miércoles, 18 de abril de 2007

La orfandad de una vocación incierta


por Jeremías Marquines



Si debemos aceptar que vivimos en sociedades marcadas por el desplazamiento, el movimiento, el intercambio, el tránsito; sujetas a lo provisional y en constante redefinición, es decir, sociedades y ciudadanos de las crisis de transición, entonces también debemos aceptar que la nuestra es una poesía de la incertidumbre, de la frustración, de la improvisación y de la debilidad espiritual como pérdida de la centralidad mítica. Abandonados de la fe y de la esperanza, lo que tenemos es una poesía que muestra, cada vez más, la orfandad de una vocación incierta.

Y sin embargo, no. Aunque parezca, no estoy hablando de la crisis de la poesía porque no existe tal cosa, en cuanto que la poesía es una crisis permanente que se nutre así misma: son las cosas y los sentimiento en eterno conflicto, el ser constantemente confrontado; la poesía es una crisis sucesiva y a la vez, un tiempo infinitamente vacío, en eso radica su perfección de lo eterno.

No obstante, sí hay una crisis, pero ésta, pienso, es una crisis estructural y de los procedimientos por los cual la poesía se manifiesta: las formas y los modos de expresión y la expresión misma, así como la extrema simplificación del lenguaje que raya en la torpeza, pero más allá de todo esto, la crisis –entendida ésta como estancamiento y retroceso, como mediocridad y podredumbre– la verdadera crisis es la del ser humano, la de su alma que se vulgariza; la de su cinismo que se revuelca alegremente en su estercolero, la mediocridad que abre en todas partes su flor amarga.

Ahora podemos repetir con Nietszche sin asombrarnos y sin ironía: “¡En qué mundo más extrañamente simplificado y falsificado vive la humanidad! (...) ¡Cuan claro, libre, fácil y sencillo hemos conseguido hacer todo cuanto nos rodea! (...) ¡Cuánto nos hemos esmerado para conservar intacta nuestra ignorancia, para lanzarnos en brazos de una libertad, de una despreocupación, de una imprudencia, de un entusiasmo y de una alegría de vivir casi inconcebibles, para gozar de la vida!”.

Hoy desconocemos casi mucho de todo de lo que sabemos y hacen falta también las palabras para nombrar las cosas que habitan al hondo de los huesos rotos de nuestro corazón, y hace falta también un cuerpo, porque sólo tenemos para andar el odio y nuestro sexo que deambula como una calamidad insomne a través de ventanas donde todas las cosas y nuestros sentimientos se parecen: tienen la misma monótona forma caer, y sin embargo, nos esmeramos: huérfanos de referentes y de la antigua centralidad mítica, tendemos redes para intercambiar la imagen convulsa de nuestro aburrimiento. Así es la crisis del hombre de la transición hacia ninguna parte. Así también es nuestra poesía, una poesía conciente del deterioro, del caos, de la incertidumbre y de la angustia pero todavía sin indignación.


Ajenidad de la escritura

Si partimos de la idea de que la poesía está compuesta de todo aquello que hablamos de nosotros mismos, de lo cercano y de lo lejano, de este mundo y del otro y de todos los mundos posibles que se vislumbran en lo que aún desconocemos, entonces sabremos por qué la poesía que hoy escribimos –por nuestra vivencia errática, por la imprecisión de sus reglas y por lo artificial de su funcionamiento–, se experimenta como la conciencia de un lugar incierto, una conciencia con muchas complicaciones para adaptarse a la vida cotidiana, para identificarse con sus lectores porque así es la vida que vivimos, incapaz de reconocerse con los otros. Una vida inmersa en “una virtualidad real que permite al hombre ser ajeno al mundo y a sus semejantes”.

Es esta ajenidad que persiste desde mediados de los ochenta lo que identifica a las nuevas emisiones de poetas en México; muchos, movidos por un desencanto, más virtual que real, prefieren refugiarse en la no problematización de la escritura poética; menosprecian al hombre y sus problemas y priorizan la exaltación de los objetos; el hedonismo de las cosas que cuestiona mitos y arquetipos y presenta como producto rigurosamente acabado un cuerpo poético pulcramente aguado, sin esqueleto. Para muchos es más importante escribir poemas sobre el reflejo que produce una cuchara o deliberar sobre una grieta en la pared que sobre los conflictos humanos donde la vida misma –que es también la poesía– y sus contradicciones grita. La que tenemos hoy es un poesía que no toma posición frente al mundo, es una poesía “políticamente correcta”, demasiado formal, tanto que apesta a cloroformo; en esta poesía no hay problemas porque nadie parece vivir, los temas en los que bucea y chapotea son, en la mayoría de las veces, mariconerías de un yo neurasténico y caprichoso.

Cuando el poeta abandona la conciencia de la individualidad colectiva, la poesía se refugia en la impaciencia y la incomprensión; en el solipsismo de un yo simplificado por el egoísmo, en cierto deliberado autismo. Entonces aparece una poesía donde “predomina el proceso sobre el objeto y el sujeto”, un materialismo poético extremo; una poesía que se agota en el tiempo inmóvil que respira, en el reflejo chinesco de los minimalismos, y en la superficialidad extravagante de las cosas que renombra.

Hay en esta poesía un “vaciamiento de la realidad tangible y, asimismo, de enunciados ideológicos de cualquier tipo”. Y si le buscamos un referente libresco, la clave la encontramos en La era del vacío (Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, de Gilles Lipovetsky; París, 1983): “Un espacio donde aparentemente nada destaca; todo se uniformiza en inevitable sucesión de arena, piedra y una que otra alimaña o animal solitario. Allí habita un individuo vaciado de realidad, atomizado, carente de lazos sociales, con la palabra a punto de volverse cero”.

Pero no debemos alarmarnos por tanta simplificación, mejor celebremos que tenemos una poesía que es el parámetro exacto de la mediocridad del tiempo que vivimos, donde todo –como señala el poeta Eduardo Espina– “incluso la poesía, sufre las trampas de una virtualidad real que permite al hombre ser ajeno al mundo y a sus semejantes. En ese ámbito de callado silencio, donde las cosas ahora son y ahora ya no, el olvido se convierte en desinterés y carencia de auditorio”.

En el mismo tono, el poeta colombiano Carlos Fajardo Fajardo también ha llamado la atención sobre los efectos de la tecnomodernidad en la escritura poética y escribe: “En tiempos de crisis y relajación vanguardista, la poesía posmoderna parece caminar hacia una búsqueda demasiada ambivalente, donde su compromiso con las ideas de exploración e indagación naufragan sobre una superficialidad extravagante y sin resultados altamente estéticos”.

Así, nuestra poesía no es más que el registro de un tipo de ser humano que se cae a pedazos porque no tiene referente alguno; la antigua ficción de la referencialidad mítica está perdida. La poesía –que es el reflejo íntimo del ser humano– vive las consecuencias de todos los derrumbes, vive el resultado de su propia acción desmitificadora que la dejó sin referentes. Sin conceptos que le permitan pasar de esta orilla fangosa donde lo inmediato es la nostalgia, lo retro, el desinterés, lo matérico. Añora –como Odiseo a sus dioses– las grandes estructuras de las que algún día habló Roland Barthes y a las que no puede volver por la ruta instantánea del ruido mediático donde balbucea, indolente, esquemas sin tino.


El tiempo que no es

“Yacemos detrás del tiempo y de los muros, yacemos llorando, yacemos asexuados y melancólicos frente a frente”, escribe el poeta Diego Bonilla pero a la vez también describe un tipo de sociedad, una especie de poeta y una nueva forma de entender y de percibir el tiempo.

Hay en este pequeño verso mucha enfermedad, asfixiante neurosis simplificación del asombro, inmovilismo y una apatía que raya en el cinismo, parece decir: “sí ya sé que nos está llevando la chingada pero mantenemos el entusiasmo”.

El tiempo al que hace mención Bonilla, es el mismo que descubrieron los poetas de principios de los 80 para acá, el tiempo que transcurre como “un elefante absorto”, que tiene sus pausas, “su pesantez de cuesta boca arriba”, es un tiempo artificial que se vacía en el onanismo de las cosas, hay en este tiempo una sucesión anulada, hay algo asexual en este tiempo. Es el tiempo que simplemente pasa y nada pasa.

El tiempo del verso citado es el tiempo que marca las pautas de la transición hacia ninguna parte, es una pausa entre dos derrumbes. El concepto de transición no es nada, ni siquiera se sabe si es un concepto o una idea, es una simple invención, un eufemismo emergente para evitar nombrar la perplejidad, el desencanto, ante una severa crisis del ser humano.

Si lo referimos en términos musicales, diríamos que este tiempo se parece a la música tardía de Beethoven que es el lazo de unión entre un alma envejecida y gastada, siempre a punto de deshacerse, y un alma futura, mucho más joven y que no acaba de llegar; es el doble resplandor de un duelo eterno.

Para hablar del amor hay que hablar de los amantes, así como para hablar de la poesía hay que entender el tiempo en el que crece. La poesía es sobre todo tiempo, es un pausa entre dos eternidades. Y como el tiempo, la poesía sólo tiene una realidad: la del instante. El instante por sí mismo tiene carácter trágico, es la soledad, y el instante que acaba de pasar es nuestra propia muerte. Todo esto lo sabemos pero ha sido desechado por los poetas; hoy el tiempo del poema no está marcado por el instante, sino por la inmediatez, eso es más rápido y más perecedero que el instante.

El instante, como ya dije, es una pausa, mientras que la inmediatez es una simplificación que anula el asombro. Si habremos de definir la inmediatez, el referente más cercano es el momento. El momento como lo inmediato no tiene pasado ni futuro, así, de la misma manera la poesía que escribimos, al no tener como fin la eternidad sino simplemente el tiempo, está condenada a pasar, “pues la determinación del tiempo es únicamente ésta: pasar”. En la actualidad, dice el peruano César Ángeles, “existe un manifiesto repliegue hacia las zonas más íntimas del individuo, que quiere echar lejos toda huella o resonancia del lenguaje referencial. Tendencia al abstracto, otra vez”. Este es el fin de nuestra triste y melancólica poesía asexuada.


La habitualidad

El poema sólo es tal cuando existe en lo inhabitual, sentencia Vicente Huidobro. Y es que en la actualidad el poema y el mismo proceso de creación se han transferido a la habitualidad. La habitualidad es la norma literal que practica una poesía donde nadie parece vivir, porque todo el mundo escribe. La habitualidad es también parte de ese gastado mecanicismo del proceso creativo y de la poesía, a tal grado que hoy resulta desafiante distinguir entre todas las voces de los que escriben, la voz del poeta y la potencia transmisora de la poesía.

El ensimismamiento y la monotonía de la poesía de los últimos años, es el resultado de la vanalización de la especulación artística y la trivialización de la vivencia colectiva, y del escaso interés por la reflexión de la dimensión histórica y estética presente; pero sobre todo, por la insustancialidad que como moda poética se nos presenta, en la que se descarga la responsabilidad epistemológica y vivífica únicamente en los artificios del lenguaje, olvidándose –como señala Eduardo Milán– que a veces un poema es también un hecho social comprometido con los hombres de todos los tiempos y no sólo con la cultura “asonante” del presente que todo lo empequeñece.

Hoy se va logrando uno de los grandes anhelos de los utopistas sociales: la democratización de la vida colectiva. Sin embargo, todos sabemos que la democratización siempre va precedida por la estandarización que todo lo vulgariza y convierte lo singular, en extremo habitual. No me detendré en los ejemplos pero si miran a su alrededor se darán cuenta que varios están coincidiendo hoy en modas, marcas y estilos y esta estandarización ha alcanzado en cierta forma a la escritura poética. Hoy cualquiera puede ser escritor, sólo basta suscribirse a una cofradía, a un taller o estudiar una licenciatura en letras para convertirse en novelista o poeta de facto; lo que sigue es fácil, sólo hay que hacerse de uno o dos conocidos con cierto renombre y las publicaciones y las becas llegan rápido. Con esto no estoy cuestionando la existencia de los talleres. Lo que estoy diciendo es que hay una vanalización, un facilismo, una falta de rigor y de respeto por el oficio, y también una ausencia casi total de crítica literaria.

De todos es sabido que la ausencia de crítica engendra monstruos, quimeras o cosas, de eso está hecha hoy nuestra poesía. En México la critica de la poesía está abandonada y los criterios pervertidos por el cuatachismo cofrade. Lo poco que se publica en los escasísimos suplemento literarios es mierda, reseñas, comentarios, las mayorías de la veces viciados por filias y fobias, o en su defecto, inmensos folletones de arqueología literaria que cada año saca del panteón a los mismos personajes para presentarlos correctamente maquillados y afeitados en la página principal del medio.

En México los criterios de la crítica son infalibles: el mejor poeta es el poeta muerto o el que ya tiene cáncer terminal, los poetas vivos y jóvenes sólo interesan cuando son cuates, cuando no, que se chinguen, en eso nada ha cambiado y por eso tenemos poetas mediocres sobrevaluados y exclusiones injustificadas. Sin embargo, “si se trata de diferenciarse de prácticas, ideas y emociones consagradas y ya caducas, la mejor manera es fundando prácticas, ideas y emociones de otro tipo, tanto en la creación como en la crítica. Es decir, confrontando una posición con otra; más allá de cofradías particulares, grupales o mal llamadas generacionales”.

En México como en todas partes, la poesía ha abandonado a sus lectores de carne y hueso con los que no se identifica, por lo que tiende cada vez más a lectores en abstracto y se ha convertido –quiérase o no– en el privilegio de unos pocos, y los pocos que además son poetas, tienden a su vez a aislarse, a formar sociedades, grupos y grupúsculos con el consiguiente peligro de la autocomplacencia que trae el aislarse del flujo de la vida, hacer poesía sobre poesía, transformarse en una especie de secta de intercambio filatélico o numismático, con la diferencia que aquí se trata de versos, proclives al mutuo elogio, la mutua propaganda, la exclusión meramente epidérmica de quienes no pertenecen al grupo. Es necesaria una apertura que airee un poco nuestro encerrado ambiente.

Así pues, a nuestros poetas y a nuestra poesía no le caería mal una dosis de autocrítica para sentar la diferencia con el pasado y abrir o consolidar nuevos caminos. Asimismo, es la crítica la que debe responder si existe realmente –en México de estos últimos años–, una posición nueva ante la literatura y ante la vida misma que se diferencie, en esencia, de la consagrada en el período de los 60 y 70. Es la crítica la que a final de cuentas debe poner un dique a la trivialización de la especulación poética de los últimos años. Es la que debe distinguir, entre todas las voces de los que escriben, la voz del poeta y la potencia transmisora de la poesía.

En resumen, hay en México mucha oferta de poesía y poca demanda crítica, y como sabemos: mucha oferta sin receptores satura el mercado y empobrece el producto. Y hay que ver qué tan malo o bueno es el producto poético que estamos ofreciendo.

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