lunes, 21 de enero de 2008

Dolor de Nombre

por Leonel Rodríguez

Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura




YELO NEGRO

I
Algo se revuelve como la carencia.
Un reacomodo de las aguas que me surcan
como naves tentaleando litorales
anuda con líquidas trenzas el siseo que despierta mi silencio.
Algo se reanuda y yo escucho.

Acomodo una luz austera de cara al hueco de la noche;
la ventana queda ciega: un filo de luna se percibe,
un ojo se abre,
un haz de cuerpo se avecina.
Respiro una misma melodía.

Como una jauría de perros,
una turba de preguntas muerde los pasos
de la sombra que me lleva.
Entre ladridos se remueve su oscura,
violácea joroba de quietudes
moviendo las siluetas por alguna calle que invento.

Toco la huella
estoy partido y mi habitar es roto
el tacto carece
¿en dónde el sentido del encuentro?


II
Estamos en el pueblo de La Hueca:
días se alargan como noches:
en el sueño:
la serpiente piel de la crecida,
máscara cambiante del acantilado…
parece así que lo creemos
no tiene tamaño nuestro aliento
mero vaho que aparece ante el paisaje
recuerdo en el espejo
de aquel canto que montamos en el bosque

ahora flota para no mirarlo
También debajo de las piedras
escucho el silbo de otro nombre
¿qué grito vale su penar en la existencia?

Parpadeo en el punto cero de la aguja
—separados por los hilos que atan cosas,
alguien nos descose
alguno que sabemos
desconoce su vecina identidad alguna:
la veo y no la veo,
vigilia adentro de la costa donde duermo.

Yo älguno, sin nombre,
¿sabrá que somos niebla entre dos sueños?

Somos el pueblo de La Hueca, de la gran roca seca y hueca.
Los ojos cerrados a la luz sobre el sin suelo del desierto
queman tú qué más en la pregunta,
pasos que se apuntan sobre brasas.
Así desando por mi nombre
como por un viento sin respuesta.

El polvo del hambre cubre nuestro cuerpo. Recibimos las acometidas del vacío con el humo
de madera calcinada —abrazo de mil playas que los viejos cargan en sus brazos: fogatas para
celebrar a nadie, lumbre para ahumar la curva de la luna

la moneda roja,
sello de sangre en los entresijos de la noche.

Este ulular dibuja la caída de una esfera, raíz de luna, siéntela lamer la lengua, lamer el mar
donde nos dice
la felicidad de un ojo de agua que rodeó a la noche con un río.

Nuestros días, nuestras noches, nuestro torcer paciente en el silencio. El río que buscamos
alimenta el hambre que lo mueve.

Niños miran: nos insectos, nos algunos divididos.
Niños lanzan la pregunta que se aleja como tronco a la deriva.
Hay un sitio donde juegan y descubren los cimientos.


III
Cuesta arriba imaginarse las palabras
que habrán de romper el silencio
que no pide ser abierto.

Mi sueño crece desde adentro de una cueva:
la ciudad se angosta en una calle a mediodía,
el sol la desvanece, limpia de la vista.

Estoy de pie sobre una duda que la boca balbucea;
no puedo sacarla de su olvido, no la veo.

Si camino y me dirijo
hablo baladura de balido,
¿qué digo en esta hora limpia y sola,
arrojado desde el suelo hasta yo mismo?

Silabeo:


IV
La ciudad se suelta de mis ojos
—hay un baile
desatado del susurro hay un baile,
arborece de las manos de la tierra
y da vueltas
y lo digo
acabándose el aliento.

Me desplomo enlazado a las veces que pregunto y pierdo la respuesta.
El mundo gira y no se aquieta.

Alguien se oye tronar,
una mujer renace en el costado del momento
nochemente
ella baila
se agrupa sobre el sueño del hombre encendido
se distiende
y respira
y parece un sueño que nace de un sueño.

Nuevo aliento a los muslos que despiertan.
Los ojos salen a tientas
la mirada más oscura, voz
caverna, empapada de arrastrarse acuoso en el olvido,
su goteo no es la duda:
buscar nuevo de lo aquello.

La ciudad olvida mi andar austero y las caras que animan el yelo oscuro de sus sueños.
La ciudad flota en el deshielo de sí misma.

Desesperas cuando no suena la puerta,
no hay tablas que dividan el aliento de lo indecible, este viento que te acerca a lo mirado.
No se rompen las ventanas a palabras.
Ellos dijeron:
«Mantente limpio, sí, muy cuidado,
corre si tienes que hacerlo, anímate si puedes,
corre, corre si puedes correr
mantén limpio tu traje, mi buen hombre».

El viento camina
todo lo voltea entre sus piernas y despierto
—adentro de los muslos abulta la nostalgia,
recuerdas el rojizo mundo de barrancas y mañanas que se abren similares,
allá, el sol del bosque dice:
ella baila,
en algún sitio ella se encuentra, es realidad que ofrece su sentido;
ella baila invisible en el sueño, más adentro de la trama que la propia sangre bulle.
Su boca danza sobre tu cuerpo
la canción que Nos soñaba.
Ella baila y te despierta su canto que disloca.

Adentro de la mina el ojo es negro;
perdido sin mi dueño, dando tumbos,
me arrimo a los caminos y me hundo,
camino por el sueño y digo mundo;
el hombre que busca su lugar junto a la roca hueca
cuando los gritos despojados suenan frente a un cuadro donde duda;

las manchas forman sugerencias
(yo quiero asemejar los ojos)
se adivinan formas que desmienten
(asemejar los ojos al crédito del fuego);
quiero bailar sobre la cresta de las olas, por entre el fuego que celebra.

Un no saber por qué, un no ser de estar tendido,
hallar la mano hundida,
invisible;
no sabe la mano
cómo abraza al hombre que se acuesta,
no sabe el hombre: sueña
su goteo lo inventa el árbol,
el baile es el latido del árbol en el pecho citadino,
mueve los sentidos al vaivén del viento:
baila
y ella canta
la canción de nuevos días




HUELLAS DE PERTENENCIA

1
Estoy sentado y pienso dar mi sombra por la calle que recuerdo.
El mar mundo de ritmos comunales ahoga mansamente en esta hora su roer,
afina un cauce limpio para darse al demuestro de nosotros
—los caminos se abren como brazos dentro de la comba que dice silencio-;
somos nosotros, descargados de sombra, semillas en la noche,
aquellos que miran venir las sinfonías diurnas a través de la ventana que los
junta.
Sentado y lleno de las voces, no estoy ahí donde me siento.

La estancia del mundo es sin contornos:
una carrera avasallante, impaciencia de las pieles por tocarse, la caída
sin cesar de las cosas por su peso;
en ellos que descuellan de su sombra un mundo real adquiere su certeza.

Nuestra casa es apretura que entrelaza espacio, árboles y hombres
—la respiración mira su ceder, alba voz que llega por el centro de tu cuerpo,
ojal de transparencia;
yo rodando sostenido por el peso que astilla un centro en mil astillas;
dividido soy un cruce de caminos.

El agua ruda, el agua que urde:
qué toca hurgando en la memoria roja,
qué busca en las palabras que callaron:
la intuición de una señal que escurre al sur de dónde, hacia lo bajo de quién
si lleno de mis voces, no estoy ahí donde me siento.

Cuál extremo del río que cruzo sin cruzar es bueno para despertar del todo.


2
La noche lanza su costado encima del recorte de los cerros:
hondos como espaldas, tímpanos de negro,
el viento arrastra sobre ellos los humores de la niebla.
El paisaje es paladar de tierra y agua.

La culebra húmeda del viento muerde la más honda transparencia.
Zumban las colmenas del reposo.

La calma despierta:
trueno y sombra son piernas que mueven y remueven las distancias:
lo lejano hila con los dedos de mi mano.
Las nubes pulsan luz dentro de su sueño acampanado
—el rayo es su badajo silencioso.
Su estruendo no es el ruido; a punto de caer es su mecerse,
de la suagua huele a estancia que se amplía,
su casi caigo es dulce, morada adivinanza que reúne al hombre con su noche.

Cascabeles que florecen son la espuma del momento.

La noche es indecible.
La cuna de mis ojos vierte su semilla,
planta su costado
a la sombra de la lluvia con su calma dura
en medio de eso negro que se oye y es vibrante duda...
La sonrisa que nace es su respuesta:
La ignorancia que es raíz es mi resguardo.


3
Cabe la lluvia en las distancias de mi cuerpo.
No cielo: demuestro de nosotros en cascada;
cabe la lluvia en cada gota, cauce que une, universo,
se abren las manos increadas, posibles, discutidas, desbordadas:

Despierta el hombre, embarazo de su sueño;
la mujer en la ventana canta música sin sombras,
el agua de su boca escande cabellera de su espalda,
desciende y es morada de la vista;
los ojos beben alimento de su canto.
Ante ellos amanece la ciudad pequeña como un parque,
minuciosa en los contornos de la música que ruge.

En su remanso encuentro mi sentido,
camino una calle nueva, sin fronteras,
cada paso nuevo umbral
cada paso nueva voz iluminando la penumbra
cada paso



OTRO MUNDO, ESTE MUNDO

Mientras el sol desciende, las frondas que lo ocultan se hacen menos negras. El gorrión festeja sobre las ramas desnudas, salta con su canto que recorta al viento.
Mil ojos se dibujan entre el follaje que parpadea. El sol que baja les da luz y su mirada. Un soñar rojizo y turbio es el corolario de una tarde que navegó sobre el lecho caliente del verano.

Calor de infancia, doble intensidad: en el recuerdo y al caminar por la calle junto al baldío donde al borneo de la cabeza nació el recuerdo de la matriz del olvido.


DOLOR DE NOMBRE

Yo soy el mundo. Aquí soy el mundo,
está en la palabra.

Limpio espacio
crece en la mirada,
su ramaje abre una sonrisa
en el rostro de una ella,
desconocida.

Decirle la sonrisa al mundo
es la lluvia que rebosa la vasija
donde alguno bebe su reflejo.

Sin mirada, el hombre es exiliado,
sombra entre fantasmas.


*   *   *


El mundo inicia en cada giro que acicalan nuestras manos.
Quiero ser claro y decir así conmigo
los fantasmas en la esfera de mis ojos;
caminar en las palabras, si así fuera posible
y asomarse a la ventana del instante
para poder decir conmigo
la oración completa de la tarde.

Sea la voz mi propia andanza
donde encuentro lo perdido
en los ecos de mis pasos
en el reposo de mi lengua
como una vela que se aquieta
para colmar su fuego en ojo.

Acurrucado en la mirada, me detengo, me levanto, me desdigo
memorizo sin correspondencia:
enraizado en la luz, hablo con la voz del ciego:
encarno la noticia de mi tiempo.


Ahora he dicho lo imposible de tocarnos, sin poder tocarnos
con aquello que no sé decir
y no tenemos
sin tocarnos.


Me duele la franqueza de la luna,
ya no es sueño el despertar de su rugido
—no hay rugido.
Su silencio es silencio
y alguien sueña
alguien duerme más allá de estos sonidos:
la noche se ha cerrado para encontrar desnudos nuestros nombres,
nos deja en lo más negro de una selva,
colgados al descenso de la música—
(ella ha de hablar,
Nos hablará desde lo quieto,
su párpado abrirá la fianza que nos libre
de correr el círculo
que no respira:
alguien despierta
posado sobre la certeza oculta de estallar
como si el pasado
no se hubiera dicho
como si no fuera
esto que me anima
a saltar desde un vacío
sentir en cada vena de la carne
el recuerdo desatado sin origen
—lo abrirá el olvido—
para nadie
para que nadie crezca
para el nuevo hombre vacío
que no vemos, desconocido,
lleno de torrente y río).


*   *   *


Dilo, di la noche ha terminado, dilo afuera del silencio;
dilo para nadie bajo arcos de una casa clausurada;
dilo con tu voz que arropa
dilo con la voz que arde remolino de tu centro.
Dilo como quieras, dilo, salta del silencio a la tierra de las voces.

Como una flor huraña, la ciudad se cierra en medio día.

Estómago vacío,
cómete a preguntas,
roe tu nombre como al hueso,
busca de qué asirte,
toma el medio día pequeño, llénalo de cosas,
rómpete voz, truénate sueño, sean costras
las imágenes que había.

Dila. Di la pregunta.
¿Por qué la primavera es niebla,
densa y triste niebla?
Muéstrate de viento y corre,
tu infancia habla por la boca de aquel hombre que camina.
Su andar recorta la pregunta, mastica su desvelo.
Entre esa niebla pierdo
los sostenes de mis comas, saltan como grillos
—venas de su arena desmoronan las palabras, una a una como al viento.

Flor quemada, abre las entrañas y recibe
la novedad discreta de mi cuerpo.
(Atrás, la vieja piel rasgada responde las preguntas de ratones).

Estoy en ti nuevo yo sin ataduras,
mezclado a la corriente, me distingo del pasado en que no existo.


Manos largas hacia el templo de paja del recuerdo,
oscuro, oscuro—
¿cerré los ojos o soy el cuervo en su cabello?

Estoy enfermo de partir el mundo,
enfermo de compartir
el encierro del mundo.

Acaso invento sea,
imagen desgastada por el barro que hoy es lodo,
mal sueño de tierra quemada
—no hay vasija para verte, agua.
Difícil verse en el exilio.


Dila. No encalles como espuma palindroma,
besa tus huellas de regreso a la quietud.
Di los cerros tras la noche, zócalos rugosos
donde la predicción dispuesta se recarga.
El árbol de la mano abierta
se derrama en busca de la huella rosa (inmensa) de la luna (en mis ojos),

dile la parvada que nadaba en ese aire que inhalabas
—los tordos de los ojos volverán en mi consuelo.
La cabeza fue de dos y las piernas se plantaron con firmeza,
¿qué digo se balancea en esta lengua?

Si algún indicio hay en todo esto,
el son risa de la hiena dejó de ser temido.


*   *   *


La luz se ha colado amarilla por el cielo estriado
como un pétalo encendido.
El perro negro ladra en la esquina: es silencio que
estalla. La calle solitaria
es un largo lingote de ámbar.

Sobre las cabezas, un incierto olor a lluvia fina
llega como la premonición de un Sueño.

Un deseo no formulado; la boca llena de silencio:
mis ojos son otras ventanas
tras la ventana.

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