Por Héctor Iván González
(poeta mexicano)
A Amparo Tena, mi abuela
Héctor Iván González (Ciudad de
México, 1980) es escritor y licenciado en Letras Francesas por la UNAM.
Coordinó y prologó La escritura
poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada (FETA, 2012). Fue becario del FONCA
2012-2013. Junto con Adriana Jiménez, editó y prologó El Temple deslumbrante. Antología de textos no narrativos de Daniel
Sada (Postdata, 2014). Colabora en medios como Este País, Nexos, La Jornada, Revista de la Universidad, Crítica
de la BUAP, entre otros. Acaba de publicar su libro de ensayos Menos constante que el viento (Casa Editorial Abismos, 2015).
(poeta mexicano)
A Amparo Tena, mi abuela
Desde
el titubeo
del
silencio o tomar la pluma
me
vuelco hacia el murmullo.
Todo
ha sido tan súbito
que,
bajo la grisura de la noche,
aún
la tierra humea.
La
tierra agitada y rasgada
que
toma cuenta del paso,
cansino,
titubeante, del hombre.
Mientras
esta luz pálida
se
reúne en el vacío,
inicio
un himno de pocos.
No
hay a dónde ir,
si
es que hay que hacer algo
no
es emprender el camino
Ni
hay que tomar la calzada,
porque
tu disolución,
tu
enigmática partida,
ha
sido suntuosa y grácil,
como
el escampar de una lluvia
muy
tenue, casi silente.
Dejamos
la tumba
en
primaveras,
aún
surgen efluvios
de
tus flores.
Un
montículo de colores y pétalos
ahora
te hace compañía,
Abuela
generosa y solemne.
Abuela
Amparo, triste eslabón con
un
mundo impertérrito, de salmodias,
voces
y rezos inacabables.
Noche
milenaria de mi pasado
que
me arraiga a la tierra,
a
la sombra de una hacienda.
Ser
de mil años, naciste enferma,
creciste
madura como la perla,
beata
sempiterna, cónyuge de Cristo.
Siempre
te refugiaste en las misas,
en
los inextinguibles rosarios
que
tanto me exasperaban.
Tu
voz era la de un cisne
que
se aguzaba para el canto,
para
retratar tu esperanza no-nata.
Tu
infinita Fe en un Dios que
seguimos
juntos brevemente pero
ahora
me intolera.
Tu
vida fue un perpetuo Viacrucis,
jamás
aceptaste las muertes
de
tus tres hijos y esposo.
Hablabas
de una Rita, muerta de meses,
y
de Jorge, a los que nunca vi ni oí,
pero
que tu llevabas tan dentro
como
se lleva el alma.
Fuiste
una viuda perpetua,
expectante,
que lo sabía todo al no saber nada,
con
cabellos grises y ojos tenues.
No
me gustaba tu olor a casa vieja
pero
respetaba tu dentadura marmórea
y
la devoción por tu desvelo.
Te sentí
cobarde en tu deber de albacea
y
llegué a sospechar que provenías de Lesbos,
eras
una presencia andrógina por casta.
Un
pasado, que desconozco,
contradiría
mis barruntos
pero
eras tan abuela, tan gélida,
que
no podría pensarte sin
una
hoz o un arado en lugar
de
los costureros de las demás abuelas.
“Entre
tus manos / Dejo mi vida, Señor”,
¿te
acuerdas que repetías meliflua,
con
el aletear de una mariposa, esa salmodia?
Puedo
decirte que, mientras surge
un
zumbido, hoy nos diste la paz
que
tanto anhelabas en vida.
Ayer,
sábado, y hoy domingo
–tus
días dilectos por ser días del Señor–,
nos
diste por lo que más rezabas.
Por
fin hubo paz y concordia
en
esta tu embrutecida familia,
hoy
la música apaciguó a las bestias.
Hubo
un convenio y el estrechar
de
manos, que antes viste crisparse
y
que hoy tú uniste, Amparo.
Lograste,
con esa pelea con la muerte,
esa
guerra impasible y dolorosa,
que
hoy tus hijos fueran uno.
La
paz de un sentimiento afín
en
la tierra de las discrepancias.
El
tan lejano silencio apagó el grito.
Sirvan
estas líneas pergeñadas
al
pie de tu tumba florida
para
decirte que venciste al fuego.
Dejaste
que la tierra disuadiera
a
la noche de seguir alimentando
el
aire de fantasmas con un rezo.
Héctor Iván González |
No hay comentarios:
Publicar un comentario