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viernes, 1 de junio de 2018

Miguel Salmon del Real. Palabras por su primera década de actividad

Por José Manuel Recillas 
(poeta mexicano)




Miguel Salmon Foto © Ramón Merino
La vida artística de una nación se relaciona íntimamente por la forma en que las nuevas generaciones se suman al desarrollo de sus predecesoras y en la manera en cómo dialogan y se interrelacionan. Cuando mi generación, la de los nacidos en la primera mitad de los sesentas, irrumpió en los albores de la última década del pasado siglo, nos interesaba ser leídos por nuestros mayores e integrarnos al rico caudal de la literatura mexicana. A mediados de la segunda década del nuevo siglo, durante un encuentro literario celebrado en Durango, el poeta y editor Víctor Manuel Mendiola, después de oírme leer en una mesa de lectura, me hizo ver algo que pude comprobar con el tiempo: “Cuando su generación surgió nos separaba una gran distancia, casi un abismo. Pero con el paso del tiempo, nos hemos vuelto contemporáneos”. Fue, de alguna forma, el tácito reconocimiento intergeneracional que buscaba eso que podría denominar ‘mi generación’. Es un reconocimiento que hay que ganarse, y que sólo la inteligencia y generosidad hacen posible. No todos los gremios se caracterizan por semejantes gestos.
El de la música es uno de esos gremios no sólo caníbales, sino poco generosos con sus integrantes. Y ello no sólo por el grado de especialización necesario, sino por otra razón: es un gremio básicamente, salvo honrosas excepciones, ágrafo, es decir ajeno a esa decantación de la inteligencia y el discurso que es la palabra escrita. El músico mexicano no escribe, salvo por necesidad, y menos lee. Es un gremio en grado sumo infantilizado, en virtud de la naturaleza misma de su arte. La música no permite ni consciente el diálogo. Sólo lo que podemos ver al final de los conciertos y, a veces, incluso entre los movimientos de una obra: el aplauso o el abucheo. Y dado que en general el músico no escribe de otros músicos, no puede ejercer el magisterio de la crítica. Hay un abismo entre escritores que escriben sobre otros escritores, y la casi ausencia de escritos de músicos entre nosotros. Y dado que desde Robert Schumann hasta el día de hoy el músico no acepta otra crítica que no sea la especializada, salida de plumas autorizadas, el resultado es un jardín de niños jugando con barro y piedras procurando hacer la construcción más original, sin nadie que comente esos grandes logros.
Esto ha provocado que en México la crítica musical prácticamente no exista, salvo por focas asalariadas y cronistas de fiestas de payasos, dejando al músico a su suerte, como un náufrago en medio del océano, cercada por un obeso y calvo tiburón incapaz de reconocer su boca del esfínter con que se expresa. En los treinta años que he ejercido mi responsabilidad como escritor y como crítico, el gremio musical ha sido incapaz de generar una voz crítica autorizada, que sea la voz de los músicos y de las nuevas generaciones. Pasan los años y los músicos son como niños temerosos del éxito ajeno, en vez de celebrarlo y aprehenderlo, hacerlo suyo. No hay una sola voz crítica surgida de mi generación, ni de las anteriores ni las posteriores, que celebre y haga público, más allá de la sala de conciertos, lo que nuestros músicos hacen. Ese es el Mar muerto en el que navega la música mexicana desde hace más de tres décadas.
Foto © Ramón Merino
Quizá por eso no debería de haber sido una sorpresa el pequeño gran escándalo que provocó mi crónica sobre el debut de un joven director de orquesta, quien recién acababa de regresar de Europa, tras estudiar exitosamente en Europa en los Países Bajos, París y Lucerna, entre otros sitios, con maestros tan distinguidos como Pierre Boulez, Peter Eötvös y Bernard Haitink, cuyo reconocimiento no se basó sólo en unas pocas pero reveladoras palabras, sino en la entrega de documentos legales que dan cuenta de su paso por tan importantes escalas formativas.
En septiembre de 2009 di fe de mi asombro ante la batuta de Miguel Salmon del Real, quien fungió como director huésped de la Sinfónica de Coyoacán, con un programa dedicado a Weber, Beethoven y Gerardo Tamez.
Más allá de referir el revuelo que mi crónica despertó en un medio como el musical mexicano, ajeno a la palabra escrita como he señalado, me interesa señalar lo que en ese momento despertó en mí la hábil e inteligente batuta de aquel joven director de orquesta.
Toda proporción guardada, puedo imaginar el asombro que en su momento despertó la de Eduardo Mata.
Aunque moleste la comparación, hay que decirlo bien claro: si no se ha asistido a ver dirigir a un director, no hay palabra que valga. No hay autoridad alguna en quien habla sin asistir a un concierto, sin acercarse al músico o al director en cuestión y hablar con él. Es como quien hablase de un libro sin haberlo leído. La autoridad para hablar de alguien, de una obra o una trayectoria artística, hay que ganársela también.
Comparar a Salmon del Real con Eduardo Mata podría considerarse una suerte de hipérbole. El hecho es que hubo un natural deseo de acercarme a alguien lleno de talento, de ímpetu, de inteligencia y, muy en especial, de algo muy raro en el medio musical mexicano: generosidad. ¿Cómo no acercarse, no querer ser amigo de alguien que tiene todas las virtudes que uno espera de un gran artista? Habría que ser un eunuco o un enano mental para querer juntarse con hienas o escuincles melindrosos en lugar de conocer y aplaudir a un gran artista. Porque eso fue lo que vi en Salmon del Real, y no me cabe duda que debe haber sido lo mismo que vieron quienes tuvieron la fortuna de conocer y tratar a Eduardo Mata cuando llenó de luz los podios de nuestro país, hasta que los enanos de las orquestas mexicanas lo obligaron a irse.
Foto © Ramón Merino
Como señalé en aquella crónica de su debut como el supremo artista del podio que es, tener “la oportunidad de escuchar a la Orquesta Sinfónica de Coyoacán […] parecería una broma de mal gusto o un caso de extrema desesperación musical con tal de escuchar algo. Del director huésped, Miguel Salmon del Real, sabíamos casi nada hasta antes de este evento. Un director poco conocido al frente de una orquesta delegacional parecía la crónica de un desastre anunciado”. Para fortuna de todos los que asistimos ese día, no lo fue.
Desde entonces ha transcurrido una década, y su ímpetu e inteligencia no han disminuido un ápice. Los elogios que ha recibido en el extranjero su control de los ensambles y su conocimiento de la partitura son supremos” (Cliff Colnot) y “ha demostrado ser un músico serio y talentoso” (Pierre Boulez) le han sido negados sistemáticamente entre nosotros por una sola razón: la crítica musical en México, como la literaria, es inexistente.
Habría que aclarar la afirmación. Porque, si bien es cierto que lo que se suele ver como crítica literaria en México es muchas veces lamentable, lo cierto es que quienes practicamos la escritura la ejercemos para reflexionar sobre aquello que nos parece notable, sabedores de que la verdadera crítica no proviene de la academia, de los así llamados especialistas de cubículo, sino de los mismos creadores. A nadie le interesa lo que tenga que decir un oscuro profesor de una universidad argentina sobre la obra de Jorge Luis Borges, o de Luis Cernuda, pero si quien escribe es Juan García Ponce, u Octavio Paz, eso importa. Son gigantes hablando de otro.
Del mismo modo, en el ámbito de la música importa muy poco, o no debería importar en absoluto, el asalariado y azaroso plumaje de obesos pájaros estercoleros en periódico con pinta decimonónica, porque no hay nada que lo respalde: no hay una obra, no hay inteligencia, no hay generosidad, no hay ninguna creación que sea digna de ese nombre. Debería importar lo que otros colegas digan. Como en el siglo xix, en el que las plumas de Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, entre otros, fueron los mejores aliados de los músicos mexicanos. Es en ese sentido en el que afirmo que la crítica musical en México es, efectivamente, inexistente.
Salmon del Real tiene ese ímpetu y espíritu libre que no sólo ilumina sino ordena aquello que le rodea. En su trayectoria de ya una década, ha podido dirigir conciertos memorables, demostrando que su debut de septiembre de 2009 no fue flor de un día. El 15 de octubre de 2012 fue nombrado director de la Sinfónica de Michoacán, y para diciembre ya había preparado su primera Novena de Beethoven, la cual resultó un espectáculo musical de grandes proporciones.
Foto © Ramón Merino
Como señalé en su momento, “la lectura que hizo el maestro Miguel Salmon del Real de esta compleja obra fue notable por dos cuestiones. Primero, fue dirigida de memoria, y sólo para el último movimiento la partitura apareció, más que nada, según el maestro Del Real, para acompañar realmente a los solistas y apoyarlos. Segundo, fue históricamente informada, es decir, interpretada de acuerdo a los criterios de la escuela historicista fundada a mediados del pasado siglo por Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt. Ello significó retirar de la interpretación la mayor parte del vibrato, y permitir un sonido un tanto más seco, pero más apegado a la forma en que, idealmente, podría haber sonado la obra en su época. Por lo mismo, los tempi elegidos por el maestro Del Real estuvieron más apegados a los originales elegidos por Beethoven”.
De hecho, algo asombroso ocurrió en una de las muchas visitas que hice a Morelia durante su brillante estancia como director artístico de esa agrupación. Un día en su casa llevé una grabación de la Novena dirigida por el gran director belga Philippe Herreweghe, y nuestra sorpresa, más bien la suya, fue comprobar que los tempi de esa grabación eran exactamente los mismos que él había usado en aquella ocasión. Al principio, de hecho, su pregunta para mí fue cómo había yo conseguido el audio del concierto, pues el sonido de la grabación que llevaba yo y la que él había hecho de aquellos conciertos eran casi idénticos.
Es importante recordar aquí lo que escribí en ocasión de ese memorable momento en Michoacán, donde además de dar testimonio del enorme talento de mi amigo, hice otras notables amistades y donde pude publicar, en reciprocidad por lo que esa ciudad y sus habitantes me dieron, mi primer poema extenso, Mahler. En aquella fecha, 19 de diciembre 2012, agregué lo siguiente:

Y sólo como referencia a esta escuela interpretativa, sería necesario señalar que no sólo el ciclo sinfónico entero sino la Novena en particular han sido grabados por diversos especialistas y por orquestas que tocan con instrumentos de época. Hay por lo menos seis ciclos completos de grabaciones disponibles con orquestas de este tipo. De ellas se puede señalar lo siguiente: la versión de The Hanover Band, que fue la primera en grabar el ciclo entero, dirigida por Roy Goodman en 1988, dura 65 minutos; la de Christopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music dura 63 minutos; la de John Eliot Gardiner al frente de la Orchestre Révolutionnaire et Romantique dura casi 60 minutos; la de Jos van Immerseel al frente de Anima Eterna dura 64 minutos; tanto la de Philippe Herreweghe al frente de la Orchestre des Champs Elysées, la de Frans Brüggen al frente de la Orquesta del siglo xviii como la de Roger Norrington al frente de The London Classical Players duran 62 minutos; y sólo como referencia, la versión de 2008 de Claudio Abbado al frente de la Filarmónica de Berlín, dura igualmente 62 minutos. Las de Nikolaus Harnoncourt al frente de la Orquesta de Cámara Europea y Osmo Vänskä al frente de la Orquesta de Minnesota duran, ambas, 65 minutos, y las tres son históricamente informadas.
De este panorama de grabaciones se puede deducir que las versiones dirigidas por Miguel Salmon del Real se hallan entre estos parámetros, pues duraron un promedio de 62 minutos. Estos parámetros son sólo una guía para el escucha, y no otra cosa, pero nos permiten ubicar en un rango específico lo escuchado en Morelia el pasado fin de semana.
Foto © Ramón Merino
La dinámica sonora y la articulación instrumental de las secciones tal como Beethoven concebía a su orquesta, la cual gira en torno a una sección central de Harmonie (alientos) rodeada de dos enormes secciones de cuerdas y maderas, chelos y contrabajos, así como violines primeros a la izquierda y segundos a la derecha, lució como pocas veces en un concierto. La particularidad de esta construcción orquestal gira en torno a un momento extraordinario antes de la coda final del primer movimiento, que es, precisamente, el fugato de las maderas y alientos antes de que entre el tutti de la orquesta. Maestro de esa estructura discursiva y arquitectónica, sobre la cual gira y ordena toda la concepción musical desde sus primeras sinfonías, requiere de una especial atención por parte del director, pues esta delicada estructura casi transparente es la que ordena y sobre la cual gira el resto de la galaxia sinfónica, es también la forma en que Beethoven delinea y contiene la forma sonata como eje central de su pensamiento musical, y Salmon del Real supo darnos una perspectiva auditiva precisa y adecuada de esa enorme complejidad arquitectónica que es el mundo sinfónico beethoveniano. Sin duda alguna, la Novena sinfonía es un universo de enorme complejidad no sólo por los detalles tímbricos y colorísticos de instrumentación ya señalados, sino también porque en ella se conjugan la maestría del sinfonista con las del diseñador de espacios íntimos de recogimiento (el citado fugato), pero sobre todo, el descubridor y creador del primer pasaje solista del timbal en el mundo sinfónico occidental, tal como se escucha en el segundo movimiento, donde el instrumento debe presentarse en la misma forma en que lo harán, más adelante, los solistas cantantes en el cuarto movimiento. Por eso, al inicio de este último movimiento vuelve a aparecer el tema del movimiento citado, como un recordatorio al escucha de que aquel pasaje solista que ya escuchó previamente.
El Teatro Ocampo fue testigo de dos noches memorables para la Orquesta Sinfónica de Michoacán, y allí está la enorme ovación que el público les otorgó al director y a sus músicos el sábado 15. Pero nada nos había preparado para lo que en la catedral de Morelia se escucharía. La amplia nave de la iglesia con sus arcos, columnas y salientes fue el espacio ideal para que una obra como la Novena sonara en toda su gloria y majestuosidad. La sensación de arrobamiento fue general, y la acústica del sitio no podría haber beneficiado de una forma más espectacular a una interpretación que puede considerarse como uno de los mayores triunfos del espíritu humano en el último cuarto de siglo en México. Recuerdo que al escuchar la magnífica acústica del templo ante una orquesta brillante y comprometida como pocas, un coro en estado de gracia y unos solistas llenos de inspiración, no pude evitar recordar que una sensación similar me invadió hace más de un cuarto de siglo cuando escuché por vez primera las versiones de The Hanover Band del ciclo beethoveniano, y no es casual que llegara a mi memoria tal eco sonoro, pues dicho ciclo fue grabado en la Iglesia de Cristo, en Londres, y esa acústica sigue siendo insuperable en lo que a grabaciones se refiere.
Foto © Ramón Merino

Lo que hizo notable esa extraordinaria Novena, de la cual fui el único que escribió al respecto, es lo que anunciaba para ese año que estaba a punto de empezar: el ciclo sinfónico completo de Beethoven, incluyendo los conciertos para piano, el de violín y el llamado triple, a todos los cuales tuve la fortuna de acudir y presenciar el prodigio alcanzado en cada una de esas sesiones.
En cierto sentido, parece fácil juzgar la interpretación de un grupo de obras que son el caballo de batalla de todas las orquestas. El problema al que casi siempre me he enfrentado es uno solo, y siempre es el mismo: la interpretación rutinaria. Es un horror que los músicos de las orquestas, al menos las de la ciudad de México, hayan burocratizado su espíritu a tal extremo que, igual que la mayoría del público que asiste a las salas capitalinas, prefieran sólo reconocer las obras que tocan en vez de conocerlas, integrarlas a su ser, de profundizar en el legado musical que representan y saberse los custodios y garantes de ese tesoro.
Porque es un hecho sabido que aunque entre sus integrantes hay músicos más que competentes, poseedores de una gran técnica interpretativa, prefieren regirse por la ley del menor esfuerzo. Como burócratas en una oficina, terminan sus ensayos a cierta hora, y no hay poder humano que los haga ensayar o practicar más allá de ese horario. Prefieren un director de orquesta que entienda su patético conformismo, a atreverse a ir más allá, a esforzarse más, a comprometerse con una tradición de la que se supone son, o deberían ser, el enlace vivo más importante. Sólo lo hacen si es estrictamente necesario. Si quien se los pide es un director extranjero al que no tendrán que ver jamás. Lo he visto con mis propios ojos. No hay músico de ninguna orquesta en la ciudad de México que pueda desmentir ese enojo y furia que les invade porque el director les hizo tocar como se debe, y no como están acostumbrados. Lo he visto más de una vez.
Me viene a la memoria los dos últimos conciertos que Maxim Shostakovich dirigió en México, uno al frente de Minería, dirigiendo los más asombrosos Titán de Mahler y Sheherezada de Rimsky Korsakoff que se hayan escuchado en este país, y otro al frente de la ofunam, dirigiendo obras orquestales de su padre. En ambos casos, la transfiguración musical operada por su enorme estatura intelectual fue reconocida por el aplauso del público, pero no por los músicos de las orquestas, quienes sólo lanzaban maldiciones contra el director. Yo recuerdo haber salido temblando de la Sala Netzahualcóyotl, casi en estado de trance, en el primer caso. En el segundo, pude oír a los músicos despotricando contra el director mientras me dirigía a su camerino a saludarlo.
Miguel Salmon del Real. Foto © Ramón Merino
La rutina no debería caber en una sala de conciertos. Lo ha señalado en más de una ocasión Nikolaus Harnoncourt. Eso lo sabe muy bien Miguel Salmon del Real cada vez que sube al podio y se dirige a sus músicos, y después al público. Uno de los aspectos más relevantes a tomar en consideración en su caso, y que pude ver desde aquel debut arrollador suyo, es cómo le devuelve la seguridad y la confianza en sí mismos a sus músicos, cuando no las tienen, cómo están dispuestos a seguirlo como un ejército que se cree capaz de cualquier proeza militar, como si nada pareciera imposible, como si se supieran los primeros en llegar al polo sur e izar, orgullosos, la bandera nacional en pleno. Pero quizá más importante sea lo que Salmon del Real transmite y comparte con el público asistente a las salas donde él dirige.
Ese sentido de novedad, de emocionante espera, de alegría compartida, de ser parte viva del espectáculo, y no mero testigo de piedra, es uno de los resultados más evidentes e innegables de su gestión al frente de una orquesta. Y eso se ve en algo inusual para cualquier orquesta en México: las largas filas de un público variopinto que se forma a la entrada de los teatros esperando entrar. Una y otra vez, en Morelia, las largas filas de gente formada esperando entrar es una imagen que, en el caso de Miguel Salmon del Real, es ya casi una suerte de firma que identifica su labor.
En la ciudad de México ver filas de público a la entrada de una sala, o que incluso haya público que no logra entrar, es algo que nos es desconocido. Es cierto, ha habido artistas que logran convocar grandes cantidades de público, y en ocasiones ha sido necesario acudir a las pantallas colocadas afuera del teatro para transmitir lo que sucede adentro: Philip Glass, Luciano Pavarotti, son de los pocos artistas que pueden despertar esa energía casi eléctrica cuyo solo nombre porta. Tendría que decir que entre nosotros sólo el de Salmon del Real es capaz de generar esa expectación. Las fotos de ese público expectante es casi ya una rúbrica de su trabajo. Y es el fruto del transmitir de boca en boca, de esa recomendación surgida de una emoción que busca ser compartida y se multiplica conforme pasa el tiempo. Fui testigo de eso que podría llamarse El efecto Salmon del Real. Cada día más, la prensa local, en Morelia y en Sinaloa, ha dado cuenta de eso que, al final de cuentas, es uno de los logros que más importan en la gestión de una sala de conciertos y que es no sólo abarrotarla, sino crear nuevos públicos, despertar ese interés más allá de la casi siempre endogámica y exigua audiencia que acude a las salas de concierto.
Y en un medio como el musical en donde el ninguneo es una práctica común, y no extraña, por cierto, al literario, la generosidad también es una práctica inusual, más bien escasa. Y en eso también Miguel Salmon del Real ha predicado con el ejemplo, siendo el director que más obras ha comisionado y estrenado, elaborando una amplia antología de la música mexicana contemporánea, en un ejercicio intelectual de gran relevancia al invitar a toda clase de músicos y de escuelas de composición, en algo que podría, y debería toda proporción guardada, considerarse la versión musical de Poesía en movimiento, la más influyente antología poética del siglo xx.
Salmon del Real y José Manuel Recillas. Foto © Ramón Merino
Sus llamadas miniaturas, solicitadas a cerca de un centenar de músicos vivos, de poco más de un minuto de duración, para ensamble pequeño y muchas orquestadas, constituyen un valioso mapa de la música mexicana contemporánea, como lo hizo en su momento la antología elaborada por Homero Aridjis, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Octavio Paz. La enorme vitalidad y diversidad de nuestra música se halla admirablemente representada en ese ejemplar trabajo de generosidad, totalmente inusual entre nosotros. Es probable que no pocos músicos convocados por Salmon del Real no sólo no se lleven entre ellos. Pero es un mérito enorme convocar y reunir a tal cantidad de música, y elaborar un mapa vivo de nuestra tradición musical actual ni siquiera los inexistentes críticos y los escasos comentaristas periodísticos han planteado algo remotamente similar. Es sorprendente que algo tan relevante en el panorama musical mexicano haya pasado sin despertar el menor comentario, sin ser aplaudido como merece. Pero eso habla más mal de quienes deberían hablar de lo que sucede en el panorama de nuestra música, que de quien ha hecho este notable trabajo. Es a través de esta labor que Miguel Salmon del Real puede considerarse un digno embajador de nuestra música, de nuestra tradición musical, como lo fue en su momento Octavio Paz respecto de la tradición poética mexicana.
Septiembre parece, entonces, un buen mes para este brillante director, pues fue en ese mes de 2017 ocho años después de su arrollador debut en el podio cuando fue nombrado director artístico de Orquesta Sinfónica Sinaloa de las Artes (ossla), para regocijo de quienes somos sus amigos y de la comunidad sinaloense, que de esa manera adquiría para su notable orquesta a un director equivalente a un cuarto bate. Y en dos años de gestión al frente de su nuevo encargo, eso que llamé el efecto Salmon del Real se ha vuelto a repetir, y la prensa local ha sabido dar cuenta de ello. Las largas filas de un expectante público han vuelto a aparecer a la entrada del teatro. Incontrovertible, es la mejor descripción de algo que puede llamarse también éxito.
En su trabajo al frente de las orquestas con las que se ha presentado, sea como director huésped fue el caso de su debut o como director artístico, siempre priva un común denominador, característico de su trabajo: pasión, misma que transmite a sus músicos y a su público por igual. Como pocos directores y artistas en México, Salmón del Real sabe que su compromiso no es sino con lo mejor que ha creado el espíritu humano, y que él y sus músicos son el vehículo ideal para transmitir, desde el podio y el escenario, ese legado musical del que él y sus músicos son los custodios y garantes.
Miguel Salmon del Real ha afirmado, en más de una ocasión, en público y en la cercanía que proporciona la amistad y la confianza recíproca, que “la música clásica une al ser humano con la eternidad, favorece el desarrollo humano, es pasión, es emoción, su encanto es eterno”. Son palabras que confirman una sólida confianza que lo vincula no sólo con sus mentores Bernard Haitink, Pierre Boulez, Peter Eötvös, sino con lo mejor de una insoslayable tradición europea Frans Brüggen, Nikolaus Harnoncourt, Daniel Barenboim, Claudio Abbado, de la cual es heredero y uno de nuestros más orgullosos embajadores culturales.
Miguel Salmon del Real. Foto © Ramón Merino

Como melómano, suelo tener diferencias en cuanto a ciertos aspectos del ejercicio musical, y solemos tener largas conversaciones y discusiones en cuanto a dichos asuntos. Pero es justamente ese ejercicio de confrontación intelectual el que en no pocas ocasiones enriquece nuestro diálogo y me permite observar cuestiones que no había considerado. Pienso que en la dirección opuesta sucede lo mismo. Siempre ha habido entre nosotros un diálogo fructífero, y una curiosidad por entender el mundo y el arte a través de sus más nobles manifestaciones: la música y la poesía. Dos artes íntimamente hermanados por ritmos, cadencias, por un flujo a veces bailarín, a veces meditativo. Sobre todo, por una combinación de elementos que las hace posible: el silencio y el sonido.
¿Cómo no celebrar, entonces, la primera década de actividad de uno de nuestros mejores artistas hoy por hoy? ¿Cómo no querer hacerse amigo, y serlo, de alguien con tales dotes, tan evidentes e innegables? ¿Cómo no entablar amistad con alguien a quien se admira, uno igual a uno mismo? ¿Cómo no estar agradecido cuando a través de él he podido tener amistades de muy diverso tipo de ese mundo que le rodea, músicos e intérpretes David Hernández Ramos, Jorge Barradas, Felipe Pérezsantiago, César Bourget tanto como intelectuales, historiadores, escritores, fotógrafos, melómanos Bismarck Izquierdo, Juan García Tapia, Ramón Merino, Eduardo Rubio, José Herrera Peña?­ La pléyade de personas notables que rodean y enriquecen el mundo intelectual y creativo de Salmon del Real es una historia aparte de esa apertura a otros mundos, y cuya sola mención muestra la amplitud de su espíritu.
Vivir en un medio tan poco generoso y ágrafo como el musical mexicano es una tristeza. Vivir bajo el asedio de focas obesas y analfabetas esféricas es una pesadilla. Pero hallar a grandes artistas y convivir con ellos es un raro privilegio que no puede pasarse por alto. No tuve la oportunidad de conocer a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, o a otros grandes artistas de este país. Tuve tratos con José Emilio Pacheco, con su inteligencia y proverbial generosidad; si no conocí a Octavio Paz, sí conocí a Manuel Andrade, enorme poeta, investigador y editor. No conocí a Eduardo Mata, pero he tenido la fortuna de toparme con alguien de su misma estirpe, de su misma luz y brillantez. Gracias a él he podido conocer a algunos de los mejores músicos de este país. No me parece casual. Los grandes artistas suelen atraer, como un imán, a otros grandes.

Septiembre 4 de 2019

domingo, 1 de enero de 2017

Biber, o de la eternidad


Por José Manuel Recillas 
(poeta mexicano)


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Para Julia Santibáñez

Pertenezco a la generación que le tocó vivir no sólo el descubrimiento de una obra maestra de proporciones bíblicas, sino la restauración del nombre de su autor, en un lento proceso que fue primero del hallazgo y la sorpresa inicial al reconocimiento de una obra que fue gradualmente adquiriendo un rango de orden superior, hasta volverse un icono de la grandeza creadora de su autor. Pertenezco a esa generación que creció oyendo música con orquestas especializadas, con instrumentos de época, que significó escuchar a música de una manera totalmente distinta a la de nuestros predecesores. Significó, también, sabernos hijos rejegos, huérfanos que íbamos a contracorriente.
     Debe haber sido en algún momento de 1990 que Juan Arturo Brennan presentó, en Radio unam, la grabación de la Missa à 53 voces, llamada Missa Salisburgensis, o  Misa de Salzburgo, que recién acababa de ser editada en formato digital, a partir de una grabación de 1974 para el sello discográfico Deutsche Harmonia Mundi por la Escolania de Montserrat, cuyos orígenes se remontan a 1307, el coro de niños Tölzer y la venerable orquesta Collegium Aureum, dirigidos todos por el padre Ireneu Segarra. De acuerdo a los datos que Brennan compartió, y que eran los que venían en el disco, se trataba de una misa policoral descomunal, que requería cerca de ochenta o más participantes, entre orquesta, coro y solistas, algo que sólo se vería, en cantidad, hasta casi dos siglos, dos y medio después. Nunca olvidaré esa tarde en que la oí por primera vez. Es una de las obras más genuinamente impactantes que haya escuchado.
     Para ese entonces, la obra se le atribuía a un oscuro compositor italiano, Orazio Benevoli, si bien barajaban también los nombres de Andreas Hofer y el de Heinrich Ignaz Franz von Biber, un muy respetado y prestigioso compositor del alto barroco alemán, pero no había certeza de que alguno de los tres realmente fuese el autor. Durante muchos años pensé que una obra de semejantes proporciones debería haber sido escrita ad majorem gloriam Dei, y que si así había sido, era adecuado que nunca supiéramos el nombre de su autor. Una idea poética que poco tenía que ver con la realidad. Finalmente pude hacerme de esa grabación y escucharla en toda su majestuosidad. No me percaté que habían transcurrido más de 300 años desde su primera, y hasta ese entonces, única interpretación pública, hasta ese día en que para mí volvió a nacer.
     En 1998, para mi enorme regocijo, apareció una nueva grabación, debida a Paul McCreesh dirigiendo dos orquestas barrocas reunidas para poder interpretar algo tan descomunal, su Gabrieli Consort & Players y la Musica Antiqua Köln, y al año siguiente la de Ton Koopman al frente del Coro y Orquesta Barroca de Ámsterdam. Ambas llevaban el nombre del compositor en la portada: Biber. Heinrich Ignaz Franz von Biber. De las tres grabaciones, sólo la de Koopman fue grabada en la catedral de Salzburgo, por lo cual su sonoridad es lo más parecido a lo que hace 300 años se debe haber escuchado en Salzburgo. Para McCreesh, la obra podía ser de Biber; para Koopman era de Biber, sin el menor asomo de duda. No fue sino hasta 2015 que quedó demostrado que este último tenía razón.
     La misa había sido escrita, presumiblemente, para celebrar los mil cien años del Sacro Imperio Romano Germánico, en 1682, en medio de la Guerra de los Treinta Años, que dejaría un imperio en ruinas y con muy poco que celebrar. Algunas crónicas de la época hablan del poderosísimo impacto que la obra dejó tanto en la nobleza como en el pueblo llano y simple que acudió, aquel 18 de octubre, para la solemne misa que celebraba una gloria que se derrumbaba frente a sus ojos pero que marcaba la alta aspiración de la corte imperial y de la Iglesia en cuya catedral en Salzburgo, de allí el nombre latinizado, recién terminada de erigir hacía dos años, fue interpretada por primera vez.
     La Missa Salisburgensis es una obra épica de proporciones bíblicas, la más grande de su tiempo, y no sería sino hasta el siglo xx que sería igualada o superada en cantidad. Si la comparamos con la obra vocal más grande de aquellos días, Spem in alium de Thomas Tallis, sólo cuenta con 40 voces, aunque es la obra puramente vocal para más voces jamás escrita. Las Vesperae à 32 voces del propio Biber o el Te Deum Laudamus à 23 voces de Hofer, son otros ejemplos de obras monumentales de la época. Pero no es sólo el hecho de las fuerzas instrumentales requeridas para su interpretación lo que hace a la Missa Salisburgensis una obra extraordinaria. Es también la música en sí misma la que la hace una obra única en la historia de Occidente.
     Biber compuso otras obras imponentes, como la Missa Christi Resurgentis (1674), la Missa Bruxellensis para 23 voces (1696), y la Missa Sancti Henrici (1697), además de notables y complejas obras instrumentales como sus imponentes Sonatas del rosario para violín en scordatura y continuo, con su monumental Pasacaille (1674) final, llamada “El ángel de la guarda”, que le dieron un prestigio enorme en toda Europa, y cuyo estilo compositivo fue ampliamente celebrado e imitado.

Hoy el nombre de Biber no le dice casi nada a nadie, ni siquiera a los poetas, salvo que les venga a la mente el nombre del imberbe e infame canadiense. En algún libro he usado su música, en particular su célebre pasacalle, como correlato musical para un pasaje muy importante, conmemorando de alguna forma una herencia, pero el lector debería buscar la relación entre las palabras del poema y la música. Podrían decirse muchas cosas de Biber, pero una de las cuestiones que deseo recalcar es que fue un digno y claro hijo de su época. De eso que Norbert Elias llamó sociedad cortesana. Pero fue más que eso.
     En efecto, Biber fue músico de la corte imperial de Leopoldo I, músico muy digno e hijo de su época también, quien no pudo escribir probablemente toda la música que hubiera deseado, debido el ejercicio del poder imperial y las responsabilidades que desempeñaba. Podemos imaginar que cuando el emperador encargaba una obra o solicitaba música para ocasiones especiales, podía juzgar con precisión meridiana a quién pedirla, opinar sobre ella y evaluar el resultado de dicho encargo. A la luz de los hallazgos musicológicos que terminaron por restituir el nombre de Biber a la partitura de esa monumental obra, es posible entender que el emperador sabía muy bien a quién le estaba encargando la obra que debía celebrar toda la gloria divina del Sacro Imperio y de la Iglesia triunfante cuando lo eligió. Es posible, igualmente, imaginar no sólo el pasmo que provocó en la gente, de que hablan algunas crónicas de la época, sino la satisfacción del emperador, así como de la corte y arzobispado de Salzburgo, al final de aquella soleada tarde en que inmediatamente después de su interpretación tendría que encargarse de asuntos de mayor importancia que jactarse de una misa.
     A diferencia del músico libre de nuestros días, que surgió con Beethoven, el músico cortesano difícilmente podía expresar y escribir lo que quisiera cuando se le diera la gana. Estaba constreñido a lo que la corte le encargara. Para fines prácticos, era un sirviente más. Misas, motetes, música para las ocasiones que la corte estableciera, para divertir o entretener en ciertas ocasiones. Sin importar si era música nueva o de otros. Y la calidad de lo producido dependía de los ingresos de ésta, de modo que a una corte venida a menos, como terminó ocurriendo con la de Salzburgo, produciría un ambiente poco favorable para el espíritu inquieto de un maestro de capilla, como le ocurriría mucho después a Leopold Mozart. A Biber le tocarían los últimos años de su vida como maestro de capilla en Salzburgo, dos años después de haber sido interpretada justamente allí su Misa para 53 voces, que algunos suponen era en realidad para 50 voces, desde 1684 hasta su muerte, veinte años después.
     Mientras escucho de nuevo la Missa Salisburgensis de Henrich Ignaz Franz von Biber pienso que si bien el poder reinante sabía muy bien a quién le estaba encargando la composición de una misa que reflejara como ninguna otra obra la mayor gloria de su poder por encima de cualquier otra cosa, superó con creces el encargo imperial. Allí es donde Biber fue algo más que un eficiente siervo al servicio de una corte mentecata o de un pacato arzobispo. Al oírla pienso en aquel himno, Aeternae laudis lilium, de Richard Fayrfax a la virgen María que le encargase la reina Victoria por apenas cinco chelines. ¡Qué poco paga siempre el poderoso al creador por algo que él no puede hacer! ¿Cuánto vale, cuánto valió la Missa Salisburgensis? Es una pregunta que nadie se ha atrevido a contestar, pero que podemos imaginar. Biber cobró aquello que la corte le pagaba por cualquier obra o encargo que recibiese. No más, no menos. Pero lo que le entregó al poder vigente y a su corte aquel 18 de octubre de 1682 en el domo de la catedral de Salzburgo no podría pagarlo ni todo el oro de Fort Knox, y aún hoy nos estremece.
     Lo que Biber logró aquella tarde soleada bajo los azules cielos del eterno burgo de la sal, que eso significa el nombre de Salzburgo, sabiendo que dicha obra sólo se interpretaría una sola vez, y jamás volvería a ser escuchada, es una de las proezas más grandes de la historia del arte en Occidente. No sólo entregó lo que le habían solicitado, una misa grandiosa para una conmemoración grandiosa. Por primera vez en una sociedad cortesana, estrictamente jerarquizada, un hombre se colocó por encima de todos los demás, se liberó de las constricciones sociales de su época. Pero el precio parece demasiado alto. ¿Por qué lo hizo?
     Fue una declaración de su fe en el poder del arte. ¿Para qué escribir una obra monumental, descomunal, si se sabe que caerá en el olvido apenas termine de sonar la última nota reverberante bajo la enorme cúpula de la catedral salzburguesa, si no se tiene una fe inquebrantable frente al olvido y el desprecio de la plebe, que nada entiende ni nada le importa más que lo inmediato? ¿Para qué, ¡maldita sea!, si podía haber cumplido con una obra de dimensiones convencionales y haber salido al paso con lo que fuese? Si lo hubiese podido hacer con cualquiera de sus otras misas, o parecida a cualquiera de ellas, que por notables que sean, ninguna poseía la enorme majestad que ésta.
     A su muerte en 1704, su nombre pasó al olvido, y salvo probablemente algunos pocos músicos en la corte del emperador o en la corte de una Salzburgo venida cada vez a menos, habrían recordado que allí había trabajado un Biber como músico de la corte. En una o dos generaciones ya nadie lo recordaba. Para la época de Mozart, no había ya nadie, absolutamente nadie, que hubiera oído hablar de él en la diminuta y asfixiante Salzburgo. Hasta que en las postrimerías del pasado siglo los musicólogos e historiadores llamaron la atención sobre un músico del que prácticamente nada se sabía, salvo en círculos muy estrechos.
     Tres siglos después, en medio del olvido más brutal que pueda imaginarse, volvió a sonar la magistral música que los salzburgueses habían escuchado una tarde de 18 de octubre de 1682. Pero si fue recuperada la música, aún faltaba recuperar el nombre del autor de semejante obra maestra. Ya sólo transcurriría un cuarto de siglo, una minucia comparado con 300 años, para que supiéramos que había sido Biber el autor de esta descomunal obra maestra, superior en todo a cuanto se haya jamás escuchado sobre esta malhadada tierra.
     Hoy en día, a más de cuarenta años de su reaparición, contamos al menos con siete versiones grabadas de este monumento. Recientemente Jordi Savall la interpretó en Cataluña, de donde salió una grabación que circula en el mercado, y al menos hay otras tres grabaciones, y al parecer cada día se interpreta más en vivo. En la última década hemos podido escucharla más veces de lo que Biber hubiera imaginado, y es probable que antes de una década llegue a interpretarse en Estados Unidos por primera vez, así como podría suceder en Japón. Es la reivindicación absoluta de uno de los artistas más grandes que ha dado la humanidad, el triunfo de su fe por sobre los poderes que le hicieron aquel encargo. Sólo le tomó tres siglos vencer.

Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704)
Pero lo que me interesa señalar de esta obra magistral es que indica algo a lo que muy pocas obras hoy en día podrían aspirar, y es a durar, a perdurar, a vencer al olvido, a la persistente desmemoria y al culto a lo inane, a la basura que por todas partes nos asalta, incluyendo el mundo del pretendido arte contemporáneo, al de la poesía misma. Si por 300 años ocultásemos la mayoría de las obras que se producen hoy en día, y las sacásemos al escrutinio del futuro, ¿sobrevivirían? ¿Le importarían a alguien que no fuese un historiador o un sociólogo? ¿Cuántas de esas obras se mantendrían en pie dentro de 300 años?
     Porque la Missa Salisburgensis es un monumento no a la mayor gloria de Dios, como alguna vez pensé, sino al poder creador del ser humano, a esa trascendencia a la que debería aspirar todo artista que se digne de llevar tal nombre en sus espaldas. Desgraciadamente hoy en día casi nadie quiere sentirse heredero de una tradición ni de una fe que trascienda la miserable condición temporal a la que está uno atado por la naturaleza. Hoy nadie asume la responsabilidad que podría competerle.
     Recuerdo que durante la década en que me hundí en la depresión, a mediados de los noventas, tuve un sueño en el que Esther Benítez estaba conmigo, en uno de los salones-laboratorio de la escuela vocacional en que había estudiado, revisando mis traducciones de Benn, cuando de repente me preguntó a qué época pertenecía el autor. Yo le dije que a la primera mitad del siglo xx, a lo cual ella me respondió: “No, joven, usted tiene que esperarse al menos unos tres siglos”. Después de consultar a algunos amigos y pensar en el significado de sus palabras, llegué a la conclusión de que lo que la Benítez de mis sueños, a quien por cierto jamás he visto siquiera en una foto, quería decirme es que mis parámetros por los que mido al mundo se movían por plazos demasiado amplios, no subordinados a la inmediatez ni a las urgencias que nos acosan todos los días. Puede parecer absurda la conclusión, pero ese sueño me ha acompañado y ha marcado, como otras evanescentes presencias en mi psique y mi memoria, los senderos que mis pies huellan, llevándome casi siempre por caminos solitarios y abandonados.
     Al principio afirmé pertenecer a una generación…, pero en realidad no pertenezco a ninguna, no a esa, o esas, que entre nosotros suelen referirse como generación, o sea grupos de individuos que comparten ciertos rasgos en común con otros y merced esos rasgos se identifican como colectividad. Yo no pertenezco, en ese sentido, a ninguna colectividad, a ninguna generación. Por regla general no tengo con quién hablar de estos asuntos, que además a nadie más importan. Biber permaneció en el olvido, en las sombras por más de tres siglos. ¿A quién podría importarle eso? Yo sólo lo celebro, de tanto en tanto, oyendo su Opus magnum en mi propia celda.
Noviembre 23, 2016
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José Manuel Recillas

Guillermo Samperio

Por Sergio Luna
(poeta mexicano)






Guillermo Samperio (1948-2016)
Conocí a Guillermo Samperio cuando vino a impartir taller en Celaya. Había leído algunos de sus cuentos  y me parecían asombrosos por su gran capacidad imaginativa. Me recordaban algo a Cortázar. Estuve no más de cuatro sesiones en su taller. Yo escribía poesía y todos los asistentes prosa, sobre todo cuentos.

Samperio por el año 1997 también vino a Celaya pero un par de ocasiones a dar unas clases en un seminario de literatura. Yo pasé ahí sin pena ni gloria y Samperio daba las clases con una calma que a muchos desesperaba. Hablaba no sólo como en cámara lenta sino que hacía largas, interminables pausas. No recuerdo nada de ese seminario de literatura.

En el taller opinábamos todos y al final Samperio hacía una crítica global, recomendaba lecturas, sugería cambios.

Una vez un compañero del taller que venía de San Luis Potosí llegó con un cuento escrito en papelitos, en servilletas, en el boleto del autobús. Venía emocionado y dijo que lo había escrito en el camino. Se puso a leerlo y luego dijo que le faltaba el final. Todos opinaron sobre ese cuento. Cuando me tocó a mí le dije a mi compañero que mejor corrigiera, que pasara en limpio el cuento y que ya después lo trajera al taller, que lo que en ese momento yo le dijera sería ocioso para mí y para él y quizás para todos porque todo estaba como improvisado y que no valía la pena gastar saliva diciendo lo que fuera pues el tendría la justificación de decir que el cuento estaba recién hecho y que por eso las fallas que le pudiéramos encontrar serían por eso. Le dije que no había prestado atención y que mejor cuando lo trajera impreso y en copias yo con gusto lo atendería.  Con esa intervención al taller de Samperio me gané malas vibras de algunos de mis compañeros.

Samperio cerró esa ronda diciéndole al cuentista de carretera que él regularmente cobraba mil pesos por revisar un texto y que en ese momento él estaba de acuerdo conmigo, y que tampoco había atendido la lectura. Le dijo pásalo en limpio y corrige, luego lo traes, hoy te ahorraste mil pesos. Luego Samperio se sonrió.

Guillermo Samperio
Terminando esa sesión me despedí de Guillermo, le dije que mejor era que yo ya no fuera porque los demás compañeros demandaban que yo llevara un texto para que ellos se pudieran sentir en equilibrio y regresarme algunas de mis críticas.

Guillermo me dijo que estaba bien con su sonrisa chispeante. Me dijo qué te parece que cuando venga a Celaya a dar taller, terminando te llamo y nos vemos en el lobby del hotel o en el restaurante, cenamos y platicamos, me late tu rollo.

Así le hicimos. Cada mes lo veía en el restaurante y platicábamos de literatura, del taller, de sus proyectos, de música. Me contó que su papá fue guitarrista del trío Samperio, Willy Samperio, y que uno de sus hijos acababa de armar un grupo de rock, Petróleo, nombre que tomaron porque alguien, parece que su papá era de Salamanca, donde está la refinería.

Aparte de las pláticas en el hotel, entre semana me llamaba desde México y me enviaba algún archivo con algún cuento, me decía si le ves algo que hay que cambiarle, cámbialo, yo confío en tu ojo crítico.

Cuando estábamos en cualquier conversación era muy divertido, ocurrente, imaginativo. Para mí era como un joven rockero y amante de las mujeres. Samperio hasta donde supe fue muy galán y en el taller había por lo menos un par de muchachas guapas que estaban fascinadas por la personalidad y, hay que decirlo, galanura de Guillermo.

Me llamaba la atención su lentitud para hablar, siempre sonriente, con anillos en ambas manos, tatuajes (uno de John Lennon), siempre o casi siempre tomando pastillas (no sé si era medicamento o droga, o ambas) y se los tomaba con coca cola.  Era cálido, bonachón, fresco, parecía que no tenía impedimento para tratar el tema que fuera, no sonaba impropio o impertinente ni menos vulgar. Caminábamos por las calles y si pasaba una mujer de pronto comentaba algo de su encaje que se le veía al filo de la cintura y describía con gracia ese detalle de vouyerista declarado. Caminaba sin prisa y así hablaba también. Vivía en un departamento donde una sola vez fui a llevarle uno de mis poemarios inéditos porque Guillermo quería ver quien me lo publicaba. Esa tarde que le llevé mi manuscrito no me invitó a pasar. Fue amable  a secas y quizá fue de las pocas veces que no lo vi sonriente. Quizás estaba ocupado en medio de un cuento, o simplemente no tenía ganas de que yo entrara. No me ofendí y no le tomé importancia.

Me siguió llamando por teléfono hasta para desearme Feliz Navidad.

Me caía muy bien, como un amigo desprendido, de esos que te hacen sentir que la vida y las palabras son como una fiesta, una celebración, un gozo, un gozo lleno de imaginación y buen humor y muchachas.


martes, 1 de noviembre de 2016

Beethoven und Freiburg

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



Imagen de Ludwig van Beethoven
Escuchar las nueve sinfonías de Beethoven en un momento como el que vive México, en donde el desgobierno y su cinismo, el saqueo y la rapiña constantes, la corrupción, la injusticia, el crimen organizado y el desorganizado desde las más altas esferas del ejercicio del poder político, en fin: el horror que diariamente nos acosa y no deja de sorprender y preocupar, pudiera parecer un acto de suprema frivolidad. No es así.
     Está de sobra señalar que escucharlas debería ser un imperativo categórico, para usar la adecuada fraseología kantiana, especialmente en una situación como la que vivimos. La visita de la Freiburger Barokorchester los días 5 y 6, 8 y 9, y 11 de octubre para interpretar el ciclo sinfónico beethoveniano completo en un lapso de apenas seis días debería ser considerado una fecha que quedará en los anales de la música en nuestro país.
     Para mí fue un sueño hecho realidad, el cumplimiento de una espera de veinte años desde que escuché por vez primera a esta legendaria y extraordinaria orquesta, y de un cuarto de siglo desde que escuché en CD un ciclo sinfónico beethoveniano completo con una orquesta con instrumentos de época: la Hanover Band. Casi en cascada fueron llegando a mí otros ciclos del mismo tipo. El de Christopher Hogwood y The Academy of Ancient Music –que en los hechos tenía casi a los mismos músicos de la Hanover Band–, el de Frans Brüggen y la Orquesta del siglo xviii –y su descomunal interpretación de la Marcha fúnebre de la Tercera–, la de John Eliot Gardiner, la intensamente esperada de Nikolaus Harnoncourt, y los no siempre convincentes de Roger Norrington, Jos van Immerseel y Martin Haselböck. Y después, sus herederos en orquestas modernas: el del flamenco Philippe Herreweghe, el del noruego Osmo Vänskä con la conflictiva Orquesta de Minnesota, y el descomunal de Paavo Jarvi.
     A lo largo de mi vida he escuchado incontables ciclos completos, el más reciente, previo al de la Barroca de Friburgo, dirigido por Miguel Salmon del Real con la Sinfónica de Michoacán, en un ciclo memorable, en el cual pude constatar lo mucho que aún tiene por decirnos estas obras maestras. Comparar ambos ciclos sería un exceso, pero algunas cuestiones relevantes se pueden señalar de ambos directores, ambos muy jóvenes, de casi la misma edad.
     La dirección orquestal de Gottfried von der Goltz es más aérea, en comparación con la más terrestre, desde el plexo solar, de la de Salmon del Real, y ello conduce a sonoridades distintas, a un impacto diferente en el escucha. Quizá por ello mismo, la de este último fue mucho más arriesgada no sólo que la de Von der Goltz, sino más de lo que jamás nadie se haya atrevido antes. Sus versiones de la Marcha fúnebre –espectacular y de una fuerza que nunca antes había escuchado, con una tensión y una acumulación de la energía sonora simplemente bestial– y de las dos Quintas, en dos días consecutivos, pero con dos lecturas a la partitura­ tan diferentes, tan contrastantes una de la otra, que parecían dos orquestas y dos directores distintos, es algo que no volverá a verse probablemente jamás, a menos que el propio Salmon encuentre una orquesta que se atreva a seguirlo como lo hizo la de Michoacán, algo poco probable con el tipo de orquestas con que contamos en el país.
     Pero la transparencia de los instrumentos de época es incomparable con lo que puede ofrecer una orquesta moderna. No sólo por la afinación, sino por el sonido mismo, y por algo de lo que alguna vez leí en Harnocourt, pero ninguna grabación ha podido hasta ahora transmitir en toda su gloria y majestuosidad: la disposición de las secciones instrumentales. Aunque básicamente la orquesta es la misma que la moderna, un poco más pequeña, en Beethoven el eje de ésta se encuentra en la sección de las maderas y alientos, la sección de Harmonie, y en torno a ella se construye el volumen orquestal en una suerte de tres triángulos. Al centro la mencionada sección, soportada por los violonchelos y violas como un perfecto cateto sonoro de base, y en dos triángulos en los extremos, del lado izquierdo violines primeros y contrabajos, y al otro extremo, violines segundos, percusiones, y una parte de las violas.
     Esta disposición le permitía a Beethoven explorar y explotar de manera genial uno de sus procedimientos compositivos de variación favoritos: el fugato, el cual en las orquestas modernas suele perderse frente a la avalancha sonora de la cuerda, especialmente el del primer movimiento de la Novena, descomunal. Esa célebre frase que alguna vez me dijese algún amigo: “¿Para qué escribe Beethoven tantas cosas en sus sinfonías si no se pueden escuchar?”, encuentra su respuesta en este tipo de orquestas y disposición instrumental: porque en tiempos de Beethoven sí se escuchaba todo eso… ¡Y cómo se escucha, Mein Gott! La exploración del timbre, del color orquestal, de los contrastes sonoros y la articulación de la cuerda, por ejemplo, moviéndose en el espacio, en vez de esa masa sonora compacta y difícilmente diferenciada que tenemos que padecer una y otra vez con cada orquesta en nuestro país, encontró en la Barroca de Friburgo un motivo de inequívoca dicha y de redescubrimiento de estas obras esenciales.
     Uno de los descubrimientos más notables para no pocos melómanos fue hallar que todo el lenguaje sinfónico beethoveniano –que es como decir toda su compleja y avasalladora personalidad– se encuentra ya perfectamente logrado desde su primera sinfonía. Más aún –como si no lo supiéramos–, que no hay compositor posterior, desde Schubert hasta Mahler, que no esté en deuda con él, que no halle su raíz en él, que no esté incluso sugerido en él. No sólo eso. En la impresionante interpretación que hizo la Freiburger de la más revolucionaria de sus sinfonías, la Tercera, en la Marcha fúnebre, el violín solo de Petra Müllejans nos recordó, con un guiño fuera de serie, a Bach, como si uno y otro tuviesen un origen en común, como si la más revolucionaria sinfonía del genio de Bonn no olvidara de dónde viene y hacia dónde va. Jamás había oído algo así en toda mi vida.
     Cada sinfonía nos fue revelando matices, guiños, indescriptibles momentos de eso que sólo puedo definir como la enorme dignidad humana de su pensamiento, de su trabajo con la noble madera de sus instrumentos. No sé cuántas veces estuve a punto de llorar de la emoción, pero sé que después de cada concierto salí temblando, transfigurado, esperanzado, y debo decir que, en efecto, algunas de mis más hondas súplicas hallaron respuesta, y no podría estar más agradecido por haber vivido esta experiencia.
     Uno de los temores de algunos melómanos estaba en el desempeño del Coro de madrigalistas, de clara formación belcantista, y la latente posibilidad de que cantara como lo suelen hacer siempre, a voz en cuello, y se destruyera el delicado equilibrio de una sinfonía que siempre, o casi siempre, es interpretada desaforadamente, en busca más el aplauso que la comprensión de sus muchos matices. No sólo eso. Tenía mucha curiosidad por escuchar su segundo movimiento, Molto vivace, que como se sabe es casi el primer concierto para orquesta y timbales con trompeta de la historia. De nuevo, la Freiburger mostró la verdadera dimensión de un movimiento que casi de continuo suele interpretarse de manera desaforada, sin la menor atención en sus detalles y matices. La trompeta no se vuelca sobre el oído del escucha, ni el timbal parece a punto de llamar a rebato. Cada uno se encuentra en una dimensión que no se abalanza sobre el oído hasta lastimarlo, y los forti beethovenianos adquieren su verdadera dimensión. El Coro de madrigalistas por una vez en su vida cantó como se debe, en su justa dimensión, mostrando el perfecto equilibro entre canto y música buscado por Beethoven.
     Y si algo demostró la Freiburger Barokorchester es que, por encima de cualquier consideración, no hay nada más importante en Beethoven que la espléndida música salida de su pluma. Y esto se notó en algo más, algo que prácticamente nunca se ve en nuestras orquestas. El placer de tocar. La cantidad de rostros sonrientes durante la interpretación, las miradas cómplices de alegría de los músicos, la enorme sonrisa de Von der Goltz hacia sus músicos, nos recordó que las sinfonías de Beethoven son una enorme celebración de dicha, pese a los tormentos y desdichas que lo acosaron, y es el recordatorio perenne de porqué cuando se le interpreta como usualmente se le hace en salas del país, se traiciona su mensaje desde la raíz. Si el músico no siente esa felicidad, si no comparte ese eros beethoveniano en todo momento, debería dejar su instrumento de lado y dedicarse a otra cosa, por el bien suyo y el de la música.
José Manuel Recillas con músicos de la Freiburger Barokorchestra
No sólo la dimensión de su obra sinfónica nos reveló que Beethoven en realidad escuchaba la música de una manera privilegiada, sino que sus sinfonías son un manantial vivo (Eine lebende Bach) y que su dichosa escucha debería ser eso que llamé al principio un imperativo categórico. Porque si Beethoven fue capaz de superar su desdicha, los golpes que la vida le dio, y se elevó como ningún otro artista lo había hecho antes que él, entonces cualquier cosa que nos suceda es apenas una mota de polvo en el desierto y merecemos perdernos en el fango de la existencia diaria y sus rutinas.
     Beethoven y la Barroca de Friburgo nos recordaron que ese es el mayor legado que nos dio el genio de Bonn: ser felices, contra todo designio humano, porque el horror siempre estará allí. Parafraseando la palabra del Evangelio: a los pobres (de espíritu) siempre los tendremos, pero a Beethoven no, si no hacemos el esfuerzo por vivirlo y hacerlo nuestro. La frivolidad es vivir en el muladar cotidiano, y pensar que eso es la vida.

Octubre 14, 2016

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El azar de los hechos en ImagenTv

El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

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