jueves, 16 de noviembre de 2006

Jorge Fernández Granados y el címbalo de oro

por Cosme Álvarez


 
Jorge Fernández Granados
Es el poeta notable de su generación, uno de los mejores poetas mexicanos desde José Carlos Becerra. A título personal, agrego que su obra es de lo más afortunado que le ha ocurrido a nuestra poesía desde los años sesenta.
     Conocí a Jorge Fernández Granados en la primavera de 1990, durante una cena en casa de Enzia Verduchi. En aquel entonces, la mayoría de los invitados a la cena éramos escritores en ciernes y un signo de interrogación en la literatura de nuestro país; algunos de nosotros seguimos a la deriva en ese signo sinuoso, más propio del destino que de la tipografía. Pero Jorge, que por esas fechas tenía veinticinco años de edad, ya era la conciencia de su generación, como lo fue Xavier Villaurrutia para los escritores que se reunieron en torno de la revista Contemporáneos. Tanto Jorge como Villaurrutia derivarían en una poesía intimista, cargada de simbolismo, de cifras secretas. Jorge Fernández Granados le canta a la casa, a los patios, a la alcoba, fenómenos de su espíritu más que geografías o lugares en el mundo. La casa, los patios y la alcoba en Xavier Villaurrutia exploran también los territorios interiores del poeta.
     Aquella noche del noventa, Enzia Verduchi hizo patente su interés por acercarme a Fernández Granados; se dirigió hasta donde yo estaba y me dijo que la acompañara a la sala. Nos presentó, a Jorge y a mí, y de inmediato iniciamos una plática cuyo tema es inagotable: el arte y la poesía. Creo que no es vanidoso decir que supimos conversar acerca de José Carlos Becerra; luego derivamos en Hermann Broch y Juan Carlos Onetti, dos de nuestros autores más queridos. Quedé encantado (en el más profundo sentido del término) de hallar en el mundo un interlocutor, no un hablante de puro intelecto sino un aristócrata del espíritu, cuyas palabras, la forma en que estructuraba las frases, la cantidad casi increíble de libros que él ya había leído, delataban una inteligencia lúcida y penetrante. Al terminar la noche sospeché que seríamos amigos. Jorge Fernández Granados, un año menor que yo, se me presentó desde entonces (y esencialmente no ha cambiado) como un hombre generoso, sereno, intenso, poseedor de la forma más alta de la inteligencia: la bondad.
     Por esos días yo dirigía la revista Revólver, y de inmediato quise que la publicación incluyera un poema suyo. Jorge fue doblemente generoso. Me entregó el poema «Castalia» (que apareció poco después, en el número 6 de Revólver, en enero de 1992) pero además me obsequió su primer libro, La música de las esferas, con el que ganó uno de sus muchos y muy merecidos reconocimientos, el Premio Literario Nacional de la Juventud Alfonso Reyes.
     Desde entonces lo sigo como lector agradecido: en El arcángel ebrio, de 1992, publicado en la Colección El ala del tigre, UNAM; Resurrección, con el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 1995, y que hasta hoy, entre los demás, es el libro que más he frecuentado de su obra; El cristal, publicado por editorial ERA en 2000. Los hábitos de la ceniza, con el que ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2000, contiene un poema memorable: «Xihualpa», que sobrevivirá a todos nosotros, y sin duda será un hogar para los poetas de las generaciones por venir. Jorge Fernández Granados ha hecho sonar para nosotros el címbalo de oro de la gran poesía con su mazo de versos mayores. Estamos ya ante un clásico de nuestra literatura.

Jueves 16 de noviembre de 2006

CODA
En noviembre de 2006, durante la 5ª Feria del Libro en Los Mochis, el escritor Ignacio Padilla y yo conversamos una tarde acerca de la calidad poética de Jorge Fernández Granados. Tras declararnos admiradores del trabajo de Jorge, ni Padilla ni yo dudamos de la idea expuesta en la última oración de mi texto: «Estamos ya ante un clásico de nuestra literatura». Días después, al presentar una lectura de poemas que Jorge ofreció a los sinaloenses, expresé la conclusión a la que Padilla y yo habíamos llegado. En un gesto tan propio de su carácter, Jorge Fernández Granados tomó el micrófono para protestar enérgicamente contra mi afirmación, alegando que no estaba de acuerdo con la idea de ser, en vida, un clásico, ni nada parecido a esos títulos que dispensan la crítica y la academia.

CASTALIA

por Jorge Fernández Granados

I

Supongamos que la lluvia es un deshielo,
traición de los que esperan la tormenta.
Supongamos que en agua están cifrados
Los grisáceos ecos de la estatua
y la pisada del invierno
como un casi dormir sobre las cosas,
como un apenas temblor en nuestros labios.
Supongamos que te miro
un martes en tus zurdas zapatillas
(ojo por ojo la siesta del canario)
de pie rondar mi largo sitio,
medir la espera inhabitable del combate.
Supongamos panteras en el polvo,
a punto de cerrarse nuestra mano,
faltando a su razón de negra compañía,
ofreciéndonos el arte aniquilable de su alianza.
Y que llueve, que rompe terrones la prisa
para abrirle ríos a la calle,
cartas de navegación al perfil de los cristales.
Supongamos que la noche ya no llega
y la tarde se desborda para siempre
en un limpio, sigiloso sueño de agua.
Supongamos un rumor inencontrable
mojándonos los tejados del alma,
rondando por huecos donde el cuerpo
es apenas el agua nuevamente,
que cae nuevamente,
y el agua.

II

La tormenta mojará tu nombre cuando nazcas.
De nieve la ciencia de tu paso bañará mi oído.
Sobre la fuente un grito líquido
que el agua le aprendió siendo niña a los ríos
bautizará las estancias erráticas del sueño
para dibujarte unos labios de negra eternidad.
Sobre un papel que la lluvia arruga en su bolsillo
y vive de las indumentarias fiebres de todo lo profano,
vestida con los trajes embrujados del cansancio,
tu nombre será
alguna noche de astrolabios sumergidos,
la noche que el corsario unció de bálsamos oceánicos.
Y me detendré a rozar la columna griega de tu abrazo
con el plomo arrepentido de las cartas de la muerte
con el pecho enflorecido de aguaceros y visiones.
Confesaré signos en el agua arcipreste de septiembre
cuando la lluvia tenga ojos de azogue y de gaviota,
cuando se derrame el azoro de tu manto
en los espejos evaporados de mi reino.

III

Quiero abrirle caminos al alma para que recuerde el mar.
Quiero estar aquí como quien oye la lluvia y comprende
la fraternidad invisible del agua,
el parentesco secreto de todos los ríos
buscando a ciegas el mar.
Quiero no ser este animal que la humedad hechiza,
este polvo que la luz sostiene,
este grito que el amor astilla.
Quiero que siga esta lluvia hasta los labios del trigo
para bautizar mis flechas de ceniza,
para enjuagarme el alma y zambullirme en el color
acerado de la menta y del centauro abril.
Quiero romper los espejos de la casa
para no saber quién ha nacido en esta lluvia
para oír el robusto argumento del tallo que zarpa
cuando el aguacero rompe el letargo de la semilla.

(Revólver. Número 6. Enero de 1992)
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