sábado, 1 de octubre de 2016

Por una ética sin adjetivos. La poesía de Lillian van den Broeck

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)




El caso de la poeta Lillian van den Broeck me recuerda, toda proporción guardada, el de Katherine Ann Porter. Pero a diferencia de la estadounidense, Lillian decidió adoptarnos como su patria, y, con ello, enriquecer nuestra literatura con su obra, en vez de hablar como un testigo que puede irse cuando quiera. Irremediablemente es nuestra, y deberíamos prestarle más atención. Nacida en Austin, Texas, en 1954, una ciudad muy poco propicia y favorable para un espíritu como el suyo, de origen neerlandés, su poesía da cuenta tanto del trayecto espiritual que la trajo hasta nosotros, tanto como de su origen multicultural y multilingüístico.

La ruta interior que llevó a Lillian a adoptarnos empieza, naturalmente, como no podía ser de otra manera, con el lenguaje. Nada define mejor a un poeta, a su mundo interior, como el lenguaje. No basta con hablar la lengua local, debe estar en el alma y en los sueños con la naturalidad de lo que es propio. Algo que dice mucho del lenguaje es su capacidad de juego, su polisemia. Esto lo entendió muy bien desde su primer libro, que en un revelador juego semántico tituló Estado de anónimo (1994), en un conjunción entre el “ánimo”, la “anomia” y el estar encubierto, de incógnito, sin nombre. Este hábil juego de palabras no tiene, no tuvo en ella, empero, nada de juguetón. Es la declaración de principios, la poética personal de alguien que ejerce una lucha cuyos frutos nos corresponde aquilatar, y cuyos ecos son aún hoy más poderosos que cuando el libro apareció por vez primera. Quizá sea llevar demasiado lejos la comparación, pero podría decirse que la suya es casi una mirada sociológica, si no fuera porque ella es una poeta, y no alguien que estudia la realidad social ni intenta explicarla.

El estado de anonimato al que se refiere el libro, con sus ramificaciones hacia la anomia, a un estado de ánimo anómalo, de incógnito, sin nombre, es aquel de alguien que tiene que conquistar su sitio en el mundo por partida doble: por ser mujer en un mundo dominado por varones que sólo saben reconocerse entre sí, por un lado; por ser extranjera y obtener el reconocimiento de nativa que le es negado a alguien con un apellido del todo foráneo, por otro; y finalmente, en un tercer e ineludible espacio, el de conquistar el lenguaje que los naturales usan y dan, o damos, por sentado. Es en ese triple movimiento que ese libro, el cual pasó casi desapercibido en su momento, adquiere una connotación que se ha ido construyendo con el paso del tiempo y que, como en toda apuesta semántica, en toda búsqueda de sentido, también es construcción social, es decir: necesita de nosotros para cumplirse.

Estado de anónimo es, en efecto, un libro anómalo, una anomia en nuestra poesía escrita por mujeres, desde el momento en que elige para sí el anonimato, o más bien un sitio discreto, alejado de los reflectores; como quien, encubierto, desea observar lo que sucede a su alrededor sin llamar la atención –de allí que pueda llamarse a la suya una mirada sociológica. Quizá referirse a él ahora sea violentar esa decisión de permanecer a ras de suelo. Pero es necesario llamar la atención sobre él, o sobre su escritura, sobre su autora.

Durante años no supe cómo hacerlo, pues se trata de un libro que siempre me impuso, y de alguna manera me intimidó. Asomarse a sus páginas fue para mí como el acto indeseable de un voyeur, de acudir a algo que debería mantenerse custodiado por su fragilidad y belleza. La constante lectura y un fervor ineludible me hicieron vencer, finalmente, mis reticencias. Estado de anónimo es un libro, por momentos, desconcertante, no por su oscuridad o su complejidad, sino por lo contrario. Por su deslumbrante desnudez, por su desafiante sencillez. Compuesto de poemas breves, a veces casi aforismos, desprovisto por completo de adjetivos o eso que técnicamente se llama epíteto creador, es decir esa adjetivación poética que modifica de manera radical al sustantivo, otorgándole una cualidad reveladora, altamente imaginativa, es sin embargo una proeza lingüística de un rigor insobornable, detrás del cual se encuentra una poderosa ética frente al mundo.

En su escritura se puede observar un amor por las palabras inusual, un empeño por desnudarlas de cualquier elemento superfluo, por permitir que brillen como si acabasen de salir del crisol del lenguaje. Es casi una invitación a verlo y a leerlo, al lenguaje, primigenio, incontaminado. Me recuerda esa desnudez y sobriedad que hay en Paul Celan, pero sobre todo en Ingeborg Bachman, dos poetas que se amaron profundamente y que mantuvieron una relación intelectual tanto como afectiva admirable, y que en su escritura e intereses literarios dieron cátedra en cuanto al uso del lenguaje. Allí podría decirse que radica su fuerza y su originalidad: un ejercicio de desmontaje del lenguaje y sus cadenas, de sus rutinas y sedimentos, para decirlo con un lenguaje erudito o académico, inusual entre nosotros.

Las imágenes del libro empiezan a formarse en la mente del lector después de hecha la lectura, como si hubiera asistido a los sueños de alguien más, tal vez los suyos propios. Es como si una bruma inundase de repente la memoria y algo difuso emergiese de ella. Así, se recuerdan las imágenes en recámaras desordenadas, en hoteles de paso, en el balcón de algún edificio, la fragilidad del amor y las palabras, la desnudez no sólo corporal, apenas cubierta por las sábanas, sino del lenguaje, del alma que se asoma detrás de las palabras. Uno siente casi un pudor de asomarse a ese mundo anómalo y al mismo tiempo anónimo, como si uno fuese el responsable de esa sensación de abandono y desamparo flotando en el aire. Y eso es porque en cierta medida, así es.

Estado de anónimo es un libro representativo no sólo de este cuidado extremo hacia el lenguaje, hacia las palabras, sino también del estado que la mujer, todavía en aquellos días, no tan lejanos, y en los actuales, tiene en esta sociedad machista en que vivimos. Es también representativo de esa lucha que Lillian ha enfrentado, quizá desde una posición casi callada, secreta, de quien tenía y tiene que justificar su ser, su estar aquí, diría Michel Maffesoli, en una sociedad de varones.

En un poema, “Me toca a mí decirlo”, escribe algo que podría ser el motto de todas las mujeres entre nosotros: “Detrás de un gran hombre hay una gran mujer/ detrás de una gran mujer no hay nadie”. Podría considerarse este breve poema como su auténtica declaración de principios, el reflejo de ese esfuerzo en el que la mujer tiene que construir su propia identidad sin necesidad o deseo de recurrir a nadie. Y este no recurrir a nadie se puede ver desde otra perspectiva, también literaria, que hace de este libro algo poco usual entre nosotros: no tiene un solo epígrafe ni dedicatoria a ningún escritor, como si pidiese sólo ser por sí mismo, sin deberle nada a nadie. Exactamente lo mismo hará en su siguiente libro, Me lleva el tren.

En otro poema titulado “Voluntad” de la sección que da título al libro, de manera casi irónica, describe ese ninguneo que la mujer recibe entre nosotros prácticamente a diario: “Me llamé por teléfono/ y sonó ocupado”. La imposibilidad del diálogo, del reconocimiento ante el mundo del varón, que quiere siempre las puertas abiertas para hacer su voluntad, encuentra aquí una expresión tan simple y llana que resulta conmovedora. Frente a este poema, en contrapágina, aparece otro, que se titula simplemente “Yo”, y que podría ser la contraparte, la otra cara de la moneda de éste: “Era tan incrédulo/ que no era cierto”. Muchos de los poemas de este libro aparecen de esa manera, como imágenes especulares uno de otro, como en un diálogo interior surgido de una imperiosa necesidad de ser escuchada.

En la primera sección del libro, Lillian concibe un grupo de poemas en donde esta raíz multilingüe se ve con mayor precisión, en una escritura casi expresionista, y a través de la cual, en ocasiones eliminando casi todo conector gramatical lógico, usa el lenguaje con una precisión casi quirúrgica para entregarnos imágenes y textos de una honda repercusión estética. Tal es el caso de uno de los poemas más notables del libro, inspirado en la escritura en espiral de los mayas, “Kunish ajau”, tal vez el más depurado ejemplo del arte lírico de la poeta, en un denso y profundo poema a la Creación, al amor, al reconocimiento y la libertad conjugados en versos impecables, despojados de todo elemento retórico:

Un barro muerto
el mirar del barro muerto
yo lo he hecho
yo lo soy
alguna vez vi a mi creador
el contacto de sus manos
sobre mi masa fresca
me moldeaban hasta adquirir
definitiva
perpetua forma
fue doloroso endurecer
jamás volver a ver al artesano

Kunish ajau
una deidad de fuego
repetida a sus costados
cara de dios sol
con penacho de pájaro que no vuela
mascarón decorativo de templo maya
pedazo de orilla
extracto de ayer puesto hoy

Soy cierta ente el sol
revuelta ante el asombro de su boca
con la misma carencia de mirada

Reposo sobre aire y agua
quédate allí de ese lado
donde no te toque

“Kunish ajau” es un poema digno de cualquier antología por su pulcra y cuidadosa construcción, no sólo verbal, sino espacial, por la manera en que está dispuesto sobre la página, como si fuera un reflejo de ese mundo perdido de los mayas, sus jardines y palacios, su escritura saliendo del vacío, creciendo hacia la vista de quien lo lee. Es una pequeña obra maestra. Pero es mucho más que eso. Si se me permite decirlo, es casi un autorretrato cubista de la propia poeta, un ejercicio literario en que Lillian se conecta con la tradición de la poesía moderna, pero bajo sus propios términos.

No menos exquisitos y complejos lo son los dos poemas con que abre el libro: “Fumamos” y “Casas”, que recuerdan el rigor de la poesía de Ingeborg Bachman. Son poemas que se mueven de manera hiperespacial, y que sutilmente recuerdan “La estancia doble” de Baudelaire, y del cual probablemente sean dignos herederos. Lillian revitaliza el procedimiento baudelaireano de las dos realidades en un mismo poema. “Casas” dice:

La casa está vacía y sola,
conmigo dentro, lo recuerdo,
bebo vino con ella,
brindo con sus ventanas,
cristal contra cristal,
y nos quedamos calladas
como somos las casas todas,
silenciosas de nosotras mismas,
con nuestras puertas,
ventanas y escaleras,
haya luz o no.

La doble metáfora de soledad y autosuficiencia, la imagen de la mujer callada pero independiente, que no requiere ni busca del reconocimiento del varón, se halla a lo largo del libro casi como un mantra. Y como un espejo de aquel dístico ya citado de la mujer valiosa que no tiene a nadie detrás, Lillian escribe un notable poema, “Fusión”, que es casi su imagen especular:

Has atravesado la piel que me cubre la carne,
te has metido hasta los huesos,
andas allí dentro,
bajas los pies, subes,
das vuelta en los hombros,
pasas por los brazos,
tomo la pluma cuando llegas a mis manos.

Mira cómo te tengo,
cómo mi cuerpo es tuyo,
te paseas en mi garganta,
rondas mi boca, te trago,
juegas a escapar por mis fosas nasales
te inhalo, lo permites,
aprovechas el momento,
te escabulles de mis ojos,
te oigo en mis oídos,
todo entero, capturado,
adherido a mi cerebro,
a mis vísceras, allí estás,
somos aquí poderosos,
lo logramos todo,
no necesito abrir las piernas
para sentir tu permanencia.

Se trata de un poema de gran calado, por su expresión decantada, prácticamente sin adjetivos. Allí está una de las claves que lo vuelven una proeza literaria, pero también la visión ética que recorre todas sus páginas. Esa declaración de principios mencionada es también una ética que abarca lo social y lo estético en una expresión que al eliminar la adjetivación, busca suprimir los juicios y prejuicios, y colocarnos en un tiempo cero, nuevo, de igualdad y hermandad. Allí se encuentra la radicalidad de su ética, la ética de una mujer que no recurre sino al principio lógico de la equidad, más allá de cualquier discurso social. La poesía por delante, como luz que ilumine y haga visible, y posible, lo invisible e imposible.

Lo verdaderamente peculiar de las múltiples manifestaciones líricas de este libro es que Lillian no las expresa con amargura, con desazón, sino con un sentido de la ironía digno de aplauso y reconocimiento. No es, en tal sentido, un libro escrito desde una ideología feminista, o, como dicen varones como Harold Bloom y sus seguidores, que suelen leerlo acríticamente, desde la “estética del resentimiento”. No hay en sus poemas un sentido de crítica directa hacia el varón. Hay, más bien, un deseo tácito, y a veces no tanto, de reconocimiento, de autonomía, de convivencia real, de llevar la poesía hacia el mundo de lo real, donde vivir se construye juntos, y no en estado de segregación, de guetos construidos artificialmente. O para decirlo con el título del libro mismo, no en un estado de anomia, de ánimo anómalo, sino de reconocimiento.

En este sentido, Estado de anónimo es un diario íntimo que nos muestra cómo Lillian van den Broeck se vuelve y es Lillian van den Broeck, cómo decide ser ella, sin pedir permiso. De allí proviene ese sentido de pudor al que me he referido. El extremo cuidado en el manejo del lenguaje por su parte revela algo que va ligado a ese estado de anónimo, esa anomia ya mencionada: Lillian no da por sentado el sentido de las palabras, no las usa como si fuera un material ya dado; se aproxima a ellas con un profundo sentido reverencial y les da un brillo y uso que las dignifica, dignificando al mismo tiempo su propia escritura. No hay un solo exceso, no hay un deseo deliberado por crear imágenes o metáforas novedosas, por deslumbrar con un uso virtuosístico de las palabras. Por el contrario, hay siempre contención, sobriedad absoluta, como si sólo bastasen ellas para lograr el proceso de deslumbramiento. Como si estuviesen, las palabras en ella, en Lillian, al borde siempre del silencio. Eso sólo lo puede hacer alguien que tiene que apropiarse y hacerse de esa herramienta, el lenguaje, que los demás usan/usamos de manera un tanto inconsciente, sin sopesar el peso de cada palabra. Pero eso es lo que hace Lillian en este libro. Estado de anónimo es también, entonces, el testimonio y el fruto de esa apropiación, de ese amor de quien descubre su poder expresivo. Un amoroso homenaje a la lengua que todos hablamos, y que nos recuerda con su absoluta desnudez y sobriedad su riqueza y potencial.

Los poemas del libro me recuerdan, por su actitud y escritura, casi minimalista, el arte de otro autor cuyo deseo formal fue el de desaparecer de su obra y que la percepción sobre su trabajo fuese tan natural como la de encontrarse en una sala o un sillón: Erik Satie. En efecto, los poemas de este libro producen en el lector un estado anómalo: el de sentir que no se ha leído nada, que la escritura está tan desprovista de artificios y de retórica, de adjetivaciones inútiles, que es como si se hubiera escuchado inadvertida e involuntariamente una conversación aledaña. La extrema brevedad de muchos, apenas una línea o dos, como al desgaire, son como mariposas que al abrir la página estuvieran a punto de alzar el vuelo y dejarla de una vez por todas en blanco. Como si no hubieran sido escritos aún. Como si apareciesen en un tiempo previo a su propia aparición. Como el milagro verbal que son, pues. Permanecer en el anonimato, al resguardo de la mirada de todos, casi al borde del silencio, o del callar, en un estado de total anomia, fue la apuesta de Lillian van den Broeck en aquel libro. Pero ese estado anómalo, ajeno a las exigencias del mundo actual, tiene un fundamento ético, como lo hemos señalado. Quizá por eso sorprende la cantidad de veces, no demasiadas, ciertamente, en que en su poesía aparecen niños. Acaso porque es a través de esa mirada niña (“La voz bajita de los niños” dice en una feliz línea) que ella desea que el mundo sea visto, experimentado, ajeno a las coerciones de la vida social adulta.

¿A dónde conduce semejante propuesta ética-estética? Tal vez al viaje. Y eso es lo que propone su siguiente librito, aparecido, casi en secreto, veinte años después, tan poderoso y deslumbrante como aquél, y en el que el juego semántico vuelve a aparecer en el título: Me lleva el tren (2013). Expresión típicamente mexicana de la maldición disfrazada, cuando algo no resulta como se esperaba, así como literal de quien viaja hacia no sabemos dónde. La edición del libro, casi como la propuesta de la autora, es otra feliz coincidencia entre la elección del formato y su contenido. Hecho en un formato casi de bolsillo, el libro cuenta con grandes espacios en cada hoja, merced a esa escritura de enorme brevedad, como si fuese un cuaderno para que el lector-viajero tome un tren sin preocuparse por su itinerario y pueda hacer marcas en los márgenes y en los espacios, en lo que parece una invitación para poner timbres, hacer anotaciones mientras el viaje transcurre e interactuar con los paisajes que el libro le propone tanto como los que pueda hallarse en el viaje. Es, en efecto, una invitación al viaje. ¿Pero a cuál?

Me lleva el tren comparte con su precedente el tono íntimo de desnudez adjetival tanto como algunas huellas, quizá menos evidentes, de su origen multicultural así como multilingüístico, como en un poema donde se lee: “Aún con los ojos fríos/ el vestido negro/ las medias rotas/ recorro la distancia”, y en el cual es casi ineludible preguntarse si no es un eco literal del “I go the distance”, cuya traducción sería “voy hasta el final”, “hasta las últimas consecuencias”. Algo similar a lo que se detecta en un verso como “Hoy me transcurso en la calle”, el cual contrasta con expresiones tan típicamente mexicanas como “Así la vamos pasando”. Pero quizá donde mejor se puede observar esa colindancia bilingüística sea cuando escribe: “No sé si hablarte de tú, si hablarte de yo”, como si se tratase de una traducción hecha deliberadamente con el fin de vaciar el sentido esperado, como si con ese juego lingüístico Lillian nos recordase esas indeterminaciones del lenguaje hablado que nunca abandonan el habla cotidiana, sobre la cual está fundada su propia escritura. Pero al mostrárnoslas –las indeterminaciones– hace algo más. Nos muestra esa falta de entendimiento a la que, al parecer, estamos condenados. La convivencia entre las dos lenguas maternas de la poeta es evidente, y así también la visión que este mundo bifronte le ofrece, con sus múltiples recursos lingüísticos.

Dividido en dos apartados, y escrito en poemas breves, de gran intensidad, el librito, de no más de 60 páginas, muestra a la poeta en pleno dominio de sus recursos líricos. La primera parte, “Las lunas de tus ojos”, consta de treinta poemas, sin título, con excepción del sexto, titulado “Nocturno”; con apenas 37 adjetivos, poco más de uno por poema, muchos de los cuales no tienen uno solo. La segunda, “Cuando se tuerce el camino”, consta de 18 poemas, todos con título, y apenas 21 adjetivos. Empero, ninguno de ellos denota un deseo de crear una visión adjetivada, metaforizada, de la realidad. Exactamente como ocurre con su libro precedente, la sensación en el lector es la de no haber adjetivos, una desnudez expresiva y una economía de medios absolutamente admirables.

La primera parte, por su brevedad, y por la cantidad de poemas, parecería ser el cuaderno de escritura de un brevísimo diario, escrito a lo largo de un mes, un mes que podría llamarse, perfectamente, “Lillian”. Se trata de un solo poema, concebido en treinta breves estancias, como una suite musical barroca, y que es la invitación al viaje, al que la autora ha realizado tanto como al que el lector hará. El procedimiento de la doble estancia encuentra en este libro una de sus expresiones más logradas y complejas, en versos de una intensidad y belleza consumadas.

Este cuaderno de viaje, este diario íntimo, en el mejor sentido baudelaireano, es, si se quiere verlo así, la conclusión lógica del anterior libro, de la visión ética del mundo propuesto por la autora, el cual también es casi un diario íntimo. Exploración del lenguaje mismo, expresión de un anhelo vital, las dos secciones del libro ofrecen una línea poética en plenitud y perfectamente organizada, y como su precedente, también dividido en dos secciones, recuerdan las dos caras de una moneda, por esa forma en que muchos poemas de una parte parecen hallar su correlato en la otra, como una imagen especular complementaria.

Desde el primer poema aparece esa perspectiva satieiana del anonimato, de no quedar a la vista de todos, de nuevo ese estado de anónimo precedente: “Entre las comisuras de tus dedos/ de los callejones sin entrada/ de ventanas no construidas/ de las puertas/ me detiene el tacto/ la posibilidad/ el disparate de lo permanente/ de ser la torre más alta, más vista/ el puente macizo por donde cruzas/ con la ciudad en los ojos/ y la luna”.

En el único poema de esta sección que lleva título, “Nocturno”, escribe: “Los trenes dejaron esta huella atrás/ el río se fue sin la piedra/ el otoño esculpió la última hoja muerta/ cuando el cerro perdió su color// Cuántas veces se suicida el día// Ensayo de luto/ a pesar de los cohetes, las luces de bengala/ hay vírgenes cautivas en la estrechez de sus úteros”. Este procedimiento en la poesía de Lillian de jugar con la realidad percibida a través de los espacios como reflejo de un estado de ánimo/anónimo le sirve para dar a sus palabras y su discurso una doble dimensión frente a la realidad lírica tanto como ética, sin dobleces ni separaciones: “No llegué/ Cayó un cometa frente a mí/ Una barricada de muertos impidieron/ el continuo paso// No estoy aquí/ porque no lograron quitar la/ incandescente lápida/ de este cómodo lecho”. La relación entre realidad perceptible y lenguaje, entre estos dos orbes, que en Lillian son uno solo, encuentra uno de sus momentos más logrados en un poema que dice: “Al decirme me defines/ Todavía me huelo/ Huele/ Aún sueño pesadilla:/ Hay una falla en la tierra/ que soporta esta casa/ sin férula// Después llega el mar/ la desmorona   la cubre/ se la lleva/ (tú estás quieto/ callado)// La marea no regresa nada/ como si todo se perdiera// Pero logro rescatar dos cascabeles/ y dos manos mojadas”. El sutil paso del tiempo imperativo a la primera persona y después al neutral de la tercera, para retornar a la primera persona, todas en singular; el constante cambio de voz que lo atraviesa de manera inadvertida, casi fantasmal, es una proeza de corte casi expresionista en este breve y aparentemente sencillo poema, de una complejidad asombrosa.

La idea de soplo en la creación casi ex nihilo, de construcción y descripción de lo que se escribe aparece inmediatamente después en un tríptico lírico (números 12, 13 y 14) en el que la identidad, la memoria y la escritura se funden y confunden en una construcción lírica de cuidada estructura.

En torno a esta conjugación de espacios y actos: el amor y la lectura, la creación y la memoria, tanto como la creación de la memoria, los espacios vividos y el viaje, el vacío y la plenitud, la identidad y autonomía, la vida social y el reconocimiento, es que se mueve la escritura de Lillian en este diario, el cual fluctúa como las curvas en un sendero no prefijado, en la aventura de perderse y reencontrarse. Así lo expresa en el poema 19: “Muero porque el río no es lago/ el tren no se detiene y el día se quiere negro/ Porque no termino de mojarme las mangas/ ni registro fechas y soy la apuesta/ de un jugador sin hipódromo//Me cimbro// ¡Ay, amante!, te digo como si lo fueras/ no hay quién conjugue ausencia/ porque es un abismo como todos/ uno mismo”; en un pasaje del poema 22 escribe: “Entré a bailar sin ser nombrada/ No estabas/ Hay noches cuando las piernas estorban tanto/ Las descrucé”.

El tono casi onírico de estos apuntes, como entradas de un diario sin destinatario ni fecha fija, tiene mucho de expresionista al mismo tiempo que de impresionismo, como si el concepto estético per se fuera insuficiente para su clasificación en cajones preestablecidos. La apariencia de escritura fragmentaria, casi privada, la atmósfera enrarecida y difusa, indefinible o irreconocible con algún sitio concreto, le otorgan ese carácter de jirones, que por momentos apunta casi al aforismo, a una escritura cifrada o telegráfica.

En la segunda parte, “Cuando se tuerce el camino”, Lillian apunta sus baterías no sólo al lenguaje, ya enrarecido de la parte precedente, sino que nos ofrece algunos de sus más notables poemas, enraizados, a diferencia de los de la sección precedente, en una geografía concreta y específica: la de México. De nuevo, el juego de palabras no sólo hace referencia al viaje en tren, que aparece mencionado en varios poemas, sino al hecho concreto, típicamente mexicano, de “torcer” las cosas, de darles la vuelta. Pero en ese juego, Lillian enfrenta ese torcer las cosas desde otra perspectiva, o más bien, desde la misma que fundó desde su libro precedente: desde una ética insobornable.

Se trata de una colección de dieciocho poemas de enorme intensidad, algunos de ellos abiertamente magistrales, de una fuerza expresiva conmovedora, devastadora en ocasiones. Como los primeros tres poemas de Estado de anónimo, aquí los tres primeros son un crescendo de imágenes y sensaciones de notable precisión. “No se mojan los pies” es una suerte de anti o contra-oración de un nihilismo devastador, seguido de “Usted”, una suerte de anti-canto o elegía a la memoria, cuyo final, igual que el precedente, es de una precisión deslumbrante, y que comparados parecen la imagen reflejada uno del otro. El primero concluye: “Yo no sabía qué callado es el silencio”, mientras el segundo concluye: “No hay quien le diga que los rumores son viento/ que nada se dirá y no recordaremos”. El tono del primero, en oraciones que hablan de lo que se sabe pero se expresa casi legislativamente con un “Yo no sabía…” como si se tratara de un rezo invertido escrito en una neutral primera persona, contrasta con el segundo, dirigido a un destinatario innominado. Tras una pausa interior, como un respiro antes de la demolición, el poema “Ubicación”, desmonta la imagen del campo como si fuera una cabeza llena de piojos, y el sitio donde se vive fuera una eterna construcción que nunca tendrá fin y “huele a cripta”. Se trata de una deconstrucción, si se me permite decirlo así, de la poesía pastoril, una suerte de anti-égloga, un retrato invertido, casi dantesco, de lo bucólico. No se ha escrito un poema semejante entre nosotros. E inmediatamente después, aparece el que me parece es el poema más impresionante, más logrado del libro, y probablemente de su obra: “Contenido”, el cual parece la imagen especular, casi un responso in eco lontano, diría Vivaldi, del primero. Por su maestría y precisión, vale la pena citarlo completo:

Este es el sello de cualquier agonía
Un decir de papel y tinta muerta

Esta es una guerra de ciegos contra mudos
sordos contra cojos
dioses que asesinan
la voz bajita de los niños
Este es el polvo sobre el cuerpo
estos los hoyos que nos exigen cavar

Estos son el pico
la pala
y el sólido tepetate
Estas son las manos cenizas
Así encendemos los cirios
que ese viento apaga

Esta es una lágrima
La llaga en el dedo

Quién
El pueblo está solo
Los gallos no dejan de cantar
aunque la tarde roja
se guarde entre los montes

La ropa blanca aún ondea
impaciente
en los tendederos

El pueblo está solo
herido traicionado
No habrá quien cabe la última fosa

El tono de este poema es inusual, y su brutalidad queda más evidenciada por estos dos versos, de impecable pero terrorífica belleza, que recuerdan el tono de Morgue de Gottfried Benn: “dioses que asesinan/ la voz bajita de los niños”. El diminutivo funciona aquí como un aumentativo, en un juego semántico de proporciones bíblicas que le otorga un tono de dolor casi inconmensurable, particularmente por el último verso. Sólo por este poema la autora merecería estar en cualquier antología de poesía mexicana de los últimos veinte años. Me parece un clásico instantáneo.

Si la primera parte del libro es una suerte de diario íntimo, el eco de un viaje más interior que exterior, pero no por eso menos real, la segunda es como su contraparte, su imagen especular. El resultado de ese viaje, de ese sumergirse en un territorio que ahora es el de la poeta, es asombroso. Las dos caras de un mismo viaje. La primera sorpresa es descubrir lo peculiar de su gente, y después el de su geografía misma. Quizá por eso en “No se mojan los pies” escribe Lillian, no sin esa ironía típica ya de su escritura, escribe: “Yo no sabía que la luna sí se tapa con un dedo// Yo no sabía que hay quien mira el sol para quedarse ciego/ Yo no sabía que por más que se llora no se mojan los pies”. Es justamente este poema uno de los que mejor muestran su gusto y regusto por jugar con las palabras, por alcanzar ese sitio excéntrico, “donde se tuerce el camino” y jugar con frases típicamente mexicanas, torciéndolas un poco.

En esta suerte de autorretrato de la poeta, como ocurre con los ejemplos previos, tanto el paisaje como ella misma se funden y confunden, en una suerte de asimilación y desdoblamiento de lo vivido, de modo que esa doble habitación baudelaireana halla en estos poemas una suerte de sublimación exquisita, una boda mística entre la poeta y el mundo que la rodea. Los cambios de la voz cantante, de la primera persona a la tercera y al enfático imperativo fungen como un procedimiento de ambivalencias y resonancias poéticas que le dan a cada poema el eco de retazos conversacionales, una suerte de monólogo interior muy peculiar, muy personal.

El Yo lírico se decanta en múltiples voces, como una polifonía casi weberiana en su gusto por la miniatura y los trazos casi expresionistas de muchos de sus pasajes. Un expresionismo, por supuesto, avant la lettre, que finalmente es el eco de ese universo multicultural tanto como multi y metalingïstico de Lillian y que tanto enriquece su escritura y al lector. Un ejemplo de este expresionismo miniaturizado en clave antonweberiana es el notable poema “Desliz”: “El cielo blanco suda lento/ Al mirarlo abro la boca/ Una gota se desliza sobre el/ centro/ de mi lengua/ al final de la garganta/ cerca del corazón”.

José Manuel Recillas
El silencio casi celaniano que se desprende de muchos de sus poemas, aparece a veces como un enigma, como si el poema no se atreviese a expresar todo su misterio, y en su lugar dejase su belleza. Es eso lo que hace Lillian en su poesía, dejarnos su belleza, casi desnuda, casi callada. No siendo esto escaso mérito, el mayor logro del libro es el de ofrecernos un espejo en el cuál el diálogo y el reconocimiento se den la mano, sean posibles en un mundo donde brille un tiempo primordial, antes de toda ley que no sea la de la palabra desnuda y milagrosa cantando, casi en silencio, antes de todo amor y toda despedida. En este mostrar el mundo como las dos mitades de un mismo fruto, que se miran y reflejan, que dialogan mientras se reconocen, es que se encuentra esa ética del reconocimiento que Lillian propone: la de una ética sin adjetivos.

                                                                             Xalapa, octubre 19 de 2013

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1 comentario:

  1. Bravo José Manuel, bravo Lillian; bravo Lillian, bravo José Manuel. No había visto esta exégesis literaria tan vasta y elocuente.

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