De Cartas de usurpación, UNAM, 1992
Decidimos aquella tarde recorrer la costa.
En silencio nos preguntamos acerca de la lejanía,
del espejo que nos separa del origen,
¿Sabías que te concibieron en un llano rodeado por siete colinas?
Aún no conoces la tierra de tu padre,
que pudo haber sido la tuya.
He visto al Mediterráneo disolverse tras el rastro de una estela.
Izela y yo guardamos fragmentos de sueños
en pequeñas petacas, zarpamos hacia lugares
que sólo conocíamos en cuentos que relataba la nonna
para resucitar a su marido bersagliere.
(Mamá, con su breve globo terráqueo,
caminaba decidida por los aeropuertos:
Nos ciñó la lengua extranjera
la idea de explorar un continente ajeno
poblado por abuelos, tíos y primos.
Naciste con los nortes de diciembre
Dalva (¿por qué ese nombre portugués?)
En italiano mal pronuncias, dices:
“Me gusta Campeche... Roma está muy lejos”.
Observamos cómo se borraba el trazo elíptico de un ideograma en la arena.
Tengo el recuerdo de un día augusto y un nocturno bolero.
Comprendí entonces que el viento siempre es el mismo.
De El bosque de la hormiga, Ediciones Sin Nombre, 2002
Palabras para un día de campo
No conocimos la experiencia de un mantel
a cuadros sobre la hierba, no presenciamos
la huida de un sombrero de paja con el viento.
Quizá segar el campo hubiera sido útil
como importante es para las mujeres
lavar la ropa juntas, contarse anécdotas
No existió tiempo, el necesario,
Demasiados acres nos alejaron
de la ilusión posible, del paso
de la hormiga por la pierna.
A oscuras mi padre sintonizaba la radio:
una pelea de box en japonés,
la crónica de un atentado en italiano
o la caída de un avión en ruso.
Aunque los periódicos al día siguiente
desmintieran sus versiones, él se entendía
con la frecuencia y la estática.
Fiel receptor de hechos incomprendidos
a lo largo del cuadrante, insomne
en las ondas de alguna estación.
Mientras, junto a él, mi madre
soñaba encontrar un interlocutor.
Nieve en la terraza
Dicen que conocí la nieve en una terraza,
su blandura o su dureza desconozco.
En cambio recuerdo esa terraza
por un pino enorme en una maceta,
por mis padres bailando Lady Day en voz de Sinatra,
por la felicidad que ofrecía el mirar hacia todos lados.
No, yo no conozco la nieve,
aunque me muestren una fotografía y casi me convenzan.
Sólo sé que cuando nos despedimos de ese espacio
—propio para la sobremesa en el verano—
comprendimos que ningún lugar nos pertenecía.
Regresaste, María, a la tierra cansada
que aún engendra la semilla de anís:
Pietralunga del terco dialecto.
Las mujeres manchan sus dedos en el aroma
de las almendras, detienen la vista
ante la colina preciada por su reserva de caza.
Regresaste para olvidar la sombra inútil
de un avión, tender al sol sábanas blancas
Umbria es el ciprés camino a Gubbio,
son los hombres que fuman en la plaza,
nombres ocultos bajo piedras:
Pietralunga son tus manos entre un nido de águilas.
tres veces al día si con ello
se pueden anestesiar los sentimientos,
si controla la ansiedad del todo.
No ríes, no lloras, no percibes
ni el principio ni el fin del mundo.
el ama de casa no es indecisa
ante la gama del supermercado;
los adúlteros no discuten
la orfandad en el tálamo;
sólo el alto que obliga el rojo.
Señora Lexotan, con usted
no hay cabeza qué perder.
INTERROGATORIO EN EL PSIQUIÁTRICO DE VOLTERRA I
Me arrancaron los ojos aunque las cuencas están llenas del cielo
de Toscana. Espejos azules. Dos gotas suspendidas y móviles
que observan el mismo muro de arcilla cada mañana.
Me desgajaron la visión del mundo, dicen ellos:
La nieve manchada con la eyaculación de nuestros asesinos.
Las colinas minadas con el silencio de nuestros asesinos.
La mar resguarda el peso y el plomo de nuestros asesinos.
La córnea es más ligera y nada acalla la verdad del aire,
el desplazamiento de la nube, las formas de la nube, la fragilidad
flotando sobre nuestras cabezas.
En esta brevedad de Volterra, paraíso de higiene mental,
el mundo posible es el cielo.
Esa luz aséptica que lastima de tan pulcra. Ese olor a medicina que provoca el vómito. Esta sima del infierno con veinte lavabos y dos letrinas por cada doscientos alienados. Dos mil locos respirando al unísono el excremento científico de la experimentación. Dos mil cabezas afeitadas. Esa intermitencia en los focos de 100 watts por cada descarga eléctrica en nuestros cuerpos.
¿Cuerpo? Una pila, un puente entre protones y electrones. Células nerviosas. Rayo que parte el encéfalo como una nuez. Células muertas.
No, yo no conozco mi cuerpo ni el deseo al inicio del siroco.
No, no reconozco esa fosforescencia en la punta de los dedos.
No, no sé quién es el otro en el espejo con las encías abultadas.
Ese que escribe ecuaciones en el vacío y repite hasta el cansancio, con los testículos al aire: “Lo que no mata, fortalece... Lo que no mata, fortalece... Lo que no mata, fortalece”.
No, yo no conozco mi cuerpo, pero voy hacia mí.
El expediente 241167 ha capitaneado más de setecientos vuelos con barbitúricos.
Ha visto la diversidad de la luz en el espectro solar. Ha soñado que su madre le sonreía detrás del vidrio que los separa en el pabellón. Con sus manos cubrió las pequeñas cicatrices, las hendiduras de la aguja hipodérmica. No quería perforar el sueño, horadar el cielo.
INTERROGATORIO EN EL PSIQUIÁTRICO DE VOLTERRA V
Dejen que el alma rebote en las corrientes
―entre éstas paredes de goma― y halle
las grafías traslúcidas de la amnesia.
Seré El nacido, trinidad linfática junto con la piedra y la flor.
Caminaré desvertebrado bajo el cielo de Toscana,
como quien busca sus huellas bajo la lluvia, la sombra del pie,
la sorda respuesta en el reflejo del charco.
Seré El resucitado, mi nombre en el eco de otra voz.
No reconoceré la historia de mis manos
porque seré un hombre electrificado, distinto,
que desconoce el hambre y el frío.
Seré otro, seré el mismo, un ser invisible.
500 miliamperios para el perturbado.110 voltios para el venático. Donde no llega el metrazol, el potencial eléctrico traspasa el pulso del catatónico.
Arden las paredes de las venas.
Arde el saberse vivo, queman las visiones.
En cada tañido me arde el corazón.
Abajo, abajo, cada vez más abajo, un destello en la inmensidad: estático y disperso. Una esfera.
¿Qué resta del árbol tras la furia?
¿Qué escucha el albatros en la holgura del vacío?
¿Qué misterio recogen las vetas del agua en el deshielo?
No, esta no es mi voluntad, pero intuyo el fuego.
El expediente 100150 ha dado más de trescientos pasos sin dopamina.
Ha escuchado nevar sobre el mar. Ha visto llover en el desierto. Habla con su abuela, le susurra. Oculta el ligero temblor de sus manos entre las piernas. No desea quebrantar el ritmo, forzar el tiempo con gestos reflejos.
y el mar jamás se evapore,
el llanto libere, me sane.
Lo encontraron dormido, abrazado a una piedra. Una hormiga recorría su oreja.
De niño me tragué a mi padre. Mastiqué las sílabas latinas de su nombre, engullí su ausencia. Sólo heredé su rigidez vertebral, el acompasado enriquecimiento en las junturas. No debí haber nacido con la alucinación constante de su sombra.
El hijo de nadie aprendió a ser el hijo de nadie.
Escucho caer una por una las últimas gotas sobre la tierra de Etruria. La muerte me susurra que viva. Fatigado, observo cómo se alzan las estrellas y descienden en el aire. Implosión, polvo sideral cubre mi rostro. Lo sé, soy el ligero trazo en algún pensamiento, el castigo de la ciencia inútil.
Lo sé, el universo es cuadrado, profundo, como el cielo de Volterra acotado en la ventana.
Postal: Pabellón Ferri, sección 4, 24 de noviembre de 1994
Se fueron Pietro, Silvia, Edoardo, Hilaria,
arrastrados por la melancolía: todos están en el muro.
El hermano de Pietro, el padre de Silvia, la mujer de Edoardo,
la hija de Hilaria, ¿tuvieron un cuerpo qué enterrar?, ¿vieron
las marcas de ligadura y de piquetes en sus brazos?, ¿la tráquea
limada por el paso de píldoras y pastillas?, ¿acariciaron
las huellas de electrochoques y de lobotomías?
Estábamos equivocados en nuestros defectos,
en los estigmas de la esquizofrenia, en nuestras visiones
de cielos púrpuras y santos revolucionarios.
Los errores eran nuestros: la creencia, la fe, era nuestra,
nos acompañaba de día y nos atormentaba de noche.
El deseo que viajaba como tren bala era de Luigi, Filipo,
Pía, Andrea. La exudación y la exactitud del dolor eran de ellos.
¿Alguien tomó las palabras de Luigi?, ¿la piedra
de la extracción de la locura de Filipo?, ¿los gemidos
de Pía?, ¿los cortes en las muñecas de Andrea?
Las conversaciones y la música de la banda desafinada
los sábados en la plaza son nuestras. La plaza
es nuestra, así como el mercado y los aviones
sobrevolando el pueblo con sus vientres cargados
de bombas, los estallidos y los muertos son nuestros.
Las preguntas a las que nadie daba respuesta,
preguntas sin forma ni peso, eran de Piero, Matteo,
Hilaria, Domenico, así como las piedras y la indiferencia.
¿Quién puede explicar la transparente tristeza de Piero?,
¿los temores de Matteo?, ¿las contusiones de Hilaria?,
¿los párpados cansados de Domenico?
Todos se fueron, pero cada expediente lleva sus nombres.
Detrás de cada número y clave, están sus nombres.
Aquí estuvieron, pisaron la tierra húmeda y asistieron
en fila india a la fiesta de san Justo, patrono de Volterra.
Suyas fueron las risas y las cintas de colores en el pelo,
Nuestro el largo pasillo al quirófano, el olor supurante
en la piel, el enjambre de moscas alrededor, el aullido
por la abstinencia y la ceguera. Las costras, los sueños,
los tajos, los errores son nuestros. Nuestros los nombres,
los caminos ceñidos de la colina, las lágrimas,
Somos “los de adentro”, a un paso de estar
a tres metros bajo tierra dando carcajadas de hiena,
los alienados, los podridos de la mente, los distintos,
los anímicamente desmembrados.
Somos los otros, somos nuestros y sobreviví para contarlo.
El suicidio del “Dr. Muerte”
El más prolífico asesino inglés se victimó
con las sábanas en su celda de Wakefield.
El doctor Muerte se dio muerte. Difícil
era vivir sabiendo de tanto cordero cansado
pastando en las llanuras de Gran Bretaña.
Sin mano airada, aplicó 215 sobredosis de morfina,
observó en cada paciente la armonía del sueño,
y mientras se adelgazaba la contracción del pulso,
se decía: “Bendita medicina del propio Dios
que lleva a la sonrisa y al reposo eterno”.
Los siquiatras hablarán de la falta de remordimiento,
los criminólogos sumarán sus facciones suaves
en los tratados sobre el deicidio,
la prensa le dará su lugar entre los estetas
que repugnan y atraen con morbo.
Era invierno en West Yorkshire,
eran las 6:20 de la mañana cuando el doctor
vio por la fisura del hielo en la ventana,
ligeras huellas en la nieve y recordó
que jamás había visto el mar.
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