lunes, 11 de septiembre de 2000

Mario Bellatin, Salón de belleza

Salón de Belleza
de Mario Bellatin
Tusquets. Colección Andanzas
México. 1999. 73 pp.


por Cosme Álvarez

Salón de belleza, de Mario Bellatin, es un relato breve y, en su síntesis, es inquietante, lleno de horror aleccionador, pero sin mensaje moral. Acaso la obra secretamente quiere anunciarnos que la bondad, la verdadera bondad, es anónima. Por momentos podría prefigurar un ejemplo y un tratado del cristianismo anterior a la iglesia católica. El protagonista tiene, sin saberlo, los verdaderos atributos espirituales de un santo.

Tras una vida difícil, dolorosa, el narrador, quien no tiene nombre, adecua, primero, un sitio para que la gente recubra de belleza cosmética una existencia por demás terrible y agobiante. Luego, el establecimiento, el salón de belleza, se transforma en una clase de refugio para aquellos que han enfermado con el mal del siglo. Más todavía, el salón se transfigura en el lugar donde la humanidad insana puede abordar con belleza la muerte.

«No sé», dice el narrador, «dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte». Y más adelante: «No me conmovía la muerte en cuanto tal. Buscaba evitar que esas personas perecieran como perros en medio de la calle… En el Moridero contaban con una cama, un plato de sopa y la compañía». De la manera más paradójica, con la transformación a Moridero, el salón de belleza no sólo no pierde sus cualidades, sino que las amplía en una dirección definitivamente insospechada. El salón de belleza ahora nada más aloja huéspedes para la muerte.

El protagonista —justo como lo haría un santo o un iluminado—, ayuda a los enfermos no a luchar contra la muerte o a vencerla, sino a recibirla con dignidad y belleza. No es «bondad» cristiana, se trata de una clase de privilegio que sólo los santos —los verdaderos hombres santos, quiero decir— conocen. Se trata de una enfermedad para la que no hay escapatoria y «Yo me encargo de que no abriguen falsas esperanzas», puntualiza el narrador, y agrega: «Cuando creen que se van a recuperar, tengo que hacerles entender que la enfermedad es igual para todos.»

El personaje tiene una historia previa: una madre autoritaria, recuerdos de juventud y de la escuela donde estudió, pero, en el fondo, como ocurre con la vida de los hombres santos, tales historias nos interesan menos que el momento en que enfrentan sus dones. Toda la historia del narrador, toda su existencia, está concentrada y tiene sentido sólo en su acción presente dentro del salón de belleza que es ahora Moridero. Desaparecer el Moridero será también un acto de bondad, el último que se le pueda ofrecer a los huéspedes futuros y presentes una vez que el narrador ya no esté ahí para atenderlos. En su lugar tendría que estar otra vez el salón de belleza, con sus grandes peceras llenas de color y de vida. Previendo esa posibilidad, el protagonista lleva a cabo una labor que luego Dios debe completar: «Les pondré la comida justa para varios días y después desapareceré. Los peces quedarán a la mano de Dios».

En algún momento el personaje central de la obra nos da una clave cuando afirma o, mejor, confirma que el Moridero tiene, o tuvo, razones concretas para existir, a las que quiere mantenerse fiel. Hay, pues, una idea previa que lleva adelante, y a lo largo de sus acciones trata de no desvirtuar los orígenes de esa idea, la cual el lector debe desentrañar (y ese es uno de los retos de la lectura). «Aquí nadie está cumpliendo ningún sacerdocio», dice el narrador, y señala: «La labor obedece a un sentido más humano, más práctico y real».

Afirmar que la enfermedad que aqueja a los huéspedes del Moridero es el Sida sería aventurar una salida rápida y muy pobre. La enfermedad (que, si se quiere, puede ser el Sida) representa, más allá de los síntomas que se describen, un mal mucho más hondo, aterrador, desesperante, relacionado de manera directa con el alma y con el corazón de la humanidad, y mucho más próximo al espíritu que al cuerpo.

El narrador se halla esencialmente solo a lo largo del relato. Presencia, sí, un mundo aún más vivo en las peceras que ha salvado de la época en que el local era un salón de belleza, pero, al mismo tiempo, es testigo de la muerte interminable, anónima, serial, de los huéspedes del Moridero. A lo largo de los días es el único espectador, el solitario que acude al espectáculo de la muerte: la recibe con naturalidad en el local, y con dolor sincero cuando ocurre en las peceras. Porque en las peceras la muerte tiene un sentido que el Moridero ya no anida. El sentido del salón es la muerte misma… Se trata de una alegoría tremenda de la condición humana y de la insuficiencia del espíritu. La presencia de los peces y de las peceras dentro del local se antoja simbólica. Desde luego no un simbolismo simplón e inmediato; en todo caso una cifra secreta que, con una extraña y oscura cualidad esclarecedora, enmarca el sentido sublime de las acciones del personaje. Se trata, en todo caso, de un detalle simbólico que por sí mismo encierra una gran belleza.

El canto y los bailes en torno de la pira —del falo de fuego—, corresponden a otros símbolos o acciones cifradas de purificación y condena. No hay llanto ni lamentos (salvo aquellos que provoca en los huéspedes la propia enfermedad). En el Moridero el sufrimiento por la muerte es menor que el sufrimiento por la vida. Ahí tiene lugar un rito primitivo frente a la muerte, mismo que se desvirtúa cuando la sociedad irrumpe con su mundo organizado y ajeno al orden natural del mundo. Así, un lugar que originalmente servía a la belleza se convierte de pronto en un espacio destinado para la muerte. Más tarde, un sitio que servía para morir dignamente se convierte en un circo para las almas piadosas y caritativas que hacen de la ayuda un modo de vida, pero que son ajenas al profundo sentido de la bondad. Porque, como ya lo hemos apuntado, la bondad, la verdadera bondad, es anónima.

El libro es una joya sutil en sus destellos y en sus dimensiones, y su trasfondo filosófico es tan antiguo como la muerte. Se trata sobre todo de una vindicación del corazón humano en medio del horror más puro. Si hay en la novela algún tipo de mensaje (aunque no imagino a Bellatin urdiendo moralejas) sería uno solo: la bondad todavía es posible, y es anónima. La obra tiene la fuerza y la rareza de los cuentos de Herman Melville, en especial de Bartleby, el escribiente, pese a lo audaz que pueda parecer la comparación.

La aparición de Salón de belleza revoluciona la narrativa moderna escrita en México.

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