lunes, 15 de marzo de 2021

Un viaje en taxi


por Ofelia Ladrón de Guevara
(cuentista mexicana)




 Para David, mi padre

 

¿Cómo decirlo, si desconozco el lenguaje? ¿Qué va después de este signo de interrogación? No lo sé. ¿Cómo decirlo, si las palabras se presentan y no sé utilizarlas? Sé lo que quiero decir: lo siento palpitar en mi pecho. Pero, ¿cómo convertirlo en palabras? Cómo hacer que el mensaje llegue a ti sin ser imagen falsa, proyección de lo que, con tantas ganas, me gustaría decir.

Lo intento.

Primero se siente hacia adelante y, luego, hondamente, en lo profundo de mí. Quiero abolir la sensación, pero cuando lo intento me encuentro con una barrera: no hay más, sólo soy, aquí. Voy en este taxi y respiro: hacia fuera y, luego, en lo profundo de mí. Se siente… Se siente como… No sé decirlo.

A veces lloro.

Hoy me dijeron que soy bonita. No supe qué responder. Sí: tengo veintidós y mi rostro sobre el espejo asiente ante tal afirmación. Sin embargo, mi rostro miente. Mira, mira más de cerca. ¿Lo ves? ¿Ves cómo se abre hacia la muerte? A veces me complace: no podría ser yo para siempre. ¡Soy tan limitada! Otras veces me da miedo, quiero a la eternidad, y ser.

Primero hacia adelante y, luego, hondamente, en lo profundo de mí.

Siento el impulso de tocar el hombro del conductor y decirle: Soy, ¡es tanto!, ayúdeme. Si tan sólo supiera cómo poner en palabras lo que ese tanto significa. Si tan sólo…

Antes de tomar el taxi, estuve en una esquina. El nombre de las calles no importa. Importa que estuve ahí y que no sabía qué hacer de mí. Tenía ganas de llorar, de gritar: Soy, soy. ¡Es tanto! Alguien ayúdeme. Un tanto que no sé decir. Permanecí en silencio mirando lo blanco del edificio frente a mí, hasta que el taxi pasó y, automáticamente, alcé la mano para detenerlo.

Creí que la incertidumbre se acabaría, que al ir dentro del taxi me sentiría distinta: no tan a la deriva. Creí que la presencia del conductor me cobijaría. Creí tantas cosas… Hacia adelante y, luego, hondamente, en lo profundo de mí.

No tengo en donde refugiarme. Le di una dirección al conductor y ni siquiera así… Pienso en llegar a ese destino, es más, ya he visualizado los árboles; la banqueta y su desnivel; el portón negro y el contraste que hace con lo rojo de la casa. Lo he imaginado todo, hasta el gato que camina por el tejado y la hoja que, en este preciso instante, cae y nadie ve. Ya lo he imaginado y ni así se suprime. Voy en el taxi y lo siento: hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí.

Ir en el taxi es mi aquí. ¡Tan actual! Se siente igual a cuando fue ayer y a hace tres años. Es hoy, es hoy, me digo. Por eso, sin importar que imagine el portón negro y el gato que camina por el tejado, continúo en el taxi. No puedo saltar hacia otro lado. Voy hacia adelante y, luego, hacia lo profundo de mí.

El conductor se detiene: el semáforo está en rojo. Cierro los ojos. Hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí. Al igual que cuando miré la pared blanca en aquella esquina del edificio frente a mí. Al igual que ayer. Al igual que hace tres años. La respiración no me abandona. Siempre está presente y ni así sé poner en palabras su movimiento.

Sí: va hacia adelante y, luego, hacia lo profundo de mí. Pero esta descripción es tan mecánica… En su movimiento cabe tanto y nada: estoy yo. Me quedo muda: cómo hablar sobre eso que soy; qué palabra es capaz de contenerme sin falsear, un solo instante, el acto heroico de ir hacia adelante y, luego, hacia lo profundo de mí. Es que en este movimiento está todo. El mundo nace de él, o al menos así me lo parece cuando abro los ojos y veo un rosedal.

Voy a contarte la historia de ese rosedal. Está en un jardín interior, y sólo es posible mirarlo a través de un gran ventanal. Cuando lo miro, juego a entrecerrar los ojos. En un instante el rosedal es rojo. En otro, mis pestañas lo ocultan y se mira como en sueños. A veces mis ojos se cierran y lo pierdo: llego tan hondo de mí, adonde sólo hay negro y el rosedal ya no está. Después vuelvo a salir. Respiro. Abro los ojos: el rosedal es rojo.

¿Ves cuánto cabe en este movimiento?

El conductor avanza. Sus labios comienzan un tarareo. Parece ser una canción íntimamente conocida. Escucho, simulando que no escucho, como si no mirara su secreto. Él continúa. Quizá en ese tarareo se esconde su misterio: él también debe sentir lo que yo siento y entonces tararea. Ojalá yo tuviera algo: un tarareo, un tic, una seña con la que arrojar fuera de mí lo que siento. Hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí.

¿Qué esconde el tarareo? ¿Qué hay detrás de él? Es apenas perceptible, como la hoja que, en este preciso instante, cae y nadie ve. Así. Esa hoja es todo y al mismo tiempo nada. Todo: el mundo está contenida en ella. Nada: pareciera que el mundo podría seguir sin ella. Su caer es un tarareo. Detrás de él se esconde el misterio: lo oculto detrás del hacia adelante y hacia lo profundo de mí.

Ahora lo recuerdo. Una vez visité un cementerio en El Salvador. Las tumbas estaban adornadas con papel maché y flores. Me detuve en una lápida y leí la inscripción: Sólo una plegaria, hermano: te pido que reces por mí, lo que hoy tú eres yo fui, lo que ahora soy tú serás, y entonces bendecirás que recen por ti. Terminada la última palabra, instantáneamente, un murmullo apareció en mis labios. Era un rezo apenas perceptible que mi boca pronunció. Tan cercano, tan igual al tarareo del conductor, a la hoja que cae y nadie ve…

Hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí.

Quiero mirar el color rojo de las rosas y nunca perderlo. Quiero un hacia adelante tal, que no permita que las rosas se oscurezcan. Quiero lo ROJO de las rosas. Mirar sólo por el ventanal: sí. Pero lo rojo sólo existe por el contraste. Cierro los ojos, pierdo las rosas, y sólo al abrirlos de nuevo ellas vuelven. Es más, entre cada ver lo rojo hay un parpadeo que, momentáneamente, las oculta. El tarareo y el rezo, también, para ser, necesitan del silencio. El conductor se detiene, vuelve avanzar, y, al percatarse de ello, tararea. Yo leo la inscripción de la lápida, noto el silencio y mi boca pronuncia. También el hacia adelante necesita de lo profundo de mí para existir. 

Pero a mí me da miedo lo profundo de mí. Me da miedo no poder salir de él. Cuento: Una, dos, cuatro, ocho rosas rojas. ¿Ves cuánto pierdo si me quedo sin salir? Pierdo que mis labios pronuncien, y ya sólo me quedaría esperar que, quien camine distraídamente por el panteón, vea mi lápida, lea la inscripción, y sus labios pronuncien. Imagínate no poder hacerlo. Por eso rezo. Suavemente como el tarareo del conductor, como la hoja que cae… Suave para no levantar sospechas y sólo señalar el misterio del hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí. Sólo puedo señalarlo; hablar por él no puedo. Rezo: sí.

Ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Ruega por nosotros. Sí: ahora, precisamente por este ahora. Por este hacia adelante. Por este hacia lo profundo de mí.

El conductor frena. El taxímetro marca cien. Le doy exacto: un billete de cien. Nos sonreímos.

Ruega por nosotros. Sí: en la hora, en la hora de nuestra muerte. Cuando ya no nos es posible rezar. Cuando ya no hay hacia adelante. Cuando lo rojo del rosedal se pierde y ya nadie lleva la cuenta de las rosas. Ruega por nosotros, ruega.

El conductor me da las buenas tardes. Salgo del taxi.

Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.




Ofelia Ladrón de Guevara.
Xalapa, Veracruz. 19 de junio de 1998

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