En De los gozos del cuerpo (Mallorca, 2015), Harold Alvarado Tenorio da cuenta de una prolija y cultivada memoria, en diálogo con la tradición lírica de la que proviene y a la cual se debe, al mismo tiempo. Algo resulta claro de la lectura de estos gozos compartidos: no todos son placenteros, no todo resulta en felicidad o dicha, sino en palabra dicha, pronunciada a veces melancólicamente, con un cierto dejo cernudiano de insatisfacción. Una certeza de transitoriedad recorre las páginas de ese cuerpo vuelto palabra, expresión precisa de un instante, memoria de algo inaferrable pero vivo aún. La expresión verbal de Alvarado Tenorio es precisa, casi quirúrgica, y no le tiembla la mano para expresar dolor, desdén, ternura, o amargura, como ocurre en uno de los mejores poemas del libro, “Proverbios”.
Harold Alvarado Tenorio |
El libro está precedido por cuatro epígrafes, los
cuales expresan ese desasosiego tan característico del romanticismo, del cual
somos, en mayor o menor medida, hijos y herederos. No sólo son la clave de
lectura para entender el tono general del libro, el tono desencantado que lo
recorre. Se trata de cuatro citas que expresan la soledad, el deseo de
trascendencia, el deseo de que haya alguien escuchando, o leyendo, que escuche
esas palabras. Pese a la eminente prosapia de los versos citados de Eliot y
Novalis, son en realidad los otros dos, uno de Lennon & McCartney, que en
este caso sería en realidad Paul McCartney y su célebre “Eleanor Rigby”, y una
cuarteta de un oscuro poeta inglés, James Elroy Flecker, los que ofrecen la
clave de lectura y tono del libro. Es en éste donde se encuentra una de las
claves más importantes para entender el juego que Alvarado Tenorio quiere poner
en juego con sus lectores, o acaso, con el único lector que le importa y cuyo
nombre es impronunciable. Sólo por seguir el ludismo de Alvarado Tenorio, me
pregunto por qué no citó esa otra cuarteta más célebre de Flecker:
We are the Pilgrims, master; we shall go
always a little further; it may be
beyond that last blue mountain barred with snow
across that angry or that glimmering sea.
Por supuesto, porque no expresa el sentimiento de
vacío y de vana esperanza que completaría el guiño eliotiano de cuatro citas
abierta por la del propio Eliot. Pero la pregunta real sobre el epígrafe usado
por Alvarado Tenorio:
O friend unseen, unborn, unknown,
student of our sweet English tongue,
read out my words at night, alone:
I was a poet, I was young.
es, ¿de dónde proviene dicha referencia, y qué
significa su presencia? No proviene de un libro del desconocido poeta inglés, a
quien por lo demás nadie ha traducido al español, sino de una cita a pie de página
en el ensayo “Nota sobre Walt Whitman”, de Jorge Luis Borges. Y no me parece
casual que de allí la tome Alvarado Tenorio para, de alguna manera, crear los
cuatro guardianes de su desasosiego lírico. No debe olvidar el lector que
Harold Alvarado Tenorio es doctor en letras por la Universidad Complutense de
Madrid con una tesis sobre Borges, y el creador de unos poemas apócrifos que
aún hoy en día levantan ámpula en ciertos sectores literarios no sólo en su
natal Colombia.
La importancia de dicho epígrafe radica,
justamente, en este su contexto
literario. Alvarado Tenorio recoge una cita sobre la posteridad en torno a un
poeta mayor, Whitman, aceptando, nuevamente, el juego borgesiano de citas y
laberintos en torno a la autoría de una idea no sobre quién es Whitman, sino
sobre lo baladí de los temas a elegir para alcanzar la posteridad. Así, se
puede afirmar que nuestro poeta, como Flecker, asume su condición de tributario
secundario en el gran río de la literatura, al citarlo a él y no a Whitman,
señalando con ello que los grandes cauces no existirían sin los afluentes que
los alimentan. Es importante no perder de vista la frase con que Borges
concluye esa reflexión: “Vasta e inhumana fue la tarea, pero no fue menor la
victoria”. Este es el verdadero epígrafe del libro, este es el trabajo que el
poeta espera de su lector, si de verdad va a serlo, si va a serle fiel hasta la
última palabra.
Entendiendo en toda su amplitud el sentido de
este modesto epígrafe, de un poeta inglés hoy casi olvidado, es que Harold
Alvarado Tenorio invita al lector a recorrer su itinerario de viajero y lector —a otros sólo nos ha tocado ser lectores—, como en su momento hizo Cernuda, o más
modestamente Kavafis. Dicho guiño borgesiano, viniendo de un experto en Borges
tanto como en Eliot, no debe pasarse por alto en ningún momento. En ese grupo
de versos ajenos, vueltos propios por el autor que los cita y ordena, tanto
como en los poemas del libro que los contiene, se encuentra la divisa del
lector y viajero, cuyos rescoldos se hallan regados como los restos de un
naufragio sobre la arena, en las páginas de un libro que no da cuenta de la
posteridad ni de la gloria sino apenas de esos instantes que le dan título al
volumen, de los gozos del cuerpo, de ese parpadeo entre una hoja y otra de un
libro, entre un dormir y su despertar, en esa vigilia en que transcurre la vida
y se puede volver poesía, ese ángel terrible del que hablaba Rilke y en cuyo
aleteo, jamás visto o descrito, se conjuga la vida y el destino humano. Pero me
parece que su mayor apuesta en este último epígrafe se encuentra en la fuente
de la que el poeta lo toma, es decir de una nota a pie de página, como si
mientras Borges reflexionaba sobre Whitman por un instante le llegase el
recuerdo de esos versos que alguna vez leyó y casi al desgaire los comparte con
sus lectores. Pareciera que el poeta entiende que la vida y sus placeres son
sólo eso finalmente, una pequeña nota al pie de página de una existencia, así
de importantes y repentinos, así de efímeros. Algo que podría haber pasado por
alto en el gran concierto de la vida, de sus triunfos, logros y conquistas. ¿No
es eso lo que a final de cuentas nos cuenta Marguerite Yuorcenar sobre Adriano,
no es ese fulgor diminuto el que quisiera aprisionar para la eternidad en vez
de todos sus triunfos y logros?
Por eso Alvarado
Tenorio puede decir:
Frente al blanco
granito del obelisco
disperso las memorias
de un ayer
cuando
parecíamos felices.
Todo es evanescencia, la extensa ruta de un irlo
perdiendo todo conforme se le va nombrando, o recordando. Es la constatación de
una derrota.
Nada nos deja el
tiempo.
Todas las
vasijas son esferas,
cada evidencia
nuevo círculo,
cada esquina un
frecuente fracaso
La Historia la escriben los vencedores. La
poesía, los derrotados. Eso lo supo Kavafis, y lo sabe Harold Alvarado Tenorio,
cuando le hace escuchar a Melville las siguientes palabras:
Que la ira de los
desposeídos te guíe.
Para acabar con
el mal y el dolor,
para no
contaminarse,
a las almas
sensibles
sólo queda la
pobreza y la miseria.
Alvarado Tenorio no canta la gloria de los
poderosos, el eco de los triunfos ni el baño de oro de la posteridad. No sin un
gesto de ironía, prefiere dirigir su mirada a lo que será olvidado, siguiendo a
Pound y a Borges en “Fragmentos de un Evangelio apócrifo” (“el olvido es la
única venganza y el único perdón”), escribe:
No pierdas el
tiempo buscando la patria.
El dinero no la
requiere y su lengua es usura.
La patria es el
habla que heredaste
y las pobres
historias que conserva.
Alvarado Tenorio parece apuntar una respuesta
respecto a lo que le queda a esos desheredados, abandonados del curso de la
Historia, para la cual sólo los grandes nombres tienen sentido. Podría decirse
que la mirada del poeta toma una perspectiva casi sociológica, en el sentido de
Norbert Elias, al mirar no hacia las habitaciones de los Luises, sus castillos,
su sociedad perfectamente estructurada, sino hacia donde están los
caballerangos, las cocineras, los valets y demás gente pequeña y sin nombre y
sin cuya pasiva y silenciosa participación la gloria del Estado no habría sido
posible.
Haber tratado
con el vendedor
el hacedor de
ropas el carnicero
el inventor el
fabricante de herramientas
el que vende
boletos a la entrada de los cines.
Saber que los
gusanos esperan mi carne,
los hijos, mis
riquezas.
Haber visto las
anchas calles
soportado los
inviernos
recogido los
pasos y saber
que un inmenso
deseo se despierta en mí
y crece hasta
convertirse en olvido de tu persona.
Esa respuesta no es, nunca, en nuestro poeta, una
aceptación absoluta, dolorosa, de lo que podría llamarse, desde otro ámbito,
los poderes establecidos. La posición de Alvarado Tenorio es más simple, más
empírica, menos teórica. Es la constatación de un mundo irrevocable al que no
hay que darle nunca la espalda, por traicionero. Es por eso que en uno de sus
momentos más líricamente elevados se da el lujo de, desde la tradición bíblica,
ofrecer una ristra de consejos bajo la admonición de la sabiduría, en
“Proverbios”:
No hables.
Mira cómo las
cosas a tu alrededor se pudren.
Confía sólo en
los niños y los animales
y de los
ancianos aprende el miedo de haber vivido demasiado.
A tus
contemporáneos pregunta sólo cosas prácticas
y comparte con
ellos tus fracasos, tus enfermedades,
tus angustias,
pero nunca tus éxitos.
De tus hermanos
ama el que está lejos
y teme al que
vive cerca.
Y como buen hijo del romanticismo que es,
anunciado por el epígrafe de Novalis, Alvarado Tenorio declara a la poesía hija
de la noche ¾en esto, no
es distinto de casi ningún poeta del continente, con la excepción absoluta de
Juan Bautista Villaseca¾ y puede,
por ello afirmar:
Para ti, madre
del dolor, sólo hay gloria y pesar,
el mediodía no
está escrito en tus agendas.
Ninguna otra
cosa eres, poesía,
que la más alta
sima donde el loco,
los mortales,
los desheredados
de la suerte y la fortuna,
encuentran
cobijo.
Con Cernuda, Alvarado Tenorio comparte no sólo un
lenguaje, una Erlebnis de corte
romántica nacida de una orfandad universal, o baudelaireanamente, de una sed non satiata, sino también el hecho
de vivir en un exilio quizá más duro que el español. Porque mientras aquél
tiene que huir de su patria por la guerra civil, el exilio suyo es en patria
propia. Y es cierto que Ernst Jünger creo el término de emigración interna para definir a aquellos escritores que
permanecieron en Alemania debido a su renuencia a huir del régimen nazi, sin
brindarle activamente su apoyo, como hizo Gottfried Benn, entre otros. Sobre
ellos pesa aún la mancha de no haber salido del país como lo hicieron muchos
otros, como Klaus Mann, quien le recriminase su decisión de quedarse. Pero el
espíritu alemán, que suele entregarse a la soledad con estoica resistencia,
como lo muestran los diarios de Jünger, el epistolario de Benn y sus notables
poemas, no menos que gran parte de su literatura romántica, no es igual al más
cálido espíritu latinoamericano, y en particular al caribeño de alguien como
Alvarado Tenorio. El contexto nacional colombiano, lleno de mezquindad y
mentira, de complicidad con el régimen criminal, recuerda, lejanamente, por
supuesto, los casos de Benn y Jünger frente al régimen asesino de Hitler.
La erudita, elegante y aristocrática prosa de
Jünger, molesta a no pocos, como si se elevase sobre la torpe materia humana, o
la escritura cerebral de Benn, elevándose de las ruinas de una Alemania
derrotada para volverse el poeta más importante de su país al que sólo la
muerte impidió recibiese el premio Nobel de literatura, nos recuerdan cuán
difícil es oponerse a la complicidad y a la mentira cuando estas son el pan
cotidiano en un país podrido y corrompido hasta el tuétano, y el precio a pagar
por ser fiel, como dijo Cernuda, a uno mismo y a unos pocos.
En tal contexto, la de Alvarado Tenorio es la voz
de quien se opone a la mentira, al oprobio de los cómplices del poder y la
sangre derramada. En su poesía hay un dolor que podría llamarse cósmico, tal
como propugnaron los románticos, un risco desde donde la locura prepara el
abismo, como lo supo Trakl en su último poema. Y aunque este orbe cultural está
en la raíz de su poesía, o de sus búsquedas personales, él sabe que el
romanticismo es un anacronismo en nuestros días, un fruto que ahora cultivan
los aristócratas, por lo que, a los desheredados, a los siervos, sólo les queda
no la autenticidad del buen gusto, sino otra cosa:
Nosotros, los
siervos,
nos complacemos
en copiar.
De allí que las discusiones sobre aquellos poemas
apócrifos de Borges que aun quitan el sueño y el aura de autoridad y prestigio
defendidos como una virginidad indefendible para algunos sea un asunto de poca
monta en este contexto. Y desde esa perspectiva pueda expresar, entonces,
Que el pasado
caiga desde nosotros.
Que sea como un
agua inútil
y además, como
agua innecesaria.
Nuestro pasado
vale tres cuartos.
Vale nada.
Harold Alvarado Tenorio nos entrega en De los gozos del cuerpo la bitácora de
un viajero y lector de la realidad como quien nos legase el mapa de los viajes
de Marco Polo, esperando que en su lectura y travesía se cumpla el destino de
quien nació sin destino, pero destinado a tenerlo en los labios de otros.
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José Manuel Recillas |
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