(Versión de Cosme Álvarez)
Henry David Thoreau (1817-1862) |
Nació
en Concord, Massachusetts, el 12 de julio de 1817. Se graduó en la Universidad
de Harvard en 1837, pero sin distinción literaria. Iconoclasta de la
literatura, rara vez agradeció a las universidades los servicios que le
brindaron, pues las tenía en poca estima, aun cuando su deuda con ellas era
importante. Después de abandonar la universidad se acercó a su hermano, quien
ejercía el magisterio en una escuela privada a la que renunció poco más
tarde. Su padre era fabricante de lápices de grafito, y Henry durante algún
tiempo se dedicó al oficio, convencido de que podía produ-cir un lápiz superior
al entonces acostumbrado. Una vez ter-minados los experimentos, Thoreau mostró
su trabajo ante los químicos y artistas de Boston, y regresó satisfecho a su
casa tras obtener de todos ellos el testimonio de la excelen-cia del lápiz y de
que igualaba a los de la más fina hechura londinense. Sus amigos lo felicitaron
por haberse abierto un camino a la fortuna, pero él respondió que jamás
volvería a fabricar un solo lápiz. «¿Por qué he de hacerlo? No repetiré lo que
ya se ha hecho una vez.» Reanudó sus dilatadas caminatas y sus muy diversos
estudios, con los que lograba cada día un conocimiento nuevo de la naturaleza,
si bien aún no hablaba de botánica o zoología, pues a pesar de ser un es-tudioso
de los hechos naturales no sentía curiosidad por los textos científicos ni la
técnica.
Para
entonces ya era un joven robusto, saludable, recién salido de la universidad.
Sus compañeros habían empezado a elegir, o estaban ansiosos de iniciar, una
actividad que les dejara dinero, y fue inevitable que los pensamientos de
Tho-reau giraran en torno de este mismo asunto, por lo que tuvo que poner en práctica
una determinación nada común para evadir todos los caminos tradicionales y
mantener su libertad solitaria, a costa de contrariar la natural esperanza de
sus familiares y amigos: le resultó tanto más arduo por su integridad absoluta,
su insistida autonomía, que debía procurarse por sí mismo, y su convicción de
que todo hombre tenía el mismo deber. Pero Thoreau nunca flaqueó. Fue combativo
de nacimiento. Se negaba a renunciar a su inmensa sed de sabiduría y de acción,
a cambio de un humilde oficio o profesión, y había puesto la mira en una
vocación de un alcance mucho más amplio: el arte de vivir en plenitud. Si
menospreció y desafió las opiniones de los demás, lo hizo únicamente porque ponía
la mayor atención a conciliar su conducta y sus con-vicciones. No fue ocioso, ni
proclive al lujo, cuando necesitaba dinero prefería conseguirlo por medio de un
pequeño tra-bajo manual de su agrado, por ejemplo, construir una lancha o una
cerca, plantar, adaptar, demarcar, o alguna otra faena, y no sujetarse a un
compromiso de larga duración. De hábitos estables y pocas exigencias, su
destreza en carpintería y su sobrada aritmética lo hacían apto para vivir en
cualquier parte del mundo. Necesitaba menos tiempo para satisfacer sus
necesidades que ningún otro. Tenía, pues, asegurado su bienestar.
Una
habilidad natural para la mesura, nacida de sus conocimientos matemáticos y de
su hábito de calcular las dimen-siones y las distancias de todos los objetos que
le interesaban, el tamaño de los árboles, la profundidad y la extensión de las
lagunas y de los ríos, la altura de las montañas y la distancia en línea recta
de sus cimas favoritas, esto, aunado a su familiaridad con el territorio
alrededor de Concord, lo hicieron inclinarse a la profesión de agrimensor, que
le ofrecía la ventaja de llevarlo continuamente a tierras desconocidas y
apartadas, y así lo ayudaba en su estudio de la naturaleza. Su precisión y
destreza en este trabajo gozaron de rápido reconocimiento, por lo que tenía
todo el trabajo que deseaba.
Henry David Thoreau, retrato de Samuel Worcester Rowse |
*Creso. Nacido hacia 595 a.C. Último rey de Lidia, de la dinastía Mermnada; su reinado estuvo marcado por los placeres, la guerra y las artes.
Eligió hacerse rico reduciendo al mínimo sus
exigencias y cubriéndolas él mismo. En sus viajes, utilizaba el ferrocarril
únicamente para atravesar el territorio que no tuviese importancia en su
propósito inmediato, y solía andar cientos de ki-lómetros, evitando las tabernas;
prefería pagar hospedaje en las casas de los granjeros o los pescadores,
porque eran más baratas y más de su agrado, y también porque en ellas hallaba
más a mano a los hombres y la información que necesitaba.
Había cierto rasgo militar en su naturaleza, no se
doblegaba, siempre viril y capaz, pero rara vez tierno, como que no se sentía
sincero si no estaba ofreciendo oposición. Siempre quería una falacia que
delatar, un error que empicotar; se diría que demandaba una ligera sensación de
victoria, un redoblar de tambor, para poner en juego todos sus recursos. No le
costaba nada decir no; en realidad, lo encontraba mucho más fácil que decir sí.
Parecía que su primer instinto al escuchar una proposición era refutarla, tan
impaciente se mostraba con las limitaciones de nuestro pensar cotidiano. Este
hábito, desde luego, enfriaba un poco las relaciones sociales, y aunque sus
compañeros acababan siempre por eximirlo de toda malicia o falsedad, no dejaba
de empañar la conversación. Por lo tanto, ninguno que fuese su igual mantenía
relaciones afectuosas con alguien tan puro e inmaculado. «Siento un gran afecto
por Henry —dijo uno de sus amigos—, pero no simpatía, y en cuanto a tomarlo del
brazo, primero pensaría en tomar el de un olmo.»
Sin embargo, aunque ermitaño y estoico, realmente
ansiaba comprensión, y cordial e infantilmente buscaba la compañía de los
jóvenes que amaba y a quienes le encantaba entretener de la única forma que
sabía hacerlo, con variadas e infinitas anécdotas acerca de sus experiencias en
los campos y en los ríos; y siempre estaba dispuesto a encabezar una excursión
para buscar arándanos, castañas o uvas.
Hablando de un discurso un día [en una cena], Henry comentó que
todo lo que aplaudía el público era malo. Yo dije: «¿A quién no le agradaría
escribir algo que todos leyeran con gusto, como Robinson Crusoe? ¿Y quién no ve
con tristeza que su escrito no encierra el tratamiento mate-rialista exacto que
a todos deleita?» Henry objetó, desde luego, y ponde-ró las conferencias de
calidad, que sólo son comprensibles para muy po-cas personas. En el transcurso de la
cena, una joven, enterada de que él iba a pronunciar una conferencia en el
Liceo, acremente le preguntó si su conferencia prometía ser un bonito e
interesante relato como los que a ella le deleitaba escuchar, o una de esas
disertaciones filosóficas que en nada le interesaban. Henry se volvió a ella y
reflexionó; vi cómo intenta-ba convencerse a sí mismo de que disponía del material adecuado
para ella y para su hermano, quien permanecería levantado sólo para asistir a la
conferencia, si ésta iba a resultar interesante para ellos.
Hablaba y vivía la verdad, por nacimiento, y siempre
se vio envuelto en situaciones dramáticas a causa de ello. En cualquier circunstancia, todos los observadores tenían interés en saber qué partido
tomaría Henry y qué cosas diría, y no defraudaba las esperanzas puestas en él,
sino que siem-pre supo aplicar un criterio original a todo contratiempo. En 1845 cons-truyó una pequeña casa de madera a orillas del lago Walden, y allí vivió
solo, durante dos años, dedicado a una vida de trabajo y de estudios. Este
proceder le era absolutamente natural y ade-cuado. Nadie que lo conociese podía
imputarle afectación. Difería más de sus vecinos en su pensamiento que en sus
ac-tos. Tan pronto había agotado las ventajas de aquella soledad, la abandonó.
En 1847, en desacuerdo con algunas aplica-ciones que se daban a los gastos
públicos [la invasión a México, 1846-1848], se negó a pagar los impuestos de su municipio y fue encarcelado. Un amigo
suyo [el propio Emerson] pagó el impuesto por él y Henry salió libre. Hubo amenaza de una
contrariedad similar al año siguiente. Pero como sus amigos pagaban el
impuesto, a pesar de las protestas de Henry, creo que desistió de su actitud.
Ninguna oposición ni ridiculización tenían el menor peso para él. Fría y
cabalmente expresaba su opinión, sin fingir que creía que fuese la de sus
contertulios. No le daba importancia al hecho de que todos los presen-tes
defendieran la opinión opuesta. En una ocasión fue a la biblioteca universitaria
para sacar varios libros. El bibliote-cario se negó a prestárselos. El señor
Thoreau apeló al presidente, quien le leyó el reglamento y las costumbres,
que res-tringían el préstamo de libros a los residentes graduados, a los
clérigos matriculados como alumnos y a algunas personas que residían a menos de
dieciséis kilómetros a la redonda. El señor Thoreau explicó al presidente que
el ferrocarril había destruido la vieja escala de distancias, que la biblioteca
era inútil, y que el presidente y la universidad eran inútiles tam-bién si se
respetaban sus reglas, que el único beneficio que él debía a la universidad era
su biblioteca; que, en ese mo-mento, no sólo era imperiosa su necesidad de
aquellos libros, sino que iba a solicitar un número mucho mayor, y aseguró al
presidente que él, Thoreau, y no el bibliotecario, era el legítimo custodio de
los libros. En resumen, el presidente en-contró al peticionario tan formidable, y
que las reglas ya empezaban a parecer tan ridículas, que acabó por otorgarle
un privilegio, el cual, en manos de Thoreau, resultó ilimitado desde ese momento. [abajo el enlace a la segunda parte]
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