Por Ralph Waldo Emerson
Relee la Primera parte
(escritor norteamericano)
(Versión de Cosme Álvarez)
No ha existido un
norteamericano más auténtico que Thoreau. La predilección que tenía por su país
y por su condición era genuina, y su aversión a las costum-bres y los gustos
ingleses, y europeos en general, raya-ba en el desprecio. Oía con
impaciencia las noticias y las frases ingeniosas recogidas en los salones
londinen-ses, y si bien procuraba ser correcto, esas anécdotas le resultaban
fastidiosas. Los hombres se imitaban unos a otros, a través de un molde
pequeño. ¿Por qué no pueden vivir lo más separado posible, y ser cada cual un
hombre solo? Lo que él buscaba era la naturaleza más resuelta; deseaba ir a
Oregon, no a Londres. «En todos los rincones de Gran Bretaña —escribió en su
diario— se advierten rasgos de los romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus casas. Al menos la Nueva Inglaterra no está
edificada sobre ninguna ruina romana. No tenemos que colocar los cimientos de
nuestros hogares sobre las cenizas de una civilización anterior.»
Idealista como era,
declarado a favor de la abolición de la esclavitud, de la abolición de las
tarifas, de la casi abolición del gobierno, sobra decir que no sólo se
en-contraba sin representación en la política de su tiem-po, sino que, además,
era casi igualmente antagónico a toda clase de reformadores. Sin embargo, pagó
el tributo de respeto invariable al Partido Antiesclavista. Hubo un hombre, con
quien había entablado amistad personal, al que honró con excepcional
consideración; antes de que nadie pronunciase la primera palabra amistosa en
apoyo al capitán John Brown, Thoreau corrió la voz, por casi todas las casas de
Concord, de que cierto domingo por la tarde hablaría en una sala pública sobre la posición y el carácter de
John Brown, y que invitaba a todo el pueblo a
es-cucharlo. El Comité Republicano, el Comité Abolicionista, le hizo saber que
su discurso sería prematuro e impro-cedente. Él respondió: «No me comuniqué con
ustedes para pedirles consejo, sino para anunciarles que voy a ha-blar.» La
sala, desde hora temprana, se vio atestada de representantes de todos los
partidos, y la espinosa apología del héroe fue escuchada respetuosamente por
todos, muchos de ellos con una simpatía que incluso llegó a sorprenderles.
Se dice que Plotino estaba
avergonzado de su cuerpo, y es muy probable que tuviera razón, que su cuerpo
fuese un mal servidor, e incompetente para el trato con el mundo material, lo
que a menudo ocurre con los hom-bres de intelecto abstracto. Pero el señor
Thoreau esta-ba dotado de un cuerpo sumamente útil y bien adapta-do. Era de corta
estatura, complexión robusta, tez blan-ca, con expresivos ojos azules de mirada
fuerte y aspecto grave. Durante sus últimos años llevó el rostro adorna-do con
una barba que le favorecía. Sus sentidos eran agudos, su figura recia y bien
proporcionada, manos fuertes, y diestras en el manejo de herramienta. Y poseía
una notable habilidad de cuerpo y mente. Podía medir a pasos ochenta metros con
mayor exactitud que cual-quier hombre ayudado por una barra y una cadena. De
noche, en el bosque —decía—, hallaba el camino más con los pies que con los
ojos. Era capaz de calcular muy bien con la mirada el tamaño de un árbol; sabía
precisar el peso de un ternero o de un cerdo como un mercader. De una caja que
contenía treinta y cinco piezas o más de lápices, podía tomar rápidamente con
las manos una docena exacta en cada intento. Era buen nadador, co-rredor,
patinador, botero y probablemente dejaba atrás a la mayoría de los
campesinos en una caminata de un día. Y la relación entre su cuerpo y su mente
era aún más fina de lo que hemos indicado. Decía querer cada paso que daban sus
piernas. La extensión de sus paseos determinó invariablemente la extensión de
sus escritos. Encerrado en casa, no escribía una sola palabra.
Tenía un recio sentido
común, como el que Rosa Flammock, la hija del tejedor en la novela de [Walter]
Scott, elo-gia en su padre, y que se asemejaba a una vara de medir que lo mismo
medía tela y damasco, que tapices y paño de oro. Brindaba siempre un nuevo
recurso. Mientras yo sembraba árboles en el bosque, tras haber conseguido un
saco de avellanas, me dijo que sólo una reducida porción de ellas estaría sana,
y procedió a examinarlas para selec-cionar las buenas. Pero al ver que de esa
manera perdía mucho tiempo, dijo: «Creo que si se ponen todas en agua, las
buenas se hundirán», y probamos el experimento exitosamente. Sabía proyectar un
jardín, una casa o un gra-nero, y hubiera sido competente como jefe de una
«Expedición exploradora del Pacífico»; sabía dar consejos prudentes en lo más
graves asuntos públicos o privados.
Vivía al día, sin estorbo o
mortificación de recuerdo al-guno. Si ayer a uno le había llevado una nueva
propues-ta, hoy le traería otra no menos revolucionaria. Hombre muy hacendoso,
que, como toda persona altamente or-ganizada, concedía un gran valor a su
tiempo, parecía el único hombre en todo el pueblo con tiempo libre, siem-pre
dispuesto a llevar a cabo una excursión que pareciese interesante, o una
conversación que pudiera prolongarse por largas horas. Su agudo sentido común
nunca se vio frenado por sus reglas de prudencia cotidiana, sino que siempre
estaba a la altura de la nueva situación. Prefería y acostumbraba la comida más
sencilla; sin embargo, cuando alguien proponía una dieta vegetariana, Tho-reau
decía que todas las dietas le parecían asunto de muy poca importancia y
agregaba que «el hombre que caza búfalos vive mejor que el pensionista de la
Casa Gra-ham». Dijo: «Puedes dormir cerca del ferrocarril sin que te moleste, la
naturaleza sabe distinguir muy bien cuáles son los sonidos dignos de
escucharse, y ha decidi-do no oír el silbato de la locomotora. Las cosas respetan
una mente devota, y jamás ha sido interrumpido un éx-tasis mental». Se dio
cuenta de algo que a menudo se re-petía: cuando recibía una planta rara, enviada
desde un lugar lejano, poco después daba con ella en sus propios lares. Y tenía
esos golpes de suerte que sólo le suceden a los buenos jugadores. Un día, de
paseo con un fuereño que le preguntó dónde podrían hallar puntas de flecha
indias, respondió: «En cualquier parte», en seguida se inclinó, y en ese mismo
instante recogió una del suelo. En el monte Washington, en la Barranca de
Tuckerman, Thoreau sufrió una caída peligrosa y se luxó un pie. Al momento de
incorporarse, descubrió por primera vez las hojas del Arnica mollis.
Su firme sentido común, y
el estar dotado de manos fuertes, percepciones agudas y férrea voluntad no
son, sin em-bargo, suficientes para explicar la superioridad que irradió en su
vida sencilla y apartada. Debo añadir el hecho esencial de que poseía una
comprensión extraordinaria, propia de una rara casta de hombres, que le mostró
el mundo material como un medio y un símbolo. Este don que, a veces, derrama
sobre los poetas una luz casual e in-terrumpida, y sirve como ornato de sus obras,
era en él una percepción insomne, una visión celestial que no des-obedecía, a
pesar de cualquier defecto o escollo de temperamento que pudieran nublarla. En
su juventud, un día dijo: «El otro mundo es todo mi arte; mis lápices no
dibujarán otra cosa; mi navaja no tallará otra cosa; no lo em-pleo como un
medio.» Esto era la musa y el genio que dominaba sus opiniones, conversaciones,
estudios, trabajos y el curso de su vida. Esto lo convertía en un eficaz escrutador
de los hombres. A primera vista medía a su com-pañero y, aunque insensible a
algunos finos rasgos de cultura, sabía calcular con gran exactitud su peso y su
calibre. Esto producía la impresión de genio que en ocasiones daba su
conversación.
Con una sola mirada
entendía cualquier asunto en cues-tión, y veía las limitaciones y la pobreza
de sus interlocuto-res, de manera que nada parecía estar oculto a esos terribles
ojos. Frecuentemente conocía a jóvenes de sensibilidad que en un momento se
convencían de que aquel era el hombre que buscaban, el hombre de hombres, que
sabría indicarles todo lo que debían hacer. El trato que Thoreau daba a sus seguidores
nunca fue afectuoso, sino siempre altivo, didác-tico, despreciativo de sus
costumbres mezquinas, conce-diéndoles muy lentamente, o quizá nunca, la promesa
de su compañía en sus casas, o incluso en la propia. ¿No se dignaría pasear con
ellos? No lo sabía. No existía nada tan importante para él como su paseo; no
tenía paseos de sobra que pudiera desperdiciar en compañía de otros. Personas
respetables sugerían hacerle visitas, pero él las declinaba. Sus admiradores
ofrecían llevarlo con gastos pagados al río Yellowstone, a las Antillas
Occidentales, a Sudamérica. Sin embargo, no podía haber nada más formal y ecuánime
que sus negativas; recuerdan, en circunstancias totalmente dife-rentes, la
respuesta del engreído Brummel al caballero que le brindó su carruaje en medio
de un aguacero: «¿En qué viajará usted,
entonces?» Y, ¡qué acusadores silencios, qué disertaciones —penetrantes e
irresistibles, que derriba-ban todas las defensas— perduran en el recuerdo de
sus compañeros!
El señor Thoreau consagró
su genio con tan completo amor a los campos, montes y aguas de su pueblo natal,
que los hizo famosos e interesantes para todos los lectores norteamericanos, y
para muchas personas más allá del mar. El río en cuya ribera nació y murió le
era conocido desde su inicio hasta su confluencia con el Merrimack. Ahí realizó
observaciones durante muchos años y a todas horas del día y de la noche, en
verano y en invierno. En sus experi-mentos privados, él había obtenido varios
años antes el resultado del reciente estudio llevado a cabo por los Co-misarios
de Aguas elegidos por el Estado de Massachusetts. Todo cuanto sucede en el
lecho, en las orillas y en la atmósfera sobre el río; los peces, su desove y
sus nidos, sus costumbres, su alimentación; los insectos alados que una vez al
año invaden el aire al atardecer y son devorados por los peces con tal avidez
que muchos de ellos mueren de indigestión; los montones cónicos de pequeñas
piedras en los bancos de arena, los enormes nidos de pececillos, que a veces
no caben en una carreta; los pájaros que frecuentan el río, la garza, el pato,
la tadorna, el colimbo, el águila blanca; la culebra, la rata almizcleña, la
nutria, la marmota y el zorro en las orillas; la tortuga, la rana, la rubeta y
el grillo que llenan de voces las riberas; todos eran sus conocidos y, como
quien dice, sus paisanos y semejantes, de modo que le parecía absurda o
violenta la narración que se limitara a uno solo de ellos, por separado, y más
aún si se pretendía reducirlo a una medida en pulgadas, a una muestra de
esqueleto, o a ejemplar de ardilla o pájaro en al-cohol. Le gustaba hablar de
las costumbres del río, como si fuese un ser vivo, pero con exactitud, y
siempre con re-ferencia a un hecho observado. Como conocía el río, conocía las
lagunas de esta región.
Thoreau |
Una de las armas que
esgrimía —para él más importante que el microscopio o el receptor de alcohol
para otros in-vestigadores—, fue un capricho que arraigó en él por su condescendencia
y que, sin embargo, aparecía incluso en su más serias afirmaciones: la costumbre
de exaltar tanto a su pueblo como a su región como el centro más privile-giado para la
observación de la naturaleza. Explicó que la flora de Massachusetts comprendía
casi todas las plantas importantes de los Estados Unidos: la mayoría de los
ro-bles, la mayoría de los sauces, los mejores pinos, el fres-no, el arce, el
haya, el nogal. Devolvió el ejemplar de Via-je
ártico, de [Elisha Kent] Kane, al amigo que se lo había prestado, con el
comentario de que «la mayoría de los fe-nómenos naturales registrados aquí
podrían observarse en Concord». Parecía envidiarle un poco al Polo sus
co-incidentes salidas y puestas de sol, o sus cinco minutos de día después de
seis meses de noche: un hecho esplén-dido que el [cerro] Annursnuc jamás le
había concedido. Halló nieve roja en uno de sus paseos, y me dijo que to-davía
esperaba hallar la victoria regia
en Concord. Era el abogado de las plantas nativas, y admitía sentir preferen-cia
por la maleza del lugar que por las plantas importa-das, lo mismo que por el indio
sobre el hombre civilizado, y notó, con gusto, que los rodrigones de sauce en
la casa vecina habían crecido más que los suyos.
—Mira esta maleza —dijo—,
que ha pasado por la guadaña de un millón de granjeros a lo largo de la
primavera y durante todo el verano y, no obstante, persiste y ahora brota
triunfante en todas las veredas, pasturas, campos de labranza y jardines, tal
es su vigor. Las hemos insultado con nombres humillantes como Hierba de cerdo,
Madera de gusano, Hierba de brote, Flor de sábado. —Y añadió—: También tienen
nombre distinguidos: ambrosía, este-llaria, amelnanchier, amaranto, etcétera.
Creo que su afición a
referirlo todo al meridiano de Concord no nacía de ignorancia, ni de menosprecio
por otras longitudes y latitudes, sino que era más bien una forma retozona de
expresar su firme convicción de que todos los lugares se parecían, y de que el
mejor lugar para cada persona es justo allí donde se encuentra. En una ocasión
lo ex-presó así: «Creo que nada puede esperarse de ti si el trozo de tierra bajo
tus pies no te sabe más dulce que cualquier otro, de este mundo y de cualquier
mundo».
Ralph Waldo Emerson |
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