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lunes, 3 de marzo de 2025

Luz animal

Por Luis Ernesto González Soto
(poeta mexicano)



Otro cielo

Abriéndose camino entre la tarde
cae un rayo de sol sobre el arado,
pero nube no fue lo que ha sombreado
la hoguera del crepúsculo que arde:

es el árbol de un sueño, su ramaje
insondable, infinito, y en él cabe
otro cielo precioso lleno de aves
que doran en otoño su plumaje.

Una ciudad en ruinas y otra nueva
debajo de la copa aran su duelo,
y como una plegaria en mí se eleva

sedienta mi mirada que trasmina
la oscuridad buscando ese otro cielo
que en el vuelo de un pájaro germina.



Akumal

Llegas apenas, corres, pero
como si ya todos tus años presagiaras.
Naciste vieja. Al amparo 
de ti, tu escudo enfrenta el cielo.

Protege tú tu escudo protector, pequeña
y abismada de arrugas.
Cuatro patas dan vértigo a tu Polaris.
Si no hallaras el mar,
desaparecerías
en el pico o las fauces de quienes no conoces;
y si hallaras el mar,
desaparecerías,
disolución salina para librarte
de gravedad y tierra.

Yo, desde mí, mirándote arrobado,
panza abajo,
con la luz apagada de mi ciencia,
te quiero ya, te elijo 
entre decenas de tus hermanas,
todas tan viejas, abismales.
Sales del cascarón, corres; pareces
una piedra inconforme.

¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes en dónde
serán mar tus aletas? —Yo no nací tan viejo:
ni sé ni aprendo a serlo conforme lo voy siendo—.

Pocas serán, entre todas ustedes.
La vida les ocurrirá como una prórroga
si el espermatozoide
que solamente sobre la arena eres
alcanza la llave del ovulado azul
y revienta en las olas su vía láctea.
¡Lógralo! ¡Llámate Odisea!
¡Llámate Canto Largo, Lento, brevemente
Vivace de Todos los Oceanos!

Un día, si yo también me cumplo y vuelvo a Ítaca,
regresaré a esta playa; y tú 
regresarás inmensamente realizada 
y redundantemente vieja. 
Mas no habrá forma de reconocernos.
Pero en los dos misterios,
en tu viaje y el mío,
habrá una noche que nos unirá siempre
—aquella que cantó, brújula de esas olas
que te hicieron estrella—.



Confusiones

No conforme con volar,
la gaviota se echa al mar.

En su pico vuela un pez
que ve un azul al revés.

Las nubes ya son de espuma,
las olas, giros de bruma;

un arrecife en la Luna,
una tumba que se acuna.

No conforme con nadar,
muere el pez por curiosear.

Grazna la gaviota en vuelo:
¡Qué alta mar el bajo cielo!



El artista, decía Paz, es un ser marginal

Qué talento
de la abeja tan alta,
ya melada de aurora.
Lleva lejos
polen en sus patitas,
tan sola y a deshoras.

No comprende
por qué ha sido exiliada,
si este viaje es de todos.
Por qué quieren
que nadie eleve el vuelo
por volar codo a codo.

Qué talento
de la abeja con hambre
en vuelo sideral.
Y la reina,
que nunca sabe nada,
devora jalea real.

La creadora
intercepta la luz
y hace más rojo el haz.
Ya la nube
lo volverá memoria
de una estrella fugaz.



El pájaro

Nadie en el jardín.
Un canto, sí.
De quién.
De Él.

Fue al cristal de la mañana
para entrar por su ventana.
Ella se asomó
pero no lo vio.

El canto seguía
y el jardín reía.
Un secreto amor,
madrugador.



Cocó

¿Ya la viste trotar en la pradera
de la alfombra de casa, en la mañana,
cuando sus ojos miran la lejana
estrella de su sueño mensajera?

Lleva croquetas a su madriguera
horadada con arte en un sillón,
perfecta orografía de su misión
de preservar la vida verdadera.

Confecciona su bosque con urbanas
bolsas de tienda, trapos y cartón.
Fragilidad preciosa, su intención

es de Natura serle su guardiana
y del Amor su causa meridiana.
Tierna huroncita, fiera, alma de león.



Mi perro

Tristán a la nube se inclina.
Él es otoño, 
pero —fieros retoños—
en su lomo germinan,
cuando no lo bañas,
trigo y arañas.



Pentagrama

Qué delgado silencio
del pájaro al árbol.
Qué quietud, sueño.
Respiró el viento,
pájaro y árbol
son un arpegio.



Zarigüeya

Ayer fingías tu muerte.
Hoy te veo 
cifrando, descifrando peligros al oído.
Quieres llegar al cuenco de la cena,
succionar lo que queda de la lluvia
en el charco del patio
—antes de conocerte, me molestaba el charco,
incómodo recuerdo de mi propia miseria—.

Sea tu amparo la noche.
Llega con bien a estos tesoros breves
que hacen brillar tus ojos.
No de depredador, los míos
tropiezan en la sombra.
Los ruidos en acecho que hoy percibes
son los de tu aprendiz.



Amor urbano

Sentado sobre el queso de la trampa,
brillan en tus ojos apetitos saciados un instante,
el cepo que evadiste sin saber
que alguien quería cazarte.
Deberás aprender la vida en la ciudad,
encontrar el charco contra la sed quemante,
doblemente quemante en la ciudad,
la migaja nevada para las palomas
—a ellas sí, a ti no—
la tierra blanda donde cavar el nido,
cavar el corazón de la urbe indiferente
poblada por hostiles prepotencias.

Y si tu olfato encuentra los milagros,
la compañera de otro charco,
otro pan incendiado de energía,
eucaristía preciosa, como la Buena Nueva,
tendrás para ella un miedo diferente,
un abrazo, amanecido al fin,
y multiplicarán en la amable alcantarilla
la vida de tu estirpe, sin otra bienvenida
que el veneno en sigilo, el fierro que destripa,
el adhesivo diseñado por la envidia
a tu carrera ágil, trepadora.

Asida la familia al horror prepotente
serán libres apenas un momento,
flechas precisas como el rayo,
y un monstruo a asesinar
en la cruzada aséptica de quienes ven tus ojos
y adivinan que tienes un secreto
que ellos quieren destruir para vivir en paz.

¡Corre ahora, gris de la grisura, corre! Es un parque.
Que encuentres la migaja, los charcos
y el aroma de la ratoncita
cuyos ojos de miedo se alegrarán al verte.



Plataforma petrolera

Negros peces, ¡picad!
¡Cuánto dinero
flota en el mar!



Ardes, dragón

No lo eras.
Tu destino
era correr con ellos
con la lengua de fuera.
Sonreían,
movías la cola.
Eras el centro de su atención
y tú los querías.

Te refrescaron con aquel líquido
que picaba tu olfato,
te vistieron con un chaleco algo pesado
relleno de un abrigo inesperado.
Y lanzaron el fósforo. Y gritaron 
y corrieron encendidos de entusiasmo,
Tú también encendido, 
corriste, ya dragón en tu vuelo penúltimo.

Ardiste. Aullaste. Les suplicaste ayuda.
Tus ojos se incendiaron.
Tu lengua fue de fuego,
fue de fuego; fuiste el Sol que hoy te pare.

A carcajadas
te torearon, esquivaron tus llamas,
tu llamado, tu amor. Tus amigos se fueron.

Ahora te apaga 
una presencia 
con sus alas.
Silencio como agua cristalina.

—Mi llanto no podría—.

Y ahora vuelas con ella
en el último vuelo.
He pedido un deseo
al mirarte pasar.
Ya serás para siempre mi fugaz estrella.



Música para dos nuevos pájaros

Ella gobernaba mis manos.
Eran su vuelo —su pequeño vuelo—.
Su mirada, el timón.

Y en el piano de Tiersen y Satie:
ella y yo, lentos pájaros.
Su pelaje tan blanco se llenó de colores
de la aurora boreal.
Me señaló la altura que yo no sabía ver,
olfateamos fantasmas en la sala,
libro a libro repasamos los títulos
que se nos entregaban,
derribamos adornos del librero
y las frases sobrantes, para no lastrarnos.

Entramos al concierto de los dos violines;
la danza de uno y dos que ya son uno
en el largo de Bach para las aves
desde cuya mirada no hay mínima cosa.

De súbito mi cuerpo
lo sabía: ascendieron mis pies
al secreto del aire.
Ella no se dio cuenta —tanto confiaba en mí—.
Sin ventanas, sin techo, sólo azul nos guardaba
con sus olas celestes espumosas.
Y renuncié a mi miedo
y ella fue para siempre mi mirada.

Ahora ya todo es blanco, como es ella,
y yo estoy abrigado en su pelaje.
Seguimos la campana de la menor osa
llamando a celebrar esta brizna de luz
que casi encuentra dónde
suavemente posarse.



¿Alma doméstica?

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
                                                Jorge Luis Borges

Yo lo creía también y sin embargo
puede ser al revés, hermano,
hermano sabio que viviste tanto
pero sin animal. Alma tan sólo.

La edad le quita al sortilegio
de los cuentos su imán de seducción.
Tarde o temprano dudas
de la duda doméstica,
del amable secuestro del deseo, o todo lo contrario.

Es simple la pregunta —de Cioran, más o menos,
quien te admiraba tanto—:
Si le quitas al hombre sus quehaceres,
si lo dejas a solas,
si revientas la frágil
burbuja de sus convenciones,
¿qué le dejas? El animal humano
no quiere al animal.

El alma me ocultaba,
la prisión que he ocupado en el zoológico.
Pero al ritmo inflexible
al que envejezco
miro la prepotencia del barrote
mordisqueado
en momentos de luz y de esperanza.

Lo dices al revés, hermano. El tiempo
nos revela 
su engaño a fuerza de desgaste.
El animal revive. Es la inocencia 
de unos ojos con miedo.
La esfinge, con la edad, nos interesa menos;
en cambio, más la risa, la bondad, el abrazo.

Las palabras, las investigaciones, los cerebros en frascos
son para los eternos. Yo soy el animal, yo muero,
y deseo,
aunque de fuerza falto,
morir un día empapado en mis cinco sentidos,
plenamente animal, de cara a esa noche que ellos miran.

Si entre los seviciosos 
no te sientes un toro en tarde de domingo,
estás perdido. Tus ojos animales están muertos.

No me preguntes cómo, la poesía
va borrando las hojas de mi diario.
Aspiro a ser silencio, el eco de mi aullido
en la noche estrellada más blanca que veremos.



Metamorfosis

No morirás,
te dijo.
Te contó que algún día
ya no estarías en ella:
nacerías transformado en algo más.
Sí, como las mariposas.
Y alzabas la mirada
más allá de tu casa en espiral,
elongando los ojos,
inocente, pesado.

Yo permaneceré,
te dijo.
Y tal vez, tal vez
en tu vida más alta
volveré a ser tu casa.
Te echaste a caminar
sobre tu mucus,
—por vergüenza, mi especie
llama a sus secreciones
ideas y arte; pero es la misma cosa:
el modo de avanzar sin sentir gran dolor—.
Caminaste tus años
escuchando aleteos
y el susurro del polen.

Y un día
sentiste que tu concha te quedaba chica,
la espiral estiraba
nuevos brazos.
La tierra que en tu andar ondulante
habías fertilizado
dio tu fruto.
Tus oscilantes pasos
dejaron de ser lentos.

No morirás,
caracol ahora ausente.
Tu casa logarítmica
es cunero, no tumba.
Tus ojos ya no existen
pero llega más alto tu mirada.
Alzas las hojas.
Sobre la luz feraz, ansiado ascenso,
te sientes floreciente.



[Quién]

[Quién] deslizó
el arco sobre el plectro de luz
bajo el árbol de lluvia,
parhelio del cunero del pájaro.

La mirada a la intemperie grave,
[Quién], con insectos polinizadores,
creó entre la sombra una aurora dorada.

Entonces era un vuelo, no un ave.
Luz y sombra ascendentes, nocturnos arcoíris.

Ahora se mira absorto, [¿Quién?] con la mirada
desviada de los espejos rotos. Un murmullo
cuida [Su] nacimiento.


martes, 1 de noviembre de 2016

Poemas en el espejo

Por Luis Ernesto González Soto
(poeta mexicano)




Un día vio llover por largas horas
tras aquella ventana y su mano
con llanto inexplicable tendió en vano
al mirar su reflejo. ¿Por qué lloras?
le preguntó una voz en su interior.
¿Es que ha muerto la paz que sería tuya
y hoy es la soledad la que arrulla
tu infancia que en la lluvia se escapó?
Oyó otra voz que dijo: Cuando llueve
mira el niño al adulto que lo mira
y tras el vidrio sabe que su leve
sustancia de reflejo es la mentira
que fue verdad ayer y será siempre
la voz que soy, y soy melancolía.


Instante especular

A veces todavía cuando apago
la luz de mis quehaceres y mi tiempo,
apenas contra el miedo resguardado,
y la lluvia, mi amada, te contemplo.
Entonces el amor de tanta espera
inhabitable va, desde mi aliento,
a tus piernas. La sed, la sed eterna,
que pretendo saciar, sale al encuentro.
Un instante de espejo es mi guarida.
Lo que sin ti me mata me da vida
contigo, silenciosa, que al fin eres.
No te suelto, te digo no te vayas
y no me dejes nunca, mas tú callas.
Muerta la noche voy a mis quehaceres.


Búsqueda

“Accedo, a fuerza de cobardía,
al fondo de las cosas”.
E.M. Cioran

Vive preso conmigo, soy su puerta;
él es quien quiero ser, soy su reflejo.
Mas también soy innoble, mal espejo
donde somos los dos fusión incierta
del sueño de los dos, de madrugada:
aquel canto de siglos del poema
y las caricias nuevas a mi amada,
para ser y no ser, sin el dilema.
Al que llevo cautivo busco en mí
en las horas brillantes y en las penas,
en las noches de amor y de jardín,
en mi felicidad y la de ella.
Él casi goza del amor hallado,
casi lo miro alegre entre mis ojos,
siento su voz y asombro enamorados
y quiero ser ya él, ser yo del todo.
Siempre tan cerca está y está tan lejos
casi tan realizado, una silueta
en el trazo de pluma o el bosquejo
de todos mis empeños de poeta.
Pero me he acobardado en este lance
pues infancia decía: casi eres;
adolescencia fue y no fue mi alcance
capaz de dar con él en mis quehaceres.
Y luego fue el amor, es, sigue siendo
quien sustento le da, sentido y alma
a este habitar y ser hoy en el tiempo
la sombra que resguardo en alba clara
del prisionero y yo, de nuestra vida.
Acobardado busco y sé de fondo
que desde siempre soy No Todavía
Y sé que de mi búsqueda lo escondo
pues él nació, lo sé, en mi cobardía.


Al fin sin mí

Con la memoria florecida de vértigos,
ya en el leve declive de los días
descansé la cabeza
lejos, tan lejos de mis hombros
que miré al fin sin mí la vida mía.
No diré lo que vi
—el imán de los vértigos juega a alejar a Dios—
sino que supe verte sin que tú me miraras.
No fui el ave que canta para despertarte
sino el tic-tac paciente preso en el cubo odioso.
No fui el arroyo dócil al molde de tu cuerpo
sino el chorro doméstico guardado bajo llave.
No fui el rayo de Sol que prolonga tu altura
sino apenas un sorbo de tu primer café.
No fui el beso de uvas del amor elegido
sino un saborizante de anhelos para el día.
No fui el aroma de tu niebla celta
sino el de negra flor que saturó tu hastío.
Más allá de nosotros nos amamos.
Hoy tendrás una cita.
Hoy te daré el silencio para tener espacio
en tu habitual oído de ciudad comprimida.
Te daré de mis manos un aura de contacto
que quepa entre tus manos de mariposas tristes.
Te daré mis oasis atentos a tu sed
para que a tu espejismo no le sume otro espejo.
Te daré un fruto tuyo que corté de tu sueño
para que a tu mordida confiese quién no has sido.
Hoy te daré el aroma de una flor blanca y nueva
para que al fin lo sepas y me ames.
Hoy tendrá muchos leños esta hoguera blanquísima.
Hoy, en algún momento de la cierta hora incierta,
llevaré para ti los ojos que te han visto
cuando yo no era yo.


En el secreto

La salida de todo laberinto,
dice en la voz secreta
quien ha vuelto con vida,
es por arriba.
Espejo
en el espejo,
miro el punto de fuga,
asfixiante misterio que rezuma.
La voz secreta:
Callejón y reflejo no te pierdan.
Que la búsqueda tuya, la más humana,
convierta los espejos en ventana.


Reflejos vanos

Canta la alondra sobre una parcela
fatalmente sembrada de reflejos.
Al cazador que mueve el vil espejo,
su libertad de vuelo desconsuela.
Él la quiere rendida, mutilada
—así púdrese amor o fuego inerte—;
incubando dolor, cansancio y muerte,
perversa fe, de horror esperanzada.
Mas si en el brillo el ave corre riesgo,
duda del espejuelo el alma cierta
que protege su ser y no su sesgo,
y gira al fin y escapa. Descubierta
la trampa, el cazador carga su pesgo
y ya no puede huir de su luz muerta.


Remedos

I.
Zapatos, no piedras.
Apellidos franceses, no piel.
Jefes, trabajo ajeno, bonos de productividad.
Comida en celofán. Pocas opciones,
muchas marcas.
Vida por la ventana de la televisión…
depresión
off-on.
Auto, de cero a cien en seis segundos.
Amor, regalitos proveedores.
Viaja, viaja, pero nunca preguntes.
¿Enfermar? Cosa de pobres.
¿Morir? ¿Qué es eso? Tu seguro
te ampara, mientras le pongas números.
¿Hambre? Sí, en África. Ya di mi donativo.
Tus hijos citadinos borran las estrellas.

II.
En el pecho cabe el valle sembrado.
En los ojos el azul del cielo.
En tus piernas el salto que te salva.
Pero un mal día despertar fue dormir
y viceversa.
Fue después de esa noche sin tiempo
—cuando eras como un pájaro
o como un lobo—.

III.
Y de pronto, en una noche horrible
en que tarda el sueño, piensas:
¿Cómo sería mi vida hace dos siglos?
¿Yo sería yo?
¿Y si se va la luz de aquí a fin de año?
¿Qué quiero hacer si mi gente no está?
¿Cómo se calma la angustia sin computadora?
¿Qué no compra el dinero
por el que alcanzo, dicen, la alegría?
¿Cómo serían mis hábitos si no tuviera
este miedo premiado?

IV.
Muy poco más.
Es mejor no pensar en estas cosas.
Tu pequeño destino, así, brillante,
enorme en el espejo solipsista,
no puede resistir a la intemperie.
Qué comezón de vida
bajo este traje astronauta
en tu propio planeta.


El bien inevitable

Noches inquisidoras, cuerpo roto,
un grito cráneo adentro,
madrugada trunca, ya levántate, mata
el sueño que por poco te formaba;
gasolinazo, bien los frenos, pésimo el volante,
congestión de cardúmenes en la vía rápida,
ausencia de un saludo deseable,
café instantáneo, insípido,
sí señor sí señor sí señor… sí (cretino) señor,
comida apresurada, chistes, veneno en carnaval,
todos los ismos de los civilizados;
y al final qué se hizo, en qué trabaja uno,
para qué sirve esto, miserable paga
aunque a veces sea buena, miserable al doble,
quién al lado de ella, quién en la tele,
quién detrás del espejo.
Ese sabor de fraude que no quita el dentífrico…
Rompe tu corazón, sácalo, inunda
con su sangre
el sucio callejón de tu ser laberíntico.
Allánate el abismo.
Altar antiguo, tú, sumo sacerdote,
aquí la llave, punta de obsidiana,
que corra lava en tus resecas venas,
incandescente lava,
lava el pasado, salva ese inconveniente del suicida:
padecer el frío.
Mata tu nombre, dale tu corazón al inocente,
siéntete amnésico,
reinventa, ángel caído, el bautizo del mundo.
Hay un bien, hay un bien
del todo inevitable: la vida.
Si contigo triunfaron los dueños del hastío,
dale una primavera al que eres en tu ausencia.
No pierdes nada si todo está perdido.


De silencios y niebla

Entre mi vida y yo
se levanta un espejo lamentable.
Niebla querría que fuera.
Pero soy yo, infranqueable,
como grito labrado en mi cabeza,
estéril y feroz.
No,
no lo quiero. A ti,
a ti te quiero, como noche primera.
Que no quede ninguna
partícula de horror
en esa imagen gris.
Pero soy yo en el agua,
e inevitablemente ondean mis ojos
en un estanque oscuro
donde sólo estoy yo
seducido en mis ecos.
Me miro en ti. No sé quién eres.
Te sobreviviré si no rompo el espejo.
Tal vez en sueños nos hemos encontrado.
Tal vez en besos.
O en ese instante que tú yo sabemos
porque no parecía
que fuéramos tú y yo bañados de espejismo.
En el aire más puro,
en cierta música,
en la mirada de los pájaros,
en la perplejidad que provoca el poema,
en el sensual lamento de unas manos,
en la lágrima triste del enfermo…
A veces es ahí.
Es neblina,
es la suerte bendita de romper el azogue.
Pero sólo el silencio horada la inmundicia.
Sólo el silencio, la oración horadada,
anula los espejos,
liberada
extensión infinita de ventana.
En el silencio
nos responden los muertos
al grito del dolor.
Si no fuera silencio,
sería un farsante
Dios.


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Luis Ernesto González Soto

lunes, 1 de agosto de 2016

Poemas por la muerte de mi hermano

Por Luis Ernesto González Soto
(poeta mexicano)




Elegía el amor

“La muerte es un acto infinitamente amoroso”.
                                                  José Revueltas

Ha llegado mi hermano a su Silencio
y ha entrado en él como la luz al prisma.
Su voz en el crepúsculo presencio;
su verdad no es ausencia, aún es la misma.
Corazón tembloroso se derrama
en mil colores y ecos, y es tan firme…
Tiembla de su poder aquel que ama
si hay amigos y amada que lo afirmen.
Me preguntas por él y lo conoces
tanto o mejor que yo, hermosa mía,
que de amor y de sombra reconoces
la cicatriz, la herida, la energía
de la Intuición Mayor y las atroces
batallas que ha ganado la alegría.



Magisterio de amor y de muerte

No me es ajena, la conozco
por mis muertos amados.
Vence quien es, quien fue; la sintonía
de quien al levantarse cada día
incendió el horizonte de sus sábanas.
Aligerado andar, cuando llegue el momento.
Eso que desde aquí parece Nada,
el umbral que se lleva
el calor
de los cuerpos,
será un reencuentro de pausas descarnadas.
Sólo por un momento
en silencio se queda la mirada
tras unos párpados que ya nunca serán
los familiares párpados del guiño,
de la complicidad, del hallazgo en común,
marco de los secretos.
Quedo yo de este lado; pero ya mi lealtad
aprende a modular
ese idioma imposible, tejido
con el punto de cruz, de cáliz y de pan
del ausente que sabe lo que no sabe el vivo.
Y nunca más, y nunca más
la palabra dilecta. Todo ha de ser distinto,
presentido, entregado
en murmullo de grillos a la Luna.
(Hermano, te veré con la lluvia, con el musgo,
con la tarde del árbol, la banca del jardín.)
(Amada, dame de tu boca, tu sonrisa,
la brizna de tu ser que sabes y nos crea.
Dámela mientras viva para alumbrar la noche
en que mi ausencia guíe tu paso en el umbral.)
Y cuando sea alcanzado
por la hoz indiferente, cuando llegue el momento
y desemboque
en la Nada o Aquello,
por un instante o más o de repente
recordaré, sabré sentirlo,
que por ahí han pasado (brújula, sus huellas)
los seres que en su vida me enseñaron
un lenguaje sagrado de este lado del ser.



La única respuesta infinita

Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte, porque me das ahora
—viento, oleaje del trigo—
la callada demora:
la ausencia de tu voz, la luz que aflora.
Eres ya lo que fuiste
antes de ser aquél que en los caminos
encontré. Y eras triste
y el corazón en trinos
de un latir sentenciado a amor divino.
Y eras el más feliz
por esa misma herida que te daba
—ansiosa cicatriz
como un nido de lava—
una pasión tan dulce como brava.
Qué silenciosa vida,
hermano que a la vida enamorabas.
Tu esencia fue cumplida:
humildad que escuchaba
luces y sombras y las habitaba.
Eres ya lo que fuiste
alma libre de ti, de continente,
porque al amor seguiste
en sacrificio duro, penitente.
Eres, del que encarnaste, diferente.
Y a ti, que ya no eres
el que usa los sentidos del humano
—¿los dejas cuando mueres?—,
a ti quiero hoy, hermano,
preguntar por tu voz de ecos lejanos.
Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte y la vida que me ha hallado
porque el amor, amigo,
de una mujer me ha dado
otro silencio, sabio y extasiado.
Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte y mi amada, pues en pos
de respuestas persigo
silencios en los dos.
Y es la misma respuesta que da Dios.



Con la fe del labriego

Lego a la lluvia
y su susurro
esa lejana lágrima
que debería ahora mismo
resbalar en el vidrio
—terrible,
horizontal—.
Ni siquiera sabemos
si es eterna la Muerte.
No te sientas tan plácido
en tu sitio.
Te transformará
el fuego o el gusano de tierra.
O el Amor.
Y en otras manos,
tu caricia;
en otro rostro,
la palma de tu mano
que lo enmarque;
en un agudo oído
de quien no te oyó nunca,
tu voz hecha de viento
y Bach y Buxtehude;
en otro patio penumbroso,
un lector del silencio.
Y en este amor
a la vida y sus muertos,
a José Emilio,
cita por fin cumplida del misterio;
a mi hedonista tío,
a mi tío más austero,
al amigo pintor de paleta saqueada,
a mi amigo
del vuelo de los pájaros
y tan madrugador,
a mis abuelos
—cafecito, vermouth,
parkasé, anclaje en la frontera—,
a mi Yaya y su chal
abierto
de cuna y nebulosa.
Sea en el amor.
Sea en el amor, amada.
Llegue la lluvia y sea
esta lágrima huérfana
quien encuentre, terrible,
la horizontal ventana,
perfore
la rendija
de los renacimientos
y nutra y restablezca
el atril de la luz.



Creces

Como esa luz marchita de los sueños,
deshojándose al paso de los años;
huella de ti, ya es otro tu tamaño:
toda ausencia nos quita lo pequeños.
Crece, no cesa, crece y no es engaño:
el hueco se hace grande, nuevo dueño
de aquel espacio tuyo y tu diseño,
familiar una vez, hoy tan extraño.
Y te pregunto, hermano, y es silencio
tu respuesta infinita, insoportable.
Nunca más tu verdad será abarcable
con los lentos caminos que potencio
de la mente que tanto reverencio.
Tu voz, la luz marchita inmensurable.





Llegará

En este lento deshojarse de las nubes,
piso colores en el suelo;
la morada sombra de la jacaranda
no cruje ni me avisa
que al pisarla preparo
la preciosa paleta del pincel del camino.
Llegarán otras sombras aromadas
y la vida será
y serán las ausencias delatadas.
Esa plática que ya no se hará voz
ni el descorche del vino,
gotas preciosas, lagar en el crepúsculo.
Llegará la presencia palpitante
y uno será animal en día soleado,
fauno que se deleita
con esta primavera
de llamas y botones entreabiertos.
Llegará, llegará…
Un instante tan corto
nos durará la muerte. Luego, olvido.
Un instante la vida. Lo demás,
este barro de flores y pétalos de nube
en el brazo que tiende
a la soleada
primavera un invierno
con su guante caliente
de hielos en deshielo y entre lágrimas.



Ecos de adolescencia

Otra vez, hermano,
la calle callada
tras la lluvia súbita
sobre el empedrado.
Desde tu ventana
que daba a mi casa
—mas cómo saberlo—
mirabas la última
prudencia del viento.
Tu vela encendida
—yo encendía la mía—
fe multiplicaba;
espejo del charco
con luz respondía.
La calle —río abajo—
era una cascada
de ecos y esperanza.
Canto de Di Lasso,
respondía al instante
—alma, tu equipaje
de vitral opaco—.
Todo coincidía
con la geografía
de tus cicatrices
y de tus ocasos.
Prólogos felices.
Pero éramos jóvenes.
Torpe, la tristeza,
buscaba nostalgias
sin tener pasado.
Todo ya lo tienes.
Un destino amargo
que ambos inventábamos
nos reveló, en cambio,
la vida en belleza;
llanto compartido,
cafés y sonrisas.
Sueño de una calle
de piedra y llovizna.
Bebimos el alma,
su tono, su vino
que nos dio la vida
por consagración.
Era tuyo el don.
Y otra vez la calle,
la calle callada.
Ahora la recorro,
con mi bienamada,
como aquella tarde
con nuestros fantasmas.
Ella, constelada,
me toma del brazo.
Camino asombrado
y amo cada paso.
La tarde se apaga.
Caminamos tanto
luego de la lluvia,
que le habla de ti
y de tu ventana
—que daba a mi alma—.
Otra vez, hermano
tu vela me guía
—lluvia, tu partida—
por el empedrado.



Eucaristía

Cuéntanos de tu muerte,
tú, que ya sabes. Tú
que nos continúas en el mejor silencio,
el redentor del ruido
que produce vivir.
Porque conforme pasan
los días y abren las flores,
más y más la penumbra se acampana
en el llamado a consagrar la plática,
la comunión que antes
no parecía milagro.
Tanto nos platicabas
y ahora,
ahora que te asomaste
a la fuente de todo cuanto amamos,
¿ahora callas?
Sea tu silencio la sangre que aún nos riega,
sea tu cuerpo la lluvia;
semilla abra la luz
y hable por ti la tarde que se inunda.



Árbol de consagrar

La noche de tu alma,
balsa de luz,
aún la conserva.
Tu árbol se adelantó a la lluvia.
Aquel áureo ondular que horadara la copa
se hizo vino en las hojas, se derrama
y ya es lago el rescoldo acunado en el musgo.
Vives en esa sombra desde niño
y aun hoy, cuando por fin
olvidaste escapar de la muerte.
Bebe tu vida, hermano, que el resumen
de todos los latidos de tu invierno infantil
y de esa primavera del ochenta y cuatro
tan armoniosamente acompañada,
te espera como la banca ansiada de los parques.
Cuéntate de la luz rebalsada
vibrante en el cordaje del laúd,
gota de música que multiplica el círculo.
Tu esperanza de hallar un día en el otro
el oído a cambio de tu oído
para los dos silencios escuchados.
En tu resumen, cuéntate
del amor por tu padre, ese maestro
de la puerta cerrada y el abierto cantar
de sus silencios. De tu madre que guisa
las llamas del hogar bien sazonadas.
Y perderás la cuenta al contar los hermanos:
cinco de madre y padre y muchos encontrados
bajo otros árboles que consagran la luz,
vino en la mesa de los corazonados.
Árbol que llueve
pedacitos de noche,
las fugaces estrellas que anuncian el Misterio.
Llueven hebras de luz bajo tu árbol.
A la helada invernal de tu ausencia temprana,
hermano, hermano,
hermano,
ya la raíz alimenta, oasis en este viaje,
el fruto del parhelio
que se derrama
en el humus que pisas de la noche perfecta.



Más silencio que antes

Te dio la Muerte el tiempo, cuando te lo quitó,
que no tenías para ver a los tuyos.
Ahora
todos sabemos que no estás ocupado.
Pero perfeccionaste el arte del silencio,
tu habilidad más fina desde que eras pequeño,
y tu ingrávida voz escapa del ancla del oído.
Si antes callabas ante los temas de eco,
si tu mirada nos daba la llave
de la exquisita forma del misterio
de tu vida interior,
era porque en la hondura estabas de las cosas,
alado colibrí libando en flores viejas.
Ahora
todo parece menos importante.
Tus urgencias del hombre de negocios
—ese terco disfraz con que te asesinaron—
no eran tan imperiosas. Ahora esperan o, peor,
otro les da salida.
Libre de las cadenas, esta noche
—como las tantas noches de amigos y arpa celta—
sé que estás libre —como nunca estuviste—
para guardar silencio a muchas voces,
esa polifonía sin plectro que la encuentre,
y te invito este vino
tantas y tantas veces descorchado
en horas rebalsadas.
Mas tampoco vendrás.
Lo beberé por ti. Escucharé en silencio
tu silencio.
Pero, ay, la llave del misterio
es menos dulce ahora.
Tu mirada,
la del niño que conocía los libros;
la del enamorado del amor imposible
a esa muchacha de otros posibles otros;
tu mirada de noble animal preso
en un corazón tanto y tanto adolorido
por insaciable amor en esta vida;
tu mirada que nos daba más ser;
ésa no está y por eso el silencio
es más difícil hoy. Ya no es sólo profundo:
es el de Dios y muchos
prefieren no creerte.



Silencio encendido

“Hay un gesto en mi cuerpo y un tono en mi voz
que lo dirán todo rápidamente como un relámpago
en este nombre que busco”.
                           León Felipe (Ganarás la luz)

La catedral helada de tu cuerpo,
me platican,
sonreía.
Con disfraz ciudadano lo envolvieron
—la marca gris
que querías olvidar—.
Contigo se quemó.
También tu frío.
Se reveló con humo tu silencio; lo sabías:
fue tu golpe maestro.
Qué lento regresar a casa,
la casa de ti mismo que eras tú.
Siempre fue tu ventana la poesía.
Cercado por las vidas que cuidabas,
desangrándote, autófago de pronto,
relámpago en la noche, iluminado,
decidiste parar.
Y caíste al suelo. Nadie quería firmar esos papeles
que explicarían acaso…
Impune escena. Se repartieron tus años de trabajo. Les bastó,
les sobró —y esa noche,
a mil kilómetros, en una hoguera
se afinaba el amor—.
Bajo el cielo estrellado de Arvo Pärt
las otras catedrales se hacen humo.
Rescoldo, ceniza, árboles futuros.
Y los pájaros
se llevan las ramitas a sus nidos
—tus hermanos, hermano,
tu fe de labrador—.
Tus pasos que derriten estos muros.
Tu palabra, la cuerda vocal en el pabilo.
Tu oído, báculo de un rebaño de lenguas en angustia.
Y la Gran Explosión de tus arterias, de tus válvulas
—la mitrada, que aún hace de ti hoy
el oficiante que a todos corazona,
que aún nace de ti hoy en pregunta perfecta—.
Muerto fuiste y te llevaron con la aviesa armadura disfrazado.
Y ardiste, como siempre, pero ahora para siempre.
Yo escucho el humo, el silencio de Dios
que ahora es el tuyo. Y hablo sin voz
y entiendo.
También mis huroncitas hablan ese idioma.
Y la mirada en vuelo de mi Enredadera.
Mi próximo poema tendrá menos torpezas
y será
para ti, hermano.
Y un día llamará la campana de Arvo Pärt.
Y te veré incendiando catedrales.

Luis Ernesto González Soto nació en la Ciudad de México en 1966, y creció en Naucalpan. Desde 1990 tiene un pie en Cuernavaca y el otro en la capital del país. Licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva (UNAM), y con estudios de maestría en Letras Españolas (UNAM), ha publicado los poemarios Mar y bosque se buscan (2001, Unicedes/UAEM), De las formas del desierto (2002, Unicedes/UAEM), Poemas de la bruja (2010, Ediciones Eón) y está por salir de los talleres artesanales de la Cartonera Cuernavaca el opúsculo Ars antiqua, primeros poemas. Aguardan en eternos dictámenes dos libros más: Luz fósil e Incierta certeza. Se gana la vida como editor, corrector de estilo y colaborador en varias revistas de circulación nacional. 

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