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martes, 29 de mayo de 2018

«The Ballad of Buster Scruggs», de Joel y Ethan Coen

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)





La más reciente película de los hermanos Coen,The Ballad of Buster Scruggs (2018), es otro ejemplo de la absoluta maestría cinemática alcanzada por Joel y Ethan Coen, cuyos resultados fílmicos en pantalla no tienen comparación casi con ningún otro director en activo. De nuevo, estamos ante un western, pero proviniendo de esta dupla maestra, el espectador puede esperar lo que sea, menos un filme convencional. Y lo que menos esperaría uno de ellos, es una serie seis de viñetas en torno al viejo oeste.
Como ocurre con cada film de los hermanos Coen, estamos ante una pequeña obra maestra, impecablemente fotografiada, casi una lección de cine de ambiente. Como su predecesora, Hail, Caesar! (2016), los Coen elaboran una meticulosa muñeca rusa cinemática, pero a diferencia de aquella, en esta el discurso fragmentario se coloca en primer plano, y empieza, para desconcierto del espectador no prevenido, en tono de comedia, para irse adentrando en otros territorios narrativos, más cercanos al drama que a la simple risa. Es también un prolongado homenaje a cintas como Shane ( 1953) e incluso Unforgiven (1992), dos de los más icónicos westerns de todos los tiempos.
Sabemos que para los Coen la comedia empieza con la ruptura del tercer plano, es decir cuando los personajes se dirigen al espectador, cuando hay un narrador omnisciente hablándole al público en su butaca, mientras que en sus películas serias se prescinde de este. Un ejemplo de ello son los narradores en Hail Caesar (2016), The Big Lebowsky (1998) y The Hudsucker proxy (1994). Ejemplos del segundo son Fargo (1996) y No country for old man (2007).

The Ballad of Buster Scruggs empieza construyendo su narrativa a partir de un simple procedimiento narrativo: un libro del mismo título: The Ballad of Buster Scruggs and Other Tales of the American Frontier, publicado en 1873 por la ficticia editorial Mike Soss & Sons, y de cuyo autor o autores no sabemos nada, pero cuyo origen parece ser un tal Gaylor Gilpin, a quien está dedicado el libro, por haber contado las historias que vienen en él y muchas otras, una suerte de Homero del viejo oeste, y en los hechos, un hommage a esa vieja tradición narrativa de contar historias en torno al calor de una fogata, de donde surgió el canto y la poesía, y que una de las viñetas del film, la tercera, retrata con crítico espíritu.
Aquí ya hay, desde antes que empiece la película un mecanismo casi borgesiano que recuerda “Tlön, Uqbar, Orbis tertius”, uno de sus relatos más célebres y que inaugura un género totalmente nuevo en la literatura fantástica: el de las reseñas de libros inexistentes. Los que los Coen buscan es algo casi tan ambicioso como lo que Borges intentó. Rescatar un género narrativo de sus propias cenizas y de su agotamiento por el agotamiento de las vetas narrativas, algo que, de nuevo, aparece metafóricamente apuntado en la cuarta viñeta. La referencia a un narrador oral, en la tercera viñeta, establece una categoría ontológica muy característica, plenamente nietzscheana de los Coen, compartida por filmes como Hail, Caesar! (2016), Inside Llewyn Davis (2013), The Man Who Wass’t There (2001), O Brother, Where Art Thou? (2000), Barton Fink (1991) y prácticamente todas sus comedias y su procedimiento narrativo ya señalado, a saber: ¿quién es el autor de lo que estamos presenciando?
Los seis relatos del libro, que dan origen a las viñetas del filme, son, en riguroso orden literario:

1. The Ballad of Buster Scruggs
2. Near Algodones
3. Meal Ticket
4. All Gold Canyon
5. The Gal Who Got Rattled 
6. The Mortal Remaims

De entrada, se puede observar que el sexto relato contiene una alusión de carácter ontológico basado en un hábil juego de palabras: The Mortal Remains, que puede leerse como “Lo mortal permanece” tanto como “Los restos mortales”, aún antes de ver siquiera su adaptación cinematográfica. La clase de guiños que a los Coen encanta y que sus fieles seguidores procuramos hallar.
The Ballad of Buster Scruggs comparte, con su remake de 2010 a True gris (1969), una fotografía impecable y una ambientación espléndida, y algunas de sus mejores tomas recuerdan no sólo muchas de True grit, sino de No country for old man, sus únicos westerns. Hay una belleza deslumbrante en muchos de los encuadres elegidos por los Coen, una belleza que resulta más dolorosa porque, fieles a su visión nietzscheana del mundo, es una belleza casi estéril, que parece mancillada con la presencia del hombre y sus anhelos, como retrata muy bien el pasaje de “All Gold Canyon”. Esa esterilidad de la belleza y de los anhelos humanos también se ven muy bien retratados en “The Gal Who Got Rattled” cuando uno de los personajes pregunta: “¿Qué es lo correcto?”, no menos que en “Near Algodones”, donde la ambición humana sólo conduce a la autodestrucción, y el hábil guiño de los Coen al hombre de hojalata, sin cerebro, de The wizard of Oz (1939), parece confirmar esa visión de nula trascendencia y ausencia de Dios schopenhaueriana-nietzscheana.
En uno de los diálogos más notables del filme, William Bill Knapp (Bill Heck) le dice a Alice Longabaugh (Zoe Kazan),en “The Gal Who Got Rattled”,que tener certezas (“certanties”) no es un defecto. Por el contrario: “Uncertainty. That is apropiate for the maters of this world”. Más aún, agrega lo siguiente, y en tal sentido, es muy poco del viejo oeste, y más del mundo contemporáneo, post-nietzscheano: “De tiempos remotos y pasados, ¿qué seguridades sobreviven? Y sin embargo, nos apresuramos a crearnos nuevas. Anhelamos su consuelo. La seguridad es el camino fácil”. Y en ese mundo hermoso, sin Dios, cuando la salvación, o el amor, esa seguridad burguesa, diría Nietzsche, hace acto de aparición, es el momento de destruirla, porque no hay certeza que valga. Sólo queda lo incierto, como una enorme apertura al infinito, exactamente como el impecable e implacable encuadre final de esta viñeta retrata, impasible.
Otro aspecto notable del film es el aspecto relacionado con el canto, en su acepción poética más pura: cantar es memoria, es identidad. Desde la primera viñeta, “The Ballad of Buster Scruggs”, la tercera, “All Gold Canyon” hasta la final, “The Mortal Remaims”, pasando por la menos evidente, “Meal Ticket”, con sus alusiones a Homero y a Shakespeare, así como a la tradición de los narradores orales (story tellers) que son la memoria del mundo entero, y que en cada una de las viñetas del filme se muestra de una u otra forma, a veces con la apacible virtud de no exagerar nunca lo narrado.
La última viñeta del filme, “The Mortal Remaims”, es quizá la más nietzscheana de todas, y parece salida de la escena final de Also sprach Zarathustra. Es imposible describirla sin arruinarle al posible espectador una de las escenas más notables salidas de la dupla de Joel y Ethan Coen. Metafórica, críptica, crítica, poética, estática y dinámica a la vez, resume las mejores virtudes de una cinematografía absolutamente ejemplar.
Quizá sólo convenga señalar por qué un western como este, de los hermanos Coen, revitaliza un género que, desde la obra maestra de Clint Eastwood, Unforgiven (1992), parecía estancado y con pocas, o escasísimas posibilidades de ofrecer algo nuevo o importante qué decir. The Ballad of Buster Scruggs fragmenta el discurso tradicional del western. Para el estadounidense esto puede parecer contradictorio, extraño. Y en verdad lo es. Porque uno de los aspectos característicos de la narrativa del western es justamente la unidad, la certeza de trazos y de los personajes. Se trata de un mundo cerrado, con reglas claras. Los malos son malos, los buenos son buenos. Clint Eastwood destruyó esa certeza y claridad que regulaba el mundo del western. Los personajes a que Eastwood dio vida, tanto en su serie de Harry el sucio como en sus diversas encarnaciones del oeste, siempre se habían movido entre una relatividad moral, algo que los Coen retratarán mucho mejor en casi todas sus películas donde hay crímenes sucediendo: la ausencia de Dios significa una violencia sin causa, sin moral. ¿Cómo contar de nuevo historias en un mundo donde el centro narrativo se ha perdido? La respuesta de los hermanos Coen es genial porque es la única posible: desde el fragmento, sin la pretensión de unidad y de seguridades. 
Desde Unforgiven no se había hecho una gran película sobre el viejo oeste. Casi todos los westerns eran o remakes o ejercicios vacíos, sin consecuencias de ninguna especie, sin el menor atractivo. Los Coen nos entregan, casi treinta años después de la obra maestra de Clint Eastwood, la gran propuesta narrativa para recuperar el western como género.

17 de noviembre de 2018
Fotogramas © Netflix, 2018

viernes, 12 de octubre de 2007

Cantos de venado, de Cosme Álvarez

Cantos de venado
de Cosme Álvarez
Conaculta-Difocur
México. 2007. 58 pp.

 La danza del Venado no sólo es un bailable; las palabras, o sería mejor decir: el conjuro que le acompaña, es parte indisoluble de la danza: sin uno no hay el otro.
Este libro es el primer capítulo de lo que aspira a ser una antología general de la poesía en Sinaloa; incluye textos de origen prehispánico del noroeste mexicano, nuevas versiones de los cantos yoremes que acompañan la danza, y da a conocer textos y traducciones en prosa escasamente difundidos.
Hasta hoy no existía un libro que reuniera el material asociado con los cantos de Venado. Más aún, muchos de los cantos y de los textos en prosa ni siquiera se conocen.

viernes, 6 de octubre de 2006

Cosme Álvarez, Todos los lugares son el mundo

Vivo sueño
de Cosme Álvarez
Ediciones sin nombre
México 2006. 106 pp.


por Jorge Fernández Granados

El azar, ese autor que nunca firma sus trabajos, hizo que Cosme Álvarez y yo coincidiéramos algún día, hace ya alrededor de quince años, en nuestras respectivas andanzas literarias por la Ciudad de México. Ya no recuerdo el motivo de aquellos encuentros iniciales, pero tengo perfectamente clara, en cambio, la imagen de un periodista dinámico y apurado, saludándome con rápida pero firme franqueza en la redacción del periódico El economista, donde él trabajaba por entonces, indicándome enseguida una silla para que lo esperara un par de minutos y luego verlo ejecutar —literalmente en un par de minutos— una nota que debía entregar esa misma tarde. Vivía muy cerca, en un departamento donde se disputaban el limitado espacio sus grandes pasiones en esta vida: su mujer, sus hijos por entonces muy pequeños, sus libros y la música. Cosme acababa de publicar su primer libro de poesía, titulado Sombra subterránea, el cual me obsequió con orgullo y, con el mismo orgullo, puso en mis manos una colección de la revista Revólver, que él editaba y dirigía. Aquel estupendo título (Revólver) y el inusual formato de la publicación me parecieron, y me siguen pareciendo, una de las publicaciones más originales y representativas que ha realizado nuestra generación, por lo que se refiere a revistas literarias. Aquella tarde, la conversación iba y venía de la literatura a la música y de ellas a la vida, siempre a la vida. En algún momento, Cosme se puso a buscar entre sus discos y eligió uno. Lo insertó en el reproductor y subió un poco el volumen. “Scriabin” me dijo, como quien revela un legendario secreto, y luego fueron las piezas de piano del enigmático compositor ruso las que nos sumergieron en una atmósfera de cierta fantasmalidad teatral o, añadiría ahora que vuelvo a escuchar a Alexandr Scriabin para escribir estas líneas, de cierto mundo de claroscuros iluminados por el sueño.

Desde entonces, de un encuentro en otro, de algún saludo ocasional en una librería a una discusión sobre temas filosóficos frente a una taza de café, se fue dando el itinerario de una amistad que, aunque los avatares y las distancias geográficas han dosificado, siempre ha tenido de su lado muchas compartidas intuiciones. Uno de los momentos creo más felices vino en 1998, cuando Cosme Álvarez fue el primer escritor sinaloense en ganar el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, con su libro El azar de los hechos, que ese mismo año publicó el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo, sin embargo, con particular intensidad una tarde de sábado en que Cosme reunió una amigable tertulia en su casa —para entonces ya habitaba en una casa sosegada de dos plantas con un breve jardín—. El motivo era que otro proyecto editorial rondaba la cabeza de Cosme: fundar una nueva revista literaria. Así nació Astillero, publicación que, como casi todas las iniciativas de esta índole en nuestro país, duró corto tiempo, pero sirvió para estrechar los vínculos entre un puñado de quijotes. De aquella tarde, como de la primera con la música de Scriabin, se me quedó grabada cierta imagen, o quizás debería decir cierta atmósfera sonora. Al calor colectivo de los tequilas Cosme, más que desbordarse en palabras, escuchaba con atención a todos. De pronto soltó una de sus muy sonoras carcajadas y se sentó ante su piano. A continuación brotaron con una alegría celebratoria las notas de varias canciones de Los Beatles. Las melodías se convirtieron en el centro de ese círculo amistoso y humano, como si Cosme hubiera encendido con sus manos una fogata y todos nos congregamos alrededor de la calidez de ese resplandor. El resplandor, supongo, no era otra cosa que la misma música.

Estos episodios que he querido compartir aquí nos hablan, entre otras cosas, de un hombre apasionado y vital, aventurado en sus proyectos y lleno de generosidad con sus amigos; pero sobre todo —o por lo menos a mí— me hablan también de un espíritu cuyo núcleo de percepción y de irradiación expresiva es la música. La música como arte, como práctica y como conocimiento; la música como aspiración y modelo literario también. Esto me lo corrobora la lectura de su más reciente libro, titulado Vivo sueño.

Vivo sueño de Cosme Álvarez es un libro compuesto por un solo poema de amplia extensión. Puede considerarse también un vasto impulso poético que se multiplica y se reengendra conforme sus nueve cantos se desarrollan. Pocas veces el término de cantos está tan bien empleado como en esta obra. Se trata de amplios despliegues de sonoridad verbal y de versificaciones que son indudablemente eufónicas en la lengua castellana. Endecasílabos en su mayor parte —o bien sus aliados naturales: heptasílabos y alejandrinos— sustentan con logrado poderío este ambicioso libro. El noveno canto, por ejemplo, es el más extenso del conjunto y está integrado por más de setecientos versos endecasílabos. En él hay evidentes paráfrasis o citas a Piedra de sol de Octavio Paz y a Muerte sin fin de José Gorostiza, antecedentes más o menos próximos e indudablemente célebres, en tanto poemas extensos, dentro de la tradición mexicana, a los que el canto final de Vivo sueño, a un tiempo, rinde un muy personal homenaje y propone un diálogo desde otra orilla.

Dentro del género literario de la poesía, el así denominado poema extenso podría ser considerado, por sus particularidades y desafíos, un género dentro de otro género. Volviendo a la música, el poema extenso sería el equivalente de la ópera. La summa estructural en la que se exploran los límites de un arte. Es el espacio donde se ponen a prueba todos los recursos y registros que el oficio del compositor puede ofrecer. Tanto en la composición de una ópera como en la de un poema extenso, la amplitud del formato puede ser lo mismo una oportunidad para los máximos alcances expresivos que un maratón insuperable donde la armonía se pulveriza.

No me cabe duda de los numerosos momentos de brillantez poética, afinada sonoridad y emocionante fuerza del nuevo libro de Cosme Álvarez. Quiero citar un par de ejemplos. Primero este fragmento, que recuerda la épica prosodia amorosa de Rubén Bonifaz Nuño:

El mundo queda solo:
tú y yo vamos ardiendo en la vigilia,
cautivos del silencio que perdimos,
cayendo sin opciones en el mundo.
El sueño que nos queda es este ruido
que hacemos al mirar con los recuerdos
—silencio lateral de lo existente—.
Perdimos nuestro pulso, el de la lumbre,
y entramos a una noche de palabras
sin sangre, anodinas, sin destino.
Hundidos dócilmente en la vigilia,
en esta certidumbre asimilada,
no queda más cansancio que la muerte.

O este otro donde, bajo el magisterio de una muy frecuente metáfora paciana: la pareja como naturaleza, la fusión erótica como árbol en crecimiento, se resumen, además, los temas centrales de este libro:

El amor deletrea nuestros nombres,
somos viento y tormenta en el estanque,
rizoma prolongándose en la risa;
la raíz que hondamente nos sostiene
resplandece en el tronco, se hace boca,
se hace risa en el árbol que engendramos;

Este par de fragmentos aluden, en mi opinión, también a los temas centrales de este Vivo sueño: el amor y la pareja como fuente, posiblemente última, de sentido; la realidad aprehensible como una sucesión de escalones o estadíos entre la vigilia y el sueño; la conciencia como simulacro apasionado de un sentido que sólo puede ser momentáneamente asido o transfigurado por un lenguaje, que bien podría ser el de las palabras pero que, aún con ellas, es finalmente el de la música.

Y ¿de qué habla Vivo sueño? Esta es una pregunta que ningún verdadero poema extenso puede responder con una fórmula simple. La idea misma del poema extenso es irradiar más que ceñir los temas que lo componen. A diferencia del poema breve, donde la síntesis, la flecha que busca un blanco temático, es una prueba de su calidad, en el poema extenso sucede lo contrario. Los temas, las imágenes y las formas que adquiere el poema son un magma que está en el origen irreductible de la voz literaria y la experiencia vital del autor. Podría decirse que el autor puede comenzar y terminar en determinado motivo pero sólo para desbordarlo. El motivo se comporta como una puerta de entrada en la mina —o en este caso en el sueño— a donde se desciende (o asciende) para recuperar, enumerando y reconociendo, la pluralidad inagotable de los elementos que subyacen ahí. En este sentido, una obra como Vivo sueño no puede reseñarse ni condensarse, puesto que se trata, precisamente, de la “inmersión en las aguas de un lenguaje sin orillas”.

Escucho, sigo escuchando lleno de atención, para finalizar estas líneas a Scriabin y también a Los Beatles; sigo creyendo que, como dije al principio, en Cosme Álvarez fulgura cierto mundo de claroscuros iluminados por el sueño. Pero es imposible abarcar, con un lenguaje, con cualquier lenguaje —inclusive el de la música— todo lo que estalla en un instante de la vida y lo que un instante de la vida, como el de la escritura de un poema, significa. Me ampararé en lo que dice por ahí Cosme en este extraordinario libro: “Siempre es ahora, la misma hora siempre / y todos los lugares son el mundo”.

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martes, 20 de enero de 2004

Leonel Rodríguez, Tu piel paciente

Tu piel paciente
de Leonel Rodríguez Santamaría
Premio Interamericano Poesía Navachiste 2003
México. 2004. 56 pp.
por Cosme Álvarez

El surgimiento de nuevos —y ya demasiados— escritores de poemas en nuestro país ha hecho cada vez más sinuoso el camino para los verdaderos poetas. En la mayoría de los casos, nos topamos con meros articuladores de prosa (de mala prosa, además) dispuesta escalonadamente «al modo de un poema». Como si esto no fuera suficiente, la profusión de libros insignificantes para el arte y para la poesía se multiplican escandalosamente por obra de un mero ejercicio burocrático provinente de las insufribles instituciones culturales que operan en casi todos los estados de la república, dispuestas a respaldar el itinerario pueril de sus agremiados por las dependencias gubernamentales pero no a la obra de arte.

Tu piel paciente, de Leonel Rodríguez Santamaría, aparece como uno de esos raros ejemplares escritos por un poeta, que si bien no ha hallado su voz definitiva, al menos se encuentra en la búsqueda del impulso que lo lleve a dar un verdadero salto creador hacia la más honda expresión del silencio que lo rodea. El poema que abre el libro, en la sección «Imagen y líneas», se anuncia a sí mismo como representación de esa búsqueda.

Este primer libro de Rodríguez Santamaría, breve, austero, en general consistente, es un río en crecida y sin duda tendrá derivaciones dentro de la geografía sinaloense, de donde surge. Con ecos de Walt Whitman y Li Po, entre los sonidos de una escritura que ensaya numerosas tradiciones poéticas, y sobrias resonancias de Eliot y de Villaurrutia, el estilo de Leonel Rodríguez —lector de Baudelaire y de Rilke, admirador de la poesía primitiva y de prosa de Lawrence Durrell— llega a ser por momentos el de un incendiario de la forma, como en el audaz poema «Haikú desbordado».
La mujer, el mar, el erotismo, los recuerdos; la calle como escenario de los sueños, la imagen de la experiencia que espera ser vivida, la realidad estallando en pedazos más allá de la vigilia, la poesía misma, temas recurrentes con los que Leonel Rodríguez se abre paso entre la maleza: «Un poema: una cara nunca vista /reencontrada para siempre». El arco del poeta está tenso, su poesía nos conmueve hondamente como una flecha en la oscuridad.

Micrós, D.F.
20 de diciembre de 2003

sábado, 4 de octubre de 2003

Rompecabezas, de Blas Valdez

Rompecabezas, de Blas Valdez
Plaza y Valdés [*]
México. 2003
94 pp.


por Cosme Álvarez

En otro tiempo, el dadaísmo y después el surrealismo formularon la generosa esperanza de una nueva literatura cuya base fuera la escritura automática. La trilogía Los sonámbulos, de Hermann Broch —publicada entre 1931 y 1932— ya anunciaba desde entonces el final de los géneros literarios. Hoy la Internet ha comenzado a influir en la literatura de nuestro tiempo. Se trata, sin duda, de un recurso naciente que los escritores no tardaremos en explorar. El uso del correo electrónico ha hecho propicio, diríamos, un nuevo tipo de género epistolar, y en los llamados «chats» se permite y se estimula el intercambio a la vez universal y anónimo de palabras e ideales casi siempre sin sentido.

La apuesta de Broch había sido una revelación consciente, la del surrealismo una rebelión y una conjetura irreflexiva. La nueva circunstancia ofrecida por la tecnología se mantiene como un signo de interrogación para la literatura. Hay, sin embargo, un asunto inequívoco: desde Homero hasta nuestros días, la literatura misma demuestra que el género literario no ha dejado de ser la forma que el espíritu creador elige —si es que se trata de una elección deliberada— para expresar dos realidades consubstanciales: la del mundo y la de sí mismo.

Rompecabezas, de Blas Valdez, mezcla con gracia y acierto los elementos de la novela, el cuento corto, el poema, el guión de cine, la música rock y los recursos de la Internet. No es fortuito. El autor pertenece a una generación en crisis, saturada de información, que necesita más de la realidad que de la experiencia, de una realidad que no tiene género, que no cesa de transformarse, que estalla y se incendia cada día n el absurdo del detalle minucioso; una realidad, pues, sin experiencia, de la que finalmente es imposible reunir las piezas para construir el rompecabezas.

Los resultados de la influencia de la Internet en la literatura no habían sido notables hasta la aparición de Rompecabezas. Este volumen no sólo abre la puerta a lo que podría convertirse en un nuevo impulso literario, sino que, además, hace previsible la aparición de muchos libros que, en breve, nos referirán los pormenores virtuales de un mundo que día a día es menos real que inexistente.

Blas Valdez sabe esgrimir la intensa brevedad del relato corto: río que es mar en sí mismo, o también, breves corrientes de agua vigorosa que dan forma al río. En Restos de corazón (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1998), su primer libro, hallamos el catálogo concentrado de su ironía sin consuelo. No son los temas del autor los que inquietan: es la realidad, que muestra oblicuamente el rompecabezas de un rostro sin facciones definidas; la realidad incesante que Blas Valdez prefiere desfigurar con el martillo de sus palabras para otorgarle el más hondo sentido de quien mira el mundo.

Micrós, Ciudad de México
21 de enero de 2002
[*] Este texto se utilizó en la cuarta de forros

NOTA:
El guión de la recién estrenada película "Amor, dolor y viceversa", debut cinematográfico de Alfonso Pineda-Ulloa, que protagonizan Bárbara Mori, Joaquín Cossío y Marina de Tavira, se basa en Rompecabezas, de Blas Valdez. La reseña del estreno puede leerse en el Blog "Biosstars International Blog de cine, teatro y cultura", escrita por Perla Schwartz

Micrós, D.F.

viernes, 11 de mayo de 2001

Daniel Sada, Albedrío

Albedrío
de Daniel Sada
Tusquets. Colección Andanzas
México. 2001. 218 pp.


por Cosme Álvarez

Una fábula vastamente conocida nos refiere que el porvenir del hombre fue determinado por el primer hombre, quien tuvo la gracia no divina de elegir su propio destino: el de la libertad, desobedeciendo el mandato de Dios.

El acto de Adán configuró fortuitamente la historia del alma humana, cuya palabra secreta es «Albedrío». Por eso «de ayer es la historia de hoy»: la del hombre que es todos los hombres; la de los otros que, fatalmente, son nosotros; la historia de los límites perdidos —ayer, hoy— entre la libertad de elegir y actuar, y la inmarcesible ilusión del porvenir por medio de la voluntad. Quizá se trata de un tema tan antiguo como la muerte, donde el deseo de futuro se confunde con el futuro del deseo mismo en un contrapunto ilimitado.

Imaginemos que media docena de personajes irrepetibles recorren territorios infinitos en el más reducido espacio de una camioneta de redilas que, a su vez, apenas avanza distancias en el norte mexicano. Podría tratarse de seis o siete lugareños que niegan y afirman consecutivamente el albedrío, después de tomar la decisión inesperada de convertirse en húngaros por propósito y por deseo, pero también por la pura intención del deseo que los mueve a dejar de ser lo que eran en sus pueblos. Supongamos pues que por una elección azarosa esas personas se llamen Manducho, Concepción y Policarpio, Luis Cesáreo, Olga Nidia y Filiastro, e incluso el nombre de Jesús disminuido: Chuyito.

Manducho sería el jefe del grupo, tal vez por la fatalidad, o porque porta las llaves del camión que lleva a ninguna parte y siempre vuelve sin fortuna. Concepción acaso viviría un sortilegio peculiar, pues parece estar predestinado a las mordidas de los perros en cualquier parte. Policarpio viene y va como la suerte, y en su andar de un lado a otro se parece a la chiripa.

Luis Cesáreo haría las veces del mago: obedecería los decretos de la luz que las estrellas reflejan casualmente en la vaga superficie de una piedra: su amuleto, el que dice —o el que le dice— los caminos que deben seguir los otros y él mismo, siempre movidos por hilos como marionetas. Olga Nidia, quien al crecer será la novia de todos ellos, estimularía el deseo de la intención y quizá será la causa del destino que al final tendrán los húngaros apócrifos. Filiastro, el gigante, el mago desplazado, el desertor, podría soñar un doble porvenir irrealizable: el de escoger libremente su camino y el de obrar por determinación propia. Sanfrancisco Martínez, ayudante del alcalde de Sacramento, sería una posibilidad dolorosa de este mundo que se construye a partir de la contingencia. Todos son libres de elegir, de aprobar o rechazar, pero, al hacerlo, determinarán el destino de los demás.

Chuyito —quien llegará de polizón al grupo y más tarde podría convertirse en una enana barbuda—, sería tal vez un niño que huye de su casa para vivir, en la carne y en el alma, el azar que configura cualquier destino: «avanzando como empujado por algo, tras los hilos de una idea cuyas pautas se conectan en lo alto». Chuyito, como cada uno de nosotros (más tarde o más temprano), descubrirá en el desierto que no hay lugar adónde ir.

Las probabilidades para esta historia son tan nulas como infinitas; lo son también para los personajes, quienes sin duda con el tiempo, y con algún sobresaltado enternecimiento del alma, se nos harían personas entrañables, extrañas, excéntricas. Los vemos habitar un camión que es un hogar y no es ningún sitio; se ganan la vida proyectando una película que no empieza ni termina; llegan a lugares donde una vez vivieron y, siendo otros, no dejan de ser ellos mismos: los hijos de las circunstancias, del azar, del entorno, de las creencias que oscuramente se vuelven una ley para sus vidas. Cada uno, de existir —ya por separado o ya en grupo—, avivaría la sentencia proferida por Ernesto Sabato: «La fatalidad es un hombre en busca de su destino».

Tusquets ha impreso la segunda edición de Albedrío, sin duda una de las mejores novelas de Daniel Sada, y también una de las más grandes obras publicadas en México en los últimos treinta años. Al hablar de Albedrío, Carlos Fuentes nos da la noticia de que se trata de «una revelación para la literatura mundial».

Micrós, Ciudad de México
11 de mayo de 2001
Publicado en la revista Textos. Tercer aniversario
Número 9/10, enero-junio de 2003


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lunes, 11 de septiembre de 2000

Mario Bellatin, Salón de belleza

Salón de Belleza
de Mario Bellatin
Tusquets. Colección Andanzas
México. 1999. 73 pp.


por Cosme Álvarez

Salón de belleza, de Mario Bellatin, es un relato breve y, en su síntesis, es inquietante, lleno de horror aleccionador, pero sin mensaje moral. Acaso la obra secretamente quiere anunciarnos que la bondad, la verdadera bondad, es anónima. Por momentos podría prefigurar un ejemplo y un tratado del cristianismo anterior a la iglesia católica. El protagonista tiene, sin saberlo, los verdaderos atributos espirituales de un santo.

Tras una vida difícil, dolorosa, el narrador, quien no tiene nombre, adecua, primero, un sitio para que la gente recubra de belleza cosmética una existencia por demás terrible y agobiante. Luego, el establecimiento, el salón de belleza, se transforma en una clase de refugio para aquellos que han enfermado con el mal del siglo. Más todavía, el salón se transfigura en el lugar donde la humanidad insana puede abordar con belleza la muerte.

«No sé», dice el narrador, «dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido equivale a apartarlo de las garras de la muerte». Y más adelante: «No me conmovía la muerte en cuanto tal. Buscaba evitar que esas personas perecieran como perros en medio de la calle… En el Moridero contaban con una cama, un plato de sopa y la compañía». De la manera más paradójica, con la transformación a Moridero, el salón de belleza no sólo no pierde sus cualidades, sino que las amplía en una dirección definitivamente insospechada. El salón de belleza ahora nada más aloja huéspedes para la muerte.

El protagonista —justo como lo haría un santo o un iluminado—, ayuda a los enfermos no a luchar contra la muerte o a vencerla, sino a recibirla con dignidad y belleza. No es «bondad» cristiana, se trata de una clase de privilegio que sólo los santos —los verdaderos hombres santos, quiero decir— conocen. Se trata de una enfermedad para la que no hay escapatoria y «Yo me encargo de que no abriguen falsas esperanzas», puntualiza el narrador, y agrega: «Cuando creen que se van a recuperar, tengo que hacerles entender que la enfermedad es igual para todos.»

El personaje tiene una historia previa: una madre autoritaria, recuerdos de juventud y de la escuela donde estudió, pero, en el fondo, como ocurre con la vida de los hombres santos, tales historias nos interesan menos que el momento en que enfrentan sus dones. Toda la historia del narrador, toda su existencia, está concentrada y tiene sentido sólo en su acción presente dentro del salón de belleza que es ahora Moridero. Desaparecer el Moridero será también un acto de bondad, el último que se le pueda ofrecer a los huéspedes futuros y presentes una vez que el narrador ya no esté ahí para atenderlos. En su lugar tendría que estar otra vez el salón de belleza, con sus grandes peceras llenas de color y de vida. Previendo esa posibilidad, el protagonista lleva a cabo una labor que luego Dios debe completar: «Les pondré la comida justa para varios días y después desapareceré. Los peces quedarán a la mano de Dios».

En algún momento el personaje central de la obra nos da una clave cuando afirma o, mejor, confirma que el Moridero tiene, o tuvo, razones concretas para existir, a las que quiere mantenerse fiel. Hay, pues, una idea previa que lleva adelante, y a lo largo de sus acciones trata de no desvirtuar los orígenes de esa idea, la cual el lector debe desentrañar (y ese es uno de los retos de la lectura). «Aquí nadie está cumpliendo ningún sacerdocio», dice el narrador, y señala: «La labor obedece a un sentido más humano, más práctico y real».

Afirmar que la enfermedad que aqueja a los huéspedes del Moridero es el Sida sería aventurar una salida rápida y muy pobre. La enfermedad (que, si se quiere, puede ser el Sida) representa, más allá de los síntomas que se describen, un mal mucho más hondo, aterrador, desesperante, relacionado de manera directa con el alma y con el corazón de la humanidad, y mucho más próximo al espíritu que al cuerpo.

El narrador se halla esencialmente solo a lo largo del relato. Presencia, sí, un mundo aún más vivo en las peceras que ha salvado de la época en que el local era un salón de belleza, pero, al mismo tiempo, es testigo de la muerte interminable, anónima, serial, de los huéspedes del Moridero. A lo largo de los días es el único espectador, el solitario que acude al espectáculo de la muerte: la recibe con naturalidad en el local, y con dolor sincero cuando ocurre en las peceras. Porque en las peceras la muerte tiene un sentido que el Moridero ya no anida. El sentido del salón es la muerte misma… Se trata de una alegoría tremenda de la condición humana y de la insuficiencia del espíritu. La presencia de los peces y de las peceras dentro del local se antoja simbólica. Desde luego no un simbolismo simplón e inmediato; en todo caso una cifra secreta que, con una extraña y oscura cualidad esclarecedora, enmarca el sentido sublime de las acciones del personaje. Se trata, en todo caso, de un detalle simbólico que por sí mismo encierra una gran belleza.

El canto y los bailes en torno de la pira —del falo de fuego—, corresponden a otros símbolos o acciones cifradas de purificación y condena. No hay llanto ni lamentos (salvo aquellos que provoca en los huéspedes la propia enfermedad). En el Moridero el sufrimiento por la muerte es menor que el sufrimiento por la vida. Ahí tiene lugar un rito primitivo frente a la muerte, mismo que se desvirtúa cuando la sociedad irrumpe con su mundo organizado y ajeno al orden natural del mundo. Así, un lugar que originalmente servía a la belleza se convierte de pronto en un espacio destinado para la muerte. Más tarde, un sitio que servía para morir dignamente se convierte en un circo para las almas piadosas y caritativas que hacen de la ayuda un modo de vida, pero que son ajenas al profundo sentido de la bondad. Porque, como ya lo hemos apuntado, la bondad, la verdadera bondad, es anónima.

El libro es una joya sutil en sus destellos y en sus dimensiones, y su trasfondo filosófico es tan antiguo como la muerte. Se trata sobre todo de una vindicación del corazón humano en medio del horror más puro. Si hay en la novela algún tipo de mensaje (aunque no imagino a Bellatin urdiendo moralejas) sería uno solo: la bondad todavía es posible, y es anónima. La obra tiene la fuerza y la rareza de los cuentos de Herman Melville, en especial de Bartleby, el escribiente, pese a lo audaz que pueda parecer la comparación.

La aparición de Salón de belleza revoluciona la narrativa moderna escrita en México.

Micrós, Ciudad de México

jueves, 8 de junio de 2000

Gonzalo Garcés, Los impacientes

Los impacientes
de Gonzalo Garcés
Seix Barral. Premio Biblioteca Breve 2000
Barcelona. 2000. 218 pp.


por Cosme Álvarez

«Por impacientes fuimos expulsados del paraíso. Por impacientes no volvemos a él.» Esta frase de Franz Kafka muy bien pudo haber servido de epígrafe a la segunda novela de Gonzalo Garcés, Los impacientes, ganadora del Premio Biblioteca Breve 2000.

Tres personajes —el tres siempre simbólico—; tres representaciones vivientes de la impaciencia proverbialmente centrada en la juventud: Keller, Mila y Boris. Los expulsados del paraíso, los que, por su impaciencia, no pueden volver a él, los que interrogan de qué sirve la juventud si no se puede ser viejo antes de haber cumplido los veinte años. Mila, la mujer, la escritora, encarna en muchos sentidos la confusión del género femenino en el siglo xx occidental, y también las consecuencias de una (otra) confusión que se mueve a dolor e impaciencia en un viaje sin dirección ni puerto de destino. Mila nos recuerda fonéticamente a Miller, una de las posibles influencias de Gonzalo Garcés. Aunque no es propiamente una clase de Henry Miller femenino, hay algo en Mila (en sus reflexiones sobre sí misma, en ciertos modos de expresarse cuando se refiere al arte y a la literatura) del muchacho de la sociedad Xerxes que vivía en Brooklyn y que deseaba ser escritor. Mila es además una fuerza que se pierde en la noche de Buenos Aires tras haber sido lanzada con vigor hacia la cruda oscuridad de un mundo que tiene algo de irreal y de contradictorio, un mundo que basa su existencia y su imposible continuidad en una realidad que, Mila dolorosamente lo advierte, no cesa de construirse.

Keller, como lo sugiere el autor en el primer capítulo de la novela, es una muda silueta del Hamlet moderno. Pero a diferencia del Hamlet clásico —cuya consabida y permanente duda a la hora de actuar está basada sobre todo en una desesperanza, en un hastío metafísico del mundo de los hombres (bastante cercano a la inacción del Bartebly de Herman Melville)—, Keller finalmente es impulsado a la más alta acción: dar un salto a ciegas en la oscuridad, hacia la novedad absoluta del amor, dejando atrás un mundo que se ha perdido de manera inexorable.
Boris, el músico, la estrella fugaz, el de corazón frágil, es una especie de eje, no sólo para Keller y Mila, sino para el logro de la novela misma; un eje que ayuda a que el mundo Mila-Keller gire (a veces con torpeza, a veces libremente) sin detenerse en el infierno fijo que todo joven atribuye (no sin razón) a la vida adulta. La flor, la reiterada flor que Mila entrega a Keller, es un símbolo entrañable de esa libertad.

Los impacientes, una novela de juventud en el mejor de los sentidos, es una historia que va conmoviéndonos conforme avanza. Es también una obra nueva y vieja. Me explico: como ocurre con casi todos los libros de los narradores actuales (de Daniel Sada a Enrique Serna, y de Mario Bellatin a Mario González Suárez), esta novela abre las puertas a una literatura nueva, pero lo hace desde los hondos y ahora deslustrados pasillos de la literatura que alguna vez motivó libros y autores fundacionales, algunos de ellos entre los años cuarentas y sesentas: Henry Miller y Lawrence Durrell, pero también Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Con ecos de Tarkovsky y de Gastón Bachelard, y la resonancia innumerable de la filosofía oriental, Los impacientes se despliega en una reflexión sobre ese momento siempre escurridizo que es el presente. Un presente, en este caso, centrado en el final del siglo xx bonaerense (aunque no tan distante del resto de Hispanoamérica).

Uno de los temas del libro es la culpa o, mejor, el sentimiento de culpa, que de cualquier modo no es abordado todo el tiempo con tino certero. Gonzalo Garcés propone una doble disertación moral, dos binomios no siempre irreductibles: el mal y la culpa, y el amor y la libertad. Jorge Volpi, de una manera por completo diferente (y no necesariamente mejor), plantea también estos problemas en su novela En busca de Klingsor, ganadora del mismo premio un año antes. No creo que se deba a un patrón generacional; sin embargo, autores como Ignacio Padilla y González Suárez abordan el tema, aunque, como es natural, con ángulos de visión distintos.

En lo que se refiere a Los impacientes, Gonzalo Garcés pulcramente resuelve esta doble disertación sobre mal-culpa, amor-libertad en tres momentos clave: el primero, cuando Mila comprende que el hombre que abusó de ella no había querido lastimarla: «...realmente, no se había enterado de nada. Era inocente, a su manera. Y precisamente eso, querido Keller, eso y nada más es lo que ha hecho del mundo, hasta hoy, un lugar más bien siniestro.» El hombre referido (o mejor: la acción que lo culpa) es inocente —del mismo modo que el monstruo del doctor Frankenstein, incapaz de medir su propia fuerza, es inocente cuando mata a un niño con un abrazo cálido, puro, anhelante, ansioso de puro amor—. Es un tema distintamente abordado por Dostoyevski en Crimen y Castigo y en Demonios. Pero en Los impacientes y en Frankenstein no hay deseos, por parte de los personajes, de probar alguna superioridad sobre el mal y la moral. En estas obras no hay buenos ni malos, y ello convierte a toda disertación moral en un conflicto más grave. Se hizo el mal inocentemente. Esa es la paradoja, eso es lo terrible.

La segunda clave está espléndidamente narrada en la parte que se refiere a la manifestación en la Plaza de Mayo. Los sentimientos que experimenta Mila son, en efecto, los sentimientos de la masa. La llegada de Mila a la manifestación del tercer viernes de octubre no es obra del azar sino producto de su propia historia. Mila ha entablado una guerra desesperanzada contra su pasado, contra la interpretación presente del pasado. Acaso Mila triunfa en su guerra cuando, sintiéndose arrastrada por la masa, abre los ojos y grita un «¡No!» que de pronto se incrusta como un punto de apoyo para todo el libro. Ese «¡No!» es paradójicamente un grito de afirmación: es una pausa, un vacío liberador que conduce a la mujer hacia el demonio de su confusión y de su desconsuelo, para finalmente, y sin que obre la voluntad, llevarla al abrazo firme del mundo que le queda por vivir al lado de Keller.

La tercera clave ocurre en el hospital donde Boris está internado, a causa de un temprano ataque al corazón. No es casual que su habitación se halle en el último piso del hospital, en el cielo de la rayuela cortazariana, con Serafina, la enfermera angélica, como guía y cuidadora, quien felizmente recuerda a la enfermera del cuento «La señorita Cora» de Julio Cortázar. No es imitación de la otra; en todo caso es su Hermana. Keller y Mila van a visitar a su amigo al sanatorio y, «como buenos peregrinos», condenan el ascenso innoble del elevador y prefieren subir hasta Boris por la vía dificultosa de las escaleras.

En el ascenso, Keller y Mila, de un modo casi mágico y ciertamente inolvidable, hacen estallar en mil pedazos a la ciudad que había sido cómplice silenciosa de su impaciente juventud. Arrebatados y desprovistos de voluntad, se sumergen en una especie de pila bautismal donde, asombrados por la encarnación más pura del Verbo, mutuamente se empujan a nacer, el uno del otro, frente a los ojos del cielo.

Para Guillermo Cabrera Infante, la novela «si tiene precedentes parece no tenerlos.» Sin embargo, los tiene, y Luis Goytisolo los nombra: «En parte, algo de esta novela nos recuerda a Lawrence Durrell y su célebre Cuarteto de Alejandría», y oportunamente agrega: «Pero está su patrimonio singular». Es obvio. Ninguna novela, desde la composición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha o del no menos ingenioso Tristam Shandy, puede presumir de haber nacido de la nada. Espontáneamente sí, pero no de la nada. El lenguaje, las ideas, la visión y las conclusiones de Gonzalo Garcés, siendo de alguna manera «modernamente clásicas», no dejan de ser originales, y he ahí parte de su poder de seducción. La reiterada mención de El trío de Buenos Aires de Lorenzo Darulli alude, naturalmente, al Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, y también al trío bonaerense que representan Keller, Mila y Boris. Tanto el disco de Darulli y el libro sobre Dante (ambos obsequios de Keller a Boris), como la sutil simetría de los hechos, sirven de encore y de columna vertebral a la novela, y muestran a un tiempo dos símbolos de la historia que se narra.

Gonzalo Garcés nació en Buenos Aires en 1974 y reside en París. La aparición de Diciembre, su primera novela, publicada en 1997 en Argentina, le mereció desde entonces elogios del público y de la crítica. A pesar de su corta edad, es un autor proclive a la reflexión, muchas veces brillante, y al análisis filosófico de la sociedad contemporánea. Más allá del mero ejercicio académico, y por encima del hecho de adquirir y transmitir conocimientos, la tarea ineludible, acaso la más ardua, que tiene enfrente esta nueva generación de novelistas, radica, para decirlo en términos durrellianos, en saber interpretar el silencio que nos rodea.

Micrós, Ciudad de México

8 de junio de 2000

martes, 4 de enero de 2000

Héctor Manjarrez, El otro amor de su vida

por Cosme Álvarez

El otro amor de su vida, de Héctor Manjarrez
Editorial Era
México. 1999. 155 pp.

Aristóteles no halló indicios de la comedia antes de 400 a 388 a. de C. Hoy sabemos que el género se remonta 450 años antes de nuestra era. El filósofo griego señaló como inicia-dores de la comedia a quienes cantaban himnos en la procesión de Fales —compañero de Dionisio— llevando en alto un palo que simbolizaba la fertilidad. El término proviene del vocablo Koomos, y significa regocijo popular, festejo ruidoso; pero también nombraban así al desfile con el que se celebraba al triunfador en los juegos deportivos. Comedia es el canto del Koomos: canto popular de esparcimiento, en el que predomina el tono satírico, de censura, de mofa literaria, y que acontece en todos los pueblos para zaherir y divertir.

Este Koomos abunda en las creaciones populares de México —donde el humor del pueblo se convierte en auténtico canto virulento y mordaz, de censura y mofa, que hiere a veces y siempre divierte—. Sin embargo, una característica peculiar de la literatura mexicana es la solemnidad con la que los autores han abordado sus temas. Esta falta de humor no descalifica, desde luego, las grandes obras literarias compuestas desde Juan Ruiz de Alarcón hasta Juan Rulfo. Pero como si la literatura mexicana no conociera la risa —y el mexicano ignorara el relajo, el festejo, la sátira y la diversión—, es casi molesto advertir que nuestra literatura adolece de la falta de autores que se ocuparan de escribir con humor y aun con alegría.

Al efectuar la revisión de la literatura mexicana, descubrimos que nuestra historia literaria está marcada por un tono apesa-dumbrado, romántico, adolorido, en obras de carácter histórico, social y costumbrista, con rasgos sentimentales y moralizantes. Aunque se tiene noticia de algunas comedias mexicanas en el siglo XVIII, la mayor parte de ellas se inscribe en el género del teatro novohispano, de gusto calderoniano, y su trasfondo se acerca sobre todo a un orden moral.

De la época precolombina a los cronistas y memorialistas, y de los barrocos y neoclásicos a los autores de la Independencia, jamás existió una sola obra alegre o escrita con humor hasta Fernández de Lizardi, quien al iniciar la publicación de El periquillo sarniento en 1816, se convirtió también en el precursor de una novela americana que seguía el esquema de la novela picaresca española. Y de ahí hasta la primera mitad del siglo XIX, con Fernando Orozco y Berra, quien a pesar de tener una orientación abiertamente romántica, en su breve vida alcanzó a dar un poco de aire al género de la comedia con obras como La amistad y Tres aspirantes.

No deja de ser llamativo pues que el humor en la literatura mexicana inicie hasta 1943 con El gesticulador, de Rodolfo Usigli, quien aborda la sátira social como ningún otro escritor hasta hoy. Después de Usigli surgen otros autores dispuestos a romper con la solemnidad de la obra literaria, entre ellos Renato Leduc, Salvador Novo, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Hugo Hiriart, Daniel Sada y, esta vez, Héctor Manjarrez.

Por momentos inverosímil, por momentos inquietante, capaz de avivar la más reservada curiosidad, la historia que nos cuenta Manjarrez en El otro amor de su vida es en verdad una provocación al lector y a la propia realidad: sobreentendidos y malen-tendidos, acrobacias y riesgos. Tras la comedia se esconde un mundo a veces doloroso y siempre humorístico: es la narración de un modo de ver la maltrecha relación entre el hombre y la mujer en el mundo contemporáneo, también una ética y una estética de la comedia que podía escribirse a finales del siglo XX.

El humor de Héctor Manjarrez ha cambiado en este libro: pasó del negro a un color extraño, entre gris y púrpura, y el amarillo de la bilis que da su último color a esta comedia delirante pero muy real donde elementos cotidianos como el teléfono, un cerrojo, la policía, encuentros fortuitos y desencuentros deliberados, las huidas, las visitas inesperadas y las colillas de cigarro, se transforman en componentes de un infierno festivo, e imprimen un sabor extra a los enredos en los que la protagonista sabe hábilmente meterse.

Ella misma, Concepción Retama —retama es el nombre de un árbol de corteza verde, suave, con tronco bien desarrollado y ramas armadas de espinas—, la inefable heroína de la comedia, nos invita a seguirla de muy cerca a través de sus reflexiones y de su comportamiento hecho de impulsos incompatibles con lo que reflexiona, hasta que el lector se pregunta por fin: ¿Qué es una mujer de nuestros tiempos? ¿Qué busca, qué necesita, qué rechaza?

Esta novela es una rareza, no sólo dentro de la obra de Héctor Manjarrez, sino de la literatura en México. Una comedia mexicana, sin duda, casi teatral y sumamente divertida, repleta de incidentes burlescos, de ideas que jamás se realizan, y de continuas emociones contradictorias entre los protagonistas. La maestría con que Manjarrez nos lleva de la mano a lo largo de toda la obra se completa, para fortuna del lector, en un final inesperado y felizmente certero.

Micrós, México.
4 de enero de 2000

* Publicado en la revista Astillero, núm. 1, abril-mayo de 2000

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lunes, 1 de febrero de 1999

La gracia del relámpago y el fuego (El azar de los hechos, de Cosme Álvarez)

El azar de los hechos
de Cosme Álvarez
Fondo de Cultura Económica
Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen
México. 1998. 88 pp.


por Mauricio Carrera

En la poesía de Cosme Álvarez la luz no se ve, se escucha. Escribe: "el sonido de la tierra es infinito/ y el corazón un instrumento para oír/ la luz de esas hogueras". En El azar de los hechos, el sol ilumina con desgano el mundo. Es una presencia cansada, casi ausente. Los rincones están en sombras, los ojos cerrados, los ademanes son grises, los árboles obscuros, la luz del día es como una "negra cascada" que se derrama en el campo.

Algo hay de lunar, atardecer e invierno en esta poesía. También de lluvia, cuyas nubes obscurecen el día. No falta el deseo y la carne, y sin embargo se da en "certidumbres de gozo negro", en "negros simulacros de caricias". Las sombras reinan, como en el panteón de Nabogame: "siempreoscuro de falaces conjeturas". El negro convivir de los muertos, de los vivos, de los poetas.

En un mundo así no son los ojos los que importan: es el corazón. Ahí la luna brilla. Ahí el amor se da en la medialuz "de los rincones propicios/ a la oscura iniciación de los amantes". El Amor ­y es el autor quien lo escribe en mayúsculas­ también es como el panteón de Nabogame, siempreoscuro pero nuevo. Ahí en el corazón es que se hacen los malabares para caminar, vivir, amar entre las sombras. Malabares para no morir y para que la luz cruce los "labios anclados".

Como en el poema "El cántaro de fuego", el corazón es la llama que ilumina. En ese universo nocturnal y crepuscular tan cercano a la muerte, a lo que termina, el poeta enciende la fogata que da luz y, al hacerlo, muestra el camino a la vida, a la pasión, a la poesía. Aunque obscura, sombría, la visión ­el oído­ de Cosme Álvarez no es negativa. Hay un toque vital que no destila entusiasmo sino mesura. Así es la vida. No hay ingenuidad, tampoco dioses. Las ilusiones duelen y corrompen. El mundo no es lo que se ve ­porque está en sombras­ sino lo que se siente, se intuye, se ama, en ese páramo lluvioso, fatigado, invernal.

Poeta que reacciona contra los seres humanos que "hoy se envuelven en el hábito del día" o en "el negro espíritu contemporáneo", en el autor hay una furia de olas que busca llegar a la otra orilla, a través de la noche que impera. Hace suya la consigna de Rilke: "Intenta decir, como si fueras el primer hombre". Lo hace, para encontrar "la voz que ya no suena detrás de la máscara" y para "vivir las últimas cosas que nos quedan". Intenta "decirlo todo de nuevo,/ como en el sueño que no vivimos en la sombra".

Ya desde su primer poemario el título avizoraba el tema, las obsesiones: Sombra subterránea (1992). Este libro fue publicado bajo el seudónimo de Cosme Almada, como si el autor hubiera decidido permanecer también fuera de la luz, alejado de la superficie. Con El azar de los hechos -­que ganó el concurso Gilberto Owen en 1997-­ el poeta pronuncia su nombre y sale de entre el sol fatigado y las sombras para querer decirlo todo de nuevo e iluminar con sus poemas lo que ha descubierto: "es menos doloroso vivir con la gracia del relámpago y el fuego".

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domingo, 10 de enero de 1999

El azar de los hechos, de Cosme Álvarez

El azar de los hechos
de Cosme Álvarez
Fondo de Cultura Económica
Colección Letras Mexicanas
México. 1998. 88 pp.


por Juan Domingo Argüelles

Con El azar de los hechos (México, Fondo de Cultura Económica/Difocur, 1998, colección Letras Mexicanas), el poeta sinaloense Cosme Álvarez obtuvo, en 1997, el Premio Nacional de Literatura «Gilberto Owen», uno de los certámenes de mayor prestigio en nuestro país, merced a su continuidad y seriedad, y el cual se convoca lo mismo en poesía que en narrativa.

Nacido en Ahome, Sinaloa, en 1964, Cosme Álvarez ha sido más bien un poeta parco, que a lo largo ya de casi una década ha venido trabajando un puñado de poemas, volviendo incluso una y otra vez a aquellos que o lo han dejado insatisfecho o que, por el contrario, lo satisfacen de modo tal que se esfuerza por perfeccionarlos.

El azar de los hechos es su segundo libro, o para decirlo más exactamente, el primero de Cosme Álvarez, porque antes había publicado el volumen Sombra subterránea (México, Conaculta, Fondo Editorial Tierra Adentro, 1992) con el seudónimo de Cosme Almada. En estos dos centenares de páginas se cifra una búsqueda y una insistencia no sólo de la voz poética sino también, incluso, de la propia identidad del poeta; porque, en este caso, Cosme Almada no es un heterónimo de Cosme Álvarez sino su origen, su propuesta inicial, con todo y seudónimo, que lo ha conducido ahora a unas páginas más definitivas que, sintomática y paradójicamente, llevan por título El azar de los hechos.

Por ese azar de los hechos aquel primer poeta se llamó Cosme Almada; por este mismo azar, hoy reivindica el nombre de Cosme Álvarez y se reafirma en ciertos textos que lo revelan uno y el mismo en ambos libros; como por ejemplo en «El invierno en los zaguanes», donde Álvarez retoma la emoción original de Almada para conferir al poema una nueva y definitiva intensidad:

«Amorosa penumbra del invierno
en íntimos zaguanes,
donde un cielo antiguo arroja bendiciones
desde el fondo incierto de la noche
y un arco estremecido se levanta
sobre calles oscuras de piedra,
un almendro, la plaza desierta
y dos cuerpos amantes al alba»

En otros casos, como en «Días de lluvia», una es la emoción de Almada y otra muy distinta la de Álvarez; por ello, también, cada uno de los poemas que, en uno y en otro libro, lleva este mismo título, es distinto, y en el caso del de Cosme Álvarez es innegable que existe una mayor experiencia para nombrar, describir y comunicar:

«El agua y la presencia de la lluvia
fueron signos solares para el cuerpo
—huérfano de lógica y de tiempo
en su clara desnudez inmarcesible.
Tiembla la carne, se estremece
impaciente ante la luz inalterable
de los charcos de mudez indefinida.
¡Que llueva! —El sueño y la memoria son dos ríos
y el reflejo de la luna en el estanque.
Días de lluvia. Lo que queda
es un corazón más silencioso,
el recuerdo de Ícaro en el cielo,
una vaga obstinación en las palabras,
una pluma que sin mí jamás escribe.»

Si destaco estas coincidencias y puntos de contacto entre uno y otro libro es porque, para un lector, la obra de Cosme Álvarez se presenta como un descubrimiento; pero es bueno saber que las páginas de El azar de los hechos están enriquecidas por la experiencia de la Sombra subterránea de Cosme Almada; éstas páginas son el antecedente y el origen de una poesía que ha ganado en madurez y en intensidad.

Es verdad que, en rigor, un nuevo libro siempre será descubrimiento, pero en el caso que nos ocupa habría que advertir que para llegar a este puñado de muy buenos poemas, el autor ha tenido que pasar por el aprendizaje de los mejores recursos técnicos sin descuidar la más honda lección de la emotividad.

Si algunos de los poemas ya están en germen en Sombra subterránea, sólo han alcanzado su justo desarrollo en El azar de los hechos; son los casos de los textos ya mencionados así como de los poemas «Oscura», «María Fernanda», «Virginia» y otros que son más bien constantes, afanes de la reincidencia y la pasión: todos los poemas de «Cecilia»; a ella destinados, a ella dedicados o por ella inspirados: imágenes obsesivas del amor.

En El azar de los hechos hay una poesía de la experiencia, una búsqueda que ya se acerca a su mejor destino a través de un trato justo de la palabra y a través de una muy certera concreción de las imágenes y del sentido lírico en general. Hay intensidad y hay armonía en esa intensidad, hay cadencia que es fundamental para la poesía y también hay silencios y pausas, en un lenguaje poético que ha ganado en concreción, en síntesis y en el manejo de las herramientas poéticas.

En este libro, Cosme Álvarez, según uno de sus versos más felices, se ha impuesto la lección de «sentir el corazón como la llama.» No es otro el más alto propósito de la mejor poesía. Es, al menos, el más viable camino para, en el azar de los hechos, aspirar a nombrar las cosas más allá de las palabras.


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El azar de los hechos en ImagenTv

El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

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