La visión
borrosa de Lili se expandía conforme avanzaban entre las calles húmedas y
oscuras. Gracias a un vehículo a altísima velocidad, a la intermitencia de las
luces rojas y a los lamentos de la sirena, le vinieron el mareo y las náuseas.
¿No sería que a ella también le estuviera dando un infarto? No, en realidad no
lo creía, sabía que era sólo el resultado de la irreflexión con que todo esto
se había desarrollado. Desde que Adán la fue a despertar para decirle lo del adormecimiento
del brazo izquierdo y el dolor agudo en el pecho, supo de lo que se trataba, y
llamó, de manera casi automática, medio dormida, al número de emergencias. Al
salir de casa, el aire helado fue el que logró que dejara de actuar de manera
mecánica, y la lucidez volvió a su cabeza desconectada. Pensó entonces en
regresar por un abrigo, pero no había tiempo que perder; los paramédicos la
urgían a subir a la cámara de asistencia de la ambulancia. Una vez a bordo del
vehículo, sintió que su presencia sobraba; sin embargo, ya había entrado en el
juego y tenía que concluir su participación. No estaba preocupada por su
marido, ni siquiera un poco.
Adán
volvió en sí cuando la ambulancia ya estaba en movimiento. Igual que Lili,
tenía la vista borrosa, sólo que la sensación de Adán se parecía más a una
imagen narcótica, irreal, brumosa. De pronto no supo dónde se encontraba, pero
el sonido inconfundible de la sirena y la reiteración de las luces eran
inequívocos. Entre caras desconocidas que le hablaban continuamente, recordó el
trabajo que le costó tomar la decisión para avisarle a Lili sobre el malestar
inmenso que sentía, y de pronto... nada más…hasta que despertó para ver su
torso descubierto con electrodos adheridos, impedido a salir del embotamiento a
consecuencia del ulular de la sirena. En realidad, se sentía mejor, el oxígeno
que respiraba a través de la mascarilla era fresco, y le había quitado las
ganas de vomitar, sólo sentía un vago dolor de pecho que, sin haberse dado
cuenta, se debía a los intentos que los paramédicos hicieron por bombear su
corazón manualmente.
Quién
sabe por qué, pero, tanto en la cabeza de Lili como en la de Adán, estaba fija
la misma imagen: se veían a sí mismos como si fueran un huevo que comparte la
cesta con un montón de manzanas: totalmente fuera de lugar, y continuamente
acechados por el peligro. La única diferencia entre sus pensamientos fue que
mientras Adán se sentía anómalo y frágil, a Lili le complacía la magnífica
visión de un cascarón blanco resaltado por el rojo de las manzanas. Por eso el
cumplido que le hizo el jefe de los paramédicos le vino tan bien.
─¡Cuántas muertes podrían ser
evitadas gracias a una reacción como la suya! Y eso del trapo húmedo en la nuca
fue una acción importante.
¿El trapo húmedo? Lili apenas
recordaba haber hecho algo así; ¿de dónde habrá sacado ese conocimiento?
Seguramente habrá leído en alguna ocasión algo por el estilo, aunque no podía
imaginarse leyendo ese tipo de cosas. Tal vez este es un ejemplo de
inteligencia colectiva, pensaba, así como las abejas o las hormigas en
comunidad saben perfectamente lo que deben hacer, sin que nadie les diga ni
cómo, ni por qué.
Adán escuchó la plática y no daba
crédito a la revelación. ¿Lili había hecho eso? Tal vez él se habría golpeado
la cabeza al quedar inconsciente, y tenía una de esas amnesias que hacen
olvidar sólo los hechos más recientes, quizá su relación había mejorado en ese
tiempo olvidado. Pero no había dejado de sentir una animadversión por Lili, que
además se vio acrecentada cuando supo que ella lo había atendido mientras
llegaba la ambulancia.
─Su esposa lo ha de querer mucho,
señor Adán. Se comportó como su ángel de la guarda ─decía la joven paramédica
mientras sostenía la careta con oxígeno sobre el rostro desencajado de Adán, y
volteaba a ver a Lili invitándola a acercarse al convaleciente.
Lili se sintió obligada a hacerlo.
Recorrió su trasero sobre la fría base metálica en la que se había sentado,
mientras que la fricción de los remaches de su bolso produjo una estridencia
que ponía los nervios de punta. Adán, al ver el rostro contrito de su esposa,
entendió que no existía ningún tipo de amnesia, y enseguida lo confirmó al
sentir la mano de Lili, ausente, incapaz de compartir calor. Sintió asco, la
humillación redundante que tantas veces su mujer le hizo sentir se agitaba al
ritmo del borboteo del oxígeno que le daban a respirar. Lili abrió la boca,
pero las palabras no salieron. En su lugar, inició una aspiración profunda, la
cual dejó sin concluir gracias al desagradable sabor a moneda antigua que
sintió en la lengua. La interrupción del suspiro hizo que la paramédica
confundiera el hecho con aflicción, y le sobó la espalda como queriendo darle
aliento.
Adán entrecerró los ojos para que su
esposa pensara que continuaba envuelto en la inconsciencia, pero su pensamiento
le daba vueltas a algo: le debía la vida, y eso no le gustaba.
─No se preocupe, Lili. Todo saldrá
bien. Ya verá que muy pronto estarán de vuelta en su casa, y todo será como
cuando estaban recién casados ─le decía
la paramédica con un automatismo ensayado.
Recordaban bien cómo era su vida de
recién casados. La pasión a manos llenas. No había incomodidades a la hora de
revolcarse el uno sobre el otro. Todo podía esperar: la comida, las salidas, la
familia. Frente a los amigos no disimulaban su deseo, es más, lo presumían. No
se apenaban ante nadie si de pronto se les antojaba besarse apasionadamente.
Les gustaba ver caras sorprendidas cuando terminaba su sesión de caricias para
después soltar una ola de carcajadas. Poco a poco, los amigos se fueron
acostumbrando, y ese desconcierto se convirtió en indiferencia. Lili y Adán se
sintieron retados por el desinterés del grupo de parejas con quienes solían
reunirse y hasta viajar juntos, y se volvieron cada vez más lascivos. Se
nutrían de lo que ellos creían era envidia. Pero los amigos se hastiaron de sus
excesivas demostraciones de amor, y terminaron por dejar de invitarlos. Lili y
Adán nunca entendieron que su comportamiento causara en los otros sólo
incomodidad.
Creyeron que no necesitaban de nadie, pero al estar uno frente al otro en casa las cosas no parecían tan excitantes. De pronto, los esposos se encontraron solos con ellos mismos, y no tardó mucho tiempo para que el hastío también los abrazara. Después de haber probado todas las posibilidades entre sus cuerpos, la novedad ya no existía. Les escandalizó atestiguar cómo exageraban los arrebatos, fingían delirios y entusiasmo para un público inexistente. No era más que un acto mecánico que se asemejaba más a pisar el acelerador cuando el semáforo cambia a verde. Se trataba de una traición, la peor de todas: la traición contra sí mismos. Heridos en su amor propio afloró entonces lo que siempre estuvo velado: la lucha por el poder.
Para Lili, quien siempre se consideró una mujer decidida,
sin limitaciones, no fue difícil rechazar a Adán cada vez que se le acercaba:
sin embargo, cuando era ella la de la iniciativa, no aceptaba que él rehuyera a
sus deseos. Estaba decidida a ser quien marcara la pauta. Adán caía en el juego
para después sentirse cruelmente herido en su virilidad, y reaccionaba como si
fuese un cuchillo afilado que intenta segar todo lo que toca.
Una vez agotado todo lo que tenían, les quedaban sólo las
palabras, pero el conducto de éstas comenzó a estrecharse hasta que dejaron
casi de fluir. Se percibía ese algo que obstruía sus conversaciones. Cada vez,
con más frecuencia, sentían el mismo ahogo cuando estaban juntos. Él se
percataba de cómo su cuello se volvía rígido; la incomodidad era clara en su mensaje:
la advertencia del desastre. Ella no era indiferente al trastorno. Su ritmo
cardiaco había cambiado, ya no se trataba de la leve y agradable taquicardia
que antes le parecía tan apasionante; ahora las pulsiones le generaban
ansiedad.
Y así, entre miradas punzocortantes, cada cual intentó
satisfacer sus propios apetitos. Comenzó entonces una guerra de infidelidades
sin sentido. Trataban de herirse mutuamente. Abusaron de deleites no recíprocos
y se hizo evidente la estrechez del alma. Él se volvió cada vez era más
hiriente con ella, y ella, por su parte, se divertía al darle la noticia de una
siguiente conquista.
La
comunicación, demasiado restringida, se limitaba a lenguas tartamudas llenas de
frases que no terminan de ser pronunciadas, atasco de palabras que inflaman las
bocas, que se endurecen como piedras para lapidar. El tipo de voces que
intentan, entre silencios y gritos, impacientar, irritar, lastimar. Siguieron
los encontronazos que sonaban a golpes de metal contra metal. Un continuo chocar
de carrocerías hasta quedar convertidos en chatarra.
Y fue entonces que llegó el infarto. Los médicos que
revisaron a Adán le aseguraron a su esposa que, gracias a la premura de su
llamada, y al corto periodo en que el corazón de su marido estuvo sin irrigación,
la reperfusión sanguínea fue poco tóxica. Los resultados del electrocardiograma
y de los análisis sanguíneos habían sido muy favorables.
─La felicito de verdad, señora; con su rápida respuesta a
los primeros síntomas del infarto, logró una atención médica oportuna, que
ocurrió dentro de lo que nosotros, los cardiólogos, llamamos «la hora dorada».
Ese valioso tiempo que no hay que perder.
Debió ser un buen momento de reflexión, pues, aunque ambos
habían pensado que su historia terminaría muy pronto, aunque fuera con la
muerte de alguno de los dos, la sensación de muerte real e inmediata los
alertó. Tal vez todo lo anteriormente vivido no había sido más que una
confusión. A Lili le intrigaba sobremanera el modo en que había procedido. Lo
hizo sin conciencia, como movida por algo interior que le dictaba qué era lo
que debía hacer. A pesar de la pésima relación que llevaban últimamente, se
había comportado como cualquier amante esposa lo hace: no perder tiempo en
solicitar ayuda médica, sostenerle la cabeza con una toalla húmeda, abrazarlo.
Quizás en su corazón aún guardaba algo de amor por él. Tal vez deberían
replantear la relación.
Adán también estaba confundido. Al principio detestó la idea
de deberle la vida a Lili. La consideraba un monstruo de mujer. Engañosa,
perversa... bella. Pero poco a poco su mente se sincronizó con la de su esposa.
Lo tomó como la oportunidad que necesitaban para resarcir todo el daño que se
habían hecho. De pulir esas partes oxidadas que se estropearon a lo largo del
tiempo, para relucirlas y mostrar nuevamente al mundo su brillo.
Una vez
dada el alta del hospital, volvieron a casa. El desconcierto reinó al
principio. Era evidente la torpeza con que se hablaban. Sus corazones estaban
aturdidos y ciegos, y sintieron el paso de los días como una hibernación
inquietante. Dulcificaron sus discursos. Sintieron como si fuesen compresiones
en el corazón las que forzaban a que el torrente amable del lenguaje fluyera
como un río. Poco a poco, la imposición resultó exitosa y logró deshacer el
atasco. Ella lo llamaba mi amor, y él a ella querida.
Así,
hasta sus hábitos se vieron trastocados: por ejemplo, cada vez que Lili se
preparaba un té o un café, debía repetir la operación porque se daba cuenta de
que sólo había preparado su taza, y debía ofrecerle una igual a Adán. Por su
parte, Adán, frecuentemente interrumpía sus paseos nocturnos, pues a medio
camino recordaba el compromiso que se había hecho consigo mismo de invitar a
Lili a que lo acompañara. A pesar de que conocían perfectamente sus cuerpos, y
de que podrían reconocerse con los ojos cerrados haciendo uso sólo del sentido
del tacto, se dieron cuenta de que compartir paseos, tomar juntos un desayuno,
o simplemente hablar, también es intimidad; pero esa sencillez en el trato no
resultaba cómoda en ninguno de los flancos; cada día un poco más, les ardía
hasta en las venas.
Lo que
parece un paraíso puede, de pronto, convertirse en un infierno, y una vez que
se ha pisado el infierno, no hay vuelta atrás. Lili y Adán sabían perfectamente
que su vida se había convertido en un infierno disfrazado, pero ninguno de los
dos estaba dispuesto a abandonarlo aún. Eran tan parecidos, como hechos del
mismo barro.
Las
palabras habían vuelto a fluir, pero sabían a hierro, se sentían aceradas y al
correr quemaban sus propias lenguas. Aunque se hubiesen dilatado los conductos
por donde corre el fluido imprescindible, éste tenía una nueva viscosidad que
le daba un efecto lesivo global, pues todas las palabras que realmente querían
decir, se quedaban adentro, intoxicando los cuerpos lenta y
desesperantemente.
Entre diálogos huecos sus vacíos se desbordaron, y, aun así, resistió su corazón a pesar de que hacía tiempo que la hora dorada había caducado. Ahora, cada segundo sonaba a herrumbre. La resignación se parece tanto a la agonía, y prolongarla es la peor de las necedades. Ese corazón seguiría latiendo dolorosamente mientras no se escuchara el rechinar de bisagras oxidadas que precede al portazo definitivo.
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Catalina Romero. Nació en la Ciudad de México el 22 de junio de 1968. Es Química Farmacobióloga y Maestra en Ciencias, ambos títulos obtenidos por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Trabaja en la Facultad de Medicina de la UASLP en el área de investigación biomédica básica; sin embargo, mantiene un vivo interés por la literatura que va más allá del simple entretenimiento.Ha
participado en diversos talleres de creación literaria entre los que destacan
Casa Lamm, el taller del museo Manuel José Othón y Literaturas en Espiral.
Actualmente es alumna en el taller de creatividad con el poeta Cosme Álvarez.
También ha
participado en varios cursos y talleres de cine. Destaca el curso de Cineclub
con Juan Arturo Brenan. En 2007 funda y dirige el Cineclub de la Facultad de
Medicina de la UASLP.
Su cuento “Pinche perro” fue seleccionado, entre más de cuatrocientos, para formar parte de la Primera Antología de Cuento que la plataforma cultural Escritoras Mexicanas convocó a través de un concurso nacional.
Excelente! Retrata tan bien las amarguras amorosas! Felicidades a la autora
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