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sábado, 1 de julio de 2017

Meditaciones

Por Henry David Thoreau 
(escritor de Concord, Massachusetts)

[Versión de Cosme Álvarez]





Henry David Thoreau. 12 de julio, 1817-6 de mayo, 1862
Creo que existe una relación íntima entre la vida exterior y la vida interior; creo que si alguien lograse superar su vida, el mundo seguiría ignorándolo; creo que diferencia y dis-tancia se identifican.

Ansiar una verdadera vida es como emprender la marcha hacia un país lejano y verse gradualmente rodeado de pai-sajes desconocidos y gente nueva.

Comprendo que en tanto esté ceñido a mi pasado estoy muy lejos de vivir una vida mejor y más bella, en su sen-tido pleno.

El mundo externo es lo inverso de lo que está dentro de nosotros.

Las tradiciones no ocultan a los hombres, por el contrario, los muestran sin apariencias y como en verdad son. En rea-lidad las tradiciones forman su vestimenta. Me importa poco el absurdo razonamiento al que recurren quienes si-guen fieles a las tradiciones. Las sucesos no son rígidos, ni irreductibles como nuestros actos.

¡Cuántas veces nos expresamos con ambigüedad, como si una existencia eterna pudiera encajarse o erigirse en nues-tra vida presente a modo de fundamento conveniente! Para transformar nuestra vida debiéramos demoler la anterior, descartar todo el calor de nuestros afectos; quizá sea imposible.

El mirlo construye su morada sobre el huevo del cuclillo [ave cuya hembra pone huevos en los nidos de otras aves para que alimenten y cuiden a sus crías], y allí incuba sus huevos; pero la separación es leve y empolla también el ajeno. El cuclillo lo aventaja en un día y, al nacer su cría, expulsa a los pichones del mirlo. No hay otra solución entonces: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.

El cambio es siempre cambio. Ninguna vida nueva ocupa cuerpos viejos. Los cuerpos viejos se pudren. La vida es lo que nace, crece y florece. Los hombres patéticamente intentan reanimar lo antiguo, y por eso lo toleran y lo so-portan. ¿Por qué limitarnos a embalsamar? ¡Abandonemos ya el bálsamo y la mortaja, y vayamos en busca de un cuerpo naciente! En las antiguas tumbas de Egipto podemos comprobar el resultado de tal experiencia. No igno-ramos su fin.

Cabaña de Thoreau en Walden Pond
Creo en la simplicidad. Es triste y asombroso ver cómo hasta el hombre más sabio emplea sus días en asuntos triviales, cre-yéndose obligado a relegar a último término cuestiones más importantes. Si un matemático desea resolver un problema di-fícil, comienza por despojar a la ecuación de toda dificultad, reduciéndola a su más simple expresión. Simplifiquemos el problema de la existencia, distingamos lo necesario de lo real.

Exploremos la tierra para ver dónde corren nuestras raíces ori-ginarias. Yo quisiera basarme siempre en los hechos. ¿Por qué no ver, por qué no servirnos siempre de nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres no saben ni conocen nada?

Sé de muchas personas —difíciles de ser engañadas en asun-tos comunes, muy recelosas de una mala jugada— que me-suradamente disponen de su dinero y saben como gastarlo, que gozan fama de cautos y listos, y que, sin embargo, con-sienten en pasar gran parte de su existencia como cajeros entre las cuatro paredes de un banco, hombres que hoy brillan po-co, para enmohecerse mañana y finalmente desaparecer. Si son realmente capaces, ¿por qué hacen lo que están haciendo? ¿Saben bien lo que es el pan y para qué sirve? ¿Tienen noción del valor y del significado de la vida? Porque si supieran algo, ¡qué pronto olvidarían lo que ahora les interesa!

Esta vida, nuestra vida respetable de todos los días, tras de la cual firmemente se apuntala el hombre de buen sen-tido, el inglés del mundo civilizado, y sobre la que reposan todas nuestras instituciones insignes, no deja de ser una ilusión que se desvanece como la trama entera de una visión fugaz. En cambio, el más leve resplandor de realidad que suele iluminar días oscuros para todos los hombres, nos revela algo más consistente y perdurable que el bronce fundido, algo que es en verdad la piedra angular del mundo.

El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable. ¿Podemos consultar honestamente a nuestra conciencia y afirmar que es así? ¿Qué hechos invocamos al afirmar que nuestros sueños son prematuros? ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre que consecuentemente haya luchado durante toda su vida por una fi-nalidad, y que en cierta medida no la lograra? Un hombre en estado de continua ansiedad, ¿no se siente ya elevado en virtud de ella? ¿Quién que haya puesto en práctica la menor acción de heroísmo, de altruismo, o tendido hacia la verdad y sinceridad, no encontró cierta ventaja, algo más que no fuera perder el tiempo? Es natural no espe-rar que nuestro paraíso sea un jardín. Ignoramos lo que pedimos. Observemos la literatura. ¡Qué bellos pensa-mientos ha concebido cada uno de nosotros, y qué poco bellos pensamientos han sido expresados! Sin embargo, no hay ningún sueño, por más sutil o ligero que sea, que el simple talento —favorecido por cierta resolución y constancia, después de mil fracasos— no logre fijar y grabar en palabras distintas y duraderas. Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos. Pero ahora no hablamos de sueños. Lo que puede expresarse con palabras, puede expresarlo igualmente nuestra vida.

Henry David Thoreau
Mi vida actual es un hecho del que no debo congra-tularme, pero respeto mi fe y mis aspiraciones. De ellas hablo ahora. Nuestro estado es demasiado sim-ple para describirlo. No he prestado juramento algu-no. No he trazado ningún plan para la sociedad, la Naturaleza, o Dios. Soy simplemente lo que soy, o, mejor dicho, comienzo a serlo.

Vivo en el presente. El pasado no es en mí sino un recuerdo, y el porvenir una anticipación. Amo vivir. Prefiero una reforma antes que un programa. No puede hacerse historia de cómo el mal se ha vuelto lo mejor. Creo —y nada existe al margen de mi creen-cia. Sé que yo soy. Sé que otro existe, que sabe más que yo, que se interesa por mí, del que soy su cria-tura, y, en cierto modo, también progenitor. Sé que la tarea vale la pena, que las cosas van bien. No he re-cibido ninguna noticia contraria.

En cuanto a las posiciones, las combinaciones, los detalles, ¿qué pueden significar? Si contemplamos el firmamento, cuando el tiempo es claro ¿qué percibi-mos sino el cielo y el sol?

¿Quieres convencer a un hombre de que hace mal? Haz el bien. Pero es inútil convencerlo con palabras. Los hombres creen en lo que ven. Procura que vean.

Prosigue tu vida, obstínate en vivirla, y como un perro en torno del coche de su amo, gira en torno a tu propia vida. Realiza aquello que más amas. Para que conozcas bien tu hueso róelo, entiérralo, y desentiérralo para roerlo aún más.

No es preciso demasiada moral. Sería endeudarte a ti mismo con un exceso de vida. Marcha más allá de la mora-lidad. No te contentes con ser bueno, hay que serlo a toda costa. Todas las fábulas encierran una moral, pero, los inocentes que escuchan, sobre todo hallan placer en la historia que se narra.

Nada se interpone entre tú y la luz. Respeta a los hombres, respeta a tus hermanos, y nada más. Cuando empren-das viaje a la Ciudad Celeste no lleves carta de recomendación. Cuando llames, pide ver a Dios, nunca a los lacayos. En esto, que es lo que más te atañe, no se te ocurra pensar que tienes camaradas. Haz de cuenta que estás solo en el mundo.

Thoreau [Segunda parte]

Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)


(Versión de Cosme Álvarez)





No ha existido un norteamericano más auténtico que Thoreau. La predilección que tenía por su país y por su condición era genuina, y su aversión a las costum-bres y los gustos ingleses, y europeos en general, raya-ba en el desprecio. Oía con impaciencia las noticias y las frases ingeniosas recogidas en los salones londinen-ses, y si bien procuraba ser correcto, esas anécdotas le resultaban fastidiosas. Los hombres se imitaban unos a otros, a través de un molde pequeño. ¿Por qué no pueden vivir lo más separado posible, y ser cada cual un hombre solo? Lo que él buscaba era la naturaleza más resuelta; deseaba ir a Oregon, no a Londres. «En todos los rincones de Gran Bretaña —escribió en su diario— se advierten rasgos de los romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus casas. Al menos la Nueva Inglaterra no está edificada sobre ninguna ruina romana. No tenemos que colocar los cimientos de nuestros hogares sobre las cenizas de una civilización anterior.»

Idealista como era, declarado a favor de la abolición de la esclavitud, de la abolición de las tarifas, de la casi abolición del gobierno, sobra decir que no sólo se en-contraba sin representación en la política de su tiem-po, sino que, además, era casi igualmente antagónico a toda clase de reformadores. Sin embargo, pagó el tributo de respeto invariable al Partido Antiesclavista. Hubo un hombre, con quien había entablado amistad personal, al que honró con excepcional consideración; antes de que nadie pronunciase la primera palabra amistosa en apoyo al capitán John Brown, Thoreau corrió la voz, por casi todas las casas de Concord, de que cierto domingo por la tarde hablaría en una sala pública sobre la posición y el carácter de John Brown, y que invitaba a todo el pueblo a es-cucharlo. El Comité Republicano, el Comité Abolicionista, le hizo saber que su discurso sería prematuro e impro-cedente. Él respondió: «No me comuniqué con ustedes para pedirles consejo, sino para anunciarles que voy a ha-blar.» La sala, desde hora temprana, se vio atestada de representantes de todos los partidos, y la espinosa apología del héroe fue escuchada respetuosamente por todos, muchos de ellos con una simpatía que incluso llegó a sorprenderles.

Se dice que Plotino estaba avergonzado de su cuerpo, y es muy probable que tuviera razón, que su cuerpo fuese un mal servidor, e incompetente para el trato con el mundo material, lo que a menudo ocurre con los hom-bres de intelecto abstracto. Pero el señor Thoreau esta-ba dotado de un cuerpo sumamente útil y bien adapta-do. Era de corta estatura, complexión robusta, tez blan-ca, con expresivos ojos azules de mirada fuerte y aspecto grave. Durante sus últimos años llevó el rostro adorna-do con una barba que le favorecía. Sus sentidos eran agudos, su figura recia y bien proporcionada, manos fuertes, y diestras en el manejo de herramienta. Y poseía una notable habilidad de cuerpo y mente. Podía medir a pasos ochenta metros con mayor exactitud que cual-quier hombre ayudado por una barra y una cadena. De noche, en el bosque —decía—, hallaba el camino más con los pies que con los ojos. Era capaz de calcular muy bien con la mirada el tamaño de un árbol; sabía precisar el peso de un ternero o de un cerdo como un mercader. De una caja que contenía treinta y cinco piezas o más de lápices, podía tomar rápidamente con las manos una docena exacta en cada intento. Era buen nadador, co-rredor, patinador, botero y probablemente dejaba atrás a la mayoría de los campesinos en una caminata de un día. Y la relación entre su cuerpo y su mente era aún más fina de lo que hemos indicado. Decía querer cada paso que daban sus piernas. La extensión de sus paseos determinó invariablemente la extensión de sus escritos. Encerrado en casa, no escribía una sola palabra.

Tenía un recio sentido común, como el que Rosa Flammock, la hija del tejedor en la novela de [Walter] Scott, elo-gia en su padre, y que se asemejaba a una vara de medir que lo mismo medía tela y damasco, que tapices y paño de oro. Brindaba siempre un nuevo recurso. Mientras yo sembraba árboles en el bosque, tras haber conseguido un saco de avellanas, me dijo que sólo una reducida porción de ellas estaría sana, y procedió a examinarlas para selec-cionar las buenas. Pero al ver que de esa manera perdía mucho tiempo, dijo: «Creo que si se ponen todas en agua, las buenas se hundirán», y probamos el experimento exitosamente. Sabía proyectar un jardín, una casa o un gra-nero, y hubiera sido competente como jefe de una «Expedición exploradora del Pacífico»; sabía dar consejos prudentes en lo más graves asuntos públicos o privados.

Vivía al día, sin estorbo o mortificación de recuerdo al-guno. Si ayer a uno le había llevado una nueva propues-ta, hoy le traería otra no menos revolucionaria. Hombre muy hacendoso, que, como toda persona altamente or-ganizada, concedía un gran valor a su tiempo, parecía el único hombre en todo el pueblo con tiempo libre, siem-pre dispuesto a llevar a cabo una excursión que pareciese interesante, o una conversación que pudiera prolongarse por largas horas. Su agudo sentido común nunca se vio frenado por sus reglas de prudencia cotidiana, sino que siempre estaba a la altura de la nueva situación. Prefería y acostumbraba la comida más sencilla; sin embargo, cuando alguien proponía una dieta vegetariana, Tho-reau decía que todas las dietas le parecían asunto de muy poca importancia y agregaba que «el hombre que caza búfalos vive mejor que el pensionista de la Casa Gra-ham». Dijo: «Puedes dormir cerca del ferrocarril sin que te moleste, la naturaleza sabe distinguir muy bien cuáles son los sonidos dignos de escucharse, y ha decidi-do no oír el silbato de la locomotora. Las cosas respetan una mente devota, y jamás ha sido interrumpido un éx-tasis mental». Se dio cuenta de algo que a menudo se re-petía: cuando recibía una planta rara, enviada desde un lugar lejano, poco después daba con ella en sus propios lares. Y tenía esos golpes de suerte que sólo le suceden a los buenos jugadores. Un día, de paseo con un fuereño que le preguntó dónde podrían hallar puntas de flecha indias, respondió: «En cualquier parte», en seguida se inclinó, y en ese mismo instante recogió una del suelo. En el monte Washington, en la Barranca de Tuckerman, Thoreau sufrió una caída peligrosa y se luxó un pie. Al momento de incorporarse, descubrió por primera vez las hojas del Arnica mollis.

Su firme sentido común, y el estar dotado de manos fuertes, percepciones agudas y férrea voluntad no son, sin em-bargo, suficientes para explicar la superioridad que irradió en su vida sencilla y apartada. Debo añadir el hecho esencial de que poseía una comprensión extraordinaria, propia de una rara casta de hombres, que le mostró el mundo material como un medio y un símbolo. Este don que, a veces, derrama sobre los poetas una luz casual e in-terrumpida, y sirve como ornato de sus obras, era en él una percepción insomne, una visión celestial que no des-obedecía, a pesar de cualquier defecto o escollo de temperamento que pudieran nublarla. En su juventud, un día dijo: «El otro mundo es todo mi arte; mis lápices no dibujarán otra cosa; mi navaja no tallará otra cosa; no lo em-pleo como un medio.» Esto era la musa y el genio que dominaba sus opiniones, conversaciones, estudios, trabajos y el curso de su vida. Esto lo convertía en un eficaz escrutador de los hombres. A primera vista medía a su com-pañero y, aunque insensible a algunos finos rasgos de cultura, sabía calcular con gran exactitud su peso y su calibre. Esto producía la impresión de genio que en ocasiones daba su conversación.

Con una sola mirada entendía cualquier asunto en cues-tión, y veía las limitaciones y la pobreza de sus interlocuto-res, de manera que nada parecía estar oculto a esos terribles ojos. Frecuentemente conocía a jóvenes de sensibilidad que en un momento se convencían de que aquel era el hombre que buscaban, el hombre de hombres, que sabría indicarles todo lo que debían hacer. El trato que Thoreau daba a sus seguidores nunca fue afectuoso, sino siempre altivo, didác-tico, despreciativo de sus costumbres mezquinas, conce-diéndoles muy lentamente, o quizá nunca, la promesa de su compañía en sus casas, o incluso en la propia. ¿No se dignaría pasear con ellos? No lo sabía. No existía nada tan importante para él como su paseo; no tenía paseos de sobra que pudiera desperdiciar en compañía de otros. Personas respetables sugerían hacerle visitas, pero él las declinaba. Sus admiradores ofrecían llevarlo con gastos pagados al río Yellowstone, a las Antillas Occidentales, a Sudamérica. Sin embargo, no podía haber nada más formal y ecuánime que sus negativas; recuerdan, en circunstancias totalmente dife-rentes, la respuesta del engreído Brummel al caballero que le brindó su carruaje en medio de un aguacero: «¿En qué viajará usted, entonces?» Y, ¡qué acusadores silencios, qué disertaciones —penetrantes e irresistibles, que derriba-ban todas las defensas— perduran en el recuerdo de sus compañeros!

El señor Thoreau consagró su genio con tan completo amor a los campos, montes y aguas de su pueblo natal, que los hizo famosos e interesantes para todos los lectores norteamericanos, y para muchas personas más allá del mar. El río en cuya ribera nació y murió le era conocido desde su inicio hasta su confluencia con el Merrimack. Ahí realizó observaciones durante muchos años y a todas horas del día y de la noche, en verano y en invierno. En sus experi-mentos privados, él había obtenido varios años antes el resultado del reciente estudio llevado a cabo por los Co-misarios de Aguas elegidos por el Estado de Massachusetts. Todo cuanto sucede en el lecho, en las orillas y en la atmósfera sobre el río; los peces, su desove y sus nidos, sus costumbres, su alimentación; los insectos alados que una vez al año invaden el aire al atardecer y son devorados por los peces con tal avidez que muchos de ellos mueren de indigestión; los montones cónicos de pequeñas piedras en los bancos de arena, los enormes nidos de pececillos, que a veces no caben en una carreta; los pájaros que frecuentan el río, la garza, el pato, la tadorna, el colimbo, el águila blanca; la culebra, la rata almizcleña, la nutria, la marmota y el zorro en las orillas; la tortuga, la rana, la rubeta y el grillo que llenan de voces las riberas; todos eran sus conocidos y, como quien dice, sus paisanos y semejantes, de modo que le parecía absurda o violenta la narración que se limitara a uno solo de ellos, por separado, y más aún si se pretendía reducirlo a una medida en pulgadas, a una muestra de esqueleto, o a ejemplar de ardilla o pájaro en al-cohol. Le gustaba hablar de las costumbres del río, como si fuese un ser vivo, pero con exactitud, y siempre con re-ferencia a un hecho observado. Como conocía el río, conocía las lagunas de esta región.

Thoreau
Una de las armas que esgrimía —para él más importante que el microscopio o el receptor de alcohol para otros in-vestigadores—, fue un capricho que arraigó en él por su condescendencia y que, sin embargo, aparecía incluso en su más serias afirmaciones: la costumbre de exaltar tanto a su pueblo como a su región como el centro más privile-giado para la observación de la naturaleza. Explicó que la flora de Massachusetts comprendía casi todas las plantas importantes de los Estados Unidos: la mayoría de los ro-bles, la mayoría de los sauces, los mejores pinos, el fres-no, el arce, el haya, el nogal. Devolvió el ejemplar de Via-je ártico, de [Elisha Kent] Kane, al amigo que se lo había prestado, con el comentario de que «la mayoría de los fe-nómenos naturales registrados aquí podrían observarse en Concord». Parecía envidiarle un poco al Polo sus co-incidentes salidas y puestas de sol, o sus cinco minutos de día después de seis meses de noche: un hecho esplén-dido que el [cerro] Annursnuc jamás le había concedido. Halló nieve roja en uno de sus paseos, y me dijo que to-davía esperaba hallar la victoria regia en Concord. Era el abogado de las plantas nativas, y admitía sentir preferen-cia por la maleza del lugar que por las plantas importa-das, lo mismo que por el indio sobre el hombre civilizado, y notó, con gusto, que los rodrigones de sauce en la casa vecina habían crecido más que los suyos.

     —Mira esta maleza —dijo—, que ha pasado por la guadaña de un millón de granjeros a lo largo de la primavera y durante todo el verano y, no obstante, persiste y ahora brota triunfante en todas las veredas, pasturas, campos de labranza y jardines, tal es su vigor. Las hemos insultado con nombres humillantes como Hierba de cerdo, Madera de gusano, Hierba de brote, Flor de sábado. —Y añadió—: También tienen nombre distinguidos: ambrosía, este-llaria, amelnanchier, amaranto, etcétera.

Creo que su afición a referirlo todo al meridiano de Concord no nacía de ignorancia, ni de menosprecio por otras longitudes y latitudes, sino que era más bien una forma retozona de expresar su firme convicción de que todos los lugares se parecían, y de que el mejor lugar para cada persona es justo allí donde se encuentra. En una ocasión lo ex-presó así: «Creo que nada puede esperarse de ti si el trozo de tierra bajo tus pies no te sabe más dulce que cualquier otro, de este mundo y de cualquier mundo».

Ralph Waldo Emerson
Relee la Primera parte
























Extiende tus brazos

Por Helen Dunmore (1952-2017)
(poeta británica)

[Nota y versión de José Manuel Recillas]


Nota del traductor sobre Helen Dunmore

Helen Dunmore (1952-2017)
A la edad de 65 años, falleció, víctima de un cáncer incurable, la poeta y novelista británica Helen Dunmore. Su último poema, publicado después de su muerte, acaecida el 5 de junio de 2017, es un conmovedor y consolador canto de despedida, donde el dolor y la amargura no parecen tener cabida. Frente a la muerte todo parece ineluctable, determinado por la desaparición personal y el desconocimiento de lo que vendrá después. Dunmore escribió, apenas en marzo de este año, con escrupulosas palabras al respecto:

La mayoría de nosotros morimos en silencio y dejamos un silencio. No hay marca visible, no hay registro escrito y muy a menudo no hay tumba para visitar. Los antepasados se desplazaron en busca de trabajo, o fueron incapaces de escribir, o nunca tuvieron el dinero para pagar a un albañil. Dejan una historia, tal vez, o una anécdota transmitida de hijos a nietos, hasta que ya no se le vuelve a oír. La existencia desaparece en un humus que a primera vista parece completamente anónimo. Pero quiero profundizar más, porque creo que hay más que eso. El anonimato es también una herencia y tal vez una preciosa, al igual que los poemas agrupados bajo el nombre de “Anónimo” en una antología son a menudo los más conmovedores de todos, perfeccionados por la memoria como lo son por generaciones.

Como Helen Dunmore, y a diferencia de casi todos mis racionales contemporáneos, la muerte individual y qué deja uno al partir es un tema literario, casi una obsesión en mi ejercicio de escritor. No tengo las respuestas a tales interrogantes, como la propia Dunmore no las tuvo, pero explorarlas a través de figuras como las de Klimt, Rilke, Eurípides, Béla Bartók, Gottfried Benn, Georg Trakl, Gustav Mahler, y otros, es también mi manera de sentirme parte de una tradición a la que mi época parece haber dado la espalda. Traducir el último poema de esta notable poeta sobre un tema absolutamente imprescindible para mí, es una forma de mantener mi fe en esa tradición.

Hold out your arms

Death, hold out your arms for me
Embrace me
Give me your motherly caress,
Through all this suffering
You have not forgotten me.

You are the bearded iris that bakes its rhizomes
Beside the wall,
Your scent flushes with loveliness,
Sherbet, pure iris
Lovely and intricate.

I am the child who stands by the wall
Not much taller than the iris.
The sun covers me
The day waits for me
In my funny dress.

Death, you heap into my arms
A basket of unripe damsons
Red crisscross straps that button behind me.
I don’t know about school,
My knowledge is for papery bud covers
Tall stems and brown
Bees touching here and there, delicately
Before a swerve to the sun.

Death stoops over me
Her long skirts slide,
She knows I am shy.
Even the puffed sleeves on my white blouse
Embarrass me,
She will pick me up and hold me
So no one can see me,
I will scrub my hair into hers.

There, the iris increases
Note by note
As the wall gives back heat.
Death, there’s no need to ask:
A mother will always lift a child
As a rhizome
Must lift up a flower
So you settle me
My arms twining,
Thighs gripping your hips
Where the swell of you is.

As you push back my hair
– Which could do with a comb
But never mind –
You murmur
‘We’re nearly there.’

(25 May 2017)



Extiende tus brazos

Muerte, extiende tus brazos por mí
abrázame
dame tu caricia maternal,
a través de todo este sufrimiento
no me has olvidado.

Eres el iris barbudo que hornea sus rizomas
junto a la pared,
tu aroma florece de belleza,
sorbete, iris puro
encantador y complejo.

Soy el niño junto a la pared
no mucho más alto que el iris.
El sol me cubre
el día me espera
en mi curioso vestido.

Muerte, colmas mis brazos
con una cesta de damascenas silvestres
rojas correas entrecruzadas me abotonan por detrás.
No sé sobre la escuela,
mi conocimiento es para ralas cubiertas de papel
tallos altos y marrón
abejas tocando aquí y allá, delicadamente
antes de un viraje ante el sol.

La muerte se inclina sobre mí,
su larga falda se desliza,
sabe que soy tímida.
Hasta las holgadas mangas en mi blusa blanca
me avergüenzan,
ella me recoge y me sostiene
así que nadie puede verme,
voy a frotar mi cabello en el suyo.

Allí, el iris aumenta
nota por nota
como el muero devuelve el calor.
Muerte, no hay necesidad de preguntar:
una madre siempre levantará a un niño
como un rizoma
debe levantar una flor
así que me ordenas
Mis brazos entrelazados,
los muslos asen tus caderas
donde tu oleaje está.

Mientras empujas mi cabello hacia atrás
—lo cual podría hacer con un peine
pero no importa—
murmuras
“Ya casi llegamos”.

(25 de mayo de 2017)
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El trono de Lábdaco (fragmento)


Por Gjertrud Schnackenberg 
(poeta norteamericana)


[Presentación y versión de José Manuel Recillas]

Gjertrud Schnackenberg (1953, Tacoma, Washington) es autora de los libros Portraits and Elegies (1982), The lamplit answer (1985) y A guilded lapse of time (1992), recogidos en Supernatural Love: Poems 1976-1992 (2000), y de The throne of Labdcacus (2000), un libro escrito en la tradición de los Tales from Ovid (Faber and Faber, 1997), de Ted Hughes, y al que se le puede considerar uno de los libros de poesía más importantes de los últimos años en lengua inglesa, y al que yo considero una obra maestra de una poeta que es prácticamente desconocida en nuestro país, y cuya lectura nos confirma la consagración de una poeta en absoluta madurez y pleno dominio de sus capacidades expresivas.
     El libro, totalmente unitario, toma como punto de partida lo que no se ve en el Edipo de Sófocles, introduciéndonos en un territorio un tanto oscuro e inexplorado que podría llamarse “la mentalidad de los dioses”, al explorar la mentalidad del dios de la poesía Apolo, concentrándose en el anónimo esclavo que salvó a Edipo, para ofrecernos una obra llena de un asombroso poder evocador y una enorme fuerza lírica, para expresar los anhelos y preocupaciones que desde aquellos tiempos ya aquejaban a los hombres.
     La actualidad del poema resulta notable justamente en estos momentos de la relación entre nuestro país y Estados Unidos, pues la voz narrativa del poema no es la del poder sino la del esclavo, el trabajador humilde y sin nombre, que observa el mundo desde su abandono y su postración. Metáfora narrativa que cobra una actualidad inesperada, es un libro que aún está esperando su edición en español, pues lo traduje, de una sola sentada, el mismo año de su aparición, en el año 2000, sin haber hallado nunca interés de algún editor por publicarlo.
     Ofrezco al lector el sexto canto de este maravilloso libro, esperando halle en cada uno un eco de una realidad no siempre explorada a partir de un mundo cultural al que, al menos entre nosotros, se le ha dado casi de manera consistente la espalda.

Seis. El alfabeto ingresa a Grecia
Pero eso fue antes
de lo primero, las diminutas letras del alfabeto

arribaron por vez primera a Grecia,
la letra Iota, ι,

como un frágil y agobiado mosquito
quedó inmóvil por la divinidad;

quedó en silencio en el alma
de la Grecia yerma, donde el dios tocó

a la ansiosa letra, maravillada. Y entonces surgió en silencio Delta
en medio de las palabras, Δ,

como una indeleble montaña
con un infante rey abandonado en ella;

y Theta, como un infantil rostro
desvanecido, Φ,

antes Lambda apareció como un lisiado
apoyándose en un bastón, λ,

y Omega, como una brillante cuerda
por Zeus puesta en medio de las cosas

y atada por humanas manos
en una nariz, ,

antes la esfinge asesinada de Psi, ,
antes el trono de piedra de Eta, ,

las letras griegas ordenadas en la poesía–esfinge
de su orden insensato,

se tambalean a través de la superficie de una hoja de metal
enviada al dios como tributo, o compasión,

del pueblo de Tebas
y a la izquierda de la entrada del templo:


ABGDEZHqIKLMNXOPRSTYFCYW
poesía–esfinge. Archivadas por las pasiones de hierro,

magnetizadas, combinadas en palabras, asidas;
evidencian una fuerza.

El dios aplaude,
llamando a un escriba para él:

El dios: ¿Quién estableció el orden de las letras?
El escriba: (Silencio)

El alfabeto, en el que se oculta
la historia de Edipo, no fue mellado más

en el lenguaje del dios, ilegible a los humanos,
sino escrito en griego: el continuum de sonido

que alguna vez fluyó de los labios del dios,
y la pregunta que a Edipo alguna vez trajo al dios,

ahora quebrada y lanzada al silencio
de las palabras escritas, atrapando los déicos hexámetros

junto con los relatos pastoriles sobre tiranos
y ecos de una aún añeja edad

en los U: las letras griegas
aguardan en silencio ser ordenadas

en las comedias y tragedias,
esperan moldear al pueblo en dioses

que miran asuntos atados
en secuencias de nudos que no pueden desatar,

asuntos que discutir, meditar, o disputar,
impotentes como dioses para intervenir;

el dios toca las letras una a una,
ordenándolas en diferentes formas,

buscando hallar el nombre real del huérfano,
no el del expósito usado por esclavos

y conferido por la reina en Corinto
como título por su defecto, “Pie hinchado”,

sino el nombre por el que los dioses lo llaman,
por el que los dioses lo conocen al llamar

pueblos, sitios, cosas, y otros dioses
por sus verdaderos nombres.

Mas no hay más nombre que el dios pueda hallar:
sólo Edipo, las letras tiemblan en el frío,

y una frase recurrente: “Mi–nombre–se–contrae–en–mí”
como un epíteto, con un arrebato de arcaicas notas

elevando las letras y dejando el vacío bajo ellas,
una música pastoril jamás escrita,

notas de flauta más allá de los confines del bien y el mal,
una música que, una vez elevada, no puede descender.

Como el oráculo recibe Edipo
y ase rápido, alejándose del templo,

para retirarse al monte
con su aterradora respuesta,

huyendo del dios y su destino,
huyendo de sus futuros crímenes

en el trono de Corinto;
el dios lo llama, demasiado, demasiado tarde;

se apresura por los senderos montaraces,
por los guijarros en los que las huellas de cualquiera

deformadas son, incluso las del dios.
Se apresura atravesando Tebas, añejas ruinas de poblados

donde las perpetuas guerras son visibles
por el paisaje donde todo es caos,

los palacios calcinados, los vacíos declives
donde los mortales y los dioses yacen muertos,

los templos saqueados, las liras rotas;
más allá de los escombros de las puertas de Tebas y sus escalas rotas

para pedir, con su enigma resuelto, el trono
que siempre le perteneció.

El dios, en nombre de Zeus,
lo llama ¡Edipo! ¡Edipo!

el único nombre que tiene para llamarlo.
Se esfuerza luego en escuchar una respuesta.

Se recuesta en su resplandeciente silla
en Delfos;

nada. Lejos, ve
el trono vacío de su padre bajo la nieve,

y Olimpo, goteando silencio; silencio; silencio.

¡Edipo! ¡Edipo! Nada.
Hasta Edipo escucha al dios;

y sentado en un trono de piedra
en un sombrío bosque, levanta

su vendado rostro en busca de réplica.
No halla respuesta ni solución.


Gjertrud Schnackenberg

El azar de los hechos en ImagenTv

El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

Invitación

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