viernes, 1 de junio de 2018

Miguel Salmon del Real. Palabras por su primera década de actividad

Por José Manuel Recillas 
(poeta mexicano)




Miguel Salmon Foto © Ramón Merino
La vida artística de una nación se relaciona íntimamente por la forma en que las nuevas generaciones se suman al desarrollo de sus predecesoras y en la manera en cómo dialogan y se interrelacionan. Cuando mi generación, la de los nacidos en la primera mitad de los sesentas, irrumpió en los albores de la última década del pasado siglo, nos interesaba ser leídos por nuestros mayores e integrarnos al rico caudal de la literatura mexicana. A mediados de la segunda década del nuevo siglo, durante un encuentro literario celebrado en Durango, el poeta y editor Víctor Manuel Mendiola, después de oírme leer en una mesa de lectura, me hizo ver algo que pude comprobar con el tiempo: “Cuando su generación surgió nos separaba una gran distancia, casi un abismo. Pero con el paso del tiempo, nos hemos vuelto contemporáneos”. Fue, de alguna forma, el tácito reconocimiento intergeneracional que buscaba eso que podría denominar ‘mi generación’. Es un reconocimiento que hay que ganarse, y que sólo la inteligencia y generosidad hacen posible. No todos los gremios se caracterizan por semejantes gestos.
El de la música es uno de esos gremios no sólo caníbales, sino poco generosos con sus integrantes. Y ello no sólo por el grado de especialización necesario, sino por otra razón: es un gremio básicamente, salvo honrosas excepciones, ágrafo, es decir ajeno a esa decantación de la inteligencia y el discurso que es la palabra escrita. El músico mexicano no escribe, salvo por necesidad, y menos lee. Es un gremio en grado sumo infantilizado, en virtud de la naturaleza misma de su arte. La música no permite ni consciente el diálogo. Sólo lo que podemos ver al final de los conciertos y, a veces, incluso entre los movimientos de una obra: el aplauso o el abucheo. Y dado que en general el músico no escribe de otros músicos, no puede ejercer el magisterio de la crítica. Hay un abismo entre escritores que escriben sobre otros escritores, y la casi ausencia de escritos de músicos entre nosotros. Y dado que desde Robert Schumann hasta el día de hoy el músico no acepta otra crítica que no sea la especializada, salida de plumas autorizadas, el resultado es un jardín de niños jugando con barro y piedras procurando hacer la construcción más original, sin nadie que comente esos grandes logros.
Esto ha provocado que en México la crítica musical prácticamente no exista, salvo por focas asalariadas y cronistas de fiestas de payasos, dejando al músico a su suerte, como un náufrago en medio del océano, cercada por un obeso y calvo tiburón incapaz de reconocer su boca del esfínter con que se expresa. En los treinta años que he ejercido mi responsabilidad como escritor y como crítico, el gremio musical ha sido incapaz de generar una voz crítica autorizada, que sea la voz de los músicos y de las nuevas generaciones. Pasan los años y los músicos son como niños temerosos del éxito ajeno, en vez de celebrarlo y aprehenderlo, hacerlo suyo. No hay una sola voz crítica surgida de mi generación, ni de las anteriores ni las posteriores, que celebre y haga público, más allá de la sala de conciertos, lo que nuestros músicos hacen. Ese es el Mar muerto en el que navega la música mexicana desde hace más de tres décadas.
Foto © Ramón Merino
Quizá por eso no debería de haber sido una sorpresa el pequeño gran escándalo que provocó mi crónica sobre el debut de un joven director de orquesta, quien recién acababa de regresar de Europa, tras estudiar exitosamente en Europa en los Países Bajos, París y Lucerna, entre otros sitios, con maestros tan distinguidos como Pierre Boulez, Peter Eötvös y Bernard Haitink, cuyo reconocimiento no se basó sólo en unas pocas pero reveladoras palabras, sino en la entrega de documentos legales que dan cuenta de su paso por tan importantes escalas formativas.
En septiembre de 2009 di fe de mi asombro ante la batuta de Miguel Salmon del Real, quien fungió como director huésped de la Sinfónica de Coyoacán, con un programa dedicado a Weber, Beethoven y Gerardo Tamez.
Más allá de referir el revuelo que mi crónica despertó en un medio como el musical mexicano, ajeno a la palabra escrita como he señalado, me interesa señalar lo que en ese momento despertó en mí la hábil e inteligente batuta de aquel joven director de orquesta.
Toda proporción guardada, puedo imaginar el asombro que en su momento despertó la de Eduardo Mata.
Aunque moleste la comparación, hay que decirlo bien claro: si no se ha asistido a ver dirigir a un director, no hay palabra que valga. No hay autoridad alguna en quien habla sin asistir a un concierto, sin acercarse al músico o al director en cuestión y hablar con él. Es como quien hablase de un libro sin haberlo leído. La autoridad para hablar de alguien, de una obra o una trayectoria artística, hay que ganársela también.
Comparar a Salmon del Real con Eduardo Mata podría considerarse una suerte de hipérbole. El hecho es que hubo un natural deseo de acercarme a alguien lleno de talento, de ímpetu, de inteligencia y, muy en especial, de algo muy raro en el medio musical mexicano: generosidad. ¿Cómo no acercarse, no querer ser amigo de alguien que tiene todas las virtudes que uno espera de un gran artista? Habría que ser un eunuco o un enano mental para querer juntarse con hienas o escuincles melindrosos en lugar de conocer y aplaudir a un gran artista. Porque eso fue lo que vi en Salmon del Real, y no me cabe duda que debe haber sido lo mismo que vieron quienes tuvieron la fortuna de conocer y tratar a Eduardo Mata cuando llenó de luz los podios de nuestro país, hasta que los enanos de las orquestas mexicanas lo obligaron a irse.
Foto © Ramón Merino
Como señalé en aquella crónica de su debut como el supremo artista del podio que es, tener “la oportunidad de escuchar a la Orquesta Sinfónica de Coyoacán […] parecería una broma de mal gusto o un caso de extrema desesperación musical con tal de escuchar algo. Del director huésped, Miguel Salmon del Real, sabíamos casi nada hasta antes de este evento. Un director poco conocido al frente de una orquesta delegacional parecía la crónica de un desastre anunciado”. Para fortuna de todos los que asistimos ese día, no lo fue.
Desde entonces ha transcurrido una década, y su ímpetu e inteligencia no han disminuido un ápice. Los elogios que ha recibido en el extranjero su control de los ensambles y su conocimiento de la partitura son supremos” (Cliff Colnot) y “ha demostrado ser un músico serio y talentoso” (Pierre Boulez) le han sido negados sistemáticamente entre nosotros por una sola razón: la crítica musical en México, como la literaria, es inexistente.
Habría que aclarar la afirmación. Porque, si bien es cierto que lo que se suele ver como crítica literaria en México es muchas veces lamentable, lo cierto es que quienes practicamos la escritura la ejercemos para reflexionar sobre aquello que nos parece notable, sabedores de que la verdadera crítica no proviene de la academia, de los así llamados especialistas de cubículo, sino de los mismos creadores. A nadie le interesa lo que tenga que decir un oscuro profesor de una universidad argentina sobre la obra de Jorge Luis Borges, o de Luis Cernuda, pero si quien escribe es Juan García Ponce, u Octavio Paz, eso importa. Son gigantes hablando de otro.
Del mismo modo, en el ámbito de la música importa muy poco, o no debería importar en absoluto, el asalariado y azaroso plumaje de obesos pájaros estercoleros en periódico con pinta decimonónica, porque no hay nada que lo respalde: no hay una obra, no hay inteligencia, no hay generosidad, no hay ninguna creación que sea digna de ese nombre. Debería importar lo que otros colegas digan. Como en el siglo xix, en el que las plumas de Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, entre otros, fueron los mejores aliados de los músicos mexicanos. Es en ese sentido en el que afirmo que la crítica musical en México es, efectivamente, inexistente.
Salmon del Real tiene ese ímpetu y espíritu libre que no sólo ilumina sino ordena aquello que le rodea. En su trayectoria de ya una década, ha podido dirigir conciertos memorables, demostrando que su debut de septiembre de 2009 no fue flor de un día. El 15 de octubre de 2012 fue nombrado director de la Sinfónica de Michoacán, y para diciembre ya había preparado su primera Novena de Beethoven, la cual resultó un espectáculo musical de grandes proporciones.
Foto © Ramón Merino
Como señalé en su momento, “la lectura que hizo el maestro Miguel Salmon del Real de esta compleja obra fue notable por dos cuestiones. Primero, fue dirigida de memoria, y sólo para el último movimiento la partitura apareció, más que nada, según el maestro Del Real, para acompañar realmente a los solistas y apoyarlos. Segundo, fue históricamente informada, es decir, interpretada de acuerdo a los criterios de la escuela historicista fundada a mediados del pasado siglo por Nikolaus Harnoncourt y Gustav Leonhardt. Ello significó retirar de la interpretación la mayor parte del vibrato, y permitir un sonido un tanto más seco, pero más apegado a la forma en que, idealmente, podría haber sonado la obra en su época. Por lo mismo, los tempi elegidos por el maestro Del Real estuvieron más apegados a los originales elegidos por Beethoven”.
De hecho, algo asombroso ocurrió en una de las muchas visitas que hice a Morelia durante su brillante estancia como director artístico de esa agrupación. Un día en su casa llevé una grabación de la Novena dirigida por el gran director belga Philippe Herreweghe, y nuestra sorpresa, más bien la suya, fue comprobar que los tempi de esa grabación eran exactamente los mismos que él había usado en aquella ocasión. Al principio, de hecho, su pregunta para mí fue cómo había yo conseguido el audio del concierto, pues el sonido de la grabación que llevaba yo y la que él había hecho de aquellos conciertos eran casi idénticos.
Es importante recordar aquí lo que escribí en ocasión de ese memorable momento en Michoacán, donde además de dar testimonio del enorme talento de mi amigo, hice otras notables amistades y donde pude publicar, en reciprocidad por lo que esa ciudad y sus habitantes me dieron, mi primer poema extenso, Mahler. En aquella fecha, 19 de diciembre 2012, agregué lo siguiente:

Y sólo como referencia a esta escuela interpretativa, sería necesario señalar que no sólo el ciclo sinfónico entero sino la Novena en particular han sido grabados por diversos especialistas y por orquestas que tocan con instrumentos de época. Hay por lo menos seis ciclos completos de grabaciones disponibles con orquestas de este tipo. De ellas se puede señalar lo siguiente: la versión de The Hanover Band, que fue la primera en grabar el ciclo entero, dirigida por Roy Goodman en 1988, dura 65 minutos; la de Christopher Hogwood al frente de The Academy of Ancient Music dura 63 minutos; la de John Eliot Gardiner al frente de la Orchestre Révolutionnaire et Romantique dura casi 60 minutos; la de Jos van Immerseel al frente de Anima Eterna dura 64 minutos; tanto la de Philippe Herreweghe al frente de la Orchestre des Champs Elysées, la de Frans Brüggen al frente de la Orquesta del siglo xviii como la de Roger Norrington al frente de The London Classical Players duran 62 minutos; y sólo como referencia, la versión de 2008 de Claudio Abbado al frente de la Filarmónica de Berlín, dura igualmente 62 minutos. Las de Nikolaus Harnoncourt al frente de la Orquesta de Cámara Europea y Osmo Vänskä al frente de la Orquesta de Minnesota duran, ambas, 65 minutos, y las tres son históricamente informadas.
De este panorama de grabaciones se puede deducir que las versiones dirigidas por Miguel Salmon del Real se hallan entre estos parámetros, pues duraron un promedio de 62 minutos. Estos parámetros son sólo una guía para el escucha, y no otra cosa, pero nos permiten ubicar en un rango específico lo escuchado en Morelia el pasado fin de semana.
Foto © Ramón Merino
La dinámica sonora y la articulación instrumental de las secciones tal como Beethoven concebía a su orquesta, la cual gira en torno a una sección central de Harmonie (alientos) rodeada de dos enormes secciones de cuerdas y maderas, chelos y contrabajos, así como violines primeros a la izquierda y segundos a la derecha, lució como pocas veces en un concierto. La particularidad de esta construcción orquestal gira en torno a un momento extraordinario antes de la coda final del primer movimiento, que es, precisamente, el fugato de las maderas y alientos antes de que entre el tutti de la orquesta. Maestro de esa estructura discursiva y arquitectónica, sobre la cual gira y ordena toda la concepción musical desde sus primeras sinfonías, requiere de una especial atención por parte del director, pues esta delicada estructura casi transparente es la que ordena y sobre la cual gira el resto de la galaxia sinfónica, es también la forma en que Beethoven delinea y contiene la forma sonata como eje central de su pensamiento musical, y Salmon del Real supo darnos una perspectiva auditiva precisa y adecuada de esa enorme complejidad arquitectónica que es el mundo sinfónico beethoveniano. Sin duda alguna, la Novena sinfonía es un universo de enorme complejidad no sólo por los detalles tímbricos y colorísticos de instrumentación ya señalados, sino también porque en ella se conjugan la maestría del sinfonista con las del diseñador de espacios íntimos de recogimiento (el citado fugato), pero sobre todo, el descubridor y creador del primer pasaje solista del timbal en el mundo sinfónico occidental, tal como se escucha en el segundo movimiento, donde el instrumento debe presentarse en la misma forma en que lo harán, más adelante, los solistas cantantes en el cuarto movimiento. Por eso, al inicio de este último movimiento vuelve a aparecer el tema del movimiento citado, como un recordatorio al escucha de que aquel pasaje solista que ya escuchó previamente.
El Teatro Ocampo fue testigo de dos noches memorables para la Orquesta Sinfónica de Michoacán, y allí está la enorme ovación que el público les otorgó al director y a sus músicos el sábado 15. Pero nada nos había preparado para lo que en la catedral de Morelia se escucharía. La amplia nave de la iglesia con sus arcos, columnas y salientes fue el espacio ideal para que una obra como la Novena sonara en toda su gloria y majestuosidad. La sensación de arrobamiento fue general, y la acústica del sitio no podría haber beneficiado de una forma más espectacular a una interpretación que puede considerarse como uno de los mayores triunfos del espíritu humano en el último cuarto de siglo en México. Recuerdo que al escuchar la magnífica acústica del templo ante una orquesta brillante y comprometida como pocas, un coro en estado de gracia y unos solistas llenos de inspiración, no pude evitar recordar que una sensación similar me invadió hace más de un cuarto de siglo cuando escuché por vez primera las versiones de The Hanover Band del ciclo beethoveniano, y no es casual que llegara a mi memoria tal eco sonoro, pues dicho ciclo fue grabado en la Iglesia de Cristo, en Londres, y esa acústica sigue siendo insuperable en lo que a grabaciones se refiere.
Foto © Ramón Merino

Lo que hizo notable esa extraordinaria Novena, de la cual fui el único que escribió al respecto, es lo que anunciaba para ese año que estaba a punto de empezar: el ciclo sinfónico completo de Beethoven, incluyendo los conciertos para piano, el de violín y el llamado triple, a todos los cuales tuve la fortuna de acudir y presenciar el prodigio alcanzado en cada una de esas sesiones.
En cierto sentido, parece fácil juzgar la interpretación de un grupo de obras que son el caballo de batalla de todas las orquestas. El problema al que casi siempre me he enfrentado es uno solo, y siempre es el mismo: la interpretación rutinaria. Es un horror que los músicos de las orquestas, al menos las de la ciudad de México, hayan burocratizado su espíritu a tal extremo que, igual que la mayoría del público que asiste a las salas capitalinas, prefieran sólo reconocer las obras que tocan en vez de conocerlas, integrarlas a su ser, de profundizar en el legado musical que representan y saberse los custodios y garantes de ese tesoro.
Porque es un hecho sabido que aunque entre sus integrantes hay músicos más que competentes, poseedores de una gran técnica interpretativa, prefieren regirse por la ley del menor esfuerzo. Como burócratas en una oficina, terminan sus ensayos a cierta hora, y no hay poder humano que los haga ensayar o practicar más allá de ese horario. Prefieren un director de orquesta que entienda su patético conformismo, a atreverse a ir más allá, a esforzarse más, a comprometerse con una tradición de la que se supone son, o deberían ser, el enlace vivo más importante. Sólo lo hacen si es estrictamente necesario. Si quien se los pide es un director extranjero al que no tendrán que ver jamás. Lo he visto con mis propios ojos. No hay músico de ninguna orquesta en la ciudad de México que pueda desmentir ese enojo y furia que les invade porque el director les hizo tocar como se debe, y no como están acostumbrados. Lo he visto más de una vez.
Me viene a la memoria los dos últimos conciertos que Maxim Shostakovich dirigió en México, uno al frente de Minería, dirigiendo los más asombrosos Titán de Mahler y Sheherezada de Rimsky Korsakoff que se hayan escuchado en este país, y otro al frente de la ofunam, dirigiendo obras orquestales de su padre. En ambos casos, la transfiguración musical operada por su enorme estatura intelectual fue reconocida por el aplauso del público, pero no por los músicos de las orquestas, quienes sólo lanzaban maldiciones contra el director. Yo recuerdo haber salido temblando de la Sala Netzahualcóyotl, casi en estado de trance, en el primer caso. En el segundo, pude oír a los músicos despotricando contra el director mientras me dirigía a su camerino a saludarlo.
Miguel Salmon del Real. Foto © Ramón Merino
La rutina no debería caber en una sala de conciertos. Lo ha señalado en más de una ocasión Nikolaus Harnoncourt. Eso lo sabe muy bien Miguel Salmon del Real cada vez que sube al podio y se dirige a sus músicos, y después al público. Uno de los aspectos más relevantes a tomar en consideración en su caso, y que pude ver desde aquel debut arrollador suyo, es cómo le devuelve la seguridad y la confianza en sí mismos a sus músicos, cuando no las tienen, cómo están dispuestos a seguirlo como un ejército que se cree capaz de cualquier proeza militar, como si nada pareciera imposible, como si se supieran los primeros en llegar al polo sur e izar, orgullosos, la bandera nacional en pleno. Pero quizá más importante sea lo que Salmon del Real transmite y comparte con el público asistente a las salas donde él dirige.
Ese sentido de novedad, de emocionante espera, de alegría compartida, de ser parte viva del espectáculo, y no mero testigo de piedra, es uno de los resultados más evidentes e innegables de su gestión al frente de una orquesta. Y eso se ve en algo inusual para cualquier orquesta en México: las largas filas de un público variopinto que se forma a la entrada de los teatros esperando entrar. Una y otra vez, en Morelia, las largas filas de gente formada esperando entrar es una imagen que, en el caso de Miguel Salmon del Real, es ya casi una suerte de firma que identifica su labor.
En la ciudad de México ver filas de público a la entrada de una sala, o que incluso haya público que no logra entrar, es algo que nos es desconocido. Es cierto, ha habido artistas que logran convocar grandes cantidades de público, y en ocasiones ha sido necesario acudir a las pantallas colocadas afuera del teatro para transmitir lo que sucede adentro: Philip Glass, Luciano Pavarotti, son de los pocos artistas que pueden despertar esa energía casi eléctrica cuyo solo nombre porta. Tendría que decir que entre nosotros sólo el de Salmon del Real es capaz de generar esa expectación. Las fotos de ese público expectante es casi ya una rúbrica de su trabajo. Y es el fruto del transmitir de boca en boca, de esa recomendación surgida de una emoción que busca ser compartida y se multiplica conforme pasa el tiempo. Fui testigo de eso que podría llamarse El efecto Salmon del Real. Cada día más, la prensa local, en Morelia y en Sinaloa, ha dado cuenta de eso que, al final de cuentas, es uno de los logros que más importan en la gestión de una sala de conciertos y que es no sólo abarrotarla, sino crear nuevos públicos, despertar ese interés más allá de la casi siempre endogámica y exigua audiencia que acude a las salas de concierto.
Y en un medio como el musical en donde el ninguneo es una práctica común, y no extraña, por cierto, al literario, la generosidad también es una práctica inusual, más bien escasa. Y en eso también Miguel Salmon del Real ha predicado con el ejemplo, siendo el director que más obras ha comisionado y estrenado, elaborando una amplia antología de la música mexicana contemporánea, en un ejercicio intelectual de gran relevancia al invitar a toda clase de músicos y de escuelas de composición, en algo que podría, y debería toda proporción guardada, considerarse la versión musical de Poesía en movimiento, la más influyente antología poética del siglo xx.
Salmon del Real y José Manuel Recillas. Foto © Ramón Merino
Sus llamadas miniaturas, solicitadas a cerca de un centenar de músicos vivos, de poco más de un minuto de duración, para ensamble pequeño y muchas orquestadas, constituyen un valioso mapa de la música mexicana contemporánea, como lo hizo en su momento la antología elaborada por Homero Aridjis, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Octavio Paz. La enorme vitalidad y diversidad de nuestra música se halla admirablemente representada en ese ejemplar trabajo de generosidad, totalmente inusual entre nosotros. Es probable que no pocos músicos convocados por Salmon del Real no sólo no se lleven entre ellos. Pero es un mérito enorme convocar y reunir a tal cantidad de música, y elaborar un mapa vivo de nuestra tradición musical actual ni siquiera los inexistentes críticos y los escasos comentaristas periodísticos han planteado algo remotamente similar. Es sorprendente que algo tan relevante en el panorama musical mexicano haya pasado sin despertar el menor comentario, sin ser aplaudido como merece. Pero eso habla más mal de quienes deberían hablar de lo que sucede en el panorama de nuestra música, que de quien ha hecho este notable trabajo. Es a través de esta labor que Miguel Salmon del Real puede considerarse un digno embajador de nuestra música, de nuestra tradición musical, como lo fue en su momento Octavio Paz respecto de la tradición poética mexicana.
Septiembre parece, entonces, un buen mes para este brillante director, pues fue en ese mes de 2017 ocho años después de su arrollador debut en el podio cuando fue nombrado director artístico de Orquesta Sinfónica Sinaloa de las Artes (ossla), para regocijo de quienes somos sus amigos y de la comunidad sinaloense, que de esa manera adquiría para su notable orquesta a un director equivalente a un cuarto bate. Y en dos años de gestión al frente de su nuevo encargo, eso que llamé el efecto Salmon del Real se ha vuelto a repetir, y la prensa local ha sabido dar cuenta de ello. Las largas filas de un expectante público han vuelto a aparecer a la entrada del teatro. Incontrovertible, es la mejor descripción de algo que puede llamarse también éxito.
En su trabajo al frente de las orquestas con las que se ha presentado, sea como director huésped fue el caso de su debut o como director artístico, siempre priva un común denominador, característico de su trabajo: pasión, misma que transmite a sus músicos y a su público por igual. Como pocos directores y artistas en México, Salmón del Real sabe que su compromiso no es sino con lo mejor que ha creado el espíritu humano, y que él y sus músicos son el vehículo ideal para transmitir, desde el podio y el escenario, ese legado musical del que él y sus músicos son los custodios y garantes.
Miguel Salmon del Real ha afirmado, en más de una ocasión, en público y en la cercanía que proporciona la amistad y la confianza recíproca, que “la música clásica une al ser humano con la eternidad, favorece el desarrollo humano, es pasión, es emoción, su encanto es eterno”. Son palabras que confirman una sólida confianza que lo vincula no sólo con sus mentores Bernard Haitink, Pierre Boulez, Peter Eötvös, sino con lo mejor de una insoslayable tradición europea Frans Brüggen, Nikolaus Harnoncourt, Daniel Barenboim, Claudio Abbado, de la cual es heredero y uno de nuestros más orgullosos embajadores culturales.
Miguel Salmon del Real. Foto © Ramón Merino

Como melómano, suelo tener diferencias en cuanto a ciertos aspectos del ejercicio musical, y solemos tener largas conversaciones y discusiones en cuanto a dichos asuntos. Pero es justamente ese ejercicio de confrontación intelectual el que en no pocas ocasiones enriquece nuestro diálogo y me permite observar cuestiones que no había considerado. Pienso que en la dirección opuesta sucede lo mismo. Siempre ha habido entre nosotros un diálogo fructífero, y una curiosidad por entender el mundo y el arte a través de sus más nobles manifestaciones: la música y la poesía. Dos artes íntimamente hermanados por ritmos, cadencias, por un flujo a veces bailarín, a veces meditativo. Sobre todo, por una combinación de elementos que las hace posible: el silencio y el sonido.
¿Cómo no celebrar, entonces, la primera década de actividad de uno de nuestros mejores artistas hoy por hoy? ¿Cómo no querer hacerse amigo, y serlo, de alguien con tales dotes, tan evidentes e innegables? ¿Cómo no entablar amistad con alguien a quien se admira, uno igual a uno mismo? ¿Cómo no estar agradecido cuando a través de él he podido tener amistades de muy diverso tipo de ese mundo que le rodea, músicos e intérpretes David Hernández Ramos, Jorge Barradas, Felipe Pérezsantiago, César Bourget tanto como intelectuales, historiadores, escritores, fotógrafos, melómanos Bismarck Izquierdo, Juan García Tapia, Ramón Merino, Eduardo Rubio, José Herrera Peña?­ La pléyade de personas notables que rodean y enriquecen el mundo intelectual y creativo de Salmon del Real es una historia aparte de esa apertura a otros mundos, y cuya sola mención muestra la amplitud de su espíritu.
Vivir en un medio tan poco generoso y ágrafo como el musical mexicano es una tristeza. Vivir bajo el asedio de focas obesas y analfabetas esféricas es una pesadilla. Pero hallar a grandes artistas y convivir con ellos es un raro privilegio que no puede pasarse por alto. No tuve la oportunidad de conocer a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, o a otros grandes artistas de este país. Tuve tratos con José Emilio Pacheco, con su inteligencia y proverbial generosidad; si no conocí a Octavio Paz, sí conocí a Manuel Andrade, enorme poeta, investigador y editor. No conocí a Eduardo Mata, pero he tenido la fortuna de toparme con alguien de su misma estirpe, de su misma luz y brillantez. Gracias a él he podido conocer a algunos de los mejores músicos de este país. No me parece casual. Los grandes artistas suelen atraer, como un imán, a otros grandes.

Septiembre 4 de 2019

El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

Invitación

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