jueves, 27 de marzo de 2008

Quisiera saber menos de lo que ella escucha

por Miguelángel Díaz Monges






No hay paz que deje de pagar pleno tributo al infierno.
-Malcolm Lowry

Por cuarta vez en media hora, Beatriz levantó la bocina. El tiempo se daba su tiempo. Sedaba su tiempo. Al otro lado de la línea sólo escuchó ese radio encendido que reproducía una pieza barroca interminable. Una pieza barroca muy larga y muy bella. Tediosa y acaramelada.
     —¡Enrique! —gritó—. ¡Enrique! —Aunque sabía que su grito era inútil y empezaba a ser ingenuo, quizá histriónico, desde luego histérico. Dicho y pase, aunque lo mío no es analizar las actitudes de Beatriz. Tampoco las de Enrique o las mías.
     Esta vez colgó con fuerza. Pensó obstinadamente, hasta la distracción. Quería levantar esa bocina y saber que alguien, del otro lado, había cortado la llamada y que le hablarían para darle la noticia que conocía perfectamente bien.´
     "Veamos... Alcanzó a marcar su número —previó—. ¿De qué hablaron?" Hablar no, ni hablar. No hablaron. Música, pura y elocuente música. Una melodía armonizada con crueldad o algo así. Desde luego, no esperaba con ilusión esa llamada. Quizá era preferible la música. Generalmente lo es. No querría verse involucrada. No quisiera estarlo. Por eso, y con la exención del teléfono bloqueado, omitió dar aviso. "¿De qué?: No sé dónde está, no sé si es sólo un chantaje. Mejor que lo encuentren. Lo encontrarán, supongo. "
     Le hubiera gustado sentir algo distinto a ese atosigante deber cívico. En ese momento prefería tener para Enrique algo que no pareciera moral, algo que indicara siquiera un poco de amor. Quisiera sentir, si no, algo intensamente moral: misericordia, culpa, “¡¿qué sé yo?!”.
     Contra su sospecha, se despertó temprano pocas horas más tarde. Al otro lado de la línea la esperaba Beethoven, débil, como si no fuera él, como si algún gnomo particularmente afanoso hubiese inoculado languidez en sus acordes. Beatriz permaneció en silencio. Una sonata sin título recordable, más bien clásica; acaso no era Beethoven sino Mozart en un lapso maníaco.
     —Enrique... Enrique... —un susurro llorón.
     Encendió un cigarrillo. "No puedes haberme hecho esto." Al escuchar su propia voz, quebrada y tímida, tuvo una fugaz conciencia del absurdo, suficiente para mitigar por un instante su temor a la locura: "¿A quién le estoy hablando: al teléfono, al micrófono, a los cables? A Dios, creo que a Dios." entonces empezó a fingir, quizá sin darse cuenta: habló y rió como si la dominara un serio trastorno: “¡Estás loca, Beatriz, estás loca!”
     Ni la risa siniestra ni la entonación de su trillado parlamento pudieron darle alguna seña de autenticidad, así que gritó a alguien o algo, al aparato:
     —¡Enrique! ¡Enrique! ¡No puedes hacerme esto! —colgó con fuerza y aún entre las sábanas terminó ese cigarro.

***

Por la noche, contra mi costumbre de los martes, fui a verla. La encontré tan rara que le propuse hacer el amor. Ante su negativa le pedí rutinariamente, ya con el auricular en la mano, que me dejara hacer una llamada.
     —No sirve el teléfono
     —¿Cómo que no sirve?, está perfecto: nunca había oído un Debussy tan nítido.
     —¡Déjame sola, por favor! ¡Vete! ¡Lárgate!
     Sonrió mientras la abrazaba, congeló un instante su sonrisa y se deshizo de ella cuando mi lengua, lentamente, limpió de ávida humedad sus más ocultos labios. Cogimos sin emitir un solo sonido. No vi sus ojos. Se durmió al terminar o quizá antes. El caso es que aceptó inerte el jugueteo de mis dedos en su espalda.

***

“¿Qué ha de importarme si eres una puta o una santa; si me aborreces o me amas, o si soy capaz de quererte? Sólo he pretendido acostarme contigo. Eso es todo; nada más que eso. ¿Te resulto vulgar? Pues bien, querida: debo decirte que la franqueza es esencialmente vulgar; todo refinamiento es un ribete de hipocresía. ¿A qué llaman, en cambio, virilidad? ¿Qué me pedirías más viril que esta vulgar franqueza que te salva de expectativas ruines por improbables? Ya, ya: la moral exige que yo me convenza de que te amo. Permíteme entonces cruzar el río y acceder a la moralidad que pides para entregarte plenamente a un amante tan franco y viril como enamoradizo, tierno y perdurable.”

***

—Hablé con Enrique —me dijo precipitadamente mientras servía el café.
     —¿Te habló o le hablaste?
     —Me habló, no seas pendejo —dijo esto último con una voz cargada de tal pureza que parecía un piropo.
     —¡¿Pero qué coño quiere ese necio?! —grité con furia e inmediatamente me respondí con insana honestidad—. El tuyo, claro.
     —No fue, no es una llamada normal —siguió secamente.
     —Sus llamadas nunca son normales –levanté la bocina y escuché unos cuantos trompetazos de Wagner—, pero debo reconocer que ésta es de lo más divertido que le conozco.
     —Hazme un favor: vete. Perdón: ¡lárgate!
     —¡Carajo!: ¿Cuál es el problema con la llamada de Enrique? ¿Te agrede, te amenaza?
     —¡Qué va! Es incapaz de algo así.
     —Ya aprenderá. Cuando decida convertirse en un buen amante.
     —¿Puedes largarte de una vez?
     —Tranquila, mujer, tranquila. Te comportas como si no te hubiera dado gusto mi visita.
     —Distorsionas. Sólo eso.
     —¿Debería sentirme responsable de que ese imbécil haya decidido convertirse en un pentagrama?
     —No. Al menos no espero eso de ti.
     —¿Quieres que venga en la noche?
     —No quiero volver a verte.
     —De acuerdo. Te hablo mañana.
     —Dudo que puedas comunicarte.
     —¿Piensas hablar con Enrique durante toda la semana?
     —Probablemente sí.
     —Entonces te hablo desde alguna estación de radio. No son tantas. Lo malo es que tienes que estar pendiente. --Me miró de tal forma que estuve tentado a llevármela a la cama otra vez.
     —Si estás pensando en coger, olvídalo y lárgate.
     —Hay suficiente café. Me quedaré otro rato.
     —Haz lo que quieras. De preferencia irte.
     —Antes dime qué te preocupa de esa llamada de Enrique.
     —Nada.
     —Claro está: Nada. No te agrede, no te amenaza. Ni siquiera habla.
     —Es demasiado bueno para que tú lo entiendas.
     —Demasiado bueno... ¿en la cama?
     —Demasiado bueno. ¡Basta!
     —Platícame, anda: ¿qué te pone así de alterada?, ¿que Enrique montó una radiodifusora telefónica y tú eres su primera escucha cautiva?
     —Algo así —sonrió de una manera extraña y más bien benévola.
     —Dime la verdad, ¿hablaste con Enrique?
     —No. O sí, en cierta forma. De hecho sí.
     —Estás muy metafísica.
     —¿Metafísica, parapsicológica o rara? Enrique podría aclarárnoslo.
     —¿Me estás dando celos?
     —Sí, eso. Te quiero dar celos. Quisiera verte celoso. En eso estoy ahora, ésa es mi metafísica.
     —¿Soy un idiota?
     —Sí.
     —¿Y Enrique?
     —No.
     —¿Quisieras tenerlo en tu cama en este momento?
     —Sí —Me miró como si yo fuera un chaval y ella una puta.
     —Eres una puta.
     —Sí.
     —Pues toma tu desayuno.
     Algunos minutos magníficos. Se enjuagó la boca y las mejillas con un palmo de agua y me pidió seriamente que me fuera.

***

“¿Qué duda cabe de que un Hombre avasallado por los celos o carcomido por el despecho es capaz de destruirlo todo con el único fin de conseguir lo que su débil carácter le impide: destruirse —mediata o inmediatamente— a sí mismo, con todos los demonios que lo gobiernan? Hay mérito en la justicia por propia mano, siempre que el ajusticiado sea uno mismo.”

***

Beatriz pasó ese día dormida. A ratos despertaba, descolgaba la bocina; la música seguía ahí. Cerca de las seis oyó unos acordes de autor irreconocible. Escuchó morbosamente. Aquello era horrible. Colgó. Había oscurecido. Se sintió grata, tranquilamente deprimida. Le vendría bien una amiga o un amante que en ese momento le preparara algo de cenar, o la apapachara, o le hiciera el amor de cierta forma, no estaba segura: cerrar los ojos, separar las piernas y tal vez dormirse mucho tiempo entregada a algo suave —placer le pareció entonces una palabra suave—, a cambio de nada más que eso mismo que le hubiera gustado: algo más cautivador, más sencillo, más fácil y menos exigente que un cigarro.
     A la madrugada, un insomnio sereno la llevó a levantar la bocina. Enrique, magnánimo, le dio el largo dormir sugerido por el implorado carácter de Brahms. La mano en la entrepierna depuró el barullo del deseo. Despertó con la idea de imitar a Enrique. Cuando llegué, ataba el auricular a la bocina del radio. En su cama no parecían estar el teléfono, Enrique ni ella misma. La música, vertida en el aparato telefónico, no acompañó esos minutos de olvido, recuerdo o presencia. Me fui pronto: no quería estorbarle. Quizá por piedad, me limité a asegurarme de que el teléfono estuviera bien asido al radio, que no escuchara más que su propia voz, engalanada, al irme, por una pieza extraña e inidentificable para mí, que tampoco tengo por qué saberlo todo.

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martes, 11 de marzo de 2008

De qué hablan los poetas

por Cosme Álvarez


Para responder a la pregunta que interroga de qué hablan los poetas, deberíamos al menos saber qué es un poema, tener una idea que facilite entender qué es la poesía y, de ser posible, uno o varios diccionarios que nos revelen la raíz y el significado de la palabra. Preguntar si la poesía existe fuera del poema nos llevaría a una discusión más prolongada, pero aprovecho la ventaja que me ofrece este estrado para decirles que, efectivamente, la poesía vive, transpira y existe fuera de los poemas.

Como el tema de esta conferencia es saber de qué diablos hablan los poetas, me parece oportuno comenzar por el examen de lo que es un poema. Inicio diciendo que un poema en sí mismo no es nada, pues depende de otras cosas existentes para existir: desde un lenguaje activo y en constante renovación, hasta un conjunto de signos que conlleven una escritura; y desde un emisor, al que llamamos poeta, hasta un receptor de aquello que dicen estos signos, al que llamamos lector.

Esta es sólo una breve enumeración de lo que necesita un poema para existir. En un estudio más amplio habría que tomar en cuenta el sentido de los signos, ciertos aspectos éticos y estéticos, la época en que se compone el poema, el estilo que influye en ese momento al poeta, y tantas otras consideraciones que no caben en el tiempo destinado a esta conferencia.

Un poema es simultáneamente su contenido y su forma. Si el poema sólo fuera lo que contiene, entonces su propia forma de poema se volvería algo secundario. En el poema, pues, valen por igual el contenido y la manera de expresar ese contenido. Es necesario aclarar que la forma muchas veces actúa condicionada por el contenido mismo, pero además por la representación que el poeta le otorga. Es en este sentido que una novela como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, es poesía pero no es un poema, por la sencilla razón de que un poema no es una novela, y viceversa. Lo verdadero aquí es que tanto el poema como la novela pueden contener dentro de su forma ese raro fenómeno al que llamamos poesía.

Un poema son palabras que son metáfora que son imagen, un ente verbal cuyo más hondo sentido se encuentra en lo que el poema mismo dice, pero también en la forma en que lo dice. Un texto escrito en versos y con rima no es necesariamente un poema. Para que el poema aparezca, es necesario que ocurra la poiesis, palabra que literalmente significa “acto creador”.

Para entender de qué diablos hablan los poetas tuvimos que aventurar primero algunas cuantas aproximaciones generales acerca de lo que es un poema; ahora sería necesario entender de dónde diablos vienen los poemas. Un poema se origina en la percepción del alma viva, y representa en las palabras la validez de esa percepción: mirar que se hace signo, metáfora, señal, imagen, gesto, acción. Mirar que se vuelve poema. Por el poema sucede la confirmación de la mirada; también la confirmación del mundo y el reconocimiento de otros mundos en la mirada misma. Percepción que se mueve a poiesis, a llamado y a descarga, a grito colmado de silencio y a vivo silencio que aúlla. El milagro se cumple porque el mundo se cumple en la mirada.

El origen del poema no son las palabras, sino la mirada que milagrosamente se vuelve palabra: voz de la mirada. Al hablar de la voz de la mirada, nos obligamos a preguntar qué es eso que mira desde detrás de nuestros ojos. La respuesta es harto compleja. La han procurado, quizá sin éxito, la psicología y toda la ciencia. También la filosofía y la teología. Las conjeturas surgidas de la pregunta que interroga qué es eso que mira desde detrás de los ojos, van desde la presencia inaprensible y suave del ser, o la grave existencia de la nada, hasta el no menos difícil dictamen de un dios omnipresente; y desde la hipótesis de un yo individual y único que crea el mundo recibiéndolo como imagen, hasta el descubrimiento de un cerebro que, por la mágica transmisión de impulsos eléctricos, fragmentariamente percibe límites a través del instrumento que son los ojos, y luego los ordena, los unifica y los nombra, para así formalizar un mundo de cosas separadas al que llamamos realidad.

El veredicto que da el arte es de otro orden. El arte, y de las artes la poesía, a veces sospecha como posible respuesta un vasto silencio sin nombre, acaso único, que tiene lugar en todos los lugares y cuyo único lugar hondamente significativo está situado detrás de los ojos humanos: silencio que aproxima orillas inexploradas y que, por el ser de lo humano, revela un estado del mundo. Para el poeta, eso que observa desde detrás de los ojos es el silencio.

¿Qué es aquello que mira el silencio desde detrás de nuestros ojos? Esta es una pregunta sin final, cuya posible respuesta interroga a la pregunta misma. El mundo es silencio, es el silencio que nos rodea, el silencio que mira y que es mirado, sonido que al dejarse escuchar revela que quien mira es también lo mirado.

¿Qué son entonces la poesía y el poema? Para decirlo de una vez: la poesía es un estado del ser, y el poema es la revelación del reino, la forma en que se expresa la mirada. Ambos, poesía y poema, son del lenguaje de la Tierra, lenguaje que halla por sí mismo las más sutiles formas de expresarse, y que el hombre que es capaz de crear percibe con todo el ser y lo traduce en representación.

¿De qué hablan los poetas? Hablan de unión, de reunión en la vida. Hablan de nosotros, hablan con nosotros; su decir es un diálogo de pertenencia. Nos dicen que aprendamos a cuidarnos entre nosotros, que aprendamos a cuidarnos los unos a los otros. Nos dicen que todo en el mundo es cooperación y no competencia. Nos invitan a ser libres, a encontrarnos con nosotros mismos en los otros. Yo soy tú y tú eres yo, y todos somos el hombre. El poeta nos abre los ojos de la mente para que tengamos voz en la mirada, para que tengamos corazones más grandes. Corazones, no cerebro. Eso es lo que pide la vida. Cuando hacemos lo correcto, cuando el hombre cuida al hombre, la vida cuida de nosotros. El poeta enseña a dar y a recibir lo que la vida otorga, eso que no vemos porque estamos ocupados haciendo planes. El poeta pide que nos elevemos a nuestra estatura de seres humanos. Cooperación. Eso dice el poeta. Y amor, el amor como la acción total y totalizadora. Corazón y no cerebro. Un corazón cada vez más grande.

El poeta nos dice que hablemos con nosotros mismos como hombres y no como chinches; que nos conozcamos a nosotros mismos en nuestra relación con los demás, pues sólo así estaremos conociendo al hombre. El poeta nos dice que salgamos de aquí esta mañana y empecemos a devolver lo que tomamos del granero de la vida, que lo hagamos poéticamente, creadoramente, desde el orden del corazón y de los sentidos. Nos dice que establezcamos en la tierra el diálogo de pertenencia. El poeta nos dice que comencemos aquí, hoy mismo, pues siempre es ahora, la misma hora siempre, y todos los lugares son el mundo. Tenemos que crecer como hombres, tener corazones más grandes para comprender la vida, y no cerebros para disecarla, dividirla, moldearla ni cambiarla. Corazones cada vez más grandes para beber de la vida su esencia inmortal. Nos hallamos demasiado lejos del centro de la vida. Los poetas dicen que debemos avanzar hacia la unión. De esto hablan los poetas. ¿Qué otra cosa puede significar ese deseo de comunicar?

Los poemas no dan respuestas, hacen preguntas. Son signos con los que el hombre se interroga a sí mismo y pregunta por el mundo. Las preguntas se hacen, los poemas se escriben. Sólo son reales si se escriben. Y se dicen. Los poemas no son respuestas sentimentales, son preguntas de experiencia. Son sucesión de momentos, la palabra de la experiencia y la experiencia de la palabra. Diálogos de pertenencia. Las palabras del poema hacen visible lo que los ojos han visto. La poesía pregunta con palabras por lo innombrable. El poema dice un yo de muchos rostros y de una sola cara: dice al hombre, dice al yo plural de la experiencia humana. El poema dice yo y mi multitud interpretada.

El poeta no señala direcciones: sigue huellas en el río de la experiencia. El poema es la brazada en el agua de la vida. La poesía trae realidad a los hombres; trae verdad a la realidad. El mundo es menos real sin la pregunta del poeta, sin el diálogo de pertenencia que proveen los poemas.

¿De qué hablan los poetas? Dicen las palabras del hombre, dicen al hombre en las palabras. Transcriben el dictado del silencio, acaso con el propósito último y más alto de mostrar lo bueno, lo bello y lo verdadero.

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El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

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