no ver, por qué no servirnos siempre de nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres no saben ni conocen nada?

Sé de muchas personas —difíciles de ser engañadas en asun-tos comunes, muy recelosas de una mala jugada— que me-suradamente disponen de su dinero y saben como gastarlo, que gozan fama de cautos y listos, y que, sin embargo, con-sienten en pasar gran parte de su existencia como cajeros entre las cuatro paredes de un banco, hombres que hoy brillan po-co, para enmohecerse mañana y finalmente desaparecer. Si son realmente capaces, ¿por qué hacen lo que están haciendo? ¿Saben bien lo que es el pan y para qué sirve? ¿Tienen noción del valor y del significado de la vida? Porque si supieran algo, ¡qué pronto olvidarían lo que ahora les interesa!

Esta vida, nuestra vida respetable de todos los días, tras de la cual firmemente se apuntala el hombre de buen sen-tido, el inglés del mundo civilizado, y sobre la que reposan todas nuestras instituciones insignes, no deja de ser una ilusión que se desvanece como la trama entera de una visión fugaz. En cambio, el más leve resplandor de realidad que suele iluminar días oscuros para todos los hombres, nos revela algo más consistente y perdurable que el bronce fundido, algo que es en verdad la piedra angular del mundo.

El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable. ¿Podemos consultar honestamente a nuestra conciencia y afirmar que es así? ¿Qué hechos invocamos al afirmar que nuestros sueños son prematuros? ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre que consecuentemente haya luchado durante toda su vida por una fi-nalidad, y que en cierta medida no la lograra? Un hombre en estado de continua ansiedad, ¿no se siente ya elevado en virtud de ella? ¿Quién que haya puesto en práctica la menor acción de heroísmo, de altruismo, o tendido hacia la verdad y sinceridad, no encontró cierta ventaja, algo más que no fuera perder el tiempo? Es natural no espe-rar que nuestro paraíso sea un jardín. Ignoramos lo que pedimos. Observemos la literatura. ¡Qué bellos pensa-mientos ha concebido cada uno de nosotros, y qué poco bellos pensamientos han sido expresados! Sin embargo, no hay ningún sueño, por más sutil o ligero que sea, que el simple talento —favorecido por cierta resolución y constancia, después de mil fracasos— no logre fijar y grabar en palabras distintas y duraderas. Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos. Pero ahora no hablamos de sueños. Lo que puede expresarse con palabras, puede expresarlo igualmente nuestra vida.

Henry David Thoreau
Mi vida actual es un hecho del que no debo congra-tularme, pero respeto mi fe y mis aspiraciones. De ellas hablo ahora. Nuestro estado es demasiado sim-ple para describirlo. No he prestado juramento algu-no. No he trazado ningún plan para la sociedad, la Naturaleza, o Dios. Soy simplemente lo que soy, o, mejor dicho, comienzo a serlo.

Vivo en el presente. El pasado no es en mí sino un recuerdo, y el porvenir una anticipación. Amo vivir. Prefiero una reforma antes que un programa. No puede hacerse historia de cómo el mal se ha vuelto lo mejor. Creo —y nada existe al margen de mi creen-cia. Sé que yo soy. Sé que otro existe, que sabe más que yo, que se interesa por mí, del que soy su cria-tura, y, en cierto modo, también progenitor. Sé que la tarea vale la pena, que las cosas van bien. No he re-cibido ninguna noticia contraria.

En cuanto a las posiciones, las combinaciones, los detalles, ¿qué pueden significar? Si contemplamos el firmamento, cuando el tiempo es claro ¿qué percibi-mos sino el cielo y el sol?

¿Quieres convencer a un hombre de que hace mal? Haz el bien. Pero es inútil convencerlo con palabras. Los hombres creen en lo que ven. Procura que vean.

Prosigue tu vida, obstínate en vivirla, y como un perro en torno del coche de su amo, gira en torno a tu propia vida. Realiza aquello que más amas. Para que conozcas bien tu hueso róelo, entiérralo, y desentiérralo para roerlo aún más.

No es preciso demasiada moral. Sería endeudarte a ti mismo con un exceso de vida. Marcha más allá de la mora-lidad. No te contentes con ser bueno, hay que serlo a toda costa. Todas las fábulas encierran una moral, pero, los inocentes que escuchan, sobre todo hallan placer en la historia que se narra.

Nada se interpone entre tú y la luz. Respeta a los hombres, respeta a tus hermanos, y nada más. Cuando empren-das viaje a la Ciudad Celeste no lleves carta de recomendación. Cuando llames, pide ver a Dios, nunca a los lacayos. En esto, que es lo que más te atañe, no se te ocurra pensar que tienes camaradas. Haz de cuenta que estás solo en el mundo.

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