lunes, 18 de agosto de 2008

El sueño de volar

por Tania Turner



Como todos los días, despierto. Me deslizo por la cama, alargando mi humanidad hacia arriba, hacia abajo y a los lados. De repente, concientizo un dolorcito en mi espalda. Una presión, quizás. Me encorvo, sentándome en la cama y desplegando mis alas.

¿Alas?… Un momento, yo no tengo alas. Probablemente sigo soñando, pienso. Lo asumo y me despreocupo. Miro mis alas que, yendo en contra de los lugares comunes, se me presentan, en vez de blancas y emplumadas, grises y cartilaginosas. No lo entiendo, ¿acaso no debería soñarme con alas angelicales?

Es increíble, en vez de soñarme ángel, me sueño murciélago. ¿Qué demonios quiere decir eso? Tal vez los murciélagos son un símbolo importante. Un aviso. Debo encontrar su significado en mí. ¡Ya sé! El oído supersónico. Debe ser que debo estar alerta a escuchar un mensaje. Pero no, parece que mi “yo” onírico no tiene oído supersónico. ¡Malditos sueños incongruentes! Dejaré la hermenéutica un momento, además el acto interpretativo en el sueño es absurdo.

Me consuelo pensando que, en realidad, no soy un murciélago, sino una gárgola. Cosa curiosa que me consuele con este pensamiento. Tal vez, la cuestión es que soy nueva en esto y lo que pasa es que todas las alas en su primera aparición son así. Tendré que esperar a que me empiecen a crecer plumas, si es que éste es el proceso natural.

Me levanto y camino hacia el espejo para contemplarme. Es algo complicado medir las distancias ahora, y duele golpearse contra la pared. Bien. Todo mi cuerpo está igualito, la única diferencia es que tengo alas. No se ve tan mal. De hecho, aunque soy un fenómeno, soy uno bonito. Si es que esto puede ser posible.

Empiezo a percatarme de las ventajas que puede traer esto para mí. Independientemente de que podré evitar el pesado tránsito de la ciudad y la necesidad de probar el nuevo distribuidor vial, voy a poder verte cuando quiera y sin que nadie se dé cuenta. ¿Quién podría seguirme?
Las dificultades del baño con este cuerpo alado son obvias. Una de mis alas insiste en empujar la cortina de la regadera y hace que toda el agua se salga; la otra, se la pasa chocando contra la pared. Necesito un baño más grande. El problema mayor, sin duda, es la ropa. Pero lo resuelvo con cualquier trapo que, amarrado de determinada manera, bien puede pasar por un top de diseñador.

Es hora de probar esta nueva parte de mi cuerpo. Me encamino a la azotea, rehuyendo a mis vecinos. Ni quién se vuelva a mí: todos tienen prisa por llegar a sus respectivos automóviles. Un "buenos días" tirado al aire es lo acostumbrado para pasar desapercibida. Y funciona.

Tras varios intentos, he de decir, dolorosos, logro la coordinación necesaria. Una, dos, tres, ya estoy volando. Finalmente, esto tiene una función más allá de la estética. ¿Qué se hace con los brazos? Después de acomodarlos a mi costado, hacia el frente como Supermán y atados a mi espalda, me doy cuenta de que estorban y, aunque parezco un zancudo, los dejo caer hacia abajo. Igual las piernas. Ya haré abdominales para lograr la posición recta.

Definitivamente volar, aunque sea el lugar común más grande, es sentirse libre. Puedo disfrutar el viento acariciar mi cuerpo, aunque también el polvo meterse en mis ojos. Debí haberlo pensado antes y hacerme de unos lentes de aviador.

Un pájaro se estampa contra mí y me clava su pico en el costado. Sin embargo, mi masa corporal es mayor así que le gano la batalla sin ningún esfuerzo. Ya se había roto el cuello, de cualquier manera. Vienen más...

Después de ser la asesina y cuerpo del delito de un sin fin de pajaritos, tuve que arreglármelas con aves más fuertes y con mayor número de horas de vuelo, por tanto, más experimentadas. La experiencia fue terrible: sádicos alados decidieron que a mi cuerpo le faltaban agujeros, casi me da un infarto cuando se apareció un avión de la nada, o mejor decir, de la blancura de una nube mentirosa y cómplice de un claro intento de asesinato. Por cuestiones de decencia y pudor, no explicaré cómo me di cuenta de que los desechos del sanitario de los alados de hierro no desaparecen, sino que contribuyen a la contaminación urbana. Desperté palpando mi espalda, rogándole a Dios y a las deidades paganas que no me cumplan jamás el deseo de volar.

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1 comentario:

  1. me ha encantado.Al final mejor seguir siendo humano, después de todo no está tan mal..y volar..volar con la imaginación.
    fdo: Rosario Alamo

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