¿Cómo decirlo, si desconozco el lenguaje? ¿Qué va después de este signo de interrogación? No lo sé. ¿Cómo decirlo, si las palabras se presentan y no sé utilizarlas? Sé lo que quiero decir: lo siento palpitar en mi pecho. Pero, ¿cómo convertirlo en palabras? Cómo hacer que el mensaje llegue a ti sin ser imagen falsa, proyección de lo que, con tantas ganas, me gustaría decir.
Lo intento.
Primero se siente hacia adelante y,
luego, honda-mente, en lo profundo de mí. Quiero abolir la sensación, pero
cuando lo intento me encuentro con una barrera: no hay más, sólo soy, aquí. Voy
en este taxi y respiro: hacia fuera y, luego, en lo profundo de mí. Se siente…
Se siente como… No sé decirlo.
A veces lloro.
Hoy me dijeron que soy bonita. No supe
qué res-ponder. Sí: tengo veintidós y mi rostro sobre el espejo asiente ante tal
afirmación. Sin embargo, mi rostro miente. Mira, mira más de cerca. ¿Lo ves?
¿Ves cómo se abre hacia la muerte? A veces me complace: no podría ser yo para
siempre. ¡Soy tan limitada! Otras veces me da miedo, quie-ro a la eternidad, y
ser.
Primero hacia adelante y, luego,
hondamente, en lo profundo de mí.
Siento el impulso de tocar el hombro
del conductor y decirle: Soy, ¡es tanto!, ayúdeme. Si tan sólo supiera
cómo poner en palabras lo que ese tanto significa. Si tan sólo…
Antes de tomar el taxi, estuve en una
esquina. El nombre de las calles no importa. Importa que estuve ahí y que no
sabía qué hacer de mí. Tenía ganas de llorar, de gritar: Soy, soy. ¡Es
tanto! Alguien ayúdeme. Un tanto que no sé decir. Permanecí en silencio
mirando lo blanco del edificio frente a mí, hasta que el taxi pasó y,
automáticamente, alcé la mano para detenerlo.
Creí que la incertidumbre se acabaría,
que al ir dentro del taxi me sentiría distinta: no tan a la deriva. Creí que la
presencia del conductor me cobijaría. Creí tantas cosas… Hacia adelante y,
luego, hondamente, en lo profundo de mí.
No tengo en donde refugiarme. Le di una
dirección al conductor y ni siquiera así… Pienso en llegar a ese destino, es
más, ya he visualizado los árboles; la banqueta y su desnivel; el portón negro
y el contraste que hace con lo rojo de la casa. Lo he imaginado todo, hasta el
gato que camina por el tejado y la hoja que, en este preciso instante, cae y
nadie ve. Ya lo he imaginado y ni así se suprime. Voy en el taxi y lo siento:
hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí.
Ir en el taxi es mi aquí. ¡Tan actual!
Se siente igual a cuando fue ayer y a hace tres años. Es hoy, es hoy, me
digo. Por eso, sin importar que imagine el portón negro y el gato que camina
por el tejado, continúo en el taxi. No puedo saltar hacia otro lado. Voy hacia
adelante y, luego, hacia lo profundo de mí.
El conductor se detiene: el semáforo
está en rojo. Cierro los ojos. Hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí.
Al igual que cuando miré la pared blanca en aquella esquina del edificio frente
a mí. Al igual que ayer. Al igual que hace tres años. La respiración no me
abandona. Siempre está presente y ni así sé poner en palabras su movimiento.
Sí: va hacia adelante y, luego, hacia
lo profundo de mí. Pero esta descripción es tan mecánica… En su movimiento cabe
tanto y nada: estoy yo. Me quedo muda: cómo hablar sobre eso que soy; qué
palabra es capaz de contenerme sin falsear, un solo instante, el acto heroico
de ir hacia adelante y, luego, hacia lo profundo de mí. Es que en este
movimiento está todo. El mundo nace de él, o al menos así me lo parece cuando
abro los ojos y veo un rosedal.
Voy a contarte la historia de ese
rosedal. Está en un jardín interior, y sólo es posible mirarlo a través de un
gran ventanal. Cuando lo miro, juego a entrecerrar los ojos. En un instante el
rosedal es rojo. En otro, mis pestañas lo ocultan y se mira como en sueños. A
veces mis ojos se cierran y lo pierdo: llego tan hondo de mí, adonde sólo hay
negro y el rosedal ya no está. Después vuelvo a salir. Respiro. Abro los ojos:
el rosedal es rojo.
¿Ves cuánto cabe en este movimiento?
El conductor avanza. Sus labios
comienzan un tarareo. Parece ser una canción íntimamente conocida. Escucho,
simulando que no escucho, como si no mirara su secreto. Él continúa. Quizá en
ese tarareo se esconde su misterio: él también debe sentir lo que yo siento y
entonces tararea. Ojalá yo tuviera algo: un tarareo, un tic, una seña con la
que arrojar fuera de mí lo que siento. Hacia adelante y, luego, en lo profundo
de mí.
¿Qué esconde el tarareo? ¿Qué hay
detrás de él? Es apenas perceptible, como la hoja que, en este preciso
instante, cae y nadie ve. Así. Esa hoja es todo y al mismo tiempo nada. Todo:
el mundo está contenida en ella. Nada: pareciera que el mundo podría seguir sin
ella. Su caer es un tarareo. Detrás de él se esconde el misterio: lo oculto detrás
del hacia adelante y hacia lo profundo de mí.
Ahora lo recuerdo. Una vez visité un
cementerio en El Salvador. Las tumbas estaban adornadas con papel maché y
flores. Me detuve en una lápida y leí la inscripción: Sólo una plegaria,
hermano: te pido que reces por mí, lo que hoy tú eres yo fui, lo que ahora soy
tú serás, y entonces bendecirás que recen por ti. Terminada la última
palabra, instantáneamente, un murmullo apareció en mis labios. Era un rezo
apenas perceptible que mi boca pronunció. Tan cercano, tan igual al tarareo del
conductor, a la hoja que cae y nadie ve…
Hacia adelante y, luego, en lo profundo
de mí.
Quiero mirar el color rojo de las rosas
y nunca perderlo. Quiero un hacia adelante tal, que no permita que las rosas se
oscurezcan. Quiero lo ROJO de las rosas. Mirar sólo por el ventanal: sí. Pero
lo rojo sólo existe por el contraste. Cierro los ojos, pierdo las rosas, y sólo
al abrirlos de nuevo ellas vuelven. Es más, entre cada ver lo rojo hay un
parpadeo que, momentáneamente, las oculta. El tarareo y el rezo, también, para
ser, necesitan del silencio. El conductor se detiene, vuelve avanzar, y, al
percatarse de ello, tararea. Yo leo la inscripción de la lápida, noto el
silencio y mi boca pronuncia. También el hacia adelante necesita de lo profundo
de mí para existir.
Pero a mí me da miedo lo profundo de
mí. Me da miedo no poder salir de él. Cuento: Una, dos, cuatro, ocho rosas
rojas. ¿Ves cuánto pierdo si me quedo sin salir? Pierdo que mis labios
pronuncien, y ya sólo me quedaría esperar que, quien camine distraídamente por
el panteón, vea mi lápida, lea la inscripción, y sus labios pronuncien.
Imagínate no poder hacerlo. Por eso rezo. Suavemente como el tarareo del
conductor, como la hoja que cae… Suave para no levantar sospechas y sólo señalar
el misterio del hacia adelante y, luego, en lo profundo de mí. Sólo puedo
señalarlo; hablar por él no puedo. Rezo: sí.
Ruega por nosotros, ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén.
Ruega por nosotros. Sí: ahora,
precisamente por este ahora. Por este hacia adelante. Por este hacia lo
profundo de mí.
El conductor frena. El taxímetro marca
cien. Le doy exacto: un billete de cien. Nos sonreímos.
Ruega por nosotros. Sí: en la hora, en
la hora de nuestra muerte. Cuando ya no nos es posible rezar. Cuando ya no hay
hacia adelante. Cuando lo rojo del rosedal se pierde y ya nadie lleva la cuenta
de las rosas. Ruega por nosotros, ruega.
El conductor me da las buenas tardes.
Salgo del taxi.
Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
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