viernes, 11 de diciembre de 2009

Bitácoras de soledad, de Héctor Domingo

Ediciones de la noche
México. 2009
127 pp.


[Reflexiones en torno de la lectura de Bitácoras de soledad, de Héctor Domingo]

COSME ÁLVAREZ

«Para la mayoría de nosotros, la vida verdadera es la vida que no llevamos.» La declaración de Oscar Wilde con que inicia el libro, y que Héctor Domingo utiliza de epígrafe, es sin duda una clave para comprender la poética y el impulso que aparecen como telón de fondo en cada una de las siete historias que conforman Bitácoras de soledad.

Si la única vida verdadera es la que no vivimos, ¿quién la vive por nosotros? Así, desde el principio de la lectura, Bitácoras de soledad se propone a sí misma como una reflexión de la existencia, pero de un existir en el que lo existente se formula como un fenómeno ajeno, como ficción.

Desde tiempos inmemoriales, el hombre ha meditado acerca de la realidad, lo existente, la vida, su propia existencia y si hay algo más allá del mundo físico; a lo largo de la historia hemos derivado entre el ser y la nada, entre la vida interna y el tiempo, entre lo que consideramos real y lo que nos parece fantástico; estas reflexiones son constantes y han generado grandes movimientos del pensamiento. A partir del día en que el cerebro pudo abstraer el mundo, los hombres existimos entre lo tangible y lo intangible, lo posible y lo verdadero, lo racional y lo irracional, la lógica y los sueños, y experimentamos con la misma constancia toda clase de incertidumbres, principalmente la del miedo a la muerte, registrado ya en el poema babilónico Gilgamesh —hasta hoy el libro más antiguo de la humanidad.

Como parte de su naturaleza, el hombre se ha formulado algunas preguntas fundamentales, pero al no hallar una respuesta del todo provechosa o satisfactoria recurre a la imaginación; también a otros medios de percepción que efectivamente están más allá del pensamiento. La síntesis de este camino va desde las visiones religiosas de India, el Tao originado en China, las cavilaciones presocráticas sobre el ser, el cristianismo y el budismo —uno en busca de la salvación, el otro en unión con el silencio—, pasando por la idea, para mí falsa, de la supuesta supremacía de la razón, sembrada por Descartes, y de ahí a las metafísicas de Kant, Nietzsche y Heidegger, el existencialismo, el nihilismo, incluso el surrealismo, hasta nuestro ahora, en el que prevalece la falta de dios y de todo punto de referencia, esta pérdida de toda seriedad y de todos los valores, tan propia de la torpemente llamada posmodernidad.

No es sorpresivo sino comprensible y hasta consecuente que tras la oración de Oscar Wilde aparezca otra frase-clave como columna vertebral de Bitácoras de soledad: «Cualquier ficción no es más que una realidad en espera de su legítimo dueño.»

El hombre ha procurado para sí, para su tranquilidad, un conocimiento que quisiera absoluto del silencio que lo rodea. Empezó por estudiar las estrellas, luego el mundo que habitaba, y por último el mundo que lo habita. Es curioso que no hubiera comenzado por aquello que tiene más cerca: a sí mismo. Con el paso de los siglos ya no miraba estrellas sino sistemas solares, ya no se concentraba en el valle o en el bosque sino en árboles y en hojas para clasificarlas, ya no veía a los otros hombres como parte del paisaje sino los órganos dentro del cuerpo humano. De la materia pasó a la célula, a los quarks, a los taquiones, y de ahí a la energía y a la nada.

En nuestros días padecemos esa histeria colectiva por el reduccionismo y la especialización; el médico ya no sabe curar un cuerpo cuyo funcionamiento se rige por un orden implicado en su totalidad biológica, ahora existen diferentes clases de médicos, entendidos en el hígado, las venas, el corazón, en un dedo, la uña, como si el cuerpo humano no fuera una unidad indivisible en su funcionamiento para la vida. Esto mismo pasa con nuestra manera de percibir el mundo en el que vivimos. Vemos el árbol, pero no tomamos en cuenta el bosque. Igual ocurre con los astrónomos, en realidad con casi todos los quehaceres que realiza el hombre: mira un fragmento de la realidad y de la vida olvidándose del conjunto, como si vivir fuera un rompecabezas del que hay que ir juntando las piezas en el camino.

La vida es una sola, lo afirmo contra Oscar Wilde y contra toda esa absurda confusión divisoria; la vida, repito, es un único movimiento, que incluye el hecho de la muerte. Al colocarnos las anteojeras laterales del conocimiento limítrofe, hemos perdido de vista la totalidad de la vida, y algo más grave: no sólo caímos ya en el pozo de la especialización y el funcionalismo, sino en el olvido del ser.

De ahí que me guste lo que se insinúa como telón de fondo en Bitácoras de soledad, donde Jan Caballero, narrador y personaje central de esta novela escrita en siete cuentos, más que ir en busca de una ficción que le aguarda como única y posible realidad, se topa con su propio destino, o, como diría Ernesto Sabato, con su fatalidad, en tanto que la fatalidad es un hombre en busca de su propio destino.

El libro inicia con una posdata, como si Héctor Domingo quisiera llevarnos al escenario por la puerta trasera. Esto me hace pensar en que Héctor no desea para su obra espectadores pasivos, sentados cómodamente en sus butacas, delante de las escenas y lejos de los hechos. Los quiere en escena, y para ello busca que el lector participe como parte de la experiencia humana que va a relatarnos.

Sería un abuso de mi parte, contra el libro y contra el propio Héctor, si me pusiera a contar aquí los siete movimientos de la historia; insisto, no siete partes aisladas sino siete notas que forman un solo acorde. Baste con que el lector por venir sepa que Bitácoras de soledad es un valle compuesto de siete montañas, y que el libro va a mostrar el paisaje completo en siete fotografías, para que veamos en ellas, al final de la lectura, el conjunto del horizonte como una totalidad.

Héctor Domingo ha practicado en su primer libro un estilo cuya base es la sencillez; la historia que narra por medio de Jan Caballero se apoya en estos siete trazos dibujados con igual sencillez, con un dejo de candor e inocencia. Algunas veces podremos adivinar el final de algunas de estas historias breves, pero es sólo cuando recorremos las siete puntadas del bordado que podemos apreciar la única figura que contiene el tejido, figura que se revela o que se delata en el último tramo del volumen, titulado «El Zoológico Fantástico».

El impulso que mueve los hilos del drama narrado es el de la búsqueda y el enfrentamiento con una libertad que hoy nos parece tan poco probable que terminamos considerándola una ficción, como si decir «libertad» no fuera más que una ficción en espera de su legítimo dueño. Hay en estas páginas el entendimiento de una confusión, la del mundo mismo, sumido en un pozo sin agua que llamamos soledad o aislamiento, pero que no deja de ser una soledad violada por el pozo mismo. No veo soledades terribles ni comunicaciones frustradas en esta historias; veo, sí, la necesidad de un autor por describir el mundo una vez que ha empezado a asomarse fuera del pozo. Los personajes aparecen y desaparecen como ocurre cuando viajamos a bordo de un autobús o de un vagón de tren, tal y como sucede en la vida misma. Jan Caballero los capta, los registra, los describe, los identifica para componer el tablero del aislamiento en que se ve envuelto. Parece ignorar que, al haber salido del pozo, o en este caso de la zanja donde cae una ambulancia en el primer cuento, ha conseguido por primera vez mirar con los ojos de quien está en verdadera soledad: alone, all one, el todo en lo uno.

Héctor Domingo ha logrado en su primer ejercicio de escritura un estilo literario limpio, directo, entusiasmado por la belleza que las palabras procuran; me recuerda aquellas literaturas hoy poco frecuentadas, como la del francés Georges Duhamel, que a través de diarios o falsos diarios buscan mostrar con inocencia prístina, con amorosa candidez, la existencia de un hombre, o la de un grupo de seres humanos cuyo único propósito es vivir una vida, la suya propia, y que, en el esfuerzo, se enfrentan con un entorno, por momentos cómico, por momentos hostil y voraz, que también busca su lugar en la existencia, y que los sumerge en la sensación de estar experimentando una soledad colectiva. Por medio de personajes a veces entrañables, a veces desesperantes, Héctor Domingo nos regala en Bitácoras de soledad el dibujo de la vida tal y como lo haría un niño.

[Texto leído durante la presentación de Bitácoras de soledad en la FIL-Guadalajara, el día 4 de diciembre de 2009]

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