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jueves, 1 de mayo de 2025

Otra vez Beethoven y su Tercera sinfonía

Por José Manuel Recillas
(poeta y ensayista mexicano)



Ludwig van Beethoven (1770-1827)
Beethoven, una vez más. ¿Por qué no regresar a él, a sus sinfonías si se interpretan cada año en todo el mundo? ¿Por qué no si cada año aparecen nuevas grabaciones? ¿Por qué pareciera un ciclo inagotable, como una fuente de la eterna juventud a la que acuden por igual público, músicos y di-rectores? En parte, porque lo es, es una fuente de la eterna juventud. Si los sellos discográficos han visto en ellas un gran negocio, es porque también lo es, su fortaleza y vigor le permite al ciclo soportar incluso eso: la explotación co-mercial a veces desmedida, la cual no pocas veces ha hecho refunfuñar a más de uno. Se puede afirmar que pocas obras pueden soportar semejante manoseo y salir indemnes. Por-que para un director también es un desafío afrontarlas co-mo un conjunto orgánico. La mayoría de los directores de orquesta simplemente ven a ese ciclo como un conjunto más del repertorio que deben programar, algo que los sellos discográficos también hacen pues lo ven como un negocio seguro. Directores legendarios como Herbert von Karajan, Leonard Bernstein, Claudio Abbado, Wilhelm Furtwäng-ler, Arturo Toscanini, por mencionar a los más conspicuos y célebres, deben de haberlas dirigido al menos una cincuenta veces, y grabado hasta en tres o cuatro ocasiones, dependiendo de las necesidades de la casa discográfica. Uno de los campeones del ciclo fue, por supuesto, Karajan, quien lo grabó, que yo sepa, por lo menos cuatro veces. La primera para EMI, y las otras tres para Deutsche Gram-mophon, además de un ciclo completo en video. Esto, sin contar con las remasterizaciones de grabaciones antiguas y ediciones especiales, que son el pan nuestro de cada día de las casas discográficas. Es posible que quien me lea ten-ga en casa un estuche con las nueve sinfonías del genio de Bonn. Y por el marketing es posible que en un alto por-centaje sea el último que grabó Karajan para Deutsche Grammophon, que en México vendió la desaparecida libre-ría Gandhi como hogazas de pan recién salidas del horno en sus botaderos de ofertas en la acera anexa a la librería, donde otro ciclo suelto, el de la Hanover Band para el sello británico Nimbus, languidecía frente al bello estuche blanco de la disquera alemana. Si pudiésemos reunir los estuches de ciclos de las nueve sinfonías que se grabaron y editaron el siglo pasado, es probable que no cupieran en una habitación. Literalmente hablamos de miles de graba-ciones, desde orquestas y sellos de prestigio hasta sellos baratos y orquestas de dudosa reputación.

El ciclo Beethoven - Hanover Band
Como he dicho ya antes, fue el ciclo de la Hanover Band el que adquirí y el que cambió, literalmente, mi forma de oír la música. Años después fue recopilado en un es-tuche, como casi todos los ciclos, y de ese fueron exclu-idas las oberturas, que también fueron después reunidas en un solo y espectacular disco. Pero de ese ciclo queda-ron excluidos al menos los tres primeros conciertos para piano, que nunca fueron reunidos en un estuche o dis-co, pues tampoco grabaron los otros dos conciertos ni el triple ni el de violín, de modo que esos tres conciertos si-guen siendo una rareza que sólo aparecieron en la edi-ción en discos sueltos que hizo la pequeña disquera bri-tánica. Dicha orquesta, la Hanover Band, no ha vuelto a grabar el ciclo, aunque lo hizo en video durante el año en que vivimos en peligro, el año de la pandemia, y se puede ver en la plataforma del botón rojo sin gran dificultad. Pero esto plantea otras cuestiones sobre la que ya antes había yo llamado la atención y sobre lo cual nadie, o casi nadie, suele reflexionar. Una tiene que ver con las orquestas mismas como la Hanover Band y sus muchas similares, sus directores titulares y muchas veces fundadores de las mismas. La otra tiene que ver con las grandes orquestas y sus sellos discográficos. ¿Qué las diferencia a unas y otras?

La principal diferencia es la manera en que unas y otras se aproximan a ese repertorio en general, no solo al ciclo sinfónico beethoveniano. Para las orquestas ya establecidas, con sedes específicas muchas veces centenarias, se trata de un repertorio y un lenguaje ya dados, tal como ocurre con el periodismo, para el cual el lenguaje es una entidad abstracta que no tiene misterios y está allí, a la mano, para usarse cuando y como quiera el periodista. Tanto para las orquestas como para el periodista, ese lenguaje y ese repertorio se han ido estratificando de cierta manera y ellos son los garantes que ambos, lenguaje y repertorio, es decir su gramática, se mantengan inalterados. Eso otorga a los músicos de esas orquestas lo que ellos suelen considerar un derecho, pues son los custodios guardianes de dicho repertorio. Es su repertorio, es su lenguaje. No puede venir alguien de fuera a decirles cómo usarlo. Esa fue la crítica que le hacía Sergiu Celibidache a las orquestas de las grandes capitales europeas, en particular a las alemanas, con las que siempre tuvo enfrentamientos por su muy particular manera de afrontar la partitura. No es algo muy distinto a lo que vemos en México. Con la diferencia que los europeos pueden usar como coartada la idea o concepto de custodios de una tradición, algo que entre nosotros, y en ellos en particular, difícilmente se podría argumentar en tal sentido.
Pero esto nos da una idea de lo que se pone en juego cuando hablamos de “repertorio”. Es como la alhacena de la cocina, donde están los condimentos que hacen que la sazón de la cocinera tenga ese sabor particular de familia que, pese a usar prácticamente los mismos ingredientes que millones de otras, para esa familia en particular le dé eso que solemos llamar el sabor de casa, ese toque especial que quizás no tenga nada de particular ni de especial, pero que a los que han vivido allí les recuerda a la familia, al hogar. El repertorio es eso: un grupo de partituras disponibles para cualquier ocasión, como las recetas de mamá cuando llegan visitas de improviso o se las espera para alguna festividad. Probar el arroz de alguien querido quizás resulte poco atractivo, pues es otro arroz más. Pero hundirse en las ensoñaciones que ese arroz pueda provocar en quien ama a esa persona, puede ser, y de hecho lo es, más fructífero que la realidad objetiva del arroz, como diría Bachelard.
Esto no significa, como la alhacena de mamá, que el recetario, el repertorio, sea inagotable, infinito. Por evidente que sea, la orquesta, como la cocina de mamá, tiene límites. No solo los instrumentos de la orquesta, como las ollas y sartenes, sino también el alcance de estos debido a lo que la orquesta puede tocar y que, por lo general, está acotado por periodos históricos muy bien diferenciados: del clasicismo y quizás del barroco tardío, hasta el romanticismo tardío y el siglo XX. Lo importante no es la amplitud de ese grupo de partituras que llamamos repertorio sino el hecho de que ya está allí cuando el director de orquesta llega al podio y hace la programación con sus músicos. Esto que estoy señalando puede resultar demasiado obvio, demasiado básico, tanto que no tiene valor ni sentido hablarlo. Suponemos que todo mundo lo sabe, o lo intuye. Como los propios músicos con el repertorio a su alcance, o el periodista con el casi siempre uso banal del lenguaje a su disposición, lo damos por sentado. Pero a veces lo más obvio es lo que no vemos.
Que el repertorio ya esté allí, a la mano, es lo que permite a las orquestas tradicionales realizar sin hesitación alguna, ciclos enteros una y otra vez, como una cocina rápida que tiene que producir chilaquiles o papas a la francesa. Cómo hayan llegado las tortillas o las papas a la cocina es irrelevante. Tienen que estar allí para ser usadas, comidas. Exactamente como las partituras que tiene a su disposición la orquesta. Eso le permite a la compañía disquera de que se trate, hacer un nuevo ciclo sinfónico beethoveniano cuando llega un nuevo director, como hizo Deutsche Grammophon cuando Simon Rattle, que grababa para EMI, llegó a la titularidad de la Filarmónica de Berlín, que tiene contrato de exclusividad con el sello amarillo. Así es como Rattle volvió a grabar a Brahms, Mozart, Haydn, Schubert, Schumann, Mahler, etcétera, con la Berliner, viniera o no a cuento, sin importar el resultado. Se trata, sin el menor asomo de duda, de la más prestigiosa orquesta del mundo.
Pero las orquestas de las que estoy hablando no nacieron con ese, digamos, pedigrí. De hecho, son el resultado de una vocación musical que va más allá del mercado, y empezaron a surgir después de casi veinte o más años de la actividad profesional de sus titulares. Casi todas, fueron en sus principios, pequeños conjuntos de cámara, fundados por músicos que trabajaban para orquestas modernas, prestigiosas, como le sucedió a Nikolaus Harnoncourt y la de Viena, donde era violonchelista. Con Harnoncourt, Gustav Leonhardt y André Rieu padre empezó lo que se conoce y llamamos escuela historicista de interpretación musical. Y a diferencia de las orquestas sinfónicas, quienes estaban al frente de estos pequeños conjuntos no podían dar por sentado nada, tenían que apropiarse de ese repertorio, estudiarlo y hacerlo suyo, como si no hubiese existido. Como de hecho, mucho de ese repertorio, desde la Alta Edad Media hasta el barroco, no existía ni existe para las grandes orquestas. También había otra razón de índole más práctico, y es el costo de una orquesta de, digamos, cincuenta o más músicos. 
Para estos pequeños conjuntos, todo fue un adentrarse en territorio inexplorado. Empezar en el sentido histórico del desarrollo musical de Occidente, desde los orígenes medievales en algunos casos, y seguir la ruta temporal que va del Renacimiento al barroco, después al clasicismo y desembocar en el romanticismo, implicaba también una ruta financiera que había que afrontar. A diferencia de la orquesta moderna que puede acercarse a Beethoven en cualquier momento, las orquestas de la escuela historicista que afrontaron el reto de hacerlo tuvieron que esperar más tiempo en el proceso. Por eso cuando se grabaron los primeros ciclos del genio de Bonn por tres orquestas, dos británicas y una neerlandesa, sus integrantes eran casi los mismos. The Hanover Band lo hizo entre 1982 y 1988. La Orquesta del Siglo XVIII lo hizo entre 1984 y 1993. La Academia de Música Antigua lo grabó entre 1986 y 1989. Entre los músicos que compartieron las tres orquestas hay nombres que hoy son legendarios. Pavlo Beznosiuk, Simon Jones, Jonhaton Kahan, Desmond Heath, Marc Ashley-Cooper, Jane Debenham, Ellen O’Dell, Catherine Ford, Eleonor Sloan, Brian Smith, y Hildburg Williams en la sección de primeros violines para las dos inglesas, además de nombres tan conocidos como Nicolas Standage, Roy Goodman, Monica Huggett y Elisabeth Wallfish. En los violonchelos Susan Verney y Margaret Richards. En los contrabajos Anthony van Kampen, Peter McCarthy y Elizabeth Bradley. En los cornos Raul Diaz, Anthony Halstead y Andrew Clark; en la trompeta a Jonhatan Impett; en los trombones a Susan Addison y David Stewart. En tanto la pléyade de instrumentistas de la orquesta fundada por Frans Brüggen, y que aún forman parte de su planilla, se pueden nombrar en los violines a Anthony Martin, Natsumi Wakamatsu, Rémy Baudet, Marc Destrubé, Kees Koelmans, Staas Swierstra, Hans Christian Euler, Gustavo Zarba; en la viola a Emilio Moreno y Marten Boeken; en los violonchelos a Richte van der Meer y Rainer Zipperling; en la flauta a Ricardo Kanji; en los clarinetes a Eric Hoeprich; en los fagotes Danny Bond y Donna Agrell, y en la trompeta a Jonathan Impett.
Todos estos músicos que acabo de mencionar, al lado de otros de enorme prestigio que ya no están en las orquestas mencionadas, todos ellos leyendas vivas de la música con instrumentos de época, hicieron posible no sólo los ciclos beethovenianos sino en más de un sentido el sonido con el que estas orquestas son conocidas. Me refiero a todo esto porque resulta claro que para estas orquestas llegar a Beethoven significa una gran inversión de tiempo, estudio y apropiación de lenguajes, algo a lo que las orquestas tradicionales no están sujetas, pues para ellas, como ya se dijo, Beethoven, su música, ya está allí, un pret à porter musical a la medida. Por eso una orquesta como la Berliner puede tener en un periodo de, digamos, medio siglo, desde 1975, casi una docena de ciclos beethovenianos, con distintos directores, en tanto en el mismo periodo las otras orquestas apenas pueden tener uno, y alguna ninguno.
No significa, naturalmente, que no las hayan tocado en conciertos, sino que no las han grabado. Y en algunas ocasiones, la decisión de su titular, como fue el caso de Nikolaus Harnoncourt, privó a su orquesta, el Concentus Musicus Wien de un posible ciclo beethoveniano por decidir usar la relativamente recién fundada Orquesta de Cámara Europea por parte de Claudio Abbado. Hacia el final de sus días Harnoncourt grabó apenas dos con su orquesta, en lo que parecía podría haber sido su segundo registro, ahora con la orquesta que había fundado hacía más de sesenta años, pero la muerte lo sorprendió y la posibilidad de ver y oír un nuevo ciclo salido de su peculiar estilo de dirigir quedó truncado para siempre.
El único de sus contemporáneos que pudo grabar dos ciclos sinfónicos beethovenianos fue Frans Brüggen. El primero, grabado a lo largo de casi una década, entre 1984 y 1993 para el sello neerlandés Philips, y que originalmente venía, al menos en las primeras sinfonías, alternada una de Beethoven con una de Mozart. Su segundo ciclo apareció para el sello español Glossa en 2012, no como grabaciones sueltas al estilo de su predecesor, sino como un proyecto unificado y grabado en un periodo sumamente breve de tiempo de un mes apenas, en octubre de 2011, algo insólito para cualquier orquesta del mundo, como parte de un ciclo llamado “La experiencia Beethoven”, en que las sinfonías del genio de Bonn se presentaron en Rotterdam en un espacio de tiempo tan breve como casi el mismo que uno usaría en poner las grabaciones en su casa de manera que esa experiencia no se diluya en el espacio y el tiempo.
Es difícil pensar que otros contemporáneos suyos como Philippe Herreweghe, quien como Harnoncurt no lo grabó con la Orquesta de los Campos Elíseos, por ejemplo, John Eliot Gardiner o Jordi Savall pudiesen grabar un segundo ciclo. Y es casi imposible imaginar que una orquesta, cualquiera que sea, acepte tocar y grabar en un periodo de un mes todo el ciclo beethoveniano, y más en conciertos, en ejecución directa, en vivo, como siempre hizo Brüggen, quien prefería la presencia del público a la seriedad claustrofóbica del estudio de grabación. Y como no podría ser de otra manera, a más de un cuarto de siglo de haber hecho el primer registro de sus sinfonías, el nuevo ciclo de Brüggen es bastante diferente a aquel. Los tempi son un poco más lentos y amplios que los de aquel legendario hito que fue su ciclo en Philips. La apabullante marcia funebre registrada en 1987, uno de los más grandes prodigios que se hayan grabado, parece menos apabullante, menos sobrecogedora en este nuevo ciclo. Ese minuto de más que dura la versión de 2012 en comparación con la de 1987 es suficiente para distenderla de alguna manera. Sin embargo, lo que se mantiene es la magistral forma en que Beethoven juega con las dinámicas cinéticas al interior de la sinfonía, y cómo Brüggen las entiende como pocos.
Ya me he referido en el pasado a la manera en que los músicos mexicanos suelen desacreditar las obras de Beethoven, incapaces de entender un discurso totalizador en una obra, pensándola como asuntos episódicos aislados, como las arias de una ópera, por ejemplo. Una sinfonía es, especialmente en el caso de Beethoven como en el de ningún otro musico antes de él, un discurso filosófico que se mueve a través no de ideas, como esperaría uno de un filósofo, sino del sonido. Por obvio que esto parezca, el músico mexicano lo pasa por alto. Y a veces también el simple melómano. Por todo esto, me referiré nuevamente a su Tercera sinfonía como discurso integral en un sentido en que nadie lo ha hecho hasta el día de hoy.
Por analizarla episódicamente muchos comentaristas han perdido de vista lo que podría llamarse el andamiaje interno, totalizador, de la obra. En la genialidad de Beethoven nos presenta un discurso sobre una tríada y un movimiento contrastante, y dos pares de movimientos alternados, todo al mismo tiempo. La tríada está compuesta por tres movimientos en la misma tonalidad, todos: mi bemol mayor, que son el primero, el tercero y el cuarto, con el segundo como contraste en tonalidad menor. Los pareados alternados son el primero y tercer movimientos, escritos en un compás de tres cuartos, y el segundo y el cuarto en un compás de dos cuartos. En términos de dinámica cinética ese sólo hecho debería llamar poderosamente la atención y mover a la reflexión. Sorprende que no lo haya hecho. El discurso meramente musicológico, de orden técnico, si no se aterriza en imágenes concretas, suele resultar incomprensible para un escucha no familiarizado con los aspectos técnicos, que por sí mismos carecen de cualquier relevancia. Pero el propio comentarista musicológico suele tener cero capacidades comparatísticas y analíticas que estén fuera del ámbito de lo meramente musical como para emprender una explicación que nos diga porqué la estructuras en tríadas y pares antes mencionadas puedan o no ser relevantes. Lo diré desde ahora. Son relevantes. Son, por encima incluso del discurso musical, de lo meramente musical, absolutamente relevantes.
Beethoven estructura su sinfonía a partir de bloques cinéticos bien definidos. Esos movimientos no son meras dinámicas musicales, sino del espíritu, del mundo interior del compositor que no sólo no se han sabido interpretar ni señalar de dónde provengan, sino explicar, porque se piensa que son solo cuestiones musicales, cuando no lo son. Y si no son sólo musicales, ¿qué son realmente? ¿Cómo explicarlas fuera de ese orbe que George Steiner, y casi todos, consideraba y consideramos tan placentero? Aquí es donde lo anecdótico incluso pasa a un muy segundo o tercer lugar, porque ya no importa todo ese discurso sobre Napoleón ni la Revolución francesa o las ideas o concepciones prerrománticas que estilísticamente parece anunciar o prefigurar. Todo eso es cierto, pero no explica el origen, la motivación interior, más profunda a la que he hecho referencia cuando me referí, con otros términos, a lo que llamé en otro momento la termodinámica de la propia sinfonía. 
Si entendemos esas dinámicas cinéticas interiores como es debido, percibiremos un mundo interior subyacente al discurso musical, el cual es el vehículo para que ese mundo emerja, tal como en el poeta es el lenguaje el que tiene la misma función: permitir que lo más profundo del ser se exprese a través de la imaginación. No es otra cosa lo que vemos en la estructura de la sinfonía, no solo de la Tercera sino en las dos previas, que es lo que en algún momento me permitió afirmar que todo ese discurso sobre Haydn y Mozart en sus dos primeras sinfonías es irrelevante, pues ya son plenamente Beethovenianas en el uso de sus recursos expresivos y técnicos. Es la Tercera, por supuesto, donde esto es más visible.
Beethoven elige una tonalidad mayor, ascendente, en tres movimientos de la obra, y sólo en uno, una tonalidad menor, descendente, el cual, por su extensión, es ciertamente el más impactante. Pero en su compás de dos cuartos se vincula con el movimiento final, y allí vemos el primer gran logo del genio. Así es como tonalidad descendente se relaciona con la tonalidad ascendente del movimiento final, por medio del mismo compás. La tríada se relaciona con la estructura bipartita, a través de una subestructura más interna, en la que podemos ver que el movimiento interno que domina toda la sinfonía, pese a su tonalidad mayor, ascendente, solar para decirlo con claridad, es la tonalidad descendente, lunar. No es la tríada solar la que domina la obra, pese a todo, sino la dualidad en compás que empieza con la marcia funebre que se vuelve a repetir en el movimiento final. Puedo afirmar, sin el amor asomo de duda, que lo que domina el imaginario de Beethoven en esta sinfonía es lo que René Girard llama el régimen nocturno del imaginario.
La tonalidad mayor en si bemol de la obra parece confundirnos y pensamos que se trata de una obra solar, de un discurso musical en el que la desesperación, representada por el segundo movimiento, es vencida por la esperanza, representada por el tercer y cuarto movimientos. Eso es lo que la crítica de la obra nos ha dicho. Pero es mucho más que eso. Y en algo no se equivocan quienes piensan que el segundo movimiento es infinitamente superior a los otros tres. Eso debe entenderse no en ese sentido que he llamado episódico, aislado, como lo ven los músicos mexicanos, sino en su más honda significación, y es el impresionante predominio en el ánimo del escucha, en cómo ese segundo movimiento condiciona por completo al resto de la obra. Allí está lo verdaderamente genial de la obra. No es solo la duración de ese movimiento, más breve incluso que el de apertura, cuya duración supera a casi cualquier sinfonía escrita por sus predecesores. Son las dinámicas cinéticas las que movilizan todo el espíritu de quien la escucha.
El centro de la sinfonía es el segundo movimiento, que es el que condiciona todo lo demás. Ya lo señalé en otro momento, pero conviene recordarlo una vez más. El impresionante primer movimiento desata una cantidad de energía cinética sonora como nunca una obra instrumental había hecho antes. Esa energía debe usarse de alguna manera, y lo que Beethoven hace es, en el segundo movimiento, condensarla, y el punto casi conclusivo de esa condensación es el impresionante fugato final. De nuevo, algo nunca antes visto ni oído. ¿Qué procede ante semejante acumulación de energía cinética sino liberarla? Eso es lo que hará Beethoven en los dos siguientes movimientos, pero astutamente primero debe moldear esa energía, por así decirlo. Y lo hace juguetonamente en el Scherzo, para finalmente liberarla en el último movimiento, el cual se vincula con el segundo no sólo a través del mismo compás de dos cuartos, sino a través del fugato que aparecía en su predecesor, pero esta vez a través de diez asombrosas variaciones con una fuga final. La tonalidad general de la obra es siempre la misma, de carácter solar, si bemol mayor, pero debajo de esa estructura tonal, hay otra, más subterránea, que empieza en la tonalidad de do menor del segundo movimiento, el cual se desliza hacia abajo por el mismo compás del movimiento final y la aparición de la fuga que es un eco amplificado del fugato precedente: fugato-fuga.
Podemos señalar, entonces, siguiendo a René Girard, que “los famosos principios de la termodinámica no son más que una racionalización de esa gran intuición mítica en la cual la conservación de la energía vital o de la plena apariencia astral compensa la degradación pasajera figurada por las latencias estacionales, la Luna negra y la muerte. Pero en el nivel simplemente mítico, esta compensación unitaria va a traducirse en una síntesis dramática que todas las grandes culturas reflejan: el drama agrolunar. // El argumento de este drama está constituido esencialmente por la ejecución y la resurrección de un personaje mítico, la mayoría de las veces divino, hijo y amante a la vez que diosa Luna. El drama agrolunar sirve de soporte arquetípico a una dialéctica que no es ya de separación, ni tampoco es inversión de valores, sino que, por disposición en un relato o en una perspectiva imaginaria, utiliza situaciones nefastas y valores negativos para el progreso de los valores positivos. […] Porque la coincidencia de los contrarios en un único objeto es insoportable incluso para una mentalidad primitiva, y el drama litúrgico en el que varios personajes obtienen su parte de contradicción bien parece ser una primera tentativa de racionalización. La ambivalencia se vuelve temporal para no ser ya pensada al mismo tiempo y desde el mismo punto de vista, y de este modo se engendra el drama cuyo personaje central es el Hijo”.
CIUDAD DE MÉXICO, 19 DE ABRIL DE 2025

martes, 1 de noviembre de 2016

Beethoven und Freiburg

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



Imagen de Ludwig van Beethoven
Escuchar las nueve sinfonías de Beethoven en un momento como el que vive México, en donde el desgobierno y su cinismo, el saqueo y la rapiña constantes, la corrupción, la injusticia, el crimen organizado y el desorganizado desde las más altas esferas del ejercicio del poder político, en fin: el horror que diariamente nos acosa y no deja de sorprender y preocupar, pudiera parecer un acto de suprema frivolidad. No es así.
     Está de sobra señalar que escucharlas debería ser un imperativo categórico, para usar la adecuada fraseología kantiana, especialmente en una situación como la que vivimos. La visita de la Freiburger Barokorchester los días 5 y 6, 8 y 9, y 11 de octubre para interpretar el ciclo sinfónico beethoveniano completo en un lapso de apenas seis días debería ser considerado una fecha que quedará en los anales de la música en nuestro país.
     Para mí fue un sueño hecho realidad, el cumplimiento de una espera de veinte años desde que escuché por vez primera a esta legendaria y extraordinaria orquesta, y de un cuarto de siglo desde que escuché en CD un ciclo sinfónico beethoveniano completo con una orquesta con instrumentos de época: la Hanover Band. Casi en cascada fueron llegando a mí otros ciclos del mismo tipo. El de Christopher Hogwood y The Academy of Ancient Music –que en los hechos tenía casi a los mismos músicos de la Hanover Band–, el de Frans Brüggen y la Orquesta del siglo xviii –y su descomunal interpretación de la Marcha fúnebre de la Tercera–, la de John Eliot Gardiner, la intensamente esperada de Nikolaus Harnoncourt, y los no siempre convincentes de Roger Norrington, Jos van Immerseel y Martin Haselböck. Y después, sus herederos en orquestas modernas: el del flamenco Philippe Herreweghe, el del noruego Osmo Vänskä con la conflictiva Orquesta de Minnesota, y el descomunal de Paavo Jarvi.
     A lo largo de mi vida he escuchado incontables ciclos completos, el más reciente, previo al de la Barroca de Friburgo, dirigido por Miguel Salmon del Real con la Sinfónica de Michoacán, en un ciclo memorable, en el cual pude constatar lo mucho que aún tiene por decirnos estas obras maestras. Comparar ambos ciclos sería un exceso, pero algunas cuestiones relevantes se pueden señalar de ambos directores, ambos muy jóvenes, de casi la misma edad.
     La dirección orquestal de Gottfried von der Goltz es más aérea, en comparación con la más terrestre, desde el plexo solar, de la de Salmon del Real, y ello conduce a sonoridades distintas, a un impacto diferente en el escucha. Quizá por ello mismo, la de este último fue mucho más arriesgada no sólo que la de Von der Goltz, sino más de lo que jamás nadie se haya atrevido antes. Sus versiones de la Marcha fúnebre –espectacular y de una fuerza que nunca antes había escuchado, con una tensión y una acumulación de la energía sonora simplemente bestial– y de las dos Quintas, en dos días consecutivos, pero con dos lecturas a la partitura­ tan diferentes, tan contrastantes una de la otra, que parecían dos orquestas y dos directores distintos, es algo que no volverá a verse probablemente jamás, a menos que el propio Salmon encuentre una orquesta que se atreva a seguirlo como lo hizo la de Michoacán, algo poco probable con el tipo de orquestas con que contamos en el país.
     Pero la transparencia de los instrumentos de época es incomparable con lo que puede ofrecer una orquesta moderna. No sólo por la afinación, sino por el sonido mismo, y por algo de lo que alguna vez leí en Harnocourt, pero ninguna grabación ha podido hasta ahora transmitir en toda su gloria y majestuosidad: la disposición de las secciones instrumentales. Aunque básicamente la orquesta es la misma que la moderna, un poco más pequeña, en Beethoven el eje de ésta se encuentra en la sección de las maderas y alientos, la sección de Harmonie, y en torno a ella se construye el volumen orquestal en una suerte de tres triángulos. Al centro la mencionada sección, soportada por los violonchelos y violas como un perfecto cateto sonoro de base, y en dos triángulos en los extremos, del lado izquierdo violines primeros y contrabajos, y al otro extremo, violines segundos, percusiones, y una parte de las violas.
     Esta disposición le permitía a Beethoven explorar y explotar de manera genial uno de sus procedimientos compositivos de variación favoritos: el fugato, el cual en las orquestas modernas suele perderse frente a la avalancha sonora de la cuerda, especialmente el del primer movimiento de la Novena, descomunal. Esa célebre frase que alguna vez me dijese algún amigo: “¿Para qué escribe Beethoven tantas cosas en sus sinfonías si no se pueden escuchar?”, encuentra su respuesta en este tipo de orquestas y disposición instrumental: porque en tiempos de Beethoven sí se escuchaba todo eso… ¡Y cómo se escucha, Mein Gott! La exploración del timbre, del color orquestal, de los contrastes sonoros y la articulación de la cuerda, por ejemplo, moviéndose en el espacio, en vez de esa masa sonora compacta y difícilmente diferenciada que tenemos que padecer una y otra vez con cada orquesta en nuestro país, encontró en la Barroca de Friburgo un motivo de inequívoca dicha y de redescubrimiento de estas obras esenciales.
     Uno de los descubrimientos más notables para no pocos melómanos fue hallar que todo el lenguaje sinfónico beethoveniano –que es como decir toda su compleja y avasalladora personalidad– se encuentra ya perfectamente logrado desde su primera sinfonía. Más aún –como si no lo supiéramos–, que no hay compositor posterior, desde Schubert hasta Mahler, que no esté en deuda con él, que no halle su raíz en él, que no esté incluso sugerido en él. No sólo eso. En la impresionante interpretación que hizo la Freiburger de la más revolucionaria de sus sinfonías, la Tercera, en la Marcha fúnebre, el violín solo de Petra Müllejans nos recordó, con un guiño fuera de serie, a Bach, como si uno y otro tuviesen un origen en común, como si la más revolucionaria sinfonía del genio de Bonn no olvidara de dónde viene y hacia dónde va. Jamás había oído algo así en toda mi vida.
     Cada sinfonía nos fue revelando matices, guiños, indescriptibles momentos de eso que sólo puedo definir como la enorme dignidad humana de su pensamiento, de su trabajo con la noble madera de sus instrumentos. No sé cuántas veces estuve a punto de llorar de la emoción, pero sé que después de cada concierto salí temblando, transfigurado, esperanzado, y debo decir que, en efecto, algunas de mis más hondas súplicas hallaron respuesta, y no podría estar más agradecido por haber vivido esta experiencia.
     Uno de los temores de algunos melómanos estaba en el desempeño del Coro de madrigalistas, de clara formación belcantista, y la latente posibilidad de que cantara como lo suelen hacer siempre, a voz en cuello, y se destruyera el delicado equilibrio de una sinfonía que siempre, o casi siempre, es interpretada desaforadamente, en busca más el aplauso que la comprensión de sus muchos matices. No sólo eso. Tenía mucha curiosidad por escuchar su segundo movimiento, Molto vivace, que como se sabe es casi el primer concierto para orquesta y timbales con trompeta de la historia. De nuevo, la Freiburger mostró la verdadera dimensión de un movimiento que casi de continuo suele interpretarse de manera desaforada, sin la menor atención en sus detalles y matices. La trompeta no se vuelca sobre el oído del escucha, ni el timbal parece a punto de llamar a rebato. Cada uno se encuentra en una dimensión que no se abalanza sobre el oído hasta lastimarlo, y los forti beethovenianos adquieren su verdadera dimensión. El Coro de madrigalistas por una vez en su vida cantó como se debe, en su justa dimensión, mostrando el perfecto equilibro entre canto y música buscado por Beethoven.
     Y si algo demostró la Freiburger Barokorchester es que, por encima de cualquier consideración, no hay nada más importante en Beethoven que la espléndida música salida de su pluma. Y esto se notó en algo más, algo que prácticamente nunca se ve en nuestras orquestas. El placer de tocar. La cantidad de rostros sonrientes durante la interpretación, las miradas cómplices de alegría de los músicos, la enorme sonrisa de Von der Goltz hacia sus músicos, nos recordó que las sinfonías de Beethoven son una enorme celebración de dicha, pese a los tormentos y desdichas que lo acosaron, y es el recordatorio perenne de porqué cuando se le interpreta como usualmente se le hace en salas del país, se traiciona su mensaje desde la raíz. Si el músico no siente esa felicidad, si no comparte ese eros beethoveniano en todo momento, debería dejar su instrumento de lado y dedicarse a otra cosa, por el bien suyo y el de la música.
José Manuel Recillas con músicos de la Freiburger Barokorchestra
No sólo la dimensión de su obra sinfónica nos reveló que Beethoven en realidad escuchaba la música de una manera privilegiada, sino que sus sinfonías son un manantial vivo (Eine lebende Bach) y que su dichosa escucha debería ser eso que llamé al principio un imperativo categórico. Porque si Beethoven fue capaz de superar su desdicha, los golpes que la vida le dio, y se elevó como ningún otro artista lo había hecho antes que él, entonces cualquier cosa que nos suceda es apenas una mota de polvo en el desierto y merecemos perdernos en el fango de la existencia diaria y sus rutinas.
     Beethoven y la Barroca de Friburgo nos recordaron que ese es el mayor legado que nos dio el genio de Bonn: ser felices, contra todo designio humano, porque el horror siempre estará allí. Parafraseando la palabra del Evangelio: a los pobres (de espíritu) siempre los tendremos, pero a Beethoven no, si no hacemos el esfuerzo por vivirlo y hacerlo nuestro. La frivolidad es vivir en el muladar cotidiano, y pensar que eso es la vida.

Octubre 14, 2016

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