domingo, 1 de enero de 2017

Biber, o de la eternidad


Por José Manuel Recillas 
(poeta mexicano)


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Para Julia Santibáñez

Pertenezco a la generación que le tocó vivir no sólo el descubrimiento de una obra maestra de proporciones bíblicas, sino la restauración del nombre de su autor, en un lento proceso que fue primero del hallazgo y la sorpresa inicial al reconocimiento de una obra que fue gradualmente adquiriendo un rango de orden superior, hasta volverse un icono de la grandeza creadora de su autor. Pertenezco a esa generación que creció oyendo música con orquestas especializadas, con instrumentos de época, que significó escuchar a música de una manera totalmente distinta a la de nuestros predecesores. Significó, también, sabernos hijos rejegos, huérfanos que íbamos a contracorriente.
     Debe haber sido en algún momento de 1990 que Juan Arturo Brennan presentó, en Radio unam, la grabación de la Missa à 53 voces, llamada Missa Salisburgensis, o  Misa de Salzburgo, que recién acababa de ser editada en formato digital, a partir de una grabación de 1974 para el sello discográfico Deutsche Harmonia Mundi por la Escolania de Montserrat, cuyos orígenes se remontan a 1307, el coro de niños Tölzer y la venerable orquesta Collegium Aureum, dirigidos todos por el padre Ireneu Segarra. De acuerdo a los datos que Brennan compartió, y que eran los que venían en el disco, se trataba de una misa policoral descomunal, que requería cerca de ochenta o más participantes, entre orquesta, coro y solistas, algo que sólo se vería, en cantidad, hasta casi dos siglos, dos y medio después. Nunca olvidaré esa tarde en que la oí por primera vez. Es una de las obras más genuinamente impactantes que haya escuchado.
     Para ese entonces, la obra se le atribuía a un oscuro compositor italiano, Orazio Benevoli, si bien barajaban también los nombres de Andreas Hofer y el de Heinrich Ignaz Franz von Biber, un muy respetado y prestigioso compositor del alto barroco alemán, pero no había certeza de que alguno de los tres realmente fuese el autor. Durante muchos años pensé que una obra de semejantes proporciones debería haber sido escrita ad majorem gloriam Dei, y que si así había sido, era adecuado que nunca supiéramos el nombre de su autor. Una idea poética que poco tenía que ver con la realidad. Finalmente pude hacerme de esa grabación y escucharla en toda su majestuosidad. No me percaté que habían transcurrido más de 300 años desde su primera, y hasta ese entonces, única interpretación pública, hasta ese día en que para mí volvió a nacer.
     En 1998, para mi enorme regocijo, apareció una nueva grabación, debida a Paul McCreesh dirigiendo dos orquestas barrocas reunidas para poder interpretar algo tan descomunal, su Gabrieli Consort & Players y la Musica Antiqua Köln, y al año siguiente la de Ton Koopman al frente del Coro y Orquesta Barroca de Ámsterdam. Ambas llevaban el nombre del compositor en la portada: Biber. Heinrich Ignaz Franz von Biber. De las tres grabaciones, sólo la de Koopman fue grabada en la catedral de Salzburgo, por lo cual su sonoridad es lo más parecido a lo que hace 300 años se debe haber escuchado en Salzburgo. Para McCreesh, la obra podía ser de Biber; para Koopman era de Biber, sin el menor asomo de duda. No fue sino hasta 2015 que quedó demostrado que este último tenía razón.
     La misa había sido escrita, presumiblemente, para celebrar los mil cien años del Sacro Imperio Romano Germánico, en 1682, en medio de la Guerra de los Treinta Años, que dejaría un imperio en ruinas y con muy poco que celebrar. Algunas crónicas de la época hablan del poderosísimo impacto que la obra dejó tanto en la nobleza como en el pueblo llano y simple que acudió, aquel 18 de octubre, para la solemne misa que celebraba una gloria que se derrumbaba frente a sus ojos pero que marcaba la alta aspiración de la corte imperial y de la Iglesia en cuya catedral en Salzburgo, de allí el nombre latinizado, recién terminada de erigir hacía dos años, fue interpretada por primera vez.
     La Missa Salisburgensis es una obra épica de proporciones bíblicas, la más grande de su tiempo, y no sería sino hasta el siglo xx que sería igualada o superada en cantidad. Si la comparamos con la obra vocal más grande de aquellos días, Spem in alium de Thomas Tallis, sólo cuenta con 40 voces, aunque es la obra puramente vocal para más voces jamás escrita. Las Vesperae à 32 voces del propio Biber o el Te Deum Laudamus à 23 voces de Hofer, son otros ejemplos de obras monumentales de la época. Pero no es sólo el hecho de las fuerzas instrumentales requeridas para su interpretación lo que hace a la Missa Salisburgensis una obra extraordinaria. Es también la música en sí misma la que la hace una obra única en la historia de Occidente.
     Biber compuso otras obras imponentes, como la Missa Christi Resurgentis (1674), la Missa Bruxellensis para 23 voces (1696), y la Missa Sancti Henrici (1697), además de notables y complejas obras instrumentales como sus imponentes Sonatas del rosario para violín en scordatura y continuo, con su monumental Pasacaille (1674) final, llamada “El ángel de la guarda”, que le dieron un prestigio enorme en toda Europa, y cuyo estilo compositivo fue ampliamente celebrado e imitado.

Hoy el nombre de Biber no le dice casi nada a nadie, ni siquiera a los poetas, salvo que les venga a la mente el nombre del imberbe e infame canadiense. En algún libro he usado su música, en particular su célebre pasacalle, como correlato musical para un pasaje muy importante, conmemorando de alguna forma una herencia, pero el lector debería buscar la relación entre las palabras del poema y la música. Podrían decirse muchas cosas de Biber, pero una de las cuestiones que deseo recalcar es que fue un digno y claro hijo de su época. De eso que Norbert Elias llamó sociedad cortesana. Pero fue más que eso.
     En efecto, Biber fue músico de la corte imperial de Leopoldo I, músico muy digno e hijo de su época también, quien no pudo escribir probablemente toda la música que hubiera deseado, debido el ejercicio del poder imperial y las responsabilidades que desempeñaba. Podemos imaginar que cuando el emperador encargaba una obra o solicitaba música para ocasiones especiales, podía juzgar con precisión meridiana a quién pedirla, opinar sobre ella y evaluar el resultado de dicho encargo. A la luz de los hallazgos musicológicos que terminaron por restituir el nombre de Biber a la partitura de esa monumental obra, es posible entender que el emperador sabía muy bien a quién le estaba encargando la obra que debía celebrar toda la gloria divina del Sacro Imperio y de la Iglesia triunfante cuando lo eligió. Es posible, igualmente, imaginar no sólo el pasmo que provocó en la gente, de que hablan algunas crónicas de la época, sino la satisfacción del emperador, así como de la corte y arzobispado de Salzburgo, al final de aquella soleada tarde en que inmediatamente después de su interpretación tendría que encargarse de asuntos de mayor importancia que jactarse de una misa.
     A diferencia del músico libre de nuestros días, que surgió con Beethoven, el músico cortesano difícilmente podía expresar y escribir lo que quisiera cuando se le diera la gana. Estaba constreñido a lo que la corte le encargara. Para fines prácticos, era un sirviente más. Misas, motetes, música para las ocasiones que la corte estableciera, para divertir o entretener en ciertas ocasiones. Sin importar si era música nueva o de otros. Y la calidad de lo producido dependía de los ingresos de ésta, de modo que a una corte venida a menos, como terminó ocurriendo con la de Salzburgo, produciría un ambiente poco favorable para el espíritu inquieto de un maestro de capilla, como le ocurriría mucho después a Leopold Mozart. A Biber le tocarían los últimos años de su vida como maestro de capilla en Salzburgo, dos años después de haber sido interpretada justamente allí su Misa para 53 voces, que algunos suponen era en realidad para 50 voces, desde 1684 hasta su muerte, veinte años después.
     Mientras escucho de nuevo la Missa Salisburgensis de Henrich Ignaz Franz von Biber pienso que si bien el poder reinante sabía muy bien a quién le estaba encargando la composición de una misa que reflejara como ninguna otra obra la mayor gloria de su poder por encima de cualquier otra cosa, superó con creces el encargo imperial. Allí es donde Biber fue algo más que un eficiente siervo al servicio de una corte mentecata o de un pacato arzobispo. Al oírla pienso en aquel himno, Aeternae laudis lilium, de Richard Fayrfax a la virgen María que le encargase la reina Victoria por apenas cinco chelines. ¡Qué poco paga siempre el poderoso al creador por algo que él no puede hacer! ¿Cuánto vale, cuánto valió la Missa Salisburgensis? Es una pregunta que nadie se ha atrevido a contestar, pero que podemos imaginar. Biber cobró aquello que la corte le pagaba por cualquier obra o encargo que recibiese. No más, no menos. Pero lo que le entregó al poder vigente y a su corte aquel 18 de octubre de 1682 en el domo de la catedral de Salzburgo no podría pagarlo ni todo el oro de Fort Knox, y aún hoy nos estremece.
     Lo que Biber logró aquella tarde soleada bajo los azules cielos del eterno burgo de la sal, que eso significa el nombre de Salzburgo, sabiendo que dicha obra sólo se interpretaría una sola vez, y jamás volvería a ser escuchada, es una de las proezas más grandes de la historia del arte en Occidente. No sólo entregó lo que le habían solicitado, una misa grandiosa para una conmemoración grandiosa. Por primera vez en una sociedad cortesana, estrictamente jerarquizada, un hombre se colocó por encima de todos los demás, se liberó de las constricciones sociales de su época. Pero el precio parece demasiado alto. ¿Por qué lo hizo?
     Fue una declaración de su fe en el poder del arte. ¿Para qué escribir una obra monumental, descomunal, si se sabe que caerá en el olvido apenas termine de sonar la última nota reverberante bajo la enorme cúpula de la catedral salzburguesa, si no se tiene una fe inquebrantable frente al olvido y el desprecio de la plebe, que nada entiende ni nada le importa más que lo inmediato? ¿Para qué, ¡maldita sea!, si podía haber cumplido con una obra de dimensiones convencionales y haber salido al paso con lo que fuese? Si lo hubiese podido hacer con cualquiera de sus otras misas, o parecida a cualquiera de ellas, que por notables que sean, ninguna poseía la enorme majestad que ésta.
     A su muerte en 1704, su nombre pasó al olvido, y salvo probablemente algunos pocos músicos en la corte del emperador o en la corte de una Salzburgo venida cada vez a menos, habrían recordado que allí había trabajado un Biber como músico de la corte. En una o dos generaciones ya nadie lo recordaba. Para la época de Mozart, no había ya nadie, absolutamente nadie, que hubiera oído hablar de él en la diminuta y asfixiante Salzburgo. Hasta que en las postrimerías del pasado siglo los musicólogos e historiadores llamaron la atención sobre un músico del que prácticamente nada se sabía, salvo en círculos muy estrechos.
     Tres siglos después, en medio del olvido más brutal que pueda imaginarse, volvió a sonar la magistral música que los salzburgueses habían escuchado una tarde de 18 de octubre de 1682. Pero si fue recuperada la música, aún faltaba recuperar el nombre del autor de semejante obra maestra. Ya sólo transcurriría un cuarto de siglo, una minucia comparado con 300 años, para que supiéramos que había sido Biber el autor de esta descomunal obra maestra, superior en todo a cuanto se haya jamás escuchado sobre esta malhadada tierra.
     Hoy en día, a más de cuarenta años de su reaparición, contamos al menos con siete versiones grabadas de este monumento. Recientemente Jordi Savall la interpretó en Cataluña, de donde salió una grabación que circula en el mercado, y al menos hay otras tres grabaciones, y al parecer cada día se interpreta más en vivo. En la última década hemos podido escucharla más veces de lo que Biber hubiera imaginado, y es probable que antes de una década llegue a interpretarse en Estados Unidos por primera vez, así como podría suceder en Japón. Es la reivindicación absoluta de uno de los artistas más grandes que ha dado la humanidad, el triunfo de su fe por sobre los poderes que le hicieron aquel encargo. Sólo le tomó tres siglos vencer.

Heinrich Ignaz Franz von Biber (1644-1704)
Pero lo que me interesa señalar de esta obra magistral es que indica algo a lo que muy pocas obras hoy en día podrían aspirar, y es a durar, a perdurar, a vencer al olvido, a la persistente desmemoria y al culto a lo inane, a la basura que por todas partes nos asalta, incluyendo el mundo del pretendido arte contemporáneo, al de la poesía misma. Si por 300 años ocultásemos la mayoría de las obras que se producen hoy en día, y las sacásemos al escrutinio del futuro, ¿sobrevivirían? ¿Le importarían a alguien que no fuese un historiador o un sociólogo? ¿Cuántas de esas obras se mantendrían en pie dentro de 300 años?
     Porque la Missa Salisburgensis es un monumento no a la mayor gloria de Dios, como alguna vez pensé, sino al poder creador del ser humano, a esa trascendencia a la que debería aspirar todo artista que se digne de llevar tal nombre en sus espaldas. Desgraciadamente hoy en día casi nadie quiere sentirse heredero de una tradición ni de una fe que trascienda la miserable condición temporal a la que está uno atado por la naturaleza. Hoy nadie asume la responsabilidad que podría competerle.
     Recuerdo que durante la década en que me hundí en la depresión, a mediados de los noventas, tuve un sueño en el que Esther Benítez estaba conmigo, en uno de los salones-laboratorio de la escuela vocacional en que había estudiado, revisando mis traducciones de Benn, cuando de repente me preguntó a qué época pertenecía el autor. Yo le dije que a la primera mitad del siglo xx, a lo cual ella me respondió: “No, joven, usted tiene que esperarse al menos unos tres siglos”. Después de consultar a algunos amigos y pensar en el significado de sus palabras, llegué a la conclusión de que lo que la Benítez de mis sueños, a quien por cierto jamás he visto siquiera en una foto, quería decirme es que mis parámetros por los que mido al mundo se movían por plazos demasiado amplios, no subordinados a la inmediatez ni a las urgencias que nos acosan todos los días. Puede parecer absurda la conclusión, pero ese sueño me ha acompañado y ha marcado, como otras evanescentes presencias en mi psique y mi memoria, los senderos que mis pies huellan, llevándome casi siempre por caminos solitarios y abandonados.
     Al principio afirmé pertenecer a una generación…, pero en realidad no pertenezco a ninguna, no a esa, o esas, que entre nosotros suelen referirse como generación, o sea grupos de individuos que comparten ciertos rasgos en común con otros y merced esos rasgos se identifican como colectividad. Yo no pertenezco, en ese sentido, a ninguna colectividad, a ninguna generación. Por regla general no tengo con quién hablar de estos asuntos, que además a nadie más importan. Biber permaneció en el olvido, en las sombras por más de tres siglos. ¿A quién podría importarle eso? Yo sólo lo celebro, de tanto en tanto, oyendo su Opus magnum en mi propia celda.
Noviembre 23, 2016
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José Manuel Recillas

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