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lunes, 1 de agosto de 2016

El rostro inesperado en los retratos de familia, de Karen Plata


Por Leonel Rodríguez
(poeta mexicano)







Retratos de familia, de Karen Plata, no es una evocación sino una presentación de escenas hiladas sin hilo perceptible, o más bien: unidas y cosidas con el cordón de la curiosidad.

El libro comienza con referencias que, por desconocidas, parecen desordenadas, pero al seguir la lectura se tiende a que lo disperso tome cuerpo sin que esto se logre cabalmente por sí solo, en el libro. Vemos que el tema es la irrealidad; por eso es imprescindible la presencia del lector: para dar reconocimiento y realidad. 

Decir la verdad es como no decirla (p. 23), escribe la autora. Está invitándonos a descubrir el sentido de la incertidumbre. Porque aquí, en este lugar que ha escrito Karen Plata, suceden cosas sin porqué ni para qué. Creo que su escritura proviene de la necesidad de una imagen matriz, o una presencia de realidad. Esta ausencia quiere hablar, entonces se escribe este libro. Voces de otros (la abuela, la mamá, la vaca) en la voz de ella, la escritora niña narradora que se recuerda. Ella es un espacio de resonancia para aquellas voces.

No dibujar, no iluminar, no imaginar ni fingir: la primera palabra es hacer. Se nos quiere decir una realidad:

Hacer una casa sobre el cuerpo de una vaca,
hacer una casa para la vaca
(p. 11)

La vaca es la vida familiar, la salud de la tierra y el ser que nos la comunica. Ser no locuaz sino evidente y grávido, la vaca soporta la casa.

Karen Plata
Al leer estos retratos de intimidad, se percibe el crecer de una infancia en un ámbito sin centro. La autora ha puesto su rescate linealmente en páginas sucesivas -un libro-, se crea una narración extraña; el lector puede obtener de este extrañamiento un estímulo para aceptar que una explicación razonable no es siempre la finalidad de la palabra; a veces, es la aceptación de la incógnita; esto es, acompañar esa vida que se nos cuenta, que difiere (posiblemente) de la nuestra en los hechos, pero nos es común la necesidad de expresar y escuchar. Retratos de familia pide que compartamos el pasmo de crecer sin la mirada de alguien mayor ya enraizado. Por los sucesos que presenta, parece un libro seco, pero su ternura y consideración se hallan en darse tal como es. Nos lo dice en aquellas líneas, creo que las únicas donde nos habla de tú:

Te cuento esto porque no tengo otra cosa que darte, todo lo demás se lo llevaron.
(p. 56)

Las escenas son abandonadas y entregadas a los ojos del transeúnte, lector, quien mira y tiene que participar de lo que acepta recibir. ¿Cuál es la coherencia de esta obra? Una pista se halla, quizá, en esta frase: Ella lo dice todo, ella no dice nada (p. 42) Ella: la vaca, la abuela, la mamá, la casa y la coherencia son fragmentos, que es como decir: semillas. Del lector, de esa persona que va pasando y acepta escuchar, se requiere rescate y creación. Y si el lector acepta dar casa a esta voz, tal vez se ayuda a expresar su propio desorden. Lo que vemos ajeno, podría no serlo:

La gallina abrió los ojos justo antes de caer al suelo. La gallina pudo ver su cuerpo antes de que los perros se lo llevaran […] Dios no quería que nos viéramos a nosotros mismos y por eso nos puso los ojos en la cara. Por eso, la gallina creyó que ese cuerpo era de alguien más. (p. 47)

Debido al estímulo inicial, esa búsqueda de una imagen fundadora en la familia que genere orden y sentido, las cosas de Retratos de familia tienden a la confesión y, de no lograr el reconocimiento, no son nada.

La penúltima página resume, en una imagen redonda como ojo o moneda, la extraña sensación que predomina quizá no sólo dentro del libro:

Ayer soñé que éramos de paja y no podíamos respirar. Yo quería ayudarlos y les quitaba la paja. Yo quería y mis hermanos quedaban como tiritas en el piso. (p. 74)

La realidad puede ser cosa perecedera, intangible e incomprensible. Pero la voz que entrega su desconcierto puede ser recibida, de manera que su alrededor no es desierto indiferente, o digámoslo con palabras discretas: la voz que entrega su desconcierto, conversa y hace partícipe al otro, quien sólo pasaba creyéndose ajeno. 

Retratos de familia no es un libro que busque permanecer en la memoria a través de la música de las frases. Se trata de una lengua pasada por fuego; se nos presenta apagada y dispersa, como ceniza. Es lenguaje que busca reunirse y tener sentido; puede lograrlo al establecer empatía entre su voz y el escucha, de quien tanto se necesita, al escucha que se le da la oportunidad de responder a quien entrega lo que tiene; ese lector, ese
Leonel Rodríguez
otro, al que este libro no le exige explícitamente nada es, creo, el personaje llamado por este libro, para traer a la actualidad la relación y el sentido de hablar y escuchar.

Retratos de familia de Karen Plata, obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2015. Lleva el número 541 dentro de la colección del Fondo Editorial Tierra Adentro.

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No vayas al final del pasillo… ahí espantan


Por Gabriel Martínez Bucio
(escritor mexicano)




En algún rincón de ese territorio fantástico que es “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, se esconde una importante sentencia: “un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto”. La convergencia del pasado y presente; la mirada infantil interviniendo el mundo adulto; y las imágenes quebradas suscitadas a través de su espejo sintáctico, que construyen Retratos de familia, sufren una suerte similar.

El libro de Karen Plata es una búsqueda –que se enrolla en sí misma– del tiempo perdido, donde los poemas mantienen una íntima correspondencia. Cada uno resignifica al anterior, lo refuta, lo completa o lo modifica.

Como bien sabemos, el pasado es un tiempo poroso, incierto y elástico, donde la poesía profundiza, escarba resquicios, e incluso tiene la virtud de transformarlo. No es banal que el título evoque la palabra Retrato, del latín retrahere, que significa “hacer volver atrás”, pero también implica reducir y abreviar, convertir algo en otra cosa y hacer revivir.

En efecto, el lector advertirá que está ante un rompecabezas lejano al que le faltan piezas y, en su lugar, encuentra sueños, recuerdos confundidos, visiones, “imágenes recortadas” de una mirada infantil (miedos, creencias, intuiciones) que intentan completarlo en vano y lo tornan en una edificación cubista:

                  Pequeña, uno cree que es posible regresar al mismo punto y no es verdad. El 
                  mundo jamás ha sido un círculo, es un rectángulo que se rompe, un rectángulo con                
                  cuatro lados que quisieran estar juntos pero que ellos mismos se detienen. (56)

Cuando accedemos al mundo adulto nos damos cuenta de las ingenuas certidumbres con las que crecimos. Sin embargo, al mirar hacia atrás –con mayor suerte que Orfeo–, descubrimos que ya no pueden ser separadas de los hechos ocurridos y conforman un todo-recuerdo. Al pasado le ha crecido moho, y es precisamente este territorio verdoso en donde la poética de Karen se desarrolla.

En esta reconstrucción, Retratos de familia ondula, sin previo aviso, de una voz enunciativa a otra (la niña, la abuela y la mamá); de una realidad objetiva (un acto) a otra subjetiva (la infantil); del pretérito al presente. Y esto permite que el libro pueda leerse en dos direcciones opuestas.

El verso “una vaca recostada tomando el sol / con las pupilas dilatadas y el cuerpo hinchado a punto de explotar” es el ejemplo perfecto. La primera parte alude a una frase paternal con la que se tranquiliza a un niño: “no, no está muerta, está tomando el sol”.

La segunda, es un zoom cinematográfico (evidentemente adulto por las palabras “hinchado y “dilatadas”) sobre las pupilas de la vaca a punto de explotar.

Ahora bien, la mayor virtud radica en la unión sintáctica de dos tonalidades distintas en la misma oración: tanto el piadoso engaño en el que te hicieron creer como la realización de que esas palabras escondían por debajo un escenario mortuorio. Pero, en el recuerdo: ¿qué fue lo que realmente sucedió?

La ruptura sintáctica ya no es entonces, sólo una herramienta meramente poética, sino que funciona como el espejo verbal del pasado quebradizo.

Todo confluye en el libro. Las situaciones cotidianas están confundidas con las imaginarias en un mismo nivel discursivo; la obra funciona en su conjunto, que debe ser leído desde su portada hasta la última página.[1]

En efecto, Retratos de familia inicia con la pirámide de la portada que podría leerse como una precisa metáfora del libro: sin perspectiva, una casa oscila sobre un gallo parado en una silla que se balancea sobre el lomo de una vaca que no se digna a mirarnos (respire, querido lector).

La pintura de Mariori Barriga evoca a “Los músicos de Bremen”, aquel cuento medieval donde un gallo, un gato, un perro y un burro, forman una escalera y, para asustar a unos ladrones, lanzan un simultáneo alarido jamás vuelto a escuchar por la humanidad. El burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato maullaba, y el gallo cantaba. Ahora bien, ¿cuál sería entonces el sonido de este libro, de esa casa que vacila sin derrumbarse? ¿Quiénes son los ladrones espantados?

Esos crujidos de la casa son las astillas, los ecos que se enciman unos con otros y tejen una serie de atmósferas, aureolas que Karen convierte en sensaciones nocturnas, miradas infantiles que poco a poco invaden y reformulan el mundo adulto: brujas en la cocina, gente flotando en la ventana que no hay que mirar, patios “sin luz por donde podía salir cualquier cosa”, vestidos que se mecen al final del pasillo, bosques habitados por duendes, humor fantasmal de los hermanos mayores que devienen, en el recuerdo, sustos que nunca sucedieron pero que de alguna manera, han adquirido corporeidad en algún rincón de nuestra memoria, en algún rincón de la casa.
Gabriel Martínez Bucio

Retratos de familia es un largo poema de suspenso que, a partir de una invocación del pasado, intenta entender el presente. Sin embargo, la pesquisa no logra descifrar por completo esa sustancia llamada Tiempo. Al pasado le ha crecido moho ¿lo recuerdan? Y ahí es donde reside su mayor eficacia. En la búsqueda sin resolución. En el limbo al que nos arroja esa sensación de algo a punto de caer. En esos fragmentos que no encuentran su imán: un no sé qué que queda balbuciendo. Y entonces sospecha que “también entonces, como ahora, no entendía el orden que movía las cosas”.


[1] Al parecer, las contraportadas siguen firmes en su decisión de permanecer vírgenes-hasta-el-matrimonio de toda ficción posible.

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